Julián González Gómez
Testimonio de una de las épocas más oscuras de la historia de la humanidad, las obras pictóricas que realizó Jean Fautrier en los años de la ocupación nazi de Francia, en plena Segunda Guerra Mundial, aún nos estremecen y nos conmueven. Por supuesto esta reacción solo cabe esperarla especialmente de dos grupos específicos de personas: quienes fueron testigos de ese tiempo en Europa y vivieron esa horrible experiencia, o bien aquellos que son sensibles a los aspectos más oscuros del ser humano, porque los han padecido. En nuestra época postmoderna de gustos ligeros y pequeños discursos como dijo Lyotard, este tipo de arte puede parecer desfasado o incluso ininteligible. Sin embargo, reducir esta expresión a un mero testimonio de las atrocidades que se cometieron es hacerle poca justicia, pues el verdadero arte trasciende las circunstancias particulares y gracias a ello es universal. Fautrier fue un artista incómodo para los mesurados, para los que prefieren voltear la cabeza y no ver y para los que piensan que el arte es ante todo evasión y no cuestionamiento.
Se da por hecho, y esta obra es prueba de ello, que no es una pintura que aspire a alcanzar ningún tipo de armonía formal y por lo tanto su belleza no radica en ese tipo de cualidades. Pero hay un aspecto más que hay que recalcar y es que, a un nivel muy sutil, este arte no pretende emitir ningún mensaje o programa. Lo que se ve es tal cual y nada más, no representa ningún suceso, ni tampoco pretende recrear algún aspecto de la realidad externa, a pesar de su título, cuyo contenido quizás es sólo un accidente. Como pasa tantas veces, la dialéctica entre el ángel y el demonio está aquí presente y en definitiva triunfa siempre el segundo, pues se requiere de un demonio interno muy fuerte para que se exteriorice semejante angustia.
Esta pintura se opone al racionalismo y a todo contenido previo al propio acto de creación. Aquí lo más importante es la poética del gesto, un gesto rápido, conciso y que no permite ningún tipo de corrección. Fautrier tomó conciencia de la capacidad expresiva de la pura materia pictórica, especialmente la materia que se puede denominar “pobre”. Para él todas nuestras vivencias se concretan en imágenes táctiles y además hace patente que la memoria es sobre todo materia. Los cuadros que pintó en este período, casi siempre con colores grises o pardos verdosos, apagados y sin brillo y en los que apenas se puede reconocer ninguna forma, son una meditación sobre la condición humana que consiste ante todo en un “existir” que no es un “vivir”, tal como lo describió Sartre en su obra La náusea. Ese “existir” implica una vida vacía, carente de contenido y por ende absurda, sin sentido. Por ello, lo esencial es la contingencia, que es la carencia de explicación. Es un planteamiento que no tiene solución y para algunos es el vacío absoluto. Pero Fautrier, gracias a su arte, logró superar ese vacío.
Fautrier supo ejemplificar como pocos el enorme sinsentido y el pesimismo implícito en la filosofía de Sartre. Recogió la angustia de la guerra, de la que estaba siendo testigo en esos momentos, mediante la opacidad, las cualidades de la materia y una rotunda presencia física, que está protagonizada por la densidad de lo que llamó “superficies construidas”. Las rudimentarias referencias a formas corporales y elementos de la naturaleza se combinan con ese cromatismo apagado para crear imágenes de un extraño realismo que se identifica con ellas y así el observador se siente frustrado en sus expectativas, ya que se ve atrapado en la división que produce el anuncio del tema y la imposibilidad de su representación reconocible.
Los críticos y los historiadores han establecido que la pintura de Fautrier se inscribe en el movimiento llamado informalismo, que surgió por esa época. El informalismo no fue una vanguardia en el sentido exacto de este término, ni un movimiento programático u organizado. Planteaba el problema del arte en términos concretos: la materia pictórica tiene una extensión pero no una estructura formal, su disponibilidad es múltiple e ilimitada, mediante su manipulación el artista establece una relación de identificación que otorga un contenido humano a su textura, a la calidad de su superficie. Este planteamiento se refiere únicamente al medio, que es la pintura, pero nunca al contenido ya que queda a juicio del artista su planteamiento formal y conceptual.
Jean Fautrier nació en París en 1898, muy joven perdió a su padre, por lo que se trasladó a Londres con su madre e ingresó en la Royal Academy en 1912. En 1917, en plena primera guerra mundial, fue llamado a movilización y se trasladó a Francia, donde se le envió al frente y fue gaseado, por lo que tuvo que ser retirado del ejército y permaneció durante un tiempo en varios hospitales hasta su recuperación. Después de la guerra decidió residir en París y dedicarse a pintar profesionalmente, realizando varias exposiciones sin mucho éxito. Trabajó también como grabador y escultor, dentro de los parámetros del arte post-cubista en boga por ese entonces, al igual que el surrealismo. Como no podía vender su obra, se tuvo que emplear como hostelero e instructor de esquí en Tignes durante cinco años, hasta que en 1937 se decidió a continuar trabajando en su vocación artística como escultor. Vivió los acontecimientos de la invasión alemana de Francia en 1940 y la toma de París y en 1943, ante la sospecha de su participación en la resistencia francesa fue detenido por la Gestapo y encarcelado. Logró escapar de la prisión y huyó de París, encontrando refugio en Châtenay-Malabry, donde comenzó a trabajar en sus cuadros de Otages (Rehenes). Al acabar la guerra, estos cuadros fueron expuestos en la Galería Drouin de París con gran éxito.
En los años siguientes Fautrier trabajó en las ilustraciones de varias obras literarias y pintó varias series de cuadros dedicados a los objetos familiares y cotidianos de su vida. También experimentó en la creación de una técnica mixta entre calcografía y pintura original que le ganó gran reputación entre el público. En 1960 obtuvo el gran premio de la Bienal de Venecia, donde expuso obras abstractas de pequeño formato, a las que en ese tiempo estaba dedicado. Murió en Châtenay-Malabry en 1964.
Finalmente, podemos afirmar que la obra de Fautrier es más bien opaca y poco vistosa, pero esto no impide reconocer en ella una gran profundidad en cuanto a su planteamiento de la problemática de la existencia y la profunda huella que la vida imprime en el ser humano sensible y que lo atraviesa. Esa huella se extiende no sólo a su psique, sino también a su más profundo subconsciente, impregnando su devenir solitario en un mundo en el cual el sentido del vivir hay que encontrarlo en lo trascendente, algo a lo que muchos aspiran y pocos encuentran y como se dijo antes, Fautrier logró esa trascendencia gracias a su arte.