O más vale solo que mal acompañado.
Rodrigo Fernández Ordóñez
Ya Edelberto Torres[1] y Alfonso Enrique Barrientos[2], biógrafos de Gómez Carrillo nos habían prevenido de no subir a los altares a nuestro cronista, pues como humano y más aún como artista, sufría de explosiones incontroladas de mal humor y aburrimiento.
Este aspecto de su compleja personalidad había quedado totalmente reducido a un par de notas al margen de sus memorias (Treinta años de mi vida) y de sus biógrafos. Pero este hermetismo se ve roto gracias a una obra utilísima para todo aquel que quiera husmear un poco dentro de la intimidad de este prolífico escritor: Mi vida con Enrique Gómez Carrillo[3], de su primera esposa Aurora Cáceres.
Tengo que advertirles que no es recomendable dejarse llevar por el entusiasmo de este hallazgo, pues peligraría el lector de caer en las trampas que tan hábilmente ha tejido esta vieja chismosa e intrigante. Y para ahorrarle aburrimiento doy paso a la voz de este narrador desinteresado que leyó para usted este libro interesantísimo, pero a veces sospechoso…
Sucede que la señora Cáceres publica su obra en 1929, cuando Carrillo ya llevaba dos años de compartir vecindario con Oscar Wilde y Paul Válery en el cementerio parisino de Pére Lachaise. O sea que se habrá asegurado que se enfriara bien el muertito antes de decidirse dar, a sus anchas, su propia versión de la complicada personalidad Gómez Carrillo y su vida en común.
Y no es que se ignore que el susodicho fuera difícil. Como expliqué arriba ya Edelberto Torres había esbozado en su biografía a un escritor lleno de afectaciones y teatralidades y Alfonso Enrique Barrientos, en su biografía le dedica un capítulo entero a su carácter. O sea que ya estábamos bien advertidos a este respecto. Pero yo le perdono todo por haber sido tan sobresaliente escritor.
Y por cierto que hace poco leí un artículo de una científica inglesa (cuyo nombre se me escapa) amante del arte que enfocó sus utilísimos conocimientos en la búsqueda de los oscuros orígenes de la genialidad artística. Sus hallazgos sorprenderán a algunos, pues concluye que la mayoría de veces los grandes artistas han sido también, grandes enfermos, por ejemplo: Paul Gaugin: sifilítico; Vincent Van Gogh: ezquizofrénico; Ernest Hemingway: maniaco-depresivo; Charles Bukowsky: alcohólico; Jack Kerouac: benceidrómano y alcohólico. Es decir, unos hermosos cuadros clínicos ideales para el estudio.
En el caso de Enrique Gómez Carrillo la enfermedad que se le diagnostica, al menos según el libro de Aurora Cáceres, es la neurastenia, enfermedad cuyas características principales son: tristeza, cansancio, temor y explosiones de emotividad.
Sólo así se pueden explicar esas magníficas páginas llenas de sentimiento y melancolía que pueblan sus obras, como esos paseos entre olivares bajo el límpido cielo griego o ese lánguido recorrido por los silenciosos canales venecianos invadidos por la neblina del amanecer.
Otra posible pista sobre el carácter inestable de nuestro cronista nos la da Toño Salazar, el genial caricaturista salvadoreño que lo conoció en París a su llegada a la capital francesa en 1922. Salazar nos cuenta en el libro Caricaturas Verbales[4], una larga entrevista con Luis Gallegos Valdés, lo siguiente:
“…Carrillo adquirió siendo muy joven, aquí en París, una sífilis, enfermedad incurable en aquel tiempo. El tratamiento era a base de las inyecciones de salvarán: la sangre se sacaba de una vena del brazo para inyectarla en el otro. Tratamiento incómodo, y no siempre eficaz…”
¡Pues cómo iba a ser eficaz esa chapucería, si parece un invento de Mengele o del doctor Frankenstein! Imagínese usted, estarse trasvasando la sangre como si estuviera enfriando un vaso de atol de elote… De esa sífilis, hasta el momento sólo Salazar nos da noticia, ningún otro biógrafo de Carrillo la menciona, por lo que debemos esperar al menos alguna otra opinión en este sentido para validar la afirmación de Toño, Toñito, el “príncipe de los caricaturistas” según palabras de nuestro enfermo Enrique.
Pero concentrémonos en los hechos que ya sabemos. Gómez Carrillo conoce a la señora Cáceres gracias a que el director del diario barcelonés El Liberal le encomienda a ella enviarle en adelante sus artículos por medio del corresponsal del diario en Paris; señor Enrique Gómez Carrillo.
La señora Cáceres no era del todo una desconocida, entonces gozaba ya de una modesta fama en el «mundillo literario», pues había publicado ya algunas obras bajo el celestial (y algo ridículo) seudónimo de «Evangelina».
Bueno, pues ya en la primera página de su libro da muestras la señora de lo insoportable que debió haber sido, pues le corrige la plana a nuestro cronista cuando apunta respecto a su novela Del amor, del dolor y del vicio:
«Yo le habría suprimido lo «del vicio»; esa palabra es fea por el significado que tiene y mejor sería ni nombrarla en la literatura, para que todo fuese hermoso y no hubiese nada de chocante»
¡Quitarle «del vicio»! Já, ¿leyeron eso? ¡quitarle del vicio al título de una novela donde sobran los bohemios, las putas, los cabarets y los chulos! ¡Vieja santurrona, si no le gusta el nombre ni la lea, cómprese un breviario! ¡qué carajos…!
¿Qué diablos le pasa a Carrillo cuando se enamora de ella? ¿qué le vio a ella el hombre que habría podido casarse con cualquier mujer que deseara de Francia y de América? ¿qué le vio a Aurora, si cuando veo su fotografía veo a una señora pechugona y gruesa con un rictus de desprecio que ensombrece su, ya de por sí, nada agraciado perfil? ¿Exceso de ajenjo señor Enrique? ¿Demasiado desvelo?
Bueno, ya para qué rasgarse las vestiduras si luego de un juego de coqueteos, de te doy y te quito le propone matrimonio a esta peruana hija de militar y educada según los principios más pacatos y retrógrados de la América española. Pero yo atontado insisto… ¿qué le vio a esta monja de civil el hombre que en su época fue símbolo de la bohemia y la liberalidad en la más bohemia y liberal de las ciudades del mundo?
Aquí el tono del libro para con su enamorado es aún suave, benevolente:
«Tiene un aspecto de original despreocupación que encuadra en el boulevard, donde luce gallardamente».
Leyendo esto ¿quién podría imaginar la avalancha de pendejadas que lloverán después? Claro, el matrimonio habría de sufrir un gran desgaste provocando hastío en ambos, pero eso no se puede más que sospechar levemente cuando leemos:
«El estado agudo de sus nervios principia a declinar.
Parece muy animado y me cuenta que pasa los días en Marlotte, en la agradable compañía de la familia de los hermanos Paul y Víctor Margueritte.
Atribuye su mejoría a la apacibilidad del campo y a la influencia benéfica que ejercen los árboles en su temperamento».
Los futuros problemas empiezan a perfilarse apenas iniciada la luna de miel ensombreciéndole la vida a señora de tan alta sociedad.
«… me cuenta que un antiguo enemigo suyo, al que por haberse negado a batirse en duelo lo había enjuiciado, acababa de escribir en su periódico que al matrimonio de Enrique debió asistir todo Montmartre, y que me daban el pésame».
El tono de Aurora es liviano, como si le quitara importancia al incidente. Adelante explica que no le hizo mayor caso y que siguieron conversando de otras cosas. Pero la señora no es tan despreocupada como se podría deducir de lo anterior, el texto nos irá, poco a poco, enseñando como era en realidad esta señora.
El párrafo citado arriba puede parecer inofensivo al lector contemporáneo, sin embargo, para Gómez Carrillo significó gran indignación, suficiente para ir a buscar a su enemigo a la sede del periódico para ofrecerle un «par de palos donde le encuentre».
¿Por qué tanta alharaca? Le explico; lo que sucede es que el Montmartre, barrio parisino perteneciente al distrito 18 de la capital francesa era más bien modesto, hogar de obreros, un lugar donde se podían conseguir alquileres baratos para vivir, razón por la cual se convirtió en el lugar preferido de los artistas… pero también para delincuentes, prostitutas y proxenetas. La zona roja pues. Y como Gómez Carrillo era dueño y señor de la bohemia, pasaba parte de su tiempo en sus bares, cafetines y callejuelas o en sus hoteluchos, entre brazos tibios y camas sucias… El barrio había tenido al principio una existencia gris, hasta que el pintor impresionista Éduard Manet, luego de insistentes ruegos pudo pintar el retrato de su amigo de copas en el café Guerbois, Émile Bellot, que el barrio empezó a ganar fama. El retrato, nos cuenta el historiador del arte Ross King, en su imprescindible The judment of Paris[5], fue titulado “Le bon bock”, la buena pinta, pues Bellot es retratado con un vaso de cerveza sobre su mesa. Pues bien, el retrato fue aceptado en forma muy entusiasta por los parisinos y como consecuencia Bellot empezó a tener fama de conocedor de cervezas, así que luego de dos años de pintado su retrato, el borrachín decidió “capitalizar su nueva celebridad” como conocedor y fundó la Bon Bock Society, un club social para artistas e intelectuales que celebraban almuerzos una vez al mes. Pues bien, esta Bon Bock Society funcionó durante 50 años y fue la responsable del surgimiento del Montmartre como centro de la vida cultural de París.
Sin embargo, para el lector se dé idea del tipo de barrio que era Montmartré, cabe aclarar que éste surgió en la entonces periferia de París como consecuencia del desalojo de los habitantes del centro de la ciudad para iniciar los proyectos de mejoramiento urbanístico y saneamiento de la ciudad, ideados por Napoleón III y su arquitecto oficial, el Barón Haussmann. Era un barrio obrero con historia de explosiones regulares de violencia, pues como nos cuenta otra vez Ross King, las primeras barricadas de la comuna de 1871 y el centro de la rebelión obrera fue precisamente Montmartre[6]. Incluso, uno de sus monumentos más famosos, la Iglesia del Sacré-Cour, una espumilla blanca en la cima de una colina, es en realidad un monumento que conmemora el fusilamiento de los Generales Jacques Clamen-Thomas y Claude-Martin Lecomore en manos de los alzados de la “República de los trabajadores” que se negaban a entregar al gobierno los cañones instalados en su barrio para la defensa de la ciudad ante el asedio prusiano, cañones que los habitantes del barrio habían pagado de sus bolsillos por empréstitos forzosos y que el gobierno pretendía confiscar.
Para Carrillo, conocedor de la intimidad de la madrugada en el barrio, el Montmartre era un espacio de libertad, de licor corriendo por vasos y botellas, de prostitutas y besos robados en las esquinas de las tortuosas callejuelas, era incluso, espacio de misterios:
“En Montmartre, el centro del amor y los amores, de todos los amores, la quiromancia florece como una planta indígena. En los cafés nocturnos, a la hora en que las pupilas comienzan a dilatarse extrañamente, las enigmáticas señoras veladas, suelen acercarse a las mesas de mármol para ofrecer sus servicios a las que tienen inquietudes y esperanzas.”
Pero concentrémonos en los datos que nos interesan para esbozar el carácter de don Enrique. Hemos leído anteriormente que le preocupaban sus nervios, pues se altera fácilmente, y no es para menos pues su forma de trabajo era agotadora:
«No sé cómo se da tiempo: diariamente revisa varios periódicos y revistas y uno o más de los nuevos libros que acaban de aparecer; además, las crónicas para El liberal son casi diarias; la de La Nación, semanal; las que envía a Caracas también son semanales, y las de la Habana mensuales, sin contar que siempre tiene algún libro en preparación».
O sea que este señor no conocía la palabra descanso. A veces se nos antoja hiperactivo; si no está viajando está escribiendo, si no está escribiendo está leyendo, si no está leyendo está en algún café tomándose un aperitivo en tertulia con otros artistas. Es una vida que no conoce descanso. Duerme poco. En casa se encierra a escribir sus crónicas a veces en compañía de amigos y las escribe mientras conversan. Aparentemente le exige mucho a su cerebro y a sus nervios. Su amigo Ventura García Calderón comenta, citado por Norma Jean Horwinski: “Compone sus mejores prosas en el tumulto de un café, frente al tumulto del bulevar. Es un poeta urbano”[7], y otro buen amigo, colaborador en algunas aventuras literarias, el venezolano Rufino Blanco Fombona, comenta de su amigo, citado en la misma fuente:
“Trabaja, trabaja, mucho. Noctámbulo incorregible, un bebedor de ajenjo y de ‘fine champagne’ en porciones no nada dosimétricas, a menudo llega a su casa clareando el alba; pero pocas horas después, en la mañana, la persona que fuera a visitarlo encontraría a Gómez Carrillo en su escritorio, preparando sus revistas para El Liberal, de Madrid y La Nación de Buenos Aires…”
Pero estas imágenes que nos dan quienes le conocieron e incluso trabajaron con él en más de una ocasión, no deben confundirnos y hacernos creer que el cronista era un borracho perdido en ocasionales momentos de lucidez o un adicto al trabajo con ocasionales momentos de ebriedad, pues nos comenta Blanco Fombona: “Parecía que no sabía nada de nada, y lo leyó todo, lo conoció todo. Parecía un loco y un desordenado: era el ser más lógico, más laborioso, y para trabajar más metódico…”
Por su parte, Aurora, su esposa, describe así, su forma de trabajar:
«(…) su producción es más que rápida, violenta, febril; sin duda a ello se debe que se sienta a veces algo cansado; es imposible que se evite el desgaste cerebral».
De esta febril rutina de trabajo nos cuenta Toño Salazar, otra vez, sacando de su memoria prodigiosa el siguiente recuerdo:
“…Allí [al Café Napolitain] iba el gran cronista todos los días, como uno de sus habitúes más arraigados. Después de escribir, en su apartamento del número 10 de la rue Castellane, a pocos pasos de la Madelaine, sus colaboraciones para el ABC de Madrid y para La Prensa de Buenos Aires, las cuales depositaba en el buzón de la esquina, buzón que todavía está, iba a aquel café a tomar el aperitivo, a leer los diarios del día, a hacer la tertulia (…) Todas las noches iba a buscarme a Montparnasse. Se levantaba temprano a escribir. El mismo preparaba su desayuno. Después de desayunar se sentaba a escribir durante toda la mañana. Escribía a máquina su artículo diario. Al terminarlo, después de mediodía, se dedicaba a corregir el estilo…”
De acuerdo con lo que relata Salazar, Gómez Carrillo se burlaba de sí mismo y sus artículos comentando: “¡Y pensar que me pagan por hacer esto!” Y al decir de Toño, no le pagaban nada mal: “… por cinco colaboraciones mensuales, recibía del ABC la cantidad de mil pesetas, colaboraciones muy bien pagadas”, termina comentando el caricaturista, con esa precisión fotográfica con que deshilvana sus recuerdos de cosas sucedidas sesenta años atrás. Pero el hombre usa y abusa de su cerebro, de su forma de trabajar nos comenta su biógrafo Barrientos: “Gómez Carrillo nunca tomó apuntes ni notas de lo que hablaba en una charla de café; pero era capaz, gracias a su asombrosa memoria, de reconstruir la escena, volcarla en el papel y aligerarla con las alas de su estilo…”[8]
Carrillo no da paz a sus nervios. De sus accidentados descansos comenta su mujer Aurora:
«Al medio día Enrique se queda dormido, y yo ni siquiera muevo un papel, para que no se despierte, porque como duerme muy pocas horas, el sueño le hace falta.
Cuando recupera el tiempo necesario para lograr un descanso normal, se siente perfectamente: sin inquietudes, tranquilo y gozoso como un chiquillo».
Sin embargo, no siempre el sueño es así:
«Es de noche, y se ha acostado; mientras escribo estas líneas, lo siento dando puntapiés a la ropa de cama. (…) ¿Estará realmente dormido, o es que aún durmiendo le continúa el fastidio?»
Leyendo el diario nos damos cuenta que la personalidad de Carrillo es una verdadera montaña rusa. Un violento sube y baja. A ratos es emotivo, romántico, y a otros es hosco, silencioso, cae en largos períodos de meditación y aburrimiento.
«Una mañana suave y una noche áspera: volvió de mal humor; no obstante, supo dominarse y no me dijo palabras desagradables, como ha sucedido otras veces».
Como es una persona de éxito, en su momento uno de los escritores más leídos del mundo se ha de sentir, como se dice en Guatemala, “la pata del rey”. Este desmesurado orgullo y vanidad habrá pesado también en su enigmática psique. Pues es también un caprichoso e intrigante personaje que desaira a amigos, admiradores y enemigos por igual. Es ilustrativo un incidente en el que con fastidio recibe a un admirador americano que lo visita en su piso de París. Lo recibe hostil y lo despacha bruscamente, comentando luego «Esos tontos de América que no me dejan tranquilo». Es la arqueología de los nuevos artistas que desdeñan a su público, el mismo que les ha llevado a la fama.
Toño Salazar, ajeno a los celos y envidias de la vieja bruja de Aurora, sigue siendo fiel a la memoria de su amigo y padrino artístico, (cabe mencionar que Carrillo lo recomendó para ser dibujante del importante periódico francés Le Matin[9]) y justifica de otra forma el cambiante temperamento del escritor: “…ya atemperadas las bizarrías y audacias juveniles, aparecía en plena madurez de su talento literario, saturado de experiencia mundana, un poco de vuelta de todas las cosas, irónico y escéptico ya…”
El matrimonio entre dos seres que al parecer compiten en orgullo y egoísmo se va desquebrajando sobre todo por los repentinos arranques de cólera de Carrillo y las insoportables actitudes de su mujer. El matrimonio, celebrado en junio de 1906[10], por supuesto se vuelve insufrible. Un matrimonio que había iniciado con los mejores deseos del mundo social limeño, materializados en una nota de la revista Prisma, firmada por Clemente Palma, la mejor revista literaria del país sudamericano según hace constar Ulner[11], se leía:
“Matrimonio literario será del que debemos esperar muy abundantes y sazonados frutos… literarios, se entiende. Enrique Gómez Carrillo estaba predestinado a conyugarse con una peruana, pues me consta que hace cuatro o cinco años fue novio de otra llamada… en fin pongamos punto y no seamos indiscretos sino a medias. Ojalá que el amor nos traiga a estos lares, siquiera de paseo, al entretenido cronista. Que Eros y las Musas sean fecundos en dones con la intelectual pareja a la que envío bendición apostólica.”
Pues el matrimonio ni iba a rendir frutos literarios ni no literarios, más que el conveniente diario de la señora ésta que se venga de su ex marido muerto hace años, y tampoco los llevó a Perú. El único fruto habrá sido la imprudencia del señor Palma de andar recordándole al cronista otros labios peruanos quizás más dulces que la amargura personificada que escogió para mujer, aunque no viene a cuento aún, el enlace iba a ser fugaz. Para abril de 1907 ya habían roto.
Pero no nos adelantemos. La rutina de disgustos y momentos alegres se ven salpicados por incidentes que dan muestra que Carrillo era profundamente humano, con sus propios conflictos y preocupaciones que la lejanía le ha arrebatado y desdibujado, perjudicándole.
«(…) sale a dar un paseo, y cuando volvió ya estaba transformado; me trajo tarjetas postales; además, compró un libro que pensaba leer: Psicología cerebral, ‘para descubrir si estaba loco'».
Este pequeño incidente nos permite adivinar que Gómez Carrillo era plenamente consciente de su problema. Además sus cartas están llenas de referencias a sus «cansados nervios». ¿Habrá sido un esquizofrénico o un hombre fatigado, desgastado por su frenética actividad intelectual? ¿Sus nervios estarían minándolo poco a poco?
Un fragmento de una carta suya nos da un autorretrato sincero y trágico:
«Me siento tan mal, tan mal que creo que esta vez me durará más que en mayo último. En todo el día no he logrado tener media hora de calma; estoy angustiado, crispado y vidrioso. Todo me hiere y todo me hace daño».
Su vida tampoco ayudaba a sanarlo. Aunque solía tomar descansos y alejarse de la ruidosa París y de su ajetreada vida, estos exilios duraban poco. De pronto lo atacaba la inquietud por regresar a su amada ciudad y buscaba cualquier pretexto para volver a sus bulevares y cafés.
Un vicio suyo sí que nos podría otorgar pistas sobre su delicado estado mental ése «que lo transforma al punto de no parecer la misma persona»: la continua ingestión de ajenjo.
«A las seis se va al café a tomar el aperitivo, que es ajenjo, bebida agradable a la vista por sus transparencias de ópalo, pero de gusto y olor detestables; una vez que me lo dio a probar de su copa, por poco me descompuse. No creo que pueda gustarle; si lo bebe es porque Verlaine lo bebía, y también por épater a los ingenuos vecinos del café, que se regalan con Dubonnet».
Uy Sí, y si Verlaine lo bebía no era porque le gustara sino porque lo bebía Edgar Allan Poe, quien lo bebía no porque le gustara tampoco sino porque escuchó de oídas que también lo había bebido François Villon… A esta señora las palabras le salen a borbotones y no puede evitar meterse a opinar cosas que no sabe ni comprende. Muy estudiada en la Sorbona, pero de entender a su marido y sus vicios nada de nada. ¿No habrá leído las páginas que éste le dedica al ajenjo en su libro En plena bohemia y en otras muchas de sus crónicas parisinas? Tampoco habrá leído o habrá leído sin entender a Baudelaire, a Verlaine… no todo es teatro señora mía, y mucho menos cuando de adicciones se trata. Es el capricho de esta mujer metida a psicóloga que pretende explicar la mentalidad de su ex marido muerto aprovechando que no pueda defenderse ya.
El mismo Carrillo le escribía en una carta a éste respecto:
«(…) una de las razones que hicieron odiosa mi vida en común contigo fue esa manía de creer que tú puedes tener una idea más clara de mis cosas que yo mismo».
O sea que otra de las razones de su explosivo estado nervioso habrá sido también la fastidiosa mujer que tenía por esposa, pero de eso nos ocuparemos más adelante. De momento regresaré al ajenjo, de quien el Conde Drácula, en la novela de Bram Stoker diría: «la esencia del ajenjo es el afrodisíaco del alma» y de quien el propio Enrique Gómez Carrillo hablara así:
«(…) Porque aquí el vermut, el jerez, el ajenjo, no se beben. Se charlan. La copa es un pretexto para hablar mal de todo el mundo y bien de sí mismo. Las borracheras las produce la vanidad más que el alcohol. Y lo que se llama el instante verde, el instante del absintio, el instante de la hada glauca, es muy a menudo, un instante de simples discursos.»[12]
O sea que ni el mismo objeto del vicio se lo tomaba en serio. Entonces ¿por qué demonios la bruja amargada de su esposa lo tenía que fastidiar con esto? No habrá leído nada de su maridito, pues de haberlo hecho, al menos un par de páginas, lo hubiera comprendido y dejarlo emborracharse tranquilo de vanidad y discursos.
De esta bebida nos informa Isabel Allende en su libro Afrodita[13]:
«Ajenjo: Licor verde extraído de la planta del mismo nombre (Artemisia absinthium) al cual se le agregan hierbas, con fama de poderoso afrodisíaco desde la época de los griegos, pero tan tóxico que en 1915 se prohibió en Francia y luego en otros países del mundo. Causa espasmos musculares y gástricos y su consumo frecuente lleva a la parálisis y la muerte. Se servía con un poco de agua y azúcar para mitigar el sabor amargo. En el siglo XIX era la bebida favorita de los intelectuales y artistas de la place Pigalle porque se suponía que convocaba a las musas. En Inglaterra, en cambio, se usaba en los clubes de flagelación, deporte muy popular entonces».
Verá usted entonces que a Carrillo le gustaban las bebidas un poco fuertes, rayanas en el veneno, pero cada quien con sus gustos. ¿O no? ¿No tiene usted algún vicio que le socaba la vida poco a poco? Ya ve, nadie es perfecto, no lo juzgue tan duro. A lo mejor usted por criticarlo se para inscribiendo en uno de esos clubes de flagelación. Además el ajenjo tiene su lado poético pues se le ha usado como símbolo de la pesadumbre y de la amargura. Lo que no me parece descabellado en lo absoluto, pues con una mujercita como se la iré describiendo a lo largo de este ensayo ¿no se atracaría de veneno usted también? Pero sigo con la bebida, contándole lo que al respecto del ajenjo investigó el ya citado Ross King: “El ajenjo era una bebida verdosa tan popular entre los parisinos que incluso hablaban de la ‘hora verde’ a inicios de la tarde cuando se sentaban a beberlo en los cafés”. El tal ajenjo era fuertísimo, parece que llegaba a tener un 75% de alcohol, por lo que debía suavizarse con hierbas y azúcar. El preparado, tan popular entre los parisinos, según nos informa King, “llegaba a causar alucinaciones, defectos de nacimiento si lo bebían mujeres embarazadas, locura, y de acuerdo con las autoridades, actitudes criminales”. Llegó a ser considerado tan peligroso que fue prohibido luego que un hombre de nacionalidad suiza asesinara a su propia familia supuestamente bajo los efectos del hada verde…
Pero para aguantar a la tal Aurora era preciso vivir entre la niebla verdosa, porque figúrese que la mujercita que se consiguió nuestro ilustre escritor era un dolor de muelas, no se vaya usted a creer al pie de la letra todo lo que ella le cuenta, eso del martirologio con las insufribles crisis nerviosas de su marido, pues ella es una arpía y de que se las trae, se las trae.
Para principiar: es hija de un militar, lo que no augura nada bueno, menos cuando nos enteramos que el mariscal Andrés Avelino Cáceres (su padre) había sido presidente del Perú.
Aurora estudió Altos Estudios Sociales en la Universidad de la Sorbona y a juzgar por su diario, educada en la moral más cachureca y fastidiosa. Por ejemplo, una vez pasean los dos esposos por las calles de Bruselas, ella desea ir a misa pero en el camino a la iglesia se encuentran una procesión. «Haber presenciado esta procesión equivale a oír la misa; no vayas a la iglesia y quédate conmigo», le dice su marido. Ella comenta a continuación: «Le di gusto, a pesar de que me contrarió profundamente, porque me mortifica vivir en pecado». Me huele a hábitos frustrados, a huida de convento, ¿a ustedes no? Yo luego de leer esto me pregunté ¿entonces para qué diablos se casó con semejante libertino e iconoclasta? De hecho el mismo Gómez Carrillo, en una carta que le escribe el 1 de marzo de 1907 desde la lejana Túnez le dice, nos parece que le grita: “…Compréndame fríamente, Aurora; hazte digna de haberte casado con un artista; no seas la burguesa que creyó que todo el mundo era vanidad exterior y vacío interior…”[14]
Ella habrá pensado cambiarlo, hacerlo entrar al camino del Señor, que formara parte del redil… la pobrecita…
Pero Carrillo no se queda de brazos cruzados tampoco, no se vaya a creer que él era un angelito, no, también le hace pasar malos momentos a su mujer:
«No tardamos en llegar a Amberes, y después de recorrer las principales calles nos dirigimos a visitar la Catedral. ¡Qué angustias las que pasé!; no quería quitarse el sombrero porque le habían cobrado la entrada. Al dar las monedas que le pedían dijo al sacristán: ‘Si se paga, esto es un teatro’. Por suerte logré que se descubriera la cabeza sin aumentar su fastidio».
Nos roba una sonrisa esta actitud indolente de nuestro admirado escritor, aunque tampoco deja de parecernos algo infantil. Pero aún así no deja de tener razón con eso del teatro… Ahora bien, por fortuna la vieja cachureca ésta no tuvo, o al menos en su “diario” no consta que haya tenido noticias de lo que nos cuenta Alfredo Vicenti[15], periodista que acompañó a Gómez Carrillo durante su periplo en Rusia, reporteando la pobredumbre del imperio ruso que se venía abajo por grandes trozos. Cuenta Vicenti que cuando llegaron a un hotel ruso: “…quitó del marco la estampa de no sé qué santo, colocó en su lugar la fotografía de una espléndida mujer desnuda, clavó el icono, así modificado, en la pared, y encendió la candela para que no faltase nada en el altarico.”[16] Se imaginan ustedes qué escándalo, qué lloriqueos hubiera lanzado la histérica señora si se entera del incidente, hecho a todas luces para desafiar.
La tortura de soportar a una mujer así (¡por qué te casaste con ella!) se explica por la misma pluma de ella, les doy estos ejemplos si no se aburren. Las líneas siguientes se refieren a una persona recién llegada a París que acaba de conocer:
«(…) me ha sido muy agradable oírle referirse al Perú, donde conoce varias personas amigas, lo que no me sorprende porque él es de Venezuela y los que tienen alguna significación en Sudamérica se conocen aunque sea de nombre.»
Pero si es toda una Snob… ¡ah! el énfasis es mío.
«Creo que el verdadero amor, el amor sincero, no tiene lenguaje ni necesita tenerlo, porque se traduce en hechos, en la conducta abnegada, y que desconoce todo egoísmo entre los que se aman; además, mi naturaleza es concentrada y aunque quisiera no podría decir palabras de amor a quien, si lo siente, aparenta lo contrario».
Resumen: don Enrique estaba casado con un congelador.
«Posiblemente soy un tanto displicente con las personas a quienes me presenta, pero esto se debe a que no me siento atraída hacia los que llevan una vida opuesta a la mía».
Luego de leer esto los comentarios que muchos hicieron acerca de ella, sobre que era una mujer muy inteligente se ven seriamente puestos en duda en mi fuero interno. Definitivamente la palabra «cosmopolitismo», llevada a su máxima expresión por su propio marido no significaba nada para ella. Además de bruja era una aburrida, egocéntrica… ¿cómo la habrá soportado?
Y ahora el colmo de los colmos:
«La habitación más simpática de nuestro departamento es el escritorio, donde se reúnen algunos amigos, cuyas conversaciones son, además de interesantes, ilustrativas. Para mí equivalen a conferencias, en las que intervengo cuando el tema requiere restricciones, como me ocurre alguna vez con Enrique, que no respeta a nadie y se burla de cualquiera».
Eso era tener al tribunal del Santo Oficio en casa. ¡Afortunado Gómez Carrillo, qué suerte tuviste de nacer a finales del siglo XIX, pues de haber nacido uno o dos siglos atrás ella misma te habría conducido a la hoguera![17] ¿Y por qué Carrillo no habrá mandado al diablo a la vieja desgraciada ésta con las contundentes palabras escritas en su Cuarto Libro de las Crónicas, cuando habla de Las Mil y una noches? Allí le espeta al lector: “¿Qué las palabras escabrosas os chocan? ¿Qué no os atrevéis a llamar al pan pan y al sexo sexo?… Pues cerrad el libro y dejad en paz su poesía…”, en vez de tan gallarda declaración, nuestro cronista le aguanta a esta señora los desaires y demás durante meses…
Necia, fea, pretenciosa y entrometida. Qué joya de mujer se consiguió el escritor, asiduo de tanta mujer alegre e indecente de tibios brazos, carcajadas alegres y escandalosas y labios ardientes que tantas veces le habrán prometido amor, amor fugaz… reposo para su agotado cerebro… aves de paso como diría Sabina…
Pero esto no es todo. Nuestra amiga tiene aún una virtud más con qué adornar su corona. Era mandona. Buena hija de chafarote y de ex presidente. Se creía más que los demás y continuamente se queja del sentido democrático de su marido que se junta con toda clase de gente. Le doy la palabra a Carrillo:
«Aurora, en la estación de Hamburgo te dije que no debías haber mandado al Canciller que te sacara el paraguas de la maleta, porque sólo se manda a los criados…».
Así que no sólo el hombre le hacía pasar ratos colorados a la señorona, parece que también su marido sufrió de momentos incómodos. Cuanto habrá penado el cronista al ver que un diplomático guatemalteco recibía órdenes de su encopetada esposa.
No obstante de lo anterior ella se permite emitir el siguiente juicio de su propio esposo:
«Me parece que hubiese perdido la espiritualidad que lo distinguía; en la intimidad resulta un tanto vulgar, aburrido y fastidioso».
¡Señora mía! A mí me parece que usted elabora a la vez un fiel autorretrato, y aunque no dudo que la vida en común se haya vuelto insufrible para estas dos almas tan diferentes (asumiendo que ella tenía una) me parece más un ajuste de cuentas que un diario en ciertas partes, como ésta, de su libro.
Se imaginarán ustedes que a estas alturas ya odio a la vieja ésta, pero incluso podría llegar a perdonarle sus majaderías y estrechez mental pues su educación en aquella época no la habrán beneficiado exactamente (pese haber estudiado en la Sorbona), pero lo que ya se me hace imposible de perdonarle son esos chismorreos injustos, que ya sólo buscan minar el prestigio de su difunto ex esposo.
Me indigna sobre todo la forma tan cobarde como lo hace, comentando esas bajezas como de pasadita, como quien no quiere la cosa, con ese insoportable tonito liviano de la vieja desgraciada que no le bastó amargarle la vida a su esposo sino que ya muerta me la viene a amargar a mí ahora.
Un ejemplo es éste incidente ocurrido durante una cena en el apartamento del matrimonio al que invitaron a Jean Moreas, poeta griego y gran amigo de Gómez Carrillo. Ella le pone en boca estas palabras:
«A mí me ha atribuido Carrillo tantas cosas; hasta un prólogo del que yo sólo me enteré después que estuvo publicado». Y cuando le preguntaron por qué no protestaba, exclamó: ¡bah!, es Carrillo».
¿Se dan cuenta del rencor inextinguible de la vieja detestable ésta?, ya él no se podía defender así que le suelta esta clase de infamias, le lanza heces a la tumba de aquél que por fortuna fuera su marido únicamente por diez meses… pero para la fecha en que lo publica habían pasado ya veintidós años de su separación y la arpía seguía soltando veneno.
Pone ella en duda unas de las páginas más hermosas que escritor alguno le dedicara a la obra de Gómez Carrillo, pues Moréas (griego él mismo) presenta la crónica de viaje al país helénico de su amigo. Una vez más la señora hace gala de su ignorancia y falta de intuición. No habrá leído siquiera ese prólogo de Moréas al insuperable libro que es La Grecia Eterna, porque basta con darle una superficial leída al texto para comprobar que el autor es un griego, familiarizado con la cultura, la luz y el mar helénicos. ¿Quién si no un griego podría haber escrito esto?:
«Yo conozco en una roca azotada por el mar Ático una minúscula capilla llena de flores. A su puerta, en una mesa, se ven, en una fuente, algunos cirios labrados, blancos y amarillos. Visitando esa capilla, los marineros de la costa de Falero encienden los cirios devotamente, y tal vez piensan en agregar las ofrendas de sus abuelos: anzuelos, cañas largas, remos, redes y anclas».[18]
¿Quién si no un hijo de Zeus pudo haber escrito tan hermosa imagen, tan llena de insinuaciones de la larga historia griega?
Además hay un dato extra que me hace dudar de las intenciones de doña Aurora. Ella cuenta en su «diario» que el incidente de la cena con Moréas ocurre en enero de 1907. Sin embargo, consultando el exhaustivo catálogo de Juan Manuel González Martel; Enrique Gómez Carrillo. Obra literaria y producción periodística en libro[19], encuentro que no fue sino hasta el año siguiente, o sea 1908 en que se publicó la obra sobre Grecia con el prólogo de Moréas, fechado éste el 25 de mayo de ese mismo año. Y a esto hay que agregar que ésta fue la primera vez que Moréas prologara algo de Carrillo. ¿Habrá tenido dotes de adivinación la mentada señora o ese diario habrá sufrido alguno que otro retoque cosmético a conveniencia?
Además, gracias a la fama y prestigio de nuestro escritor, fumarse un prólogo de otro poeta famoso nos parece innecesario, sobre todo porque los grandes autores de su época comentaron de una forma u otra sus libros. Basta dar un pequeño ejemplo: Rubén Darío le prologó varios libros y publicó artículos alabándolo, el español Vicente Blasco Ibáñez, quien prologó el libro del cronista sobre la Mata Hari y Miguel de Unamuno, el famoso filósofo español autor del conflictuado libro Del sentimiento trágico de la vida, que le dedicó una columna en el periódico La Nación, de Buenos Aires, el 2 de marzo de 1909, nota en la que elabora una crítica del helenismo y de la romántica visión que de Grecia elabora Gómez Carrillo en el libro prologado por Moréas. En este pequeño ensayo, que Unamuno tituló apropiada y sugestivamente, La Grecia de Carrillo[20], cito el último párrafo, para iluminar el tipo de reacciones que generaba la brillante prosa de nuestro compatriota:
“…Pero antes de cerrar estas reflexiones, así sean contrarias a las del autor de él, es un libro bueno, y cuantas más reflexiones me sugiera, es el libro mejor. Y Carrillo, con su Grecia, me ha hecho viajar, no tan sólo por Grecia misma, lo que vale mucho, sino por mis propios reinos interiores, lo que vale mucho más.”
Como ve el amable lector, aquí no caben las venenosas intrigas de la mediocre “Evangelina”, el talento se justifica por sí solo.
Más adelante la vieja mañosa mete bajo la mesa la siguiente carta:
«A propósito, y sin el menor deseo de ofenderte, te contaré lo que un amigo me dijo un día de ti: ¿Usted cree, señora, que su marido se ha casado con usted por amor? Una persona inteligente como usted, ¿se ha podido engañar? No la creí a usted capaz de enamorarse hasta ese extremo. Usted se acordará de mí; su marido tratará de aburrirla, de fastidiarla, de desesperarla hasta que usted se vaya, y si no lo logra por ese medio entonces él se irá. Ese hombre no vivirá al lado de usted ni un año; si se casó con usted fue porque jamás se imaginó que la hija del general Cáceres no le llevase una fortuna».
¡»Sin el menor deseo de ofenderte»! ¡Ja, ja, ja! las negras intenciones de la vieja intrigante salen a la luz. Ahora resulta que la inestabilidad nerviosa de Carrillo no era más que un ardid para espantarse a tan digna dama. Resulta que el escritor más leído de América, y dueño de una nada despreciable fortuna ganada centavo a centavo por el desgaste de sus neuronas se casaba por interés. ¡Por favor! Y lo que me parece más extraordinario es que a pesar de haber tenido veinte años para perdonar a Carrillo su odio estuviera tan vigente a la hora de publicar semejantes bajezas, indignas de ese «origen noble» del que tanto se ufanaba.
Como hemos visto el matrimonio salta en pedazos, por las excentricidades de él y por las necedades de ella. Ya están separados, él abandona su casa porque:
«El amor ha muerto por completo en mi alma. Si ella fuera humilde aun podríamos arreglar una vida de amistad. No lo es. No es ni humilde ni resignada».
La gota que derramó el vaso de este tan excéntrico como fugaz matrimonio fue un incidente que Aurora Cáceres pasa completamente por alto en su diario. Lo ignora para aparecer luego víctima de los caprichos de Enrique.
Barrientos y Torres nos lo cuentan así: Carrillo y su mujer van en coche a una cita con un dentista. Él le dice que prefiere esperarla fuera con el chofer. La consulta se alarga y el inquieto de Carrillo se baja del auto y se mete en un pequeño bar frente al edificio del doctor. Como el chofer también está aburrido lo invita a tomarse unas copas con él. Aurora baja por fin y se pone furiosa al ver la democrática actitud de su marido. En silencio se sube al coche y cuando Carrillo está sentado a su lado le espeta que no puede permitir que la servidumbre sea comparsa de tragos de su esposo y que al llegar a su casa va a despedir al chofer. El aboga por el conductor, le parece injusto. Ella lo pone a escoger: «entonces el chofer o tú» y el con el encanto que se espera de un caballero le contesta «entonces yo, me iré inmediatamente».[21]
Por supuesto, ya en 1929 la señora habrá tenido algún tiempito para reflexionar sobre tan absurdo incidente y decide borrarlo de su memoria. Sólo escribe que Enrique se marchó una noche en que ella estaba en cama (cuando no) con una fuertísima fiebre. Tal parece que doña Aurora era bastante enfermiza: la mayor parte del diario se la pasa con fiebre o con dolores de cabeza. Eso nos puede dar idea de lo fastidiosa que era la vieja…
Gómez Carrillo, por su parte, no se tomaba para nada en serio su fracaso matrimonial. Fernando Barango-Solis en un artículo publicado en el diario barcelonés La Vanguardia, nos cuenta la versión que el escuchó a nuestro Cronista: “No nos divorciamos por nada grave, sino sencillamente porque yo no iba a comer a las horas habituales y esto hacía desgraciada a mi mujer. Todos los días teníamos una pelea y una noche me escapé por una ventana y me fui a África…”[22] En su libro Reflejos de la Tragedia, Horwinski encuentra una cita más extensa, quizás más trabajada por el cronista, más pulida: “¡Oh!, sí, me casé y… ¡me divorcié! Estuve casado siete meses. No fue por nada grave. Yo soy un poco indómito… Mi divorcio se apoyó en la pequeña cosa de no ir a comer a las horas habituales… Esto hacía desgraciada a mi mujer… Todos los días teníamos un pleito. Un anoche me escapé por una ventana y marché a África… y … nos divorciamos…”[23]
Pero si es cierto que a partir del momento de la ruptura ya sólo hay cartas de recriminación de ida y de vuelta.
«Nuestros primeros meses de matrimonio fueron felices, ¿a qué negarlo?; ¿por qué?, porque vivías alejado de esa gente ordinaria y pervertida del café; lejos de esa atmósfera envenenada con la bebida y el tabaco»
¿Pero qué le pasa a esta mujer? ¿Qué parte de la bohemia no ha entendido? En las primeras páginas del supuesto diario celebra que su esposo la llevó a un café del Montmartre ¿y ahora lo vitupera por llevar esa vida que tanto le intrigaba en un inicio? Porque sucede que el gran éxito de Gómez Carrillo en Europa y América se debió en gran parte a que él encarnaba toda una filosofía: la del boulevardier. El hombre culto que sabe de todo y que gasta las horas en un café de los anchos bulevares parisinos, entre copa y copa conversando de todo con sus amigos; esos que ella llama «gente ordinaria y pervertida». Si un monje quería se hubiera casado con Eugenio Pacelli.
Esto me obliga a llegar a la siguiente conclusión: no era mujer para un artista, era mujer para un conde o un generalote latinoamericano. Esto lo confirmo con sus propias palabras:
«¿La vida al lado de Enrique? No ha sido la mía; he vivido la suya, palpitante de inquietudes, martirizada por inconscientes caprichos. Su talento literario me turbaba al punto de cohibirme y de destruir la poca fe que tengo o la falta de vigor de mi pobre alma, fuertemente sacudida y doblegada por su actividad febril».
A mí me suena a celos, a envidia. A ser triste y de alma pobre, que espera años para ajustar las cuentas pendientes. Espera veintidós años para cumplir con el refrán norteamericano ése que dice que la venganza es un plato que se debe servir frío… ¡veintidós años!
La voz de Carrillo se nos antoja lastimera, también aprovechando el momento para parecer mártir cuando en una carta escribe:
«(…) Pero no. En el momento de irme sólo de cosas materiales me habló Aurora.
Luego he recibido de ella algunas cartas hablándome en tono duro de mi vida…, de mi egoísmo, de mi abandono… Le he contestado con cariño y suavidad».
Ay Enrique ¿qué esperabas de una señora, tan engreída, educada en el aire rancio de las familias americanas que sueñan y se regodean con la nobleza de algún lejano, remotísimo pariente?
Hija de su tiempo al fin, sólo alguien como ella podría haber escrito:
«(…) referente a las memorias de mi padre, que tratan de la guerra que él sostuvo contra Chile, y que se denomina la Campaña de la Breña, libro que, no obstante comprender las páginas más gloriosas de la historia del Perú, hasta ahora no se había escrito». (El énfasis es mío).
Pues bravío señor habrá sido su padre para sostener él solito una guerra contra todo Chile. Pero no obstante tan rimbombante declaración no puedo evitar preguntarle, lo mismo que Bertolt Brecht, en Preguntas de un obrero que lee:
«El joven Alejandro conquistó la India.
¿El solo?
César venció a los galos.
¿No tenía ni siquiera un cocinero con él?»
¿Y su papá, Aurorita, no llevaba siquiera un ordenanza con él?
En fin, cada quien con su cruz. Yo para terminar, les resumo: Gómez Carrillo sufría alguna enfermedad de los nervios y esto lo hacía una persona impredecible. Definitivamente una persona difícil de aguantar y aún más si se le toma para hacer una vida en común. Fastidioso, irritable, romántico, enciclopédico, inestable. Una verdadera joya para la psicología.
Y además esa su mujercita que no le ayudaba en nada. He buscado en otros personajes de la historia igual sufrimiento y sólo he encontrado a una persona digna de tal lugar: Abraham Lincoln, el viejo y desgarbado Abe, casado con un monstruo en faldas llamado Mary Ann Todd, vieja loca cuya única misión en este mundo fue amargarle y hacerle miserable cada segundo de vida a su tranquilo y bondadoso esposo.
Se me ocurre que no es invento eso de que «tras un gran hombre hay una gran mujer»… ¿quién no haría lo que fuera por salirse de su casa con semejantes pesadillas por esposas?
[1] Edelberto Torres. Enrique Gómez Carrillo. El Cronista Errante. Editora Ibero-Mexicana, México: 1956. (Todas las citas relativas a este autor corresponden a esta obra citada).
[2] Alfonso Enrique Barrientos. Enrique Gómez Carrillo. Tipografía Nacional, Guatemala: 1994. (Todas las citas relativas a este autor corresponden a esta obra citada).
[3] Aurora Cáceres. Mi vida con Enrique Gómez Carrillo. Editorial Renacimiento, Madrid: 1929. (Todas las citas de esta escritora fueron tomadas del libro citado).
[4] Luis Gallegos Valdés. Caricaturas Verbales. Dirección de Publicaciones e Impresos, Consejo Nacional para la Cultura y el Arte, San Salvador: 1997.
[5] Ross King. The judgment of Paris. Walker and Company Publishers, New York: 2006.
[6] Rose-Marie & Rainer Hagen. Los secretos de las obras de arte. Tomo I. Editorial Taschen, España: 2006.
[7] Linda Jean Horwinski. Enrique Gómez Carrillo, connoisseur of La Belle Époque: His Prose Works, 1892-1927. Disertación doctoral, Universidad de California, Los Ángeles: 1981. Página 45.
[8] Barrientos. Op. Cit. Pág. 50.
[9] El periódico Le Matin era propiedad del misterioso personaje Philippe Bunau-Varilla, el hombre que negoció con los Estados Unidos en representación de Panamá el tratado del Canal en dicho país, por medio del cual la nación de Norteamérica lo obtuvo a perpetuidad. (¿Lo ve usted? Gómez Carrillo está en todo).
[10] Asistieron a la boda celebrada en París: Rubén Darío, Jean de Mitty, Víctor Margueritte, José Tible Machado y el padre de la novia, Andrés Avelino Cáceres, presidente de Perú en el período 1886-1890.
[11] Arnold R. Ulner. Enrique Gómez Carrillo en el modernismo: 1889-1896. Tesis doctoral, Universidad de Missouri: 1974. Página 26.
[12] Enrique Gómez Carrillo. Antología. Artemis y Edinter, Guatemala: 2004.
[13] Isabel Allende. Afrodita. Plaza y Janés, España: 1998.
[14] Aurora Cáceres. Op. Cit. Pág. 229.
[15] Alfredo Vicenti, que junto con Miguel Moya sacó de la bohemia a nuestro cronista, era director del diario español El Liberal, y a su muerte, en 1916, Gómez Carrillo le sucedió como director a partir del 23 de octubre de ese año y permanecería hasta septiembre de 1917. (Ulner, Op. Cit. Pág. 23).
[16] Citado en Horwinski. Op. Cit. Página 152.
[17] De su sala de trabajo nos cuenta el pintor Humberto Garavito: “Su sala de trabajo… donde produjera tantas obras su genio creador, estaba revestida con cortinajes de seda roja y de terciopelo obscuro. Había algunos divanes y su escritorio mostraba papeles y libros. Algunos cuadros, obsequiados por sus amigos colgaban de las paredes…” Entrevista publicada en: Julio César Anzuelo. Enrique Gómez Carrillo ¿En dónde deben reposar sus restos? Universidad de San Carlos de Guatemala, Guatemala: 1968.
[18] Enrique Gómez Carrillo. La Grecia Eterna. Centro Editorial José de Pineda Ibarra, Guatemala: 1964. Prólogo de Jean Moreas.
[19] Juan Manuel González Martel. Enrique Gómez Carrillo. Obra literaria y Producción periodística en libro. Tipografía Nacional. Colección Biblioteca Guatemala, Guatemala: 2000.
[20] El artículo fue recogido en las Obras Completas de Miguel de Unamuno, Tomo III, páginas 515-519 de la editorial Escelicer, Madrid, España: 1966.
[21] De su actitud social nos deja claro Gómez Carrillo en una carta que le dirige a Aurora Cáceres, sin fecha, pero incluida en el apartado del año 1907 del diario de la señora ésta: “…Te ruego que no te inscribas como madame Gómez Carrillo en los hoteles de Niza, pues me hacen daño los sueltos del New York Herald y es ridículo que yo aparezca con duquesas de Saxe siendo un trabajador. Ponte tu nombre de soltera…” (Op. Cit. Pág. 232). ¡Es un gesto casi revolucionario!
[22] Fernando Barango-Solis. Enrique Gómez Carrillo se hizo periodista porque quería ser un hombre útil. Periódico La Vanguardia, sábado 2 de septiembre de 1972.
[23] Horwinski. Op. Cit. Página 31.