Julián González Gómez
Debido a un error en la interpretación de un letrero que se ubicaba en la entrada a la casa donde se encontró el fresco que se presenta en esta entrega siempre ha sido conocido como “Retrato de Paquio Próculo y su mujer”, lo que se ha comprobado que es incorrecto. En realidad es un retrato de Terentius Neo, panadero de la ciudad de Pompeya y de su esposa, de la cual no sabemos su nombre. La confusión se aclaró cuando se pudo comprobar que el letrero con el nombre de Paquio Próculo era en realidad un reclamo publicitario de parte de este individuo para ser elegido como funcionario de la ciudad.
Terentius debió ser un personaje de relativo rango social, ya que su panadería se encontraba en la llamada “Vía de la abundancia”, una calle bastante importante en el corazón de Pompeya. No siendo noble, su estatus se verificaba dentro de la burguesía comercial y artesanal, de la cual debió ser tal vez directivo gremial, o detentar un cargo similar. El mismo hecho de haber encargado su retrato junto a su mujer es una señal de su posición, así como portar una toga y llevar en la mano un rotulus, que es un rollo de papiro; esto señala que poseía un cargo público. Su mujer, que porta también una elegante toga, lleva en la mano derecha un estilo, que era un instrumento para escribir y en la mano izquierda una tabla de cera, en la que se hacían anotaciones con el estilo. Esto se ha interpretado como evidencia de que ella se encargaba de la administración del negocio. Sus rostros, serios y circunspectos, denotan una pose formal aunque no se ve forzada.
El dibujo de los personajes está realizado mediante delicadas líneas que se vuelven invisibles al aplicarles el pigmento encima. Los colores son delicados y el artista logró una sutil gradación en los tonos para mostrar volumen y tridimensionalidad. La luz, que es casi frontal, modela suavemente las facciones delicadas de la mujer y ensalza las angulosidades del rostro del hombre y su piel tostada. Es notorio que el autor de este retrato era un gran maestro de su profesión al poder ejecutar tanta sutileza cromática en una pintura al fresco, algo que no se volvería a lograr hasta Giotto, unos mil trescientos años después. Las posturas revelan un gran conocimiento de la perspectiva por parte de este maestro, quien contrastó la frontalidad de los rostros con el escorzo de los cuerpos, aproximados y superpuestos entre sí. Y todo ello fue posible a pesar de las rígidas normas que imponía la pintura de retratos en aquella época. Las fórmulas del retrato romano estaban establecidas ya hacía mucho tiempo antes de que este fresco fuese pintado.
Dentro del arte romano, fue acaso el retrato el que alcanzó una mayor originalidad y una clara distinción con respecto a los modelos griegos, que eran los dominantes en la cultura latina. Algunos historiadores han dicho injustamente que el arte romano no fue más que una imitación del arte griego, negándole con esto las cualidades y características que ciertamente lo diferenciaron de aquel. No vamos a discutir aquí las diferencias entre el arte romano y el arte griego, sino que nos limitaremos a describir algunas de las cualidades del primero, centrándonos en el retrato como modelo de ellas, en las que privaban dos virtudes cardinales que los romanos tenían en gran estima: la veritas y la gravitas.
La pintura romana, al igual que la escultura, evolucionó durante diversas fases, siendo las primeras de ellas claras interpretaciones de modelos griegos y etruscos. Pero en Roma se desarrolló un arte especial y distinto, el cual, a pesar de derivar del arte etrusco, tomó un derrotero que lo llevó a constituirse como el modelo más original de la expresión plástica romana: el retrato. El retrato romano desciende de las imágenes funerarias que perpetuaban la memoria de los personajes ya fallecidos en la familia y la sociedad. Originalmente eran máscaras mortuorias, para pasar a ser posteriormente esculturas de cabezas y bustos. Era determinante el parecido con el personaje, lo cual llevaba a los artistas a copiar del natural las facciones y los rasgos característicos de los fallecidos, poco antes de que murieran o más frecuentemente a las pocas horas posteriores a la muerte. El personaje debía reproducirse tal cual se veía, sin ninguna idealización ni aditamento que deslegitimara su real apariencia cuando todavía estaba vivo. Así, la veritas era una de las dos cualidades que más se apreciaba en el retrato funerario. Después el retrato se llevó a la representación de los personajes vivos, eso sí, sin perder la veritas, con lo cual los romanos empezaron a desarrollar una serie de escuelas especializadas en el arte del retrato. La gravitas se refiere a la cualidad de la dignidad, el deber y la seriedad exenta de toda frivolidad que los personajes retratados debían mostrar mediante la pose y la actitud.
Esto constituye una clara diferencia con el arte griego, más idealista y proclive a la fantasía, sobre todo durante la época helenística. Los romanos, a diferencia de los griegos, reservaban para los retratos su aprecio por la realidad objetiva en lo que se refiere a la representación de las personas. El romano, más práctico y realista que el griego, prefería inmortalizar a la persona con todos sus accidentes, que presentar una imagen fantasiosa que distorsionara la entereza de su carácter y sus valores.
Dentro del período de madurez de la pintura romana se encuentra el llamado “Estilo Pompeyano”, cuyas características derivan del análisis de las pinturas encontradas en las ruinas de Pompeya y Herculano, ciudades destruidas por la erupción del volcán Vesubio en el año 79 D.C. Gracias a las cenizas que cubrieron a las dos ciudades se pudo conservar en un magnífico estado de conservación una serie de murales y mosaicos, la mayoría de gran calidad, las cuales han sido estudiadas exhaustivamente desde su descubrimiento en el siglo XVIII. El Estilo Pompeyano se distingue por la gran delicadeza de su dibujo, realizado con gran virtuosismo y también por un notorio contraste de luces y matices, en el cual algunos han visto ciertas semejanzas con ciertas escuelas pictóricas modernas, sobre todo con los impresionistas. La sociedad pompeyana gozaba de una vida placentera y una economía floreciente, gracias a que la ciudad se había convertido en una especie de destino turístico para los romanos adinerados, que pasaban algunas épocas del año en ella y sus alrededores y construyeron numerosas villas de placer, circos, teatros y otros edificios públicos.
Por ello se advierte en la pintura pompeyana cierta frivolidad y elegancia en cuanto a su expresión plástica, que era predominantemente decorativa. Pero hubo notorias excepciones y una de ellas es este magnífico retrato doble, muestra de las mejores cualidades de una pintura que floreció bajo los auspicios de una Roma en su mejor época.