Julián González Gómez
Más que un ideal estético es una belleza patente, con una fina tela que se pega al cuerpo de esta magnífica mujer. Unos senos que se alzan al viento que los electriza, las alas que todavía sostienen parcialmente su peso y la pierna derecha adelantada para imponer su presencia mientras se posa sobre la proa de un barco delatan a Niké, la victoria griega. A diferencia de su desaparecida hermana ateniense: la Niké áptera que esculpió Fidias y cuyo templo se encuentra en la Acrópolis, las alas de esta victoria la han traído a esta nave para quedarse en ella para siempre y no necesita que se las corten para evitar que vuele como le pasó a la otra, que quedó prisionera.
Descubierta en la isla griega de Samotracia en 1863 por Charles Champoiseau, cónsul francés que era además arqueólogo aficionado, lo que quiere decir que era por una parte amante de la antigüedad y por otra, un poco ladrón. La historia de su desenterramiento y posterior traslado a Francia es digna de una novela. Cuando se encontró parcialmente enterrada, la escultura estaba fragmentada en muchos pedazos y solo fue posible contemplarla con cierta congruencia cuando fue reconstruida en París para ser exhibida en el Louvre y desde entonces se convirtió en uno de sus principales tesoros. Nunca se encontraron la cabeza y los brazos, pero esas carencias no han hecho sino aportarle magia y misterio. En cierta ocasión Cézanne dijo que no necesitaba ver su cabeza para imaginar su mirada.
No se conoce su autor y se ha especulado con varios escultores, pero no existen pruebas fidedignas de quién fue su creador y al parecer ese dato quedará también en el misterio. Pocos años después de su descubrimiento por Champoiseau un grupo de arqueólogos austríacos excavó en el mismo lugar y encontró un grupo de grandes bloques de mármol gris los cuales, debidamente ensamblados, representaban la proa de un barco. Este descubrimiento se asoció con la existencia de varias monedas helenísticas en las que aparece grabada una Victoria sobre la proa de un barco y claramente vincularon estos restos con la estatua hallada varios años antes. Champoiseau hizo todo lo posible por trasladar las partes del barco a París y lo logró, ensamblándolas con la estatua de la Victoria Alada y así se expuso desde entonces en el Louvre.
Se especula que la Niké de Samotracia fue donada por los ejércitos de Rodas al santuario de esa isla a raíz de la victoria naval que obtuvieron en Side, una ciudad de la costa mediterránea del sur de la actual Turquía, frente al rey Antíoco III de Siria, alrededor del año 190 a.C. Esta victoria les supuso el control de grandes comarcas en Licia y Caria y la alianza de varias ciudades próximas. La Niké era la figura preponderante en un conjunto escultórico que abarcaba no solo a la escultura y la proa del barco, sino además una gran fuente y otras esculturas alegóricas, todas en el frente de un templo votivo.
No solo las fechas, sino también la sinuosidad del cuerpo femenino, así como los exuberantes pliegues del ropaje que simula estar agitado por una corriente de viento, nos revelan que esta estatua pertenece al período helenístico, en el cual los escultores abandonaron la severidad clásica de Fidias o Policleto, en favor de una expresión más personal y sensual de los volúmenes. El efecto de los pliegues que se ciñen a las formas como si fuesen de una tela que está mojada nos retraen a Fidias, quien había sido el iniciador de este motivo escultórico, por demás imitado en toda la Grecia antigua. Pero el maestro que esculpió esta Victoria tuvo un especial cuidado en revelar muy sutilmente los detalles anatómicos del cuerpo, poniéndolos en relieve mediante las transparencias. Es tal el virtuosismo de este desconocido escultor que solo al verla podemos experimentar que estamos tocándola y sentimos nuestra mano temblorosa de emoción mientras acariciamos cada pliegue y cada parte de esa tersa piel bajo la transparente tela.
La postura sinuosa del cuerpo es también consecuencia de que el escultor pretendió retratar a esta Victoria justo después del momento en el que se acababa de posar sobre la proa del barco. Proveniente del cielo, Niké, en vuelo rasante, se ha asentado sobre una nave que se bambolea por las olas marinas y que se agita por el viento, en ese momento adelanta la pierna derecha para afirmarse en su proa, coronando la victoria obtenida en la batalla que acaba de concluir.
Esta gran obra de arte ha sido recientemente restaurada y limpiada, recuperando el satinado blanco del mármol de Esteagira en el que fue esculpida. En las bodegas del Louvre se encontraban treinta fragmentos de la escultura que no se habían podido ensamblar y en esta restauración se lograron encajar trece de estos pedazos, incluyendo algunas plumas al ala derecha. Después de la limpieza se encontraron algunos vestigios casi invisibles de un pigmento de color azul egipcio con el que debía estar coloreada la parte baja del manto y demuestra que la escultura estaba pintada en la antigüedad. También se retiró el pedestal que se había colocado debajo de la escultura en la tercera década del siglo XX supuestamente para ensalzarla y ahora se exhibe tal y como se supone que estaba en su santuario: directamente sobre la nave de mármol gris.
Esta es una de aquellas obras de arte más emblemáticas y conocidas de toda la historia, capaz de conmovernos todavía más de dos mil años después de haber sido creada y que nos recuerda que el gran arte siempre será intemporal, al igual que el genio de sus creadores.