Julián González Gómez
Para aquellos a quienes les parece que el arte debe ser siempre “bonito”, el trabajo de José Luis Cuevas debe parecerles algo así como una bofetada. Cuevas recrea sus emociones a través de la representación de algunos de los más oscuros elementos de la sociedad mexicana: vagos, prostitutas, proxenetas, drogadictos y otros personajes por el estilo. Pero lejos de mostrarlos como caricaturas grotescas, su sensibilidad hace que nos parezcan familiares y hasta entrañables, tal como figuran realmente para nosotros cuando nos despojamos de la máscara de la hipocresía y no los juzgamos.
¿Quién no ha sido alguna vez compañero del “bolito” de la esquina y al menos se ha puesto a platicar sobre copas con él? Solo aquel que es un farsante niega que no ha sido capaz de cruzarse en alguna ocasión con el “mariguano” del barrio y le ha dicho por lo menos “¿qué onda vos”, para no ignorarlo? ¿Y dónde se deja a las putas en esta sociedad de doble moral, en la cual desde que somos jovencitos se nos incita a iniciarnos en el sexo con ellas y les entregamos de lleno nuestra intimidad?
Solo aquellos que durante algún período, oscuro o claro de nuestra vida, nos dejamos llevar por el mundo de la bohemia, o quizás todavía permanecemos en él, somos capaces de reconocer lo cercanos que son todos ellos. Luego, nos convertimos en personas “honorables” y los negamos, haciendo una mueca de desprecio si pasan a nuestro lado. Para los que nunca se dieron permiso de afrentar la oscuridad de la madrugada, estas palabras no tienen sentido y tampoco les preocupan; nunca se expusieron, nunca naufragaron en la senda de la derrota.
Cuevas nos está señalando a la cara a través de sus personajes, nos lanza el reto de reconocerlos, de abrazarlos y hasta de identificarnos con ellos. No son bichos raros, no son “otros”, son nosotros. Hombres y mujeres de la calle, dueños de la noche, peligrosos para las señoras de buenas costumbres y desagradables e incómodos para los caballeros distinguidos.
Mediante trazos nerviosos y ágiles, Cuevas resalta aquellos elementos esenciales que atañen a su significado, prefiriendo el dibujo y el grabado debido a su esquematismo natural, el cual no permite distraerse en las sutilidades del color, ni en las cualidades de la luz. Es un mensaje expresado de forma directa y ruda, hasta feroz, acorde al carácter de lo representado. Apenas hay algunas alusiones a ciertas texturas, que más que realzar ciertos detalles, destacan la improvisación de la ejecución. No hay intención alguna de construir un retrato, sino más bien un arquetipo, el cual por otra parte es típicamente mexicano en su fisonomía y por ello, nos guste o no, es muy parecido a nosotros, que somos parte de la totalidad de esa amalgama que se llama América Latina.
José Luis Cuevas nació en la ciudad de México en 1931, proveniente de una familia de clase media. Su formación como artista fue prácticamente autodidacta, ya que nunca se sometió a una formación sistemática. Apenas tomó algunos cursos en la Escuela de la Esmeralda, para después inscribirse durante un tiempo en el México City College, donde tomó algunas clases de grabado.
Tras unos comienzos un tanto precarios, empezó a ser reconocido a mediados de la década de 1950, con el sobrenombre de “el güerito pintor”. Trabajó retratando a los borrachos de las calles e incluso a los enfermos mentales del manicomio, a donde lo llevó su hermano, que era psiquiatra. Se involucró con diversas técnicas de expresión, además del dibujo y el grabado realizó escenografías e ilustraciones; incluso incursionó en el campo de la literatura. Pronto se dio a conocer como un artista de ruptura con la tradición del muralismo y las ideas acerca del nacionalismo exacerbado de artistas e intelectuales. Por ello se le denominó como el “niño terrible” de la plástica mexicana, algo que por supuesto a él lo honraba, ya que siempre fue un transgresor. Durante la década de 1960 su fama se extiende globalmente, realizando exposiciones en Europa y los Estados Unidos, provocando siempre reacciones encontradas entre la crítica y el público. A mediados de la década de 1970 decide desarraigarse de México y emigra a París, donde adquiere nuevos aires. Resentido con su país natal, en donde siempre sintió que no era comprendido, realizó en Europa nuevas exploraciones que le llevaron a experimentar por primera vez con la escultura. Años después regresó a México, colmado de honores y merecimientos que le fueron otorgados en diversos países y también en su tierra natal. Los años de ancianidad de Cuevas se han desarrollado por medio de algunas incursiones en pintura y sobre todo por una multiplicidad de galardones y homenajes que han hecho de él quizás el artista vivo más reconocido de México y uno de los mayores de América Latina.
Esta obra sin título, forma parte de una de las series que dibujó durante su estadía en Europa. El trazo grosero y violento contrasta con el desánimo de las expresiones de estas dos mujeres, cuya relación no está clara y tan solo están compartiendo una bebida en una mesa apenas esbozada. La misma ambigüedad de las expresiones y poses se prestan a un sinfín de lecturas, por lo que podemos sentirnos libres de mirarlas como espejos en los cuales se refleja nuestra propia condición. Como se dijo en el principio de este artículo, aquí la intención estética no pasa por la representación de la belleza u otras virtudes, sino más bien la sinuosidad de unas vidas anodinas, quizás vacías, pero siempre profundamente humanas. En este sentido la plástica de Cuevas puede ser comparada a la de los expresionistas, que representaron mucho de esas situaciones, en las cuales el absurdo de la existencia no se puede evadir más que por medio de la negación temporal de lo cotidiano, sumergiéndose por un rato en el oscuro panorama de la noche que nos consuela.