Enguerrand Quarton, Pietà de Villeneuve-les-Avignon. Alrededor de 1455. Temple sobre tabla

Enguerrand_Charonton_-_Pieta_de_Villeneuve-les-Avignon_-_WGA4795Enguerrand Quarton, también conocido como Enguerrand Charonton, es uno de esos maestros del gótico que han permanecido en la oscuridad durante siglos, hasta que varios estudiosos empezaron a investigar su obra recientemente. Nacido en Laón, hacia 1415 (aunque para algunos autores su fecha de nacimiento fue hacia los años de 1418 o 1419), se sabe que murió en Aviñón en 1466, probablemente a causa de la peste que asolaba a la ciudad en estas fechas. Probablemente se formó como pintor en su ciudad natal en la cual, seguramente por su ubicación septentrional, se conocía de primera mano la pintura de los maestros flamencos de la época. Esta escuela flamenca ha venido a ser una de las cumbres del arte pictórico de todos los tiempos, gracias a las proezas de pintores como Van Eyck, los hermanos Limbourgh, Van der Goes, Campin o Van der Weiden.  A Enguerrand, como a otros tantos pintores franceses, no le fueron ajenas las lecciones de aquel arte glorioso, cumbre de la pintura del gótico; incluso se afirma que visitó los Países Bajos en su juventud.

Tuvo una vida errante, residió en Arlés, en Aix-en-Provence y se estableció finalmente en Aviñón. Son apenas unas cuantas obras las que se le atribuyen con seguridad: algunos folios del Livre d’heures Morgan de 1440, el retablo Cadard, el Díptico Altenburg, el Livre d’Heures Huntington, la Coronación de la Virgen del Musée Pierre de Luxembourg en Villeneuve-les-Avignon (considerada por algunos como su obra maestra) y la Pietà de Villeneuve-les-Avignon, la obra que aquí nos ocupa.

Esta Pietà es de 1455, tiene unas medidas de 218 por 163 centímetros y está pintada al temple sobre tabla de madera. La composición, magistral, está resuelta mediante una pirámide central con el vértice derecho ubicado en los pies de Jesús, el vértice superior en la cabeza de la Virgen y el tercero, a la izquierda, está oculto detrás de la figura del donante. Simultáneamente se advierte una línea ondulada, formada por el cuerpo yacente del redentor,  que atraviesa asimétricamente la pirámide, y otras dos líneas curvadas en un semicírculo que forman las figuras de San Juan a la izquierda y la Magdalena a la derecha, cuyo manto en la parte inferior establece una continuidad con la línea ondulada mencionada antes. Finalmente, el donante aparece en el extremo izquierdo, fuera de la composición dominante, aunque delante de ella, como elemento que ayuda a romper la simetría y establecer un plano superpuesto. Mediante estos recursos, Enguerrand rompe la estaticidad simétrica de la pirámide, dotando a la composición de un  gran dinamismo y variedad espacial a pesar de la frontalidad dominante del conjunto.

Las figuras están dibujadas con una perfección admirable. El cuerpo sin vida de Jesús yace laxo y ondulado sobre las piernas de la Virgen con su cabeza sostenida y elevada ligeramente por San Juan para crear más variedad en la curva continua. Su brazo derecho y sus piernas, padeciendo el rigor mortis, están posicionados en el mismo ángulo, como dos flechas que señalan el rostro materno y el del hijo en íntima unión agónica.  Las heridas de la pasión se muestran con discreción, apenas unos pequeños rastros de sangre y su rostro noble demuestra un intenso sufrimiento ya padecido. La materialidad corpórea de Jesús contrasta con las figuras patéticas de la Virgen, San Juan y la Magdalena, todos transfigurados por el gran dolor interno que están padeciendo; no hay aspavientos, no hay tampoco histeria, son sólo dolor y pena, que los pesados y oscuros ropajes ayudan a acentuar. La Virgen es una mujer madura, casi anciana, que está a punto de derrumbarse y junta sus manos en oración para equilibrar, para sostener se diría, su cuerpo que va a caer en cualquier momento. La Magdalena seca sus lágrimas con su manto amarillo y rojo oscuro, mientras sostiene un tarro con el ungüento que esparcirá sobre el cuerpo de su amado por última vez y San Juan, el discípulo más amado, con rostro que muestra una resolución dolorosa, sostiene la cabeza de Jesús para quitarle la corona de espinas, símbolo que junto a los clavos, son los atributos de su pasión.

A la izquierda se encuentra la figura del donante, personaje desconocido hasta ahora, pero su retrato es en sí una verdadera obra maestra. Con su huesudo rostro, circunspecto y compungido, asiste a la escena en oración devota. Su expresión nos revela a un canónico severo, pero profundamente místico. Su posición, en ligero escorzo, rompe con el hieratismo formal de las figuras sacras, señalándonos su condición de mortal y su toga blanca nos habla de la pureza de su veneración.

La línea del horizonte divide al cuadro en dos partes: la Jerusalén terrestre posada sobre tierra oscura,  representada inexactamente como una ciudad de cúpulas, torres y alminares (en realidad es la Jerusalén de los cruzados) y arriba de ésta se encuentra el cielo de color dorado, símbolo de la riqueza espiritual. La armonía de los colores complementarios está trabajada con absoluta maestría, al igual que las tonalidades de los rostros, los cuerpos y los ropajes. La luz dorada que baña la escena da un toque sobrenatural y trágico a esta Pietà, lo que la hace a mi parecer una de las grandes obras maestras del arte universal.  

 

Julián González Gómez


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