Julián González Gómez
Más de dos mil trescientos años después, el arte de Praxíteles nos sigue maravillando por esos múltiples atributos que muestran sus escasas y exquisitas obras. Su sensibilidad estaba muy alejada de los modelos que establecieron sus antecesores Fidias, Mirón o Policleto, que impregnaron sus obras de una vitalidad y fuerza contenidas que hacía de sus esculturas verdaderos templos de perfección estrictamente formal. Praxíteles no creaba dioses ni héroes, sino humanos que reflejaban virtudes divinas, que no es lo mismo. Para entender el alcance de su plástica no basta solo la razón, hay que observar estas formas como alguien que contempla a la amada o al amado: con el arrebato que surge del deseo y con la dulzura que confirma el corazón.
Praxíteles se expresaba a través de la piel y la carne; la primera siempre tersa y la segunda suave. Sus figuras no muestran drama, sino una especie de inconsciencia feliz que los transfigura en seres dichosos que llevan una vida en la que al parecer nunca se sufre. Son individuos que están inmersos en un mundo de placeres sensuales, donde la vida transcurre plácida y no existe el dolor, la vejez y la muerte. En realidad así era la vida de los dioses, pero los hombres los hicieron soberbios e imponentes y así los alejaron de su verdadera esencia, Praxíteles se propuso recuperar su candor. Nunca hubo dioses tan humanos y tan jóvenes e inocentes como los que creó este artista.
Y todo a base de la flexibilidad de las líneas que se tornan en suaves curvas de una riquísima expresividad plástica; verticales y sinuosas, son las curvas más sensuales del arte europeo de todos los tiempos y nadie las ha podido superar hasta hoy. La fórmula plástica de Praxíteles está implícita en la totalidad de las obras que se le han atribuido y es siempre la misma, sin excepciones, es como su “marca de fábrica” y a pesar de su repetición nunca cansa. Las figuras reclinadas nos hablan de relajación y abandono, apoyadas en una pierna, mientras la otra se curva como una prolongación de las líneas directrices del tórax y el vientre. Las cabezas no están colocadas para ver de frente, sino que su dirección es diagonal y así prolongan las mismas curvas mencionadas antes hacia arriba. Los brazos juguetean con objetos o muestran una postura a la vez vivaz y distendida, pero nunca enérgica. Ni un solo músculo está esculpido de tal forma que nos sugiera tensión, ningún rostro nos muestra otra expresión que la de una dicha inconsciente, como la de un niño pequeño, o el abandono indolente.
La obra de este escultor refleja el momento histórico en el que le tocó vivir: la Atenas del siglo IV a.C. que estaba en plena decadencia y vencida después de la guerra del Peloponeso y las conquistas de Filipo de Macedonia. Era esta una sociedad en crisis, que había dejado atrás los años de gloria y poder y que se estaba sumergiendo en el olvido y la incertidumbre. Eran los años dorados de los filósofos hedonistas y epicúreos, los cuales sostenían una doctrina de evasión a través del placer y el abandono. La sociedad no estaba para promover héroes ni salvadores, ya había pasado por esa etapa y solo quedaba la resignación pasiva, la evasión y los anti-valores, o bien lo que se podría llamar valores anti-clásicos. Praxíteles, como muchos de sus coetáneos, buscó las respuestas a sus interrogantes en los cultos mistéricos, una religiosidad espiritualista en la cual el individuo se abandonaba a sí mismo y estaba sujeto al poder misterioso de las deidades que encarnaban los atributos de la vida, la iniciación, la muerte ritual y el renacimiento, que era el atributo más importante; cultos dionisíacos diría Nietzsche. En el caso de este artista, se inició en los misterios de la diosa Démeter de la ciudad de Eleusis, cercana a Atenas. Los misterios eleusinos celebraban el regreso de Perséfone al lado de su madre Démeter -la diosa de la tierra- en la primavera y traía consigo la vida renovada que se expresaba en la germinación de las plantas, las flores y el apareamiento de las especies. La vitalidad continuaba durante el verano, donde se cosechaban los frutos, hasta que llegaba el invierno, en el cual Perséfone regresaba al Hades y se llevaba con ella todo el ciclo de la vida hasta su regreso en la próxima primavera. En resumen, era un culto a la vida, el apareamiento y el florecimiento, a la creación y las etapas vitales, muy alejado de los periplos de los dioses olímpicos. Las atractivas y refinadas figuras de Praxíteles reflejan la vida y la pureza juvenil de los misterios eleusinos, por eso son tan sensuales y hasta eróticas en cierto grado.
Poco se sabe de la vida de este artista, el más sobresaliente de su época en la Grecia previa al mundo helenístico. Se considera que nació en Atenas en el año 400 a.C., hijo del escultor Cefisódoto, con quien debe haberse formado. Su único biógrafo fue Plinio el viejo, quien se ocupó siglos después de conjuntar los escasos datos que había sobre él por ese entonces. Su obra y su figura llegaron a ser objeto de veneración por parte de los artistas que le sucedieron y las copias de sus esculturas circularon con profusión en Grecia y Roma. Ya desde la antigüedad fueron famosos sus amores con la cortesana Friné, quien le sirvió de modelo para su Afrodita y con quien sostuvo una larga relación. Al parecer poseía abundantes recursos materiales y no vivía de su trabajo, por lo que esculpía por puro placer, aunque su obra se vendía abundantemente, lo cual le debe haber procurado bastante riqueza. Se desconoce el año en que murió y tampoco se sabe si dejó descendencia. Apenas se le atribuyen una docena de obras y todas, salvo dos, se conocen por copias hechas en Grecia y Roma. Las únicas piezas que se consideran auténticamente realizadas por sus manos son un busto de Eubuleos, hallado en Eleusis y este Hermes y Dionisos, hallado en las excavaciones realizadas en la década de 1870 en Olimpia, entre las ruinas del templo de Hera, donde según el historiador Pausanias se encontraba desde la antigüedad.
La atribución de esta obra como un original de Praxíteles ha sido puesta en duda y algunos investigadores han asegurado que se trata de una copia del siglo I a.C. En todo caso, sea o no original de la mano de este artista no le resta valor en cuanto a su portentosa plástica en la que están representados dos hijos de Zeus: Hermes, que es un joven dotado de todas las características de la típica belleza griega con ocho cabezas como módulo de su cuerpo y Dionisos, que aquí se presenta como un pequeño recién nacido. Según el mito, Zeus encargó a su hijo Hermes que protegiese a Dionisos, que era huérfano de su madre Sémele, de los celos de su esposa Hera. Hermes se llevó a Dionisos para entregarlo a Atamante y su esposa Ino para que lo cuidaran y criaran. En esta representación, Hermes y Dionisos hacen una parada en el camino y aquel, apoyado en un árbol, parece estar distrayendo al pequeño con un objeto que portaba en su mano derecha, tal vez un racimo de uvas, al que se quiere abalanzar con hambre su medio hermano. La escultura se encontró fragmentada y no hay ninguna copia antigua, por lo que no se sabe qué elementos sostenía en sus manos Hermes, ni tampoco la posición de la mano izquierda de Dionisos. Antiguamente esta escultura, al igual que la mayoría, estaba pintada de vivos colores; actualmente sólo quedan algunos pequeños rastros de la misma. Pero el tiempo no ha podido borrar la expresión melancólica y abandonada de Hermes, que acentúa su postura, ni la sinuosidad de su cuerpo, esbelto y flexible. Es sin lugar a dudas una de las obras de arte más importantes que la antigüedad nos ha legado y que, como se dijo al principio de este texto, nos sigue fascinando, a pesar del largo tiempo que ha transcurrido desde su ejecución.