Julián González Gómez
La imagen de Cristo crucificado, objeto de devoción para los creyentes, se sobrepone a un fondo de penumbras intensas y un cielo tormentoso, ajustándose así a la escritura que dice que en el momento en que murió, el cielo se oscureció y se produjo una intensa tormenta. A los pies de la cruz aparece una calavera que simboliza a la muerte terrenal, pero en este caso simboliza el triunfo de Cristo sobre la muerte, ya que resucitó al tercer día de este suceso. Es notorio que ninguno de los Evangelios mencione la presencia de la calavera, pero este tema es una licencia que se tomaron numerosos artistas del barroco para resaltar las cualidades trascendentales del momento representado. Así pues, en esta composición, que podríamos denominar “minimalista” aparecen sólo aquellos elementos esenciales que describen la situación: el crucificado Cristo y su soledad en este momento culminante, la cruz que es el objeto por el que se consumó su suplicio, la muerte que yace a sus pies y la naturaleza, que está acongojada y al mismo tiempo colérica por el suceso.
Todo cuadro de una crucifixión frontal, tiene una estructura característica muy bien definida en la que predominan las verticales y las divisiones que establecen los cuatro segmentos. Esta rigidez compositiva no permite hacer grandes variaciones estructurales y de perspectiva, por lo que el artista se debe concentrar más bien en los elementos anatómicos que definen el cuerpo de Cristo para hacerlo más convincente a los ojos del espectador. Cuando en la escena aparecen de acuerdo con las sagradas escrituras otros personajes, se pueden hacer más variaciones que adjudiquen más dinamismo a la composición. Pero cuando solo debe aparecer Cristo crucificado el resultado es más difícil de prever y en muchos casos la disposición, en atención a su rigidez, suele ser bastante estática.
Muchos artistas del barroco se enfrentaron a este reto con diversos resultados. En el caso de Murillo, en este resolvió brillantemente el problema creando una tridimensionalidad lumínica y compositiva en la cual hay distintas profundidades de campo, matizadas por distintas penumbras. Con ello creó un marco espacial en profundidad en el que predomina el eje que va desde el fondo de la imagen hacia el espectador, rompiendo así con la rigidez que exige la representación frontal del tema. Haciendo un uso muy competente de las cualidades del tenebrismo barroco hizo que la figura de Cristo emergiese del oscuro fondo y se acercase a los ojos del observador. Sobre su cuerpo se proyecta una suave luz que lo ilumina por la izquierda resaltando su tridimensionalidad. Por otra parte, Murillo le hizo un leve torcimiento a los maderos con lo cual introdujo otra variante que establece sutilmente un dinamismo que rompe con la rigidez.
Otro elemento que vale la pena destacar es la ausencia de la sangre por el suplicio, limitándose ésta a la que brota de la herida del costado. Muchos cuadros e imágenes religiosas de la época hacen ostentación de gran cantidad de sangre, como un elemento que exalta la atrocidad cometida, pretendiendo provocar así la piedad. Pero en este caso no hay nada de esos alardes y sólo predomina la soledad del crucificado.
Bartolomé Esteban Murillo es uno de los artistas más populares del barroco español del siglo XVII. Nació en Sevilla en 1617, siendo el menor de catorce hermanos. Su padre era barbero y cirujano y gozaba de buen renombre en la ciudad. Por esos años Sevilla era la ciudad más próspera de España y una de las capitales más cosmopolitas del continente ya que era el centro del comercio con América.
Bartolomé quedó huérfano de su padre a los nueve años y su madre murió apenas seis meses después, por lo que una de sus hermanas mayores lo acogió en su casa y le brindó los cuidados necesarios para su sustento. Empezó a frecuentar el taller de un pintor local, Juan del Castillo, con quien aprendió el dibujo y la pintura al óleo, pero parece que su educación artística nunca fue más allá y fue su natural talento y la observación de las pinturas de los maestros lo que le hizo sobresalir a lo largo de su carrera.
Ya para 1630 trabajaba como pintor independiente en Sevilla con su propio taller y en 1645 recibió su primer encargo importante, una serie de lienzos destinados al claustro del convento de San Francisco el Grande. Con estos lienzos vino una gran cantidad de encargos, los cuales no cesarían a lo largo de su carrera permitiéndole llevar una vida desahogada gracias a una buena posición económica. En ese mismo año contrajo matrimonio con Beatriz Cabrera, con quien procreó nueve hijos. Unos años después se empezó a especializar en la pintura de dos temas específicos que le dieron gran fama: La Virgen con el Niño y la Inmaculada Concepción. Aunque la mayoría de sus encargos eran sobre temas religiosos, Murillo también se dedicó a la pintura de género, en especial los retratos de niños abandonados que vivían en las calles de Sevilla, por los cuales es grandemente reconocido hasta la actualidad.
En 1658 se marchó a Madrid, donde vivió cerca de su amigo y coterráneo Velázquez, gracias al cual pudo ver y estudiar las colecciones reales de arte. Intervino en la fundación de la Academia de Pintura, de la cual fue director durante un tiempo, hasta su regreso a Sevilla en 1660. Algunos investigadores aseguran que también visitó Italia por esa época, pero de este viaje no ha quedado constancia ninguna. Durante el resto de su vida residió en su ciudad natal realizando importantes encargos, hasta que la muerte lo sorprendió en 1682, cuando se cayó de un andamio.