Anónimo, «Escriba sentado». Piedra caliza policromada, 2600-2500 a.C.

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Con su mirada atenta y la mano lista para dejar plasmada una sentencia o una frase, el Escriba sentado es una de las esculturas más célebres de la antigüedad y actualmente se encuentra en el Louvre. Esta pequeña figura, de 53 centímetros de altura, fue hallada en las excavaciones que la misión francesa realizaba en la necrópolis de Saqqara en Egipto, en 1850. Saqqara, muy cercana a la antigua ciudad de Menfis, era el lugar donde se rendía culto a los muertos durante el Imperio Antiguo y su monumento más importante es el complejo funerario del faraón Zoser, con la primera pirámide escalonada que se erigió durante esa época.

El Escriba sentado se halló en una tumba cercana al complejo de Zoser, lo que ha hecho especular que se trata de la imagen de un alto funcionario de la IV dinastía y que su propósito era presidir el lugar donde se depositaban las ofrendas para los difuntos. Su estado de conservación es muy bueno, con la policromía original que muestra a un hombre de cabello negro y piel de color ocre oscuro, tal como se representaban las figuras masculinas en ese tiempo. Está vestido con un sencillo faldellín blanco y en su mano derecha portaba un cálamo, ahora desaparecido. Sobre sus piernas cruzadas se extiende un rollo de papiro en el que está presto a realizar una anotación.

Como la pieza no tiene inscripciones, no es posible saber el nombre de este personaje ni su rango social, pero seguramente era un importante funcionario de la burocracia palacial quien, orgulloso de su trabajo, deseó ser retratado realizando su labor. Su rostro está realizado de forma muy detallada, de forma que se realzan sus facciones huesudas de pómulos y barbilla bastante marcados. Los finos labios están acompañados por tensas comisuras. El pelo corto permite ver unas orejas bien definidas y magníficamente esculpidas. Pero el rasgo más llamativo son sus espectaculares ojos de cristal de roca, con perfil de cobre que, asemejándose al maquillaje que se usaba por entonces, los realza y destaca. Estos ojos están tan bien realizados y es tal su vivacidad y expresividad que parece como si en verdad nos estuviese observando. Las negras pupilas, hechas en obsidiana, están algo descentradas y bajas, lo cual incrementa más lo penetrante de esa mirada.

Ese rostro anguloso, de facciones marcadas contrasta notablemente con un torso relleno y fláccido, propio de un hombre que está entrado en carnes, luciendo incluso unos pechos hipertróficos, cuyo realismo está acentuado por el uso de pequeñas incrustaciones de madera que dan forma a los pezones. Además muestra una prominente barriga que se extiende ligeramente sobre el faldellín. En cambio sus brazos, de poca musculatura, están representados de forma poco frecuente en el arte egipcio de esa época, ya que están separados del torso, cuando era la costumbre representarlos pegados a él. Esta separación hace ver que su postura es natural y relajada, lo cual le brinda gran verosimilitud a la escultura.

No se conoce el nombre del escultor, pero indudablemente poseía una gran habilidad y oficio. Una muestra de su maestría es la capacidad para forzar ciertos elementos con el objetivo de conseguir una mayor intensidad expresiva. Esto es evidente en el ensalzamiento de la zona plana sobre las rodillas, lo que consiguió creando una suave desproporción tanto en la zona de las caderas como en las piernas, dando así amplitud y énfasis al espacio en el que se condensa la acción. Dicha desproporción permite generar una profundidad espacial que a su vez dirige la atención hacia las manos, que son la más auténtica herramienta de cualquier escriba. También, para conseguir ensalzar las manos se consideró alterar la representación de los pies. En efecto, si se mostrara correctamente la posición de los pies y al mismo tiempo se quisiera verlos, es necesario generar una superficie en declive sobre las rodillas, limitando las posibilidades del espacio. En este caso, el conflicto fue resuelto cambiando la proporción de la parte inferior del cuerpo del personaje y además se incrementó el efecto forzando de manera efectista la representación de las extremidades eliminando dos dedos de los pies, es decir, se esculpieron únicamente tres dedos. De haberse hecho cinco dedos en cada pie, necesariamente se habría cambiado la postura de las piernas y por lo tanto, se habría ladeado la superficie entre las rodillas. En todo caso, la falta de estos dos dedos no se hace notar, sobre todo si se considera que la escultura está hecha de tal manera que se le observe desde una posición que está más arriba y frontal.

La espalda recta y la posición de sus ojos parecen decirnos que este escriba se encuentra en un momento de reflexión o quizás en el momento de levantar la mirada para concentrarse en alguien que le está dictando lo que escribe, tal vez el faraón. No podemos saber que está pasando por su mente, pero lo podemos intuir y la respuesta está en cada uno de nosotros, en nuestra propia expectativa. Esta obra, sencilla y sobria, es magistral tanto en su factura como en sus características no evidentes. Nos habla sobre la gran calidad y naturalismo de la escultura del Imperio Antiguo, un período de gran florecimiento artístico el cual, después de más de cuatro milenios y medio nos sigue asombrando.


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