Julián González Gómez
Doménikos Theotokópoulos, llamado en España “El Greco”, considerado con justa razón una de las cimas del arte de todos los tiempos, no era solo un pintor de suprema maestría. Era además un visionario, capaz de revelar lo más oculto de nuestro espíritu con solo unas cuantas pinceladas, aplicadas además con aparente desenfado. Poseedor de unos recursos inmensos, tenía una manera única de pintar que otros han intentado copiar sin éxito; sus obras pueden ser reconocidas fácilmente por cualquier persona aunque no tenga una mayor formación en historia del arte. Y esto no es solo por el conocido y proverbial alargamiento de las figuras, el cual por otra parte era el común denominador de muchos pintores del manierismo italiano de su época, sino sobre todo por algo que es mucho más sutil e intangible: por la intensa espiritualidad que emana de ellas. Una espiritualidad profunda y patética, no exenta de tormento pero sin poses ni dramatizaciones, al igual que lo haría Rembrandt años más tarde. En otras palabras, un sentido de lo trascendente que va más allá de la forma y el color; un sentido de estar aquí, pero con el interior transfigurado por algo que no podemos ver, pero sí percibir. Es como si sus personajes hubiesen retornado de un largo viaje por otros mundos y lo que vieron y sintieron los transformaron en algo que es mucho más que razón, materia y funciones biológicas. Nos lo cuentan sus miradas y sus expresiones, su aura oscura pero cálida, sus manos y su inmensa presencia. Son gigantes, pero no como los de Miguel Ángel: heroicos y trágicos; son gigantes espirituales, poseedores de un secreto que solo el ascetismo nos puede revelar. No es por casualidad que compartiera el siglo con San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, dos gigantes místicos.
Quizás esta cualidad le vino por herencia, ya que nació en Creta, isla seca y rocosa pero fértil, frontera de las grandes tradiciones espirituales de oriente y occidente. Su nacimiento fue en 1541 en la ciudad de Candía, puerto perteneciente por entonces a la Serenísima República de Venecia. Se cree que su familia era de tradición católica, pero de ella se conoce poco. Al parecer ingresó muy joven como aprendiz de un taller en el que se elaboraban íconos en un estilo que ha venido a llamarse postbizantino; es decir, posterior a la caída del gran imperio y parcialmente libre de la rígida normativa que se imponía a la elaboración de las imágenes religiosas y por lo tanto era un arte más libre y espontáneo. Hay registros en los que se puede verificar que empezó a darse a conocer como maestro de este oficio. Pero inconforme con el provincianismo de su tierra y con un espíritu inquieto, a los 26 años decidió emigrar a Venecia para aprender el arte de los maestros de aquella gloriosa metrópoli, cúspide del arte europeo del renacimiento tardío. En Venecia trabajó en el taller de Tiziano, el mayor artista de su época y genio universal de la pintura y aprendió la técnica de la pintura al óleo. Seguramente por esta época ya era un artista de gran valía, pues el hecho de que Tiziano lo admitiera en su taller es ya una garantía de su calidad. Aprendió también valiosas lecciones de Tintoretto y los demás artistas del véneto, de los que extrajo los matices y el colorido brillante característicos de su pintura. Hay que decir que El Greco se consideró siempre un pintor veneciano, plenamente identificado con las pautas artísticas de esta escuela que asumió plenamente. Viajó luego a Roma, donde entró en contacto con las obras de Rafael y sobre todo las de Miguel Ángel, las cuales lo impresionaron de tal manera que durante el resto de su vida fue un importante referente para él, ya fuere para sacralizarlo, o bien para satanizarlo. Por cierto, muchos años después, en una entrevista que le hizo Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, ante la pregunta de éste si en la pintura era más importante el dibujo o el color, Doménikos dijo que para él era más importante este último, afirmando que Miguel Ángel era: “…un buen hombre que no sabía pintar”, respuesta que por cierto no agradó a Pacheco, que lo calificó de engreído. Sin embargo, hay que resaltar que El Greco compartió siempre con el genio de Caprese un principio artístico fundamental en su época: la primacía de la inventiva sobre la mera representación; es decir, para Miguel Ángel el naturalismo representativo estaba supeditado a la manipulación que el artista hiciera de él en función de la imaginación y la expresividad; de ahí las deformaciones que hacía en sus figuras. El Greco hizo lo mismo, pero a su manera, tal como se explicó parcialmente en el párrafo anterior. En Roma no tuvo encargos, ya que además de ser extranjero, se hizo fama de un carácter polémico y pensó en regresar a vivir a Venecia, pero por esa época se enteró que en España se necesitaban artistas de calidad para encargarse de la gran obra que Felipe II estaba realizando: El Escorial.
Con muchas expectativas, en 1576 viajó a España atraído por la posibilidad de trabajar para el monarca más importante de Europa por ese entonces. Para el rey pintó un pequeño cuadro al óleo, llamado “La Adoración del Nombre de Jesús”, también llamado “El Sueño de Felipe II”. Aparentemente esta pintura no fue del agrado del monarca, que no contrató a El Greco para las obras de El Escorial, así que nuestro artista se afincó en Toledo, ciudad en la que residió hasta el final de su vida, acaecido en el año de 1614. En Toledo pudo llevar una vida relativamente tranquila, dedicado por entero a su arte y donde llegó a ser admirado y estimado aunque nunca hizo fortuna. Montó su taller en una casa pequeña pero cómoda, se casó y tuvo un hijo, el cual llegó a ser un reconocido arquitecto de la ciudad. Su arte se expresó a través de los encargos de grandes lienzos para retablos, pequeñas pinturas de devoción y una serie de soberbios retratos de personajes que están entre lo mejor de su obra. Así, al asentarse en una noble y antigua ciudad y lejos de los centros de poder y polémica, El Greco por fin tuvo espacio para la búsqueda de un arte cada vez más profundo y personal.
El Expolio, la obra que aquí presentamos, la pintó El Greco a poco de residir en Toledo, entre 1577 y 1579. Fue un encargo del cabildo de la catedral y debería ser instalado en la sacristía de la misma, donde aún permanece. De grandes dimensiones, domina el espacio y se constituye en el punto focal del mismo, pudiéndosele ver desde cualquier ángulo. Representa el momento en el que los soldados y la muchedumbre despojan a Jesús de la túnica para ser martirizado antes de su crucifixión. La pintura se centra en la verticalidad de la figura del Salvador y en el fuerte color rojo de la túnica, aislándolo del resto de los personajes de la composición, como si el dolor que está padeciendo es un drama exclusivamente personal. El balance cromático se establece por medio del contraste entre este rojo de la túnica y su color complementario, el verde grisáceo, que domina el resto del cuadro. Jesús tiene los ojos arrasados de lágrimas, las cuales están representadas simplemente por dos pequeños chorros de pintura blanca y mira al cielo, donde reside su padre y al cual parece dedicar su martirio, con la mano derecha sujeta por una cuerda, símbolo de su apresamiento, tocándose el área del corazón. La mano izquierda señala a este mundo y sus gentes, en un gesto de suprema misericordia, como tratando de eximirlos de este cruel acto y así hacer patentes las palabras “Señor, perdónalos, porque no saben lo que están haciendo”. De su cabeza sin aura parten las líneas principales de la composición hacia todas las direcciones, delimitando un plano central y a la vez principal. A su lado derecho, un soldado nos mira con cierta ironía y en su armadura se refleja admirablemente el tono de la túnica sobre el verde y el gris metálicos. Al otro lado, un personaje torvo, burlón y dinámico, también vestido de verde, está a punto de despojarlo de la vestidura para exponer su cuerpo desnudo al suplicio. Delante de Jesús aparecen las tres Marías, que observan con congoja a un joven que está ensamblando las partes de la cruz. Es asombroso el escorzo con el que está pintado este personaje, que establece un balance asimétrico con Jesús y se proyecta hacia nosotros, señalándonos o más bien incluyéndonos en el acto, y por lo tanto, merecedores también de la misericordia de Dios. Por detrás de Jesús hay una abigarrada multitud en la que hay personajes de todo tipo, predominando los soldados con sus yelmos y alabardas, que rematan el cuadro en la parte superior. A excepción de la figura del joven que prepara la cruz, el resto del cuadro no muestra una perspectiva lineal, sino una superposición de planos que dan la impresión de profundidad, aspecto que se ha relacionado con la pintura bizantina que primero dominó el artista, pero también es un rasgo característico de muchos pintores venecianos de la época, sobre todo Tintoretto.
Esta sublime obra fue bastante discutida en su momento, ya que algunos miembros del cabildo, excesivamente celosos de los principios iconográficos impuestos por el Concilio de Trento, alegaron que, entre otras faltas, se habían representado las cabezas de la multitud por encima de la cabeza de Jesús, lo cual consideraron incorrecto. Afortunadamente prevaleció el buen sentido y la pintura fue colocada en el lugar para el que había sido realizada, permitiéndonos tener hasta hoy el privilegio de contemplarla con toda su gloria y maestría, producto de un genio de alcances universales que vivirá por siempre a través de ella.