Confesiones de un devorador de libros
Rodrigo Fernández Ordóñez
-I-
Desde los años de mi niñez era un placer especial tomar los altos tomos (gruesos o delgados) que acompañaban en el estante a las enciclopedias y perderme en países con nombres extraños. Me gustaban especialmente aquellos que sonaban completamente ajenos a mi mundo guatemalteco de los 80s o inicios de los 90s. Ciudades como Tashkent, Ashgabat, Samarcanda, Teherán o Ulan Bator eran el colmo del exotismo para entonces, cuando apenas escuchaba uno de otros lugares remotos, un mundo previo a la televisión por cable (que si, estimado lector, si existió).
He contado en otras ocasiones que otro placer era perderme en los mapas que traía como regalo la maravillosa National Geographic, y que don Víctor primero y luego el padre de Pablo Aparicio (otro amigo de la infancia que merece un aparte en estos textos, y al que volveremos en alguna futura, próxima ocasión), me permitían hojear en la seguridad de sus salas de lectura. El papá de Pablo tenía una sala de luz moderada en la que uno entraba y al menos dos paredes estaban repletas de los característicos lomos amarillos de la revista estadounidense. Y En un sillón con una mesa baja al frente permitía ver y pasearse por las revistas y sus hermosas fotografías. En la casa de don Víctor era en la mesa del comedor desde donde se lanzaba uno a esos viajes imaginarios.
Recuerdo con especial aprecio unas publicaciones que aún conservo, de los primeros años de la década de los años noventa, cuando colapsó la Unión Soviética. El diario Prensa Libre obsequió a sus lectores un mapa semanal en el que se desplegaba con lujo de colores e información, las nuevas repúblicas que habían quedado a la deriva en el vasto mar de la geopolítica, la mayoría ubicadas en el centro de Asia o en una de esas esquinas que luego los tristes acontecimientos nos volvieron común su nombre: el Cáucaso. Recuerdo que el Cáucaso sonaba en mi memoria desde que mi mamá me leía cortos fragmentos de Miguel Strogoff, de una edición casi milimétrica que mi tío Ramiro me había obsequiado. Ese nombre rotundo y redondo me llevó a una de esas obligadas visitas al Atlas de Océano que en un hermoso rojo brillaba en un anaquel pidiendo ser consultado. Esa visita recuerdo, me trajo otros nombres que fui conociendo gracias a las publicaciones de Prensa Libre: Ingushetia, Nagorno Karavaj, Osetia o Chechenia. Luego, Mario David García pudo volar hasta allá y reportear con enorme gozo de sus lectores de entonces, unas mordaces y agudas crónicas de la caída del imperio, acompañadas con fotografías realmente hermosas, como una que recuerdo con especial impresión: se habían retirado de Moscú las estatuas obligadas a Lenin que decoraban la ciudad en cada esquina y las habían llevado a determinado parque de las afueras. Allí alineados en una línea buscando el horizonte infinito de la foto, los Lenins se habían quedado en distintas poses, uno a la par del otro, como un moderno y menos fascinante ejército de guerreros de terracota.
En todo caso, todo esto venía a cuento por el placer que me daba en esas tardes en que, luego de haber terminado mis tareas y sin que nadie de la colonia me llegara a sonsacar para ir a barranquear, a bicicletear o simplemente a sentarnos en una de las trincheras que los trabajadores habían dejado a medias en unos campos de futbol que quedaban frente a mi casa, me sentaba en el piso de la oficina de mi papá con un Atlas sobre las piernas.
-II-
Por esas razones, en un deambular en una librería un volumen delgado casi literalmente me saltó a las manos. Un hermosos ejemplar con un nombre que garantizaba mi atención y por supuesto, su compra inmediata: Atlas de Islas Remotas, de Judith Schalansky, que en una hermosa portada rezaba al pie: “Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que jamás iré”. Prometía unas horas de estimulante lectura, un viaje imaginario para un buen fin de semana. El libro me pareció que vendría a completar la reciente lectura de Outposts, de Simon Winchester, un maravilloso ejemplar de literatura de viajes bien pensado y mejor escrito. Winchester narra sus viajes a las más remotas esquinas del Imperio Británico… de lo que queda de él.
Del libro de Schalansky puedo decir que lo más interesante de su lectura es que narra los datos de forma tan impersonal que sentimos deambular por esos eriales congelados acompañados de frailecillos o alcatraces de inmensas alas. Ella nos da información de las islas, información técnica algunas veces o en otras por medio de voces de terceros. Así, el libro se agota con un devenir de oleaje de mar en calma. Cuando uno siente, ha agotado el libro de pasta a pasta y uno se recrimina la torpeza de haberlo leído tan rápido, tan gozoso en una sola sentada. Pero entonces, toca regresar a él una o diez veces, y ese, querido lector, es un gozo adicional que nos regala esta señora de apellido extraño del que nunca estaremos justamente agradecidos por haberse sentado a investigar este tema.
“Este Atlas es, como todo los Atlas, el resultado de un viaje de aventuras y descubrimientos. Todo comenzó hace tres años en la sala cartográfica de la Biblioteca Estatal de Berlín, mientras caminaba alrededor de un globo terráqueo del tamaño de un hombre e iba leyendo los nombres de los minúsculos pedazos de tierra que aparecían dispersos sobre la inmensidad del océano. Su lejanía y mi desconocimiento supusieron una invitación para comenzar a investigar…”
El resultado es un libro maravilloso, que narra los datos con voz remota como en los mejores libros de aventuras, que queda en la memoria del lector, en mi caso al menos, como un buque que se acerca a una isla perdida entre neblina y un mar gélido. Parece mentira que haya sido concebido, investigado y escrito en la comodidad del gabinete de mapas de una biblioteca en Alemania y no por un tozudo lobo marino, de piel requemada por soles y hielos, como los que suelen otear el horizonte en las obras de Conrad o Stevenson o Salgari.
“Pero, más allá de la frialdad, recorrer un mapa con el dedo índice puede ser entendido como un gesto erótico; esto me resultó meridianamente claro cuando en la Biblioteca Estatal de Berlín me encontré por primera vez un atlas en relieve. Era un globo terráqueo con todas sus curvas rugosas, sus alturas y sus profundidades, y por primera vez, todas sus superficies se hicieron obscenamente tangibles para mí, desde la insondable Fosa de las Marianas hasta las inalcanzables cimas del Himalaya…”
Es inevitable sentir envidia del quehacer de Schalansky, consultando mapas y cartas de navegación en los archivos de una biblioteca del primer mundo. En nuestro caso debemos resignarnos a las pocas bibliotecas serias que soportan tan delicada tarea como lo es, llenar los vacíos de ignorancia de sus abonados con algo de conocimiento. Las bibliotecas de las Universidades del país suelen llevar con mucha dignidad ese peso, como nuestra querida LvM, que decora cara recoveco de sus tres plantas con mapas bien identificados y referenciados, y que en su fondo de consulta guarda unas joyas hermosas de gran formato como lo son algunos tomos de la Biología Centrali-Americana soberbiamente impresos en Londres en la última década del siglo XX, y para sorpresa y deleite nuestro, vuelta a editar en algunos volúmenes en la década de 1970.
La clave de la fascinación que en algunas personas excesivamente entusiastas con cualquier material impreso, causa un mapa, un croquis o un plano, nos lo resume la geógrafa alemana: “Todos los mapas establecen un pacto de ficción que convierte la cartografía en un arte que oscila entre la abstracción que anula los detalles y el desdibujamiento estético del mundo.” Un mapa promete instantáneamente un viaje de la mente. Nos promete esa visión del ser que observa a miles de metros por encima del terreno algún accidente en particular o una región, o bien sea un continente. Pareciera la visión de un dios, en palabras de la autora. Es un estímulo a la imaginación poder ver un mapa de una región familiar para quien lo vea, y poder ir identificando los puntos marcados con distinta simbología. Es un viaje a la abstracción de la geografía, un sueño maravilloso.
El libro invita a leerlo, a ver los mapas de las representaciones de las islas, minuciosamente preparados para causar deleite, quedarse perdido en esas remotas porciones de tierra, leer las tablas de referencia de las distancias, y sentirse perdido en el mundo. Dejo un último texto para que el lector pueda apenas asomarse a esta maravilla, (editado por Crítica), sobre la Isla de las Antípodas, dominio de Nueva Zelanda, pero a 730 kilómetros de sus costas:
“Esta isla se encuentra exactamente en el lado opuesto del meridiano de Greenwich, según los cálculos del capitán Henry Waterhouse, quien la descubrió en su travesía desde Port Jackson hacia Inglaterra. Este lugar es un espejismo, pensó el capitán, una copia en miniatura de las islas Británicas. Londres, su ciudad natal, se encuentra exactamente a la misma distancia de aquí, del Polo Norte y del Polo Sur (…) y en las abruptas cavidades de la costa se apaga el eco ensordecedor de las olas que rompen en la orilla, pero no hay nadie para escucharlas…”