El Ártico desde la ventana de un zepelín. Arthur Koestler

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

 

 

El Ártico desde un zepelín, libro de Arthur Koestler

-I-

Soy poco dado a leer poesía. No es que me disguste el género, es que no lo entiendo. Sin embargo, tengo algunos volúmenes a los que les he tomado cariño, y a los que recurro de vez en cuando para leerme unos versos, o un poema completo. Me gusta particularmente García Lorca en su Romancero Gitano, Neruda en casi todos sus libros, menos en los que se revela más militante; Luis de León y sus dos poemarios dedicados a los volcanes de Agua y de Fuego y me interesa, mucho por sus imágenes y evocaciones Mario Payeras, cuyos Poemas de la Zona Reina me parecen de una calidad excepcional, pese a que en algunos versos despunta una militancia evidente que no comparto en lo absoluto y que considero innecesaria en sus poemas tan bien escritos. Aunque debo reconocer que no es una opinión ilustrada, es más una impresión personal, dado a que no soy un gran lector de poesía.

Uno de los más hermosos, De Mirlos y zepelines arranca así: “El tiempo de la materia que más me ha enamorado/ es el de las locomotoras de vapor y los globos afables./ Yo habría sido feliz/ en un espacio dotado de zepelines primaverales y demás artefactos para meterse con los vientos mayores,/ pues tengo la impresión de que el mundo es comprensible/ desde que existen inventos más veloces que nuestros sentimientos./ La lucidez depende/ de la capacidad para hacer coincidir el tiempo del corazón/ con la energía del vapor y de los gases más livianos que el aire…”; el poema continúa con una improbable referencia a Marx que resulta insostenible en el contexto, pero supongo que habrá sido un débil y poco afortunado intento de hacer pasar tan hermosas escenas como poesía “comprometida”, como se decía entonces.

Comparto con Payeras esa fascinación por la época del vapor. Los viajes en ferrocarril y trasatlánticos y los primeros vuelos, en globo, aeroplano o dirigible. De ahí que la literatura de viajes de esa época me parezca de una atracción invencible, razón por la que vengo leyendo e investigando a Enrique Gómez Carrillo desde hace veinte años. Creo que he llegado a comprender mejor ese siglo de la revolución industrial que mi propia época, de la que siempre me he sentido un poco ajeno, como perdido, motivo por el cual tal vez, resulté de profesor de historia. Así, mis héroes de la infancia fueron poco comunes: Stanley y el doctor Livingston, Brazzaville, Mungo Park, Burton y Sepecke y las epopeyas de la búsqueda de las fuentes de los ríos Nilo Blanco y Azul, la entrada en anonimato en La Meca o Tombuctú, ciudades prohibidas a los profanos que no militaban en la fé de Alláh o meter las manos en las aguas del dios indómito en la curva del río Niger; eran las aventuras que llenaron mi cabeza de la niñez mezcladas con las aventuras de Indiana Jones y un poco más delante de Tintín. Corto Maltés ya vino demasiado tarde para integrarlo en ese panteón, pero de vez en cuando me releo sus aventuras, solo para recordar que antes hubo un tiempo en el que viajar era cosa de aventureros y un mero trámite para satisfacer los caprichos del ánimo.

De esa cuenta me topé con una reedición hermosa de un reportaje periodístico de Arthur Koestler, un periodista austro-húngaro archiconocido y leído en su época pero que junto con nuestro compatriota Gómez Carrillo se hacen compañía en el polvo del olvido de la edad del analfabeto funcional. Desde la síntesis biográfica de la cuarta de forros nos invita a leerlo con premura: “…abrazó en su juventud el sionismo, ingresó después en el Partido Comunista y acabó convirtiéndose en el renegado más célebre del siglo. Y en uno de sus autores más geniales, extravagantes y controvertidos…”   Rompió con el comunismo en un acto valiente muy escaso en la historia del siglo XX, en un año más bien temprano (1937), justo al darse cuenta del barbarismo caníbal de Stalin y lo denunció abiertamente, habló de las purgas irracionales y de los gulags. Murió por su propia mano en 1983, agobiado quizá, por la dureza de lo vivido en ese terrible siglo de la violencia.

-II-

Afortunadamente durante la época en que escribió su crónica periodística era un hombre joven, intelectualmente inquieto y un gran observador, cualidades que juegan a su favor cuando su periódico Vosische Zeitung le encomienda una crónica de un viaje que habría sido el sueño de cualquier aventurero: un vuelo polar en un dirigible, en un viaje que cubriría en total 11,000 kilómetros. El vuelo se realizaría en el verano de 1931 a bordo del Graf Zeppelin, que para colmo de la aventura se reuniría en el techo del mundo con un submarino. “En el submarino viajaría el nieto de Julio Verne y un corresponsal del William Randolph Hearst. A bordo del zepelín irían el Dr. Hugo Eckener, sucesor de Ferdinand Graf von Zeppelin, y otro corresponsal de Hearst…” era una apuesta espectacular, con mucho significado para esa Europa que apenas lograba salir del trauma de la Primera Guerra Mundial. La expedición fue organizada por la Aeroarctic, organización científica internacional fundada en 1925 con el objeto de explorar el ártico desde el aire.

El viaje se lanzó a la prensa con bombos y platillos y se fue creando la expectativa necesaria, con largas series de artículos que describían detalladamente los preparativos, entrevistaban a los responsables y organizadores y dejaban soñando a nuestros abuelos en los desayunos dominicales con este vuelo sorprendente. Imagino que las crónicas habrán circulado por todo el mundo y se habrán esperado con ansias. Imagino a la familia junta escuchando al padre leer las crónicas en la sobremesa dominical en ciudad de Guatemala, Río de Janeiro o Hamburgo. Se vendió el viaje como un esfuerzo épico que iba a llevar a un grupo de hombres a sobrevolar el Polo Norte, sin embargo, esto no fue totalmente cierto, pues se impuso la realidad desabrida de los seguros: las pólizas de los seguros de vida obligatorios para todos los miembros de la expedición no cubrían sino hasta el grado de latitud 82, así que el viaje no pasó más allá de dicho grado.

El libro de Koestler es una verdadera delicia que se debe leer tranquilamente. Yo, personalmente me lo agoté una mañana de domingo de diciembre, con mucha luz y cielo profundamente azul. Como son crónicas periodísticas, cada capítulo es una de sus columnas publicadas en su periódico, por lo que la narración es ágil y nunca pierde el interés del lector. En consecuencia los capítulos son cortos y uno siente la necesidad como en toda buena literatura de seguir leyendo hasta el arrepentimiento final de no haber hecho demorar el libro. Cosas de la buena literatura.

Uno podría llegar a pensar injustamente que en un viaje sobre un erial congelado no tiene mucho de interesante. Hielo y rocas, y mar gris. Sin embargo este paisaje monótono es una gema en bruto para cualquier buen escritor, y Koestler pertenecía a esta especie como Robert Byron o Freya Satrk que del desierto hace surgir un libro de viajes de una belleza excepcional. Los incidentes cotidianos del vuelo se convierten entonces en la lucha de la voluntad del hombre contra las invencibles fuerzas de la naturaleza: 

“…Quiere salir de la zona de nebulosa, pero no lo logra; la niebla mantiene atrapado en su red al pez de plata, que se agita en vano, que en vano golpea con sus hélices el aire lechoso y denso. 

Ganamos altura, por fin logramos perforar la capa de niebla, el cielo es de nuevo azul, pero debajo de nosotros la niebla se extiende como una masa compacta. La superficie aparenta ser un manto de nieve, una ilusión óptica de lo más inquietante desde el momento en que sobre el manto inexistente se refleja la sombra secuaz del dirigible…”

 

Esa mezcla de libro de viajes y libro de aventuras hace las delicias de quien quiera olvidarse por un par de horas de las premuras de la vida cotidiana. El dirigible vuela lento, ajeno al ajetreo mundano que atormenta a los pobres ciudadanos del mundo que hormiguean con sus afanes miles de pies debajo. Arriba, en cambio, la contemplación del paisaje lo es todo: “Un solitario témpano flota a la deriva. Lleva a la espalda una familia de osos polares. Probablemente una madre, un padre y sus chiquillos; en cuanto nos ven, agitan la cabeza de forma reprobatoria, dudan un instante, se zambullen y se alejan a nado…” El mundo natural apenas se altera por esa extraña forma de gris metálico que surca el cielo.

El libro es interesante también porque describe la vida de algunos seres humanos en estos inhóspitos paisajes en esos años de la exploración científica previa al estallido de la segunda guerra mundial. “Cerca de la isla de San Jorge tenemos otro encuentro; sobrevolamos el Quest, un barco expedicionario noruego. Nos saluda con tres salvas, nosotros respondemos activando tres veces la sonda náutica. Poco después avistamos el cabo Brorak, donde está enterrado el teniente Sedov, una de las muchas víctimas del sueño polar y de la peste polar: el escorbuto. Rendimos homenaje a la tumba blanca izando tres veces la bandera…” o bien: “Lanzamos tres fardos en paracaídas sobre la estación Dickson. Descendieron lentamente y fue emocionante ver cómo los seis de ahí abajo corrían hacia ellos locos de alegría en cuanto tocaron el suelo…”, eran los remotos habitantes de una estación de radio de la isla Dickson, sobre el mar de Kara.

El viaje transcurre sin contratiempos, lo que da oportunidad a Koestler de pasearse por la panza metálica del zepelín, recorrer sus recovecos y esquinas, aburrirse, dormirse, leer, conversar hasta el hastío, observar a los científicos o las rutinas mínimas de la tripulación. El dirigible llega hasta la Tierra de Francisco José, el punto más al norte permitido por el asunto insulso de los seguros y dan un viraje al sur de 2,400 hasta la península de Taymir, en la entonces Unión Soviética. Sin inconvenientes la nave desciende en Berlín unos días después de su partida.

Es un testimonio de una época que no podría repetirse y que se agotaba rápidamente. Apenas unos años más tarde, un hermano del Graf Zepelin, el Von Hindemburg estallaba en llamas en la costa este de los Estados Unidos, terminando con la vida de todos sus tripulantes y pasajeros salvo uno, que cayó al suelo desde la canasta de la tripulación. Este incidente terminó con la era de los dirigibles como medio de transporte y poco tiempo después Hitler cruzaba la frontera polaca el 1 de septiembre de 1939, provocando una guerra que no dejaría sino las cenizas de esa hermosa época de la exploración internacional de los polos. Koestler es sin duda, una lectura de altos quilates que garantiza el placer de recorrerlo de pasta a pasta.


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