Ese peligroso asunto de viajar o el jardín del vecino siempre se ve más verde

Rodrigo Fernández Ordóñez

  

 

Si alguien sabía de viajar en su época, ése fue Enrique Gómez Carrillo. Era un viajero de esos que podríamos llamar “profesional”. Viajó de Guatemala a París, de París a Madrid, a Bélgica, Italia, Suiza, Marruecos, de París a Tokio, pasando por Egipto, Tierra Santa, Grecia, la India, Indochina, América del Sur y el agonizante Imperio Ruso y un par de veces a Guatemala.

 Pero, claro está, a principios del siglo XX la cosa de viajar no era nomás de subirse a un avión con el pasaporte en un bolsillo y en cuestión de horas estar en su destino. Las cosas eran más lentas. No había aviones a reacción, por lo tanto no había jetlag. El medio masivo de transporte era el barco de tecnología a vapor[1]. Olvídese de los puestos de registro en los que hay que quitarse el cincho y los zapatos, la angustia de hacer una cola inmensa bajo riesgo de perder la conexión. Olvídese de las colas fastidiosas y las preguntas impertinentes de los agentes de fronteras.

 Además, los viajes de nuestro cronista coincidieron con una de las épocas de mayor movilidad de migrantes de la historia. De acuerdo a los historiadores las décadas transcurridas entre 1890 y 1920, millones de personas abandonaron sus países de origen buscando mejores condiciones de vida en otros. La mayoría escogió los Estados Unidos y otra mayoría, nada despreciable, escogió a la Argentina. Otra gran mayoría desembarcaba en Brasil, México, o Venezuela, y otro número, más accidental que intencionalmente, al istmo centroamericano.

 Piense que nuestro bisabuelos como nosotros, vivían bombardeados por la publicidad, tal vez menos efectiva que la de hoy en día, pero publicidad al fin, que vendía los viajes como algo chic, si usted no era un migrante forzoso, claro está. El mundo estaba cambiando. La revolución industrial estaba en su apogeo y las grandes fortunas se construían sobre las industrias pesadas del acero, del hierro, del carbón, de los astilleros, de los tendidos de ferrocarriles. Piense en Andrew Carnegie, John D. Rockefeller o el Comodoro Vanderbilt. Todos forjaron sus fortunas con los espacios de oportunidad que abría la industria pesada y los monopolios. Los trenes y buques a vapor instaban a viajar, por placer, por negocios, por amor, por trabajo, por lo que se le antoje. Es la época de la movilidad y Gómez Carrillo vive de lleno sus oportunidades. El viaje en algunas mentes inquietas se convierte en  una necesidad, y para ellos también hay una oportunidad de riqueza: contar sus aventuras. Por lo tanto surge una nueva rama de servicios: los agentes de viaje y su precursor, la Agencia Cook, que empezó organizando viajes dominicales de verano:         

 

“…tour organizers furnished information about travel. They made it possible for voyagers to imagine and foresee (and pay for) their journey before making it, thereby enhancing the anticipation while minimizing the risk. Cook´s brochures, booklets, and advisory guides –advising travelers on where to go, what to expect, what to wear, what to say, and how to say it- were marketed above all in the new railway station outlets opened by newsagents and booksellers. By 1914 Cook had gone to the logical next step of opening branch offices in or next to railway stations and hotels, publishing railway timetables and even underwriting the train cars and facilities provided en route…”[2]

 Todo esto está muy bien. La infraestructura está montada, el viajero es invitado a viajar, le venden el boleto, le venden hospedaje, pero… ¿cómo era viajar en esa época en que las prisas no existían? ¿Cómo viajaba la gente en Primera Clase y la gente de Tercera? En este ensayo, tomando un poco como excusa a nuestro admirado escritor, vamos a tratar de recrear esa mágica época inmortalizada por el drama del Titanic: la era de los viajes trasatlánticos a vapor. Y es que el trabajo de Gómez Carrillo era en cierta forma facilitar estos viajes a aquellos que o no pudieran hacerlos, o bien invitar a aquellos que guardaban aun sus dudas sobre salir de la comodidad del hogar.

 Para empezar, si me lo permiten, vamos a cederle la voz al experto Gómez Carrillo, quien nos describe la vida a bordo del trasatlántico Reina Victoria Eugenia[3], en su viaje París a Buenos Aires en los párrafos que abren El encanto de Buenos Aires, nos relata de su estresante viaje:

  

victoriaeugenia“…El inmenso barco apenas se mueve. A no ser por la palpitación lejana de las máquinas, en los salones del centro ni siquiera se daría uno cuenta de que está en el mar. Por una absurda fantasía, los arquitectos navales se proponen, desde hace algunos años, hacer olvidar a los que se embarcan que se han embarcado. Nada de lo que constituye la antigua forma marina se descubre en los bien llamados palacios flotantes. El famoso comedor de Des Esseintes, con sus ventanillas redondas y su techo bajo, con sus maderas lucientes y su olor de brea, hay que buscarlo ahora en aguas de segunda clase, allá muy lejos, en el pacífico ó en el océano Indico; pero no en rutas de lujo, como esta que va de París a Buenos Aires, ni como la otra que va de Nueva York a Londres. Aquí, en efecto, comemos entre columnatas de mármol, bajo altísimos artesonados (…) Amplias mamparas de cristal ponen en comunicación los salones de música con los salones de lectura, los jardines de invierno pavimentados de mosaico, con las galerías artísticas, llenas de objetos preciosos (…) Que todo esto contribuya al confort y hasta al placer de los viajes modernos nadie puede negarlo. Ir en un trasatlántico de 200 metros de largo, y en el cual hay cafés, restaurants, bazares, salas de juego, salas de concierto y salas de baile, y hasta un periódico, es casi continuar la vida que se lleva en una playa, entre el Hotel-Palace y el Palace-Casino (…) La cena es una ceremonia suntuosa, durante la cual las damas ostentan cada noche un nuevo traje. El smoking es de rigor para los hombres. Una orquesta pone a los manjares la indispensable salsa de vales lentos…”[4]

  

Ahora sigo yo. Estos trasatlánticos eran verdaderas ciudades flotantes, con todo tipo de comodidades, claro está, para quienes podían pagar la tarifa especial de la primera clase. En un artículo de la revista La Ilustración Artística, publicado en Barcelona la semana del 25 de abril de 1887, que trata sobre la botadura de cuatro nuevos trasatlánticos, el Champagne, el Bretagne, el Borgoña y el Gascuña, (todos barcos franceses, construidos por ingenieros franceses y en astilleros franceses, según el propio artículo), nos comenta el anónimo reportero que el buque ejemplo, el Gascuña, contaba con 106 cámaras de primera clase, con capacidad de 300 pasajeros, 20 cámaras de segunda clase para acomodar 100 pasajeros y “camarotes para albergar a 700 emigrantes”, o sea, la tercera clase. La capacidad total del buque era de 1,100 pasajeros, sin contar con la numerosa tripulación. 

 La cámara de primera clase era de día un gabinete, o sea, una especie de oficina en el mar, con un canapé (diván) de lectura que al voltearse se convertía en cama (ni a la gigante mueblería Kalea se le hubiera ocurrido mejor). En todos los ángulos y recodos del camarote había incrustado todo tipo de utensilios para el viaje (gabinetes, ventilación, lamparillas, estantes, etc.).

 El artículo nos da una interesante pero lastimosamente breve descripción de las áreas sociales del buque. Empieza por el comedor, que era una amplia sala ricamente alfombrada, con columnatas de madera a la manera de iglesia, que dividía el ambiente en tres naves, y en cada nave una mesa para acomodar a cierto número de pasajeros. Las columnas de madera sostenían las lámparas de la estancia. Sillas giratorias fijas al suelo, al igual que la mesa. Introducen novedades tecnológicas: bases ajustables para poner botellas que sorteen los bamboleos violentos de alta mar, una máquina de hielo portátil que se llevaba a cada mesa y se fijaba al suelo y un dispensador de agua pura, también para cada una de las mesas.

 Otra estancia al parecer imprescindible en esos lejanos y viciosos tiempos era una llamada “el fumadero”, que era una sala elegante, con amplios y acolchados divanes y con un sistema de ventilación que sacaba el exceso de humo para envenenar, quien sabe, a las sanas ballenas o delfines que nadaran bajo el barco. O quizás a una imprudente gaviota que pasara volando por allí. El barco también contaba con un gabinete de lectura, “bien provisto de diarios y libros”, al decir del periodista.

 Todos estos lujos hacían más llevadera la vida a bordo, en una travesía que de Nueva York a Le Havre duraba un total de 7 días y 15 horas, con una línea de ferrocarril que llegaba al mismo muelle de embarque o desembarque. Ahora piense usted en cuántas comodidades se cuenta en un avión comercial en clase turista… ¿eh?

 Otra descripción de esta lejana y cómoda época nos la ofrece Vicente Blasco Ibáñez, escritor español, contemporáneo de Gómez Carrillo y viajero infatigable igual que aquél. Ibáñez se lanzó a la aventura y nos cuenta en su crónica La vuelta al mundo de un novelista:

  

“…En lo más profundo de la nave [el Franconia en este caso], e iluminado noche y día por lámparas encerradas en tazones de alabastro, están el gimnasio, con sus aparatos complicados y sus corceles y camellos de madera que trotan al impulso de fuerzas eléctricas; los salones de paredes blancas, que parecen de porcelana, donde señoritas y caballeros juegan a la pelota o se entregan a otros deportes modernos, y a la famosa piscina, una piscina pompeyana de varios metros de profundidad, en la que pueden bracear los nadadores como en un lago…”[5]

 

 El gigantesco buque Franconia, perteneciente a la gigante compañía trasatlántica Cunard, fue construido, ex profeso, según relata don Blasco, para hacer una travesía alrededor del mundo. Por esta razón este trasatlántico de una sola chimenea, no era el más grande de su tipo. Era mayor por ejemplo otro coloso, el Mauritania, que contaba con tres chimeneas. Pero el Franconia contaba con la última tecnología de su época para hacerle la vida más llevadera a sus pasajeros.

 

      Continúa la voz de don Vicente:

 

 “Varios ascensores ponen en comunicación esta profundidad, siempre iluminada por una luz de veladuras lácteas, con los pisos superiores en pleno aire, donde están los salones de conversación, de danza, de escritura y lectura, de conferencias y de proyecciones cinematográficas, así como los dedicados al juego y al consumo de bebidas. Dos comedores iguales a los de un hotel tienen en su centro una cúpula, que triplica la capacidad del ambiente respirable, y en esta cúpula hay balconajes donde se instala la orquesta, dividida en dos secciones, a las horas de la nutrición…”

 

      Como puede apreciar nuestro amable lector, estos gigantes del mar no daban lugar para el aburrimiento, un caso similar a los buques de recreo de hoy en día, como la línea de cruceros Royal Caribean. Pero la diferencia radica principalmente, en que estos barcos de antaño eran el medio de transporte único para aquél que quisiera ir de un continente a otro, especialmente de Europa a América o los lejanos puertos africanos o de Asia.

       El tercer capítulo de la obra de Blasco Ibáñez es sumamente interesante para nosotros en este caso pues abunda en la descripción más o menos detallada del barco en el que vivirá los siguientes meses de su viaje. Se ocupa de los servicios de a bordo, de la tripulación (que calcula en 500 personas), en la capacidad de sus turbinas, etc. Como es natural, también ofrece una descripción interesante de su camarote:

 “…Vivo en un camarote amplio, situado en el centro del Franconia. Los hay a docenas más lujosos que el mío en este paquebote donde van tantas gentes ricas. Muchos ostentan sus paredes tapizadas de seda y muebles excesivamente mullidos: una decoración dulzona y tierna de bombonera. Los tabiques de mi celda son simplemente barnizados de blanco, pero tiene unas dimensiones superiores a las normales en las viviendas marítimas, y puedo pasearme por ella en momentos de meditación. Además, en esta parte del buque gozo de un silencio y una paz conventuales. Dos ventanos redondos y de extraordinaria abertura dan entrada a un doble chorro de luz azul y rojiza, que en alta mar irisa la blancura del camarote, como si fuese el interior de una concha perla (…) Entre las dos aberturas tengo una mesa que resulta enorme para un buque, y procede de una oficina de la última cubierta. Una butaca lujosa, arrebatada de un salón, me sirve de asiento de trabajo. En la pared de acero hay  una cavidad rectangular que, gracias a unas tablas, se ha convertido en biblioteca…”

 El interesante artículo de los historiadores Mark Resella y Whitney Walton citado páginas arriba ofrece otras descripciones, tomadas de documentos de la época, entre los diarios de viaje, cartas y otros comentarios de los pasajeros. Una de ellas, de nombre Marian Sage comenta, en una carta fechada en 1927 comenta:

 

“The meals are a scream. Everything is served as a different course and they keep giving you clean plates and forks all the time… We always have cheese with every meal. They give you a lot to eat, but you never can eat more than a third of it because the other two thirds are so very strange…”

  

      ¡Ah! Pero estos lujos se encuentran dentro del buque, cuando uno ya ha sorteado todo tipo de incidentes para llegar al puerto de donde zarpará el buque. Las comodidades del ferrocarril hasta la rampa de subida las encontraría el viajero en los grandes puertos del mundo, digamos en Nueva York, el Havre, Marsella, Génova o Buenos Aires. Pero en estos olvidados eriales del trópico, olvidados por la mano de Dios, la cosa no era tan sencilla.

       Me disculpo por jalonear al lector de un lado a otro, costumbre que no he podido quitarme a lo largo de todos los escritos de éste volumen, pero a veces las ideas me saltan así, mientras tecleo y mandan al diablo el plan de trabajo que ordenadamente he estructurado antes de sentarme a escribir. Excusas solicitadas. Otorgadas o no, allá usted, le doy la palabra a otro viajero, anterior por un par de décadas a los viajeros con los que iniciamos este viaje, pero se trata de un viajero experimentado que también tiene algo que decirnos y compatriota de Carrillo para más señas. Se trata de José Milla, a quien cedo la palabra:

 

 “…Pero ¡ay! el día de mi salida de Guatemala, en vez de aquella nave milagrosa, tenía yo únicamente para salvarme del diluvio, una menguada diligencia, que hizo esfuerzos inútiles para defenderme. Sus tablas no eran impermeables, y el constructor del vehículo debió haber sido poco amigo de la opresión, pues en vez de ajustarlas una contra otra, las dejó desahogadas y con espacio bastante para moverse en todas direcciones. Aprovechando la liberalidad del fabricante de ómnibus, el agua se entró sin ceremonia, como suele hacerse por mi tierra, donde por derecha y por izquierda penetraron los chorros, y aunque desde luego se me ocurrió abrir el paraguas, hube de renunciar a este medio de defensa por insuficiente, y porque estuve a pique de sacar un ojo a mi vecino de diligencia con la punta de una de las varillas…”[6]

  

Como la ciudad de Guatemala reposa sobre las estribaciones de la Sierra Madre, muy por encima del nivel del mar y muy lejos de él, el viajero de la era anterior del ferrocarril en Guatemala debía tomar una diligencia que lo llevara hasta el muelle del Puerto de San José. Cabe mencionar que el viaje de don José Milla, en 1871, ocurre en fechas en que por la llegada de la Revolución Liberal, nuestro escritor decide salir al exilio. Es el régimen liberal el que llevará el ferrocarril de la ciudad de Guatemala hasta el muelle del Puerto, pero no será sino hasta más de una década después.[7] A pesar de los aspectos negativos que tendría la implementación del régimen liberal, fue durante estos años que Guatemala dejó de mirarse el ombligo y empezó a abrirse al mundo, buscando en donde colocar sus productos e insertarse, en la economía mundial.[8]

 

      Así que bien podría irse olvidando del Waldorff Astoria y sus salones dorados, de sus altas habitaciones con ventanales al Central Park, o los otros legendarios hoteles que pueblan los recuerdos de quienes viajaran de Europa a los puertos americanos.

 

      Relata José Milla, otra vez:

  “…En las posadas de nuestros caminos de Centroamérica, nunca falta que comer, variado y abundante. Un día hay huevos, tortillas y frijoles; otro día, frijoles, tortillas y huevos; y así se va variando durante toda la caminata. El que no se contente con eso, tiene que llevar una acémila con municiones de boca y guerra, o ensayarse a no comer, como el caballito del fraile. Las camas están a la altura de las circunstancias. Tienen regularmente un enrejado de cuerdas o correas sobre el cual se tiende el caminante y que se estampan en las carnes, con lo cual amanece uno al día siguiente encajuelado, como pañuelo de Madrás. Miríadas de insectos abandonan las cuevas que habitan desde tiempo inmemorial y se extienden por el cuerpo del pasajero, como cubren las hormigas el cadáver de una lombriz…”

  Bueno, una vez salvadas las diferencias de llegada al barco, retomemos pues el plan original, que ahora nos llevará al preciso momento del embarque de los pasajeros. Ya que hemos visto cómo son estos colosos por dentro, conviene saber cómo diablos subirnos a ellos.

   Para los pasajeros de primera clase, algunos buque reservaban una pasarela metálica, con barandas a ambos lados y que terminaba en una puerta a un costa del barco, del lado que los entendidos llaman estribor, que disculpe el torrente de palabras, viene de estribo, el de la silla de los caballos. La banda derecha del barco (viéndolo de popa a proa,) se llama así porque precisamente por ese lado suben los pasajeros a bordo, como un jinete sube por el estribo a su montura. Aprovecho para aclara que popa es la parte trasera del barco y la proa es la parte frontal.

       Para los pasajeros de tercera, como dio cuenta en su momento Edmundo de Amicis, el ingreso se hacía por medio de una rampa sencilla de madera, terminando en la misma puerta, pero después que abordaran los pasajeros de primera. Don Edmundo relata el abordaje de los pasajeros de tercera:

  

“Cuando llegué, hacia el atardecer, el embarque de los emigrantes había empezado hacía una hora y el Galileo, unido al muelle por una pequeña planchada, seguía engullendo miseria: una procesión interminable de gente que salía en grupos del edificio de enfrente, donde un delegado de la comisaría examinaba los pasaportes (…) Obreros, campesinos, mujeres con bebés al pecho, niños que aún llevaban colgada del cuello la chapita de lata del asilo infantil pasaban, llevando casi todos una sillita plegable bajo el brazo, sacos y valijas de todas formas en la mano o sobre la cabeza, brazadas de colchones y colchas, y el pasaje con el número de la cucheta apretado entre los labios (…) Por la escotilla abierta de par en par vi a una mujer que sollozaba fuerte, con la cara contra la cucheta: creí entender que pocas horas antes de embarcarse se le había muerto imprevistamente una hijita, y que su marido había tenido que dejar el cadáver en la Oficina de Seguridad Pública del puerto, para que lo mandaran al hospital (…) Finalmente se oyó gritar a los marineros a popa y a proa, todos a un tiempo: -¡Los que no viajan, a tierra!

 Estas palabras hicieron correr un estremecimiento de un lado a otro del Galileo. En pocos minutos todos los extraños bajaron, se quitó la planchada, también los gruesos cables de soga para amarrar, se levantó la escala de gato: se oyó un silbido y el barco empezó a moverse…”[9]

 

 El caso de don Edmundo es interesante y tendremos que recurrir a él en otras ocasiones posteriores. Llevado por el afán periodístico de buscar siempre la verdad, el escritor italiano se embarca en Génova, en un buque de nombre Galileo, en el que arribará al puerto de Buenos Aires un lejano 1 de abril de 1884. Deja como testimonio de su viaje un interesante libro, En el Océano, del que hemos sacado este largo fragmento. Su obra deja testimonio también de la gran oleada de piamonteses, en el caso específico del Galileo, que viajaron a la Argentina en busca de mejor suerte.

 Para suerte de algunos países, éstos contaban con largos muelles que se adentraban a aguas profundas para poder atracar los barcos, o bien contaban con diques profundos para el mismo caso. Pero, en la Centroamérica del siglo XIX e inicios del XX no todos los países contaban con estas ventajas, como el caso de Guatemala, que por no contar con muelle largo en el Puerto de San José, el embarque y desembarco de personas y bienes se debía hacer por medio de lanchones y sobre borda.

 La experiencia completa de desembarcar en las costas guatemaltecas a finales del siglo XIX, la relata con agradecido detalle la viajera británica Caroline Salvin, quien relata:

 

“…Desembarcamos en ‘lanchas’ de fondo plano, grandes y pesadas. El oleaje era tan fuerte que mecía las lanchas de forma muy peligrosa. El capitán Dow, al pasar de una a otra en el muelle, se resbaló y se cayó al agua, hasta la cintura, y por poco queda prensado entre las dos. Nunca había experimentado nada que fuera tan difícil como desembarcar. Nos ataron con correas a una silla y nos bajaron a la lancha, en cuyo fondo nos sentamos; y cuando llegamos al muelle a golpe de remo, esperamos nuestro turno hasta que otra lancha fuera cargada con mercadería (…) Mientras esperábamos, nos balanceábamos; yo en agonía. A veces nos elevábamos a veinte pies de altura y poco después nos encontrábamos en las profundidades de la ola que retrocedía. Finalmente nos llegó nuestro turno, cuando ya hacía tiempo que había dejado de importarme. Nos metimos a una jaula de hierro, nos subieron y nos dejaron sobre el muelle, lejos de la turbulencia castigante de abajo…”[10]

  

Por su parte, don José Milla nos cuenta de su embarque en el puerto salvadoreño de Acajutla:

 “Para subir desde la lancha al muelle, hay que colocarse en una silla, pendiente de una gruesa cadena de hierro, por medio de la cual lo van a uno izando hasta ponerlo en tierra.

 –A lo menos aquí no nos enjaulan, como en San José –dijo Chapín. Todo está en agarrarse de la cadena y en no ver para abajo, porque se iría la cabeza y Dios sabe lo que podría suceder.

 Nada cómoda y no muy segura es la operación del embarque y desembarque por los muelles que se han colocado en nuestros puertos…”

   

El caso de los puertos nicaragüenses no era la excepción, pues nos cuenta Sergio Ramírez en su fascinante Margarita, está linda la mar, una de mis novelas favoritas:

 “…las barcas maniobran para colocarse de costado junto al casco del steamer carcomido a lamparazos por la broma marina. Los marineros de cubierta, despreocupados de los cañonazos  de griterío, disponen la jaula metálica sujeta por un cable, y una vez que el pasajero ha entrado en ella la hacen descender, manipulando a brazo el torno de la polea. La jaula, suspendida del brazo de la grúa, gira en vueltas completas mientras él aprieta los ojos y se agarra desvalido a los barrotes…”

 Este fragmento relata la llegada de Rubén Darío a Nicaragua, ya enfermo, en busca de, según sus palabras escritas en una carta a su entrañable amigo, Enrique Gómez Carrillo: “una tumba en mi patria”. La novela, formidablemente investigada y magistralmente relatada, es el recuento de los últimos días del gran poeta centroamericano al regreso de su patria, enredada con intriga política en la Nicaragua de 1956.

 Pues bien, ya vimos que las comodidades europeas[11] le habrán permitido a Carrillo sin fatiga alguna salir caminando tranquilamente de su apartamento en el número 10 de la Rue Castelane, andar unas pocas cuadras hasta la estación de ferrocarril de la Gare Saint Lazare y de allí a cualquier puerto francés, ya fuera Cherburgo o El Havre en el norte o Marsella al sur, y pasar sin dificultad alguna del tren a la cubierta del barco, la cosa se habrá puesto complicada si su destino era Guatemala, en donde habría tenido que bajar en lancha hasta el muelle, suponiendo que Guatemala no hubiera estrenado ya el muelle de Puerto Barrios o que hubiese venido en un barco de calado superior a la profundidad de las aguas de nuestro puerto caribeño. En la costa del Pacífico también se inauguraría un nuevo muelle largo, en el Puerto de Champerico. 

 De las comodidades del viaje en primer mundo nos cuenta Harold E. McCarthy, estudiante de la Universidad de California, que visitó Francia gracias a una beca otorgada por su universidad en 1937. Él se embarca en el buque Normandie, propiedad de la French Line y relata, citado por Rennella y Walton:

 

“From the beginning to the end, from the first day aboard the Normandie until the last, when the train got under way at the St. Lazare station, all has been like a dream (…) [The Normandie was] the essence of modern art, the last word in modern science (…) Treated like kings, eating the most exquisite food served by capable maitres d’s whose courtesy seemed typically French. We where invited to lunches and to teas, to gatherings where we met the most distinguished French persons…”

 

 Una vez superadas las dificultades de subirse al barco, la vida a bordo no dejaba lugar al aburrimiento, y aquí debo recurrir nuevamente a Gómez Carrillo, que nos relata de su viaje a Buenos Aires: 

“…¡Ojalá nos divirtiéramos algo menos!… ¡Ojalá tuviéramos un poco menos de tranquilidad de espíritu! (…) lo último que aún nos queda de tradicional en los viajes actuales es el poder constructor que nos permite formarnos, en las dos semanas que pasamos sobre las tablas de los puentes, un universo nuevo y una familia improvisada. Riendo, bailando, flirteando, charlando, llegamos poco a poco a crearnos, lejos de todo lo que dejamos en nuestra patria, un grupo de amigos…”[12]

  Pero si el viajero se fatigaba de tanta fiesta, de tanto champagne, ya estaba aburrido de subir al fumadero y su espalda ya no aguantaba las sillas reclinables del salón de lectura y sus suaves cojines, siempre le quedaba la opción más antigua de los viajes por mar: subir a cubierta y abandonarse a la contemplación del mar. Relata Gómez Carrillo en su viaje a la capital argentina que el momento favorito para admirar el cielo y el mar marinos y dejarse bañar por la brisa era el atardecer. El sol enrojecido sumergiéndose en el mar habrá ofrecido a los pasajeros un espectáculo silencioso y pacífico. Para esto sólo bastaba: “…asomarse al mirador que da al Poniente y sentir, sin darse cuenta de ello, que existe una cosa deliciosa, casi divina, que se llama melancolía…”

 Rennella y Walton comentan de la vida a bordo de los gigantes buques: “They placed shuffleboard, ping pong, deck tennis, and watched ship board ‘horse racing’. They sat in deck chairs, read talked, wrote letters, and danced.”

       ¿Y qué hacían los demás pasajeros o la tripulación para matar las largas horas muertas del día a bordo? Porque recordemos que del relato de su travesía, Carrillo sólo nos ha contado del destino de los pasajeros de primera clase. Para ello es necesario buscar la respuesta en otro relato de viajes de nuestro admirado periodista, esta vez en las páginas de su De Marsella a Tokio, en donde lo encontramos a bordo del vapor Sydney[13]:

 “Todas las noches, después de la cena, al mismo tiempo que en el piano del salón una mano blanca despierta elegantes nostalgias parisienses, allá en el otro extremo del barco, en la lejana proa poblada de marineros, un acordeón muy viejo se estira entre las manos negras de carbón…”

 

      Hastiado quizás de las conversaciones superficiales, de las interminables partidas de pocker en el salón de juegos y en busca de algo diferente, don Enrique habrá vagabundeado por las tablas de cubierta buscando matar el tiempo. A estos vagabundeos de a bordo se entregó también don Edmundo de Amicis, quien en su libro citado no nos dejó duda de sus deseos de huir de la pesadez del ambiente de la primera clase y la necesidad de salirse de su atmósfera de vez en cuando, entregado a su papel de periodista. En calidad de cronista buscando la verdad de sus compatriotas se convierte en un obstinado observador de la clase migrante. Nos cuenta:

 

“Y lo peor estaba abajo, en el gran dormitorio, cuya escotilla se abría cerca del castillo de popa: al asomarse se veían envueltos en la semipenumbra cuerpos sobre cuerpos, como en las naves que regresan a la patria los despojos de los emigrantes chinos; y desde allí subía, como desde un hospital subterráneo, un concierto de lamentos, de ronquidos y de toses, que daban ganas de desembarcar en Marsella.”

 

  Para quien hacía la travesía trasatlántica por negocios o por placer, para quien no se jugaba la vida emigrando a otro lejano país para encontrar un modo de subsistencia el viaje era algo monótono en cierto sentido. A pesar que las compañías navieras se quebraban la cabeza buscando nuevas innovaciones, inventando nuevos entretenimientos, llenando los salones de músicos, de periódicos, de libros o revistas, llega el momento del día de viaje en que todo es hastío. Aún nosotros los viajeros de la reacción a chorro, con nuestros viajes de apenas horas nos vemos invadidos por el hastío del viaje. Para unos son minutos, para otros son horas eternas en que la cabina está en la penumbra, se ha visto ya la película de turno, se ha consultado el periódico, hojeado la revista, abandonado el libro que traíamos precisamente para matar estas horas de fatiga. A bordo, con días enteros de navegación al poco tiempo de viaje todo es rutina. En palabras de Amicis: “…luego se esparcieron por la popa, fueron al salón de fumar o se dirigieron a los camarotes, mostrando ya en la cara el aburrimiento de las seis eternas horas que los separaban de la comida.”

       Para otras personas largarse del país de origen para buscar otras oportunidades era cuestión de vida o muerte. Los chinos por ejemplo, abandonaban su país por miles, mientras el milenario imperio celeste se sumía en un torbellino de guerras civiles y sus consecuentes hambrunas. De esa cuenta oleadas de obreros de este país resultaron en las selvas centroamericanas tendiendo rieles de ferrocarril o soldando estructuras para muelles. El esfuerzo estadounidense de unir sus dos costas por redes de ferrocarril no hubiera sido posible sin estas oleadas de obreros asiáticos.

       La Europa del siglo XIX, ese siglo de reacomodamientos necesarios luego de las guerras napoleónicas y de la restauración del orden soñado por la Conferencia de Viena tampoco fue excepción para el hambre y el colapso político. En sus paseos por el puerto de Marsella antes de embarcarse en el Sydney rumbo a Tokio, Gómez Carrillo fue testigo de otra de las plagas de este siglo de violencia: el antisemitismo. Nos cuenta el cronista:

 “¡Cuánta alegría en el aire! ¡Cuánto ruido! ¡Cuánta animación! Pero ¡ay! de pronto entre la multitud gesticuladora y vocinglera de mercaderes ambulantes, surge, andando despacio, sin hacer un ademán ni pronunciar media palabra, un grupo de miserables que parecen escapados del infierno de Dante. Son los judíos rusos que emigran…”

 

Son las víctimas de los pogromos, esos castigos colectivos que aplica el estado ruso en contra de los judíos ante cualquier desafío, real o supuesto a su débil orden. En las páginas de la Rusia Actual volveremos a encontrar estas tristes descripciones de judíos perseguidos, torturados, que son obligados a abandonar sus casas y buscar tierras lejanas para que los dejen en paz. Es apenas el preámbulo de la violencia que se desatará sobre ellos apenas tres décadas después.

       Este pueblo perseguido ofrece, para el observador crítico que se percata de ellos entre el bullicio del puerto un espectáculo que obliga a la reflexión:

 “Los más lamentables seres del mundo; los que muertos de hambre, recorren las calles de Constantinopla pidiendo limosna; los que, en Londres, en los inviernos crudos, se caen de inanición en las calles de White Chapel; los armenios que huyen despavoridos por las rutas de Oriente, no son tan impresionantes cual estos israelitas que vienen a bordo de buques carboneros, amontonados en la proa del puente, comiendo Jehová sabe qué y durmiendo a la intemperie. Sus rostros no sólo dicen el hambre y el dolor, sino también el miedo y la desesperanza. En la tierra en que nacieron se les trata peor mil veces que a las más feroces bestias. Se les encierra en barrios hediondos y se les prohíbe trabajar para comer. Y de vez en cuando, para que no puedan acostumbrarse a la paz dolorosa de la miseria, se organizan cacerías, en las cuales ellos sirven de piezas humanas…”

   Como es periodista de vocación, Gómez Carrillo no puede evitar incrustar este tipo de párrafos en sus libros, generalmente dedicados al goce del viaje y a la búsqueda del exotismo. Pero ojo, el cronista es frívolo, pero no es ciego a las grandes tragedias de su tiempo, por eso lo tendremos durante cuatro años yendo y viniendo del frente occidental durante la Gran Guerra, o viajando a Rusia para retratar al putrefacto imperio con todas sus injusticias. Como también es periodista Amicis, a éste le sucede lo mismo en su viaje. No puede abstraerse de la miseria que le rodea, de las tristes historias del migrante que deja todo tras de sí en busca de una quimera:

 

“…dos cosechas malas desde el comienzo: en suma, que se había roto el lomo durante cinco años sin lograr salir de apuros. Y eso que la mujer trabajaba a la par del hombre; pero eran cinco bocas y tres no ayudaban. Romperse el alma, estar siempre endeudados, y polenta, siempre polenta, y ver a sus hijos que día a día perdían la salud no era cosa que pudiera durar. Después una larga enfermedad de la niña. Por último un rayo le había matado una vaca, y entonces buenas noches. Había vendido todo, quería ver si en América había forma de ir tirando…”

  Don Edmundo nos trae una historia individual en una época repleta de experiencias de este tipo. El que habla, un campesino piamontés, se convierte en ese momento en el símbolo individual de una nación que emigra y se desparrama por el continente americano. Para dimensionar el número de historias que se habrán respirado en los barcos similares al Génova, le comento que durante el período de 1895 a 1946 emigraron 1,476,725 italianos a la Argentina, seguidos de 1,364,321 españoles durante el mismo período. En el caso de italianos emigrados a Brasil, durante el período de 1876 a 1920, el número asciende a 1,243,633 según cifras del Instituto Brasileiro de Geografía e Estadística (IBGE). Imagínese usted a cuatro millones de personas dejando todo, cruzando el inmenso océano en buques que en la dimensión del mar se nos antojan frágiles estructuras… y eso sin contar con la migración que tenía por destino los puertos de los Estados Unidos y que de acuerdo a la U.S. Office of Immigration Statistics, tuvo su pico más alto en el período de 1901 a 1910, con 10.5 millones de personas venidas de todo el mundo, oleadas que no bajaron significativamente desde 1850 hasta 1930.

 Frente a estos impresionantes números de pasajeros no sorprende que las condiciones de viaje no fueran las idóneas. El masivo número de migrantes, sumado a la baja consideración que se tenía por este tipo de pasajeros, íntimamente ligados al precio de su pasaje, explica por qué se les apretujaba en camarotes generales bajo cubierta, con espacios mínimos de movimiento y siempre alejados, dentro de lo posible, de los ojos de los más distinguidos pasajeros de segunda y primera clase.

 De otras condiciones de viaje para los pasajeros de tercera clase traigo a colación el relato de mi abuelo, Ramiro Ordóñez Paniagua, quien un día 8 de abril de 1931 se embarcó en Puerto Barrios en el vapor Grunewald, de la Hamburg-Amerika Linie, rumbo a Panamá, escala en su primer exilio a Sudamérica. Del trayecto de Guatemala a Puerto Limón, Costa Rica, dejó escrito:

 

 “En este puerto desembarcamos todos deseosos de poner pie en tierra y cambiar de condiciones, pues nuestro cómodo camarote consistió en una carpa de lona colocada sobre cubierta; teniendo por compañeros de viaje un matrimonio de artistas que viajaban acompañados de varias jaulas conteniendo 10 o 12 perros amaestrados y tres o cuatro negritos que se dirigían a su tierra, el pueblo de Siquirres, en Costa Rica. Nuestra alimentación por 3 días fue, sin duda, los sobrantes de los viajeros en primera, servidos en un pollo de peltre, todo revuelto, lo cual algunos obligados por el hambre comíamos…”[14]

 Pero como dice el libro de la Eclesiastés, que no hay nada nuevo bajo el sol, en aquellos tiempos de luz sepia también ya se tenía el problema de la inmigración ilegal, sobre todo porque la pobreza es más antigua que la propia historia, así que conviene darle la voz a uno de aquellos campesinos europeos que en calidad de polizonte, por no tener dinero suficiente para el pasaje, se vino escondido en un vapor para América. Es el caso del campesino asturiano Pedro Fernández Fernández, quien en 1899, con 19 años viajó sin billete en el buque alemán Corrientes, y cuyo testimonio recoge el periodista Ángel Rojas Penalva en su artículo El naufragio del Sirio, publicado electrónicamente en diciembre de 2001:

 “Apenas habíamos entrado a la lancha los nueve compañeros de la taberna vemos llegar por todas partes grupos de jóvenes que como nosotros se proponían a embarcar para esta República [Chile], llegando a reunirnos unos veintinueve. Después de habernos contado principiaron a remar los marineros y al momento después alumbraron con una linterna una pareja de carabineros por junto a los cuales habíamos embarcado en la lancha, pues con este cumplimiento obedecían a la consigna de vigilancia que tenían, gracias a los 75 u 80 pesos que cada uno de nosotros había dado para que se le permitiese embarcar. La travesía desde el muelle al vapor duró como unos 10 minutos que a mí me parecieron 10 años pues mi corazón latía tan fuertemente que parecía querer salirse de su sitio temiendo ser detenido antes de transbordar, pero todo estaba convinado (sic) hasta el punto de que un vapor junto al cual pasamos apagó sus luces (…) Por fin llegamos junto al Corrientes y después de una señal nos bajaron una escalera por la que subimos a bordo y en cuya parte superior se hallaba el mayordomo del vapor, hombre robusto y valiente, pues con una mano nos empuñaba por la solapa de la chaqueta y nos levantaba en aire desde el medio de la escalera. A medida que íbamos entrando éramos conducidos por unos pasillos y escalones hasta bajar al depósito de carbón con el objeto de que al día siguiente cuando la autoridad revisara el vapor no fuésemos descubiertos…”

  

Y como existía ya la migración ilegal, también existía, sin que nos cause sorpresa alguna, la corrupción. Pues esos 80 pesos que pagaba cada ilegal por subirse al vapor subrepticiamente iba a parar a los bolsillos del capitán y su tripulación, que así lograban redondear sus suelditos. Y también, como no podría ser de otra forma, el dinero en parte también iba a caer a las autoridades del puerto, como esos carabineros que se hacen de la vista gorda.

 Por el número de pasajeros y la cantidad de millas a recorrer, los grandes trasatlánticos tuvieron que ir mejorando sus sistemas de seguridad para evitar tragedias como la del famosísimo Titanic, no obstante que sus dos hermanos trillizos, el Oceanic y el Olimpic, todos de la naviera británica White Star, no tuvieron destinos semejantes.

       En un artículo promocional de La Ilustración Artística, citado al inicio se ofrece un repaso a las medidas más innovadoras para la época (1887) anteriores, claro está a la catástrofe referida anteriormente. El repórter, como se decía entonces apunta en su artículo:

 

 “…la parte inferior del buque está dividida en compartimientos aislados completamente unos de otros, de tal modo que si una vía de agua se declara, el resto del buque no corre ningún riesgo. Y sólo hay que atender al compartimiento inundado. Grandes capacidades que contienen agua (water vallast) permiten aumentar o disminuir el peso del barco; lo que es un lastre variable de peso y de posición. Un rompeolas poderoso lucha victoriosamente contra ellas y les impide invadir el puente, cuando hace mal tiempo. Tres inmensos fanales eléctricos, verdaderos faros móviles, atraviesan las densas nieblas y advierten a lo lejos a los barcos que hacen la misma derrota, a la vez que una la poderosa sirena hace oír su gran voz, en cuya comparación parece débil el silbido producido por la caldera de vapor (…) Botes de emergencia. Sistema Bretón, se doblan como centeras para ocupar menos espacio e instalar más en el buque…”[15]

 

 Aunque las medidas de seguridad tomadas en estos buques eran las más avanzadas de su tiempo, las catástrofes no pueden evitarse, pues sus hilos penden de los dedos de los dioses. Este fue el caso del mencionado Titanic, en cuyo accidente confluyeron varias circunstancias que aisladas no hubieran provocado más que unos rasguñitos al casco del inmenso barco, pero que juntas todas llevaron a una pesadilla la media noche del 14 de abril de 1912.[16]

 El tema de los naufragios viene al caso de este ensayo no sólo porque fuera un riesgo que todo pasajero debía tomar en cuenta previo a embarcarse, sino porque nuestro objeto de investigación, el escritor Enrique Gómez Carrillo sufrió al menos tres naufragios, siendo el más conocido y documentado el ocurrido por el buque Amérique[17], frente a las costas colombianas.

 Enrique Gómez Carrillo recordaría, la travesía y naufragio del buque en el Quinto Libro de las Crónicas, sin poder evitar adecuar su relato:

 “Por mi parte, yo pienso en una tragedia marítima muy lejana, de la que fui actor hace veinte años en las costas de Colombia, a bordo del Amérique. Entonces no había minas, sin embargo, no había guerra, ni había submarinos. En compañía de un gran poeta que ha muerto ya, y que se llamó José Asunción Silva, iba yo de Saint-Nazaire a Panamá en busca de visiones nuevas, y no llevaba en mi alma adolescente sino esperanzas de goces, de amor, de gloria, de vida intensa. Mi compañero habíame recitado, a la luz de la luna del trópico, sus hoy famosos Nocturnos, llenos de presentimientos patéticos y de amarguras precoces. Luego, con su voz doliente, había hablado de la muerte, que ya llevada dentro del alma, del dolor de vivir, de la vanidad de todas las voluptuosidades, de la mentira de todas las ternuras, de la tragedia de cada existencia. Yo había oído, distraído, aquel lenguaje para mí incomprensible, pensando, más que en misterios metafísicos, en el misterio de dos ojos verdes que iluminaban el barco (…) ‘Este hombre –pensé- está loco’. Y me dormí con mis ilusiones, para despertarme, algunas horas más tarde, con el agua que ya me llegaba a la cintura. ¡Qué espectáculo, Dios mío! Por la primera vez en mi vida sentí pasar junto a mis sienes el soplo de la muerte…”[18]

 Y aquí vemos la mano maestra que trata de recomponer los recuerdos. Como Aurorita, pues. El cronista ya no iba a Guatemala a buscar un trabajo estable, aunque fuera ponerse a las órdenes del dictador Estrada Cabrera como su mercenario intelectual, sino que, en su inocente recuerdo: “…iba yo de Saint-Nazaire a Panamá en busca de visiones nuevas, y no llevaba en mi alma adolescente sino esperanzas de goces, de amor, de gloria, de vida intensa…”, el dinero a la distancia, es un tema tan ordinario que no vale la pena traerlo a colación, como tampoco que nunca se sentó a oírle a Silva los versos del Nocturno, como si fueran dos confidentes a la luz de la luna, porque en confesión de Asunción Silva, “la única vez que he sentido el deseo de matar fue al atardecer del segundo de aquellos espantosos días. Estaba yo recostado en una silla, descorazonado, inquieto, pensando en la cercanía de la noche, cuando oí que alguien gritaba mi nombre desde el puente. Al incorporarme vi a Gómez Carrillo, quien con la mano extendida en actitud teatral me decía: -¡Mire amigo, esas lejanías opalinas! Me provocó estrangularlo”,[19] o sea que cómplices literarios no fueron, ni mucho menos. No anduvieron tomados de la mano, cual adolescentes, leyéndose poemas mutuamente en interminables paseaos por el puente del barco. Uno era un pedante incurable, y el otro quería matarlo. Eso nos lleva a desechar el resto del relato del naufragio que a su conveniencia, y frente a la muerte de su único testigo, nos pretendía legar el cronista guatemalteco.

 Este naufragio se ha vuelto relativamente famoso porque en él el escritor colombiano José Asunción Silva, pasajero del mismo también, perdió el manuscrito de su novela De sobremesa, al parecer su obra mejor lograda, escrita en Europa y que su pérdida afectó tanto al poeta modernista que lo llevó a suicidarse la madrugada del 24 de mayo de 1896.[20]

 Pues bien, el Amérique, propiedad de la Compañía Trasatlántica Francesa, hacía la ruta La Guaira-Sabanilla-Cartagena-Panamá-Europa, era un moderno vapor de lujo comandado por el capitán William Holey, un experimentado marino, su segundo era el capitán Clemente María Ayer, primer teniente, Alphonse Dausi, y segundo teniente, Francois Debordeaux. El barco llevaba 50 pasajeros más la tripulación.

 

De acuerdo al relato de un náufrago anónimo[21], el segundo teniente, Francois Debordeaux estaba de guardia la noche del 27 al 28 de enero de 1895, en medio de mar grueso y vientos fuertes. El barco se acercaba a un sitio nada esperanzador llamado Puerta de Caimanes, en la desembocadura del río Magdalena, frente a otra localidad de nombre dantesco: las Bocas de Ceniza, cerca de Puerto Colombia, a donde se dirigía. El barco se precipitó sobre un banco de arena y chocó contra las rocas de la isla deshabitada de Mayorkín, a las 3:30 de la madrugada. El oficial dio la orden de retroceder a todo vapor, buscando el fondo del mar, pero la hélice y el timón del buque se habían despedazado con el impacto. El barco encalló en el banco de arena, escorando peligrosamente en toda su longitud. “La ventisca arreciaba, la mar rugía amenazas ininteligibles, y varias olas piratas se preparaban para el abordaje violento del Amérique, encallado en un banco de arena, cerca de las Bocas de Ceniza, a pocos kilómetros de Sabanilla, donde, preocupados por la revolución que estalló en Colombia ocho días antes, no repararon en el retraso del Amérique…” continúa el relato nuestro testigo anónimo. A las ocho de la mañana del funesto día del naufragio, el vigía del vapor divisó a la distancia un buque colombiano, La Popa, enviado para auxiliar al Amérique, luego que unos pescadores dieran aviso a las autoridades del accidente del barco francés. Lo sucedido a continuación, a la distancia se nos antoja divertido:

 “…Los pasajeros se abrazaron unos a otros, y gritaron ¡estamos salvados!; se izaron las banderas roja, que señalaba el máximo peligro, y blanca y roja en clamor de auxilio; se colocaron a media asta las banderas colombianas y francesa, y se dispararon cinco cañonazos… que espantaron al vapor La Popa. Su capitán se creyó víctima de una trampa, imaginó que lo atacaba un buque de los revolucionarios liberales, y huyó presuroso…”

 

 

 

De tal forma que Enrique Gómez Carrillo y los demás pasajeros del vapor fueron víctimas de una de las quinientas mil guerras civiles que han azotado a la pobre Colombia. Luego de la huída del La Popa, quedaron abandonados a su suerte, no sin intentar vanamente el envío de marinos a la costa, que a sólo doscientos metros les ofrecía sus sonrisas tropicales, pero para llegar a ella había que atravesar un canal de olas embravecidas y tiburones…

 

      Así que el capitán decide enviar una lancha con un grupo de hombres para que intentara llegar a una goleta colombiana procedente de Cartagena que trataba de abarloar al buque. El capitán Holley está organizando a la batida de salvamento y ya cuando está lista la lancha, “…un médico salvadoreño, doctor Padilla, empuñó un revólver y amenazó con matar al capitán Holley si no lo mandaba en la lancha. Tras sortear las olas saboteadoras, la lancha pudo alcanzar la goleta; pero los auxilios para los náufragos del Amérique no llegarían…” ¡ah! Estos centroamericanos siempre tan colaboradores y dispuestos a cualquier sacrificio. Hay que ver al sacrificado doctor Padilla, quien en un arranque de generosidad amenaza la vida del capitán para que le permitan sacrificar la suya… menudo doctorcillo éste, ¿y el juramento hipocrático no aplica en los naufragios? Después preguntan por qué la gente desprecia a los doctores y a los abogados…

 

      Pero lo que cuenta el testigo a continuación no tiene comparación, sorprende, indigna, pero al final hasta da risa: “A las doce del día, el capitán Holley, con el pretexto de ir en persona a buscar socorro, abordó una lancha, acompañado de sus mejores marineros, y abandonó a su suerte la nave, los pasajeros y el resto de la tripulación…” ¡Pero es que ni el capitán Nemo o Ahab en uno de sus arranques de mala leche llegaron a ser tan ruines!¡Pero si el capitán Holley nos salió todo un desgraciado! Pero es que no hay capitán que se precie de serlo que no abandone a su barco… el que actúe en contrario es un cobarde que no ama la vida, y el capitán Holley, según las malas lenguas, amaba al licor más que a su propio buque… ¿Cómo va a confiar uno en los capitanes de barco? ¿No ha visto usted cómo son esos bribones? El capitán del Exxon Valdés, del Titanic o el hijo de mala madre del Costa Concordia, ese irresponsable de Francesco Schettino que por querer impresionar a una noviecita rusa estrella su crucero frente a la costa italiana… todos pertenecen a una misma raza maldita, marcados a fuego por su profesión…

 

      Al fin, al despuntar el sexto día de naufragado el barco, los que permanecen deciden arriesgarse a todo por el todo.[22] Tiran al mar una lancha de salvamento y se suben todos, a riesgo de naufragar y ser cenados por tiburones. La lancha estuvo en el mar por espacio de un par de horas lograron llegar a la costa en Puerto Camacho a las diez de la mañana. El resto de la tripulación fue puesta a salvo gracias a la valentía de otro capitán, mil veces más hombre que Holley, que para esas horas habrá estado hartándose de ron en alguna cantina de Sabanilla, Guillermo Egea Mier, quien “consiguió avecinar hasta el Amérique una lancha bien equipada, forrada con brea y calafateada con alquitrán, y así salvó las treinta y seis vidas que, en una hora más, se habrían hundido con el Amérique…” Lo último gracias a un marinero anónimo que saltó del barco y cruzó a nado los doscientos violentos metros que lo separaba de la costa y dio la voz de alarma del naufragio al cónsul francés  en Barranquilla, señor M. O. Berne que plantó la bandera francesa en el desierto islote de Mayorkín y regresó a Barranquilla a coordinar un salvamento.

 

      Lamento haber aburrido al lector con un relato tan detallado y fastidioso del asunto del tal Amérique, pero fíjese que se me antojó como buen ejemplo para ilustrar los peligros a los que se veían expuestos nuestros abuelos en la ahora lejana época de la navegación a vapor. El final de los náufragos no pudo ser más feliz, concluye nuestro testigo: “…El ferrocarril condujo a los náufragos a Barranquilla, los alojaron en una casa dispuesta por el gobierno, José Asunción se acostó como estaba y durmió dos días seguidos.” En el caso de Gómez Carrillo, muy aristócrata él, rechazó las atenciones del gobierno colombiano y se fue a alojar a casa de un amigo también de Barranquilla, como ya relaté en alguna parte antes. Abraham López Penha que lo recibió en Barranquilla lo encontró “flaco y aterrado”[23]. Llegaría por fin a su casa en Guatemala a los brazos de su familia hasta mayo de ese año.

 

 Al parecer ese año de 1895 fue negro para la Compañía General Trasatlántica Francesa, que ofrecía sus servicios de vapores para conectar al Havre con Nueva York y otros destinos. A los pocos días de abandonado el Amérique, naufragó en aguas americanas el Ville du Havre y semanas más tarde naufragó también el L’Europe.[24]

 

Y para terminar con todo de una buena vez ya que este texto se nos ha vuelto pesado, culmino con su perdón citando a quien provocó todo este embrollo de idas y venidas por el mar, Enrique Gómez Carrillo, quien años después de sucedido recordaría con ligereza el asunto del naufragio y rememoró en dicha ocasión:

 

 

 

“-Aquí no se salva nadie- decían los marinos. Casi todos nos salvamos no obstante. Yo me embarqué al lado de José Asunción Silva en una lancha que fue recogida veinte horas más tarde por un velero español. Al encontrarme de nuevo en tierra, recordando sin duda que durante el drama yo había siempre tratado de sonreir, el poeta me dijo:

 

-Decididamente el optimismo es tan incurable como el pesimismo…

 

-Y menos incómodo- le contesté.”

 

 

 

Sea pues esta la despedida…

 



[1] Del origen de las grandes navieras: “During the Civil War, the need of the North to send military supplies to places as far apart as Washington and New Orleans, to move troops quickly from one battlefield to another, and to produce ever more deadly engines of war provided the impetus for rapid changes in travel technology and in the nation’s infrastructure. After 1865 ships clad in iron and steel, following the prototype of the battleships Monitor and Merrimac developed to batter their fragile hulls of wooden sailing ships, grew in size, strength, and safety to transport ever-increasing numbers of goods, immigrants, and tourists between America and Europe, as well as other distant parts of the world. In the early 1870s leaders in the shipping industry, such as the Cunard Line, began to expand their passenger capacity significantly (…) The Holland America Line, the French Line, the Hamburg American Line, and the English White Star Line were just a few of many transatlantic shipping companies that emerged after 1865.” Mark Rennella y Whitney Walton. Planned Serendipity: American travelers and the trasatlantic voyage in the nineteenth and twentieth centuries. Journal of Social History, Winter 2004, 38, 2.

[2] Judt. Op. Cit. Página 7.

[3] El buque de 10,137 toneladas, Reina Victoria Eugenia, propiedad de la Compañía Trasatlántica Española, fue construido en 1913 (apenas un año antes del viaje de nuestro cronista) fue rebautizado en 1931 como el Argentina. En 1939 fue bombardeado y hundido cerca del final de la Guerra Civil española. Fue reflotado ese mismo año, para finalmente ser barrenado (scrapped) y hundido definitivamente en 1945.

Para un interesante recuento de la historia de la Compañía Trasatlántica Española y su papel en las guerras del 98 y del Norte de África véase: José Luis Asúnsolo García. La Compañía Trasatlántica Española en las Guerras Coloniales del 98. Militaria, revista de Cultura Militar, Madrid, número 13, año 1999.

Sobre este tema el escritor Vicente Blasco Ibáñez comentaba en una entrevista que en París le hiciera un jovencísimo Miguel Ángel Asturias, el 1 de enero de 1925: “Al hablar de esta guerra, no debe olvidarse que el rey es accionista de la Compañía Transmediterránea, que hace los transportes de tropas. La guerra de Marruecos, para nosotros los españoles, no tiene explicación alguna, es decir, sí tiene, interesa a Alfonso XIII…” (Miguel Ángel Asturias. París 1924-1933. Periodismo y creación literaria. ALLCA XX, Madrid: 1997. Pág. 7). Cabe mencionar que Gómez Carrillo fue enviado por su periódico, El Liberal, para cubrir la guerra de Marruecos en 1923, resultando un maravilloso libro del desvío genial que se permitió: Fez, la andaluza. En cambio no he encontrado aún artículo alguno en el que hable de la guerra del Rift.

[4] Enrique Gómez Carrillo. El encanto de Buenos Aires. Editorial Perlado, Paez & Cía. Madrid: 1914.

[5] Vicente Blasco Ibáñez. La vuelta al mundo de un novelista. Tomo I. Editorial Prometeo, México: 1947. (Todos los fragmentos citados en el presente ensayo pertenecen a esta edición).

[6] José Milla. Un viaje al otro mundo pasando por otras partes. Tomo I. Editorial Piedra Santa, Guatemala: 1981. (Todos los fragmentos de esta obra han sido tomadas de la edición citada).

[7] “…El 21 de abril de 1873 se firmó el primer contrato de construcción para un ferrocarril entre la capital y el Puerto de San José, pero el concesionario no cumplió y se rescindió el contrato. En abril de 1877 se firmó otro con el señor Henry F. W. Nanne, de origen alemán y con experiencia ferrocarrilera en Costa Rica, para construir el tramo de Escuintla a San José, el cual entró en operación en julio de 1880 (…) Ese año presentó la Sociedad Económica de Guatemala un proyecto para construir el resto del sistema ferroviario por medio de una sociedad nacional por acciones. Desafortunadamente se argumentó que la propuesta era tardía y se suscribió otro contrato con el señor Nanne y Luis Schlesinger (…) para construir el tramo de Escuintla a la capital, el cual fue inaugurado el 15 de septiembre de 1884, aunque posteriormente se le tuvieron que hacer mejoras. En 1893 se inauguró el ferrocarril de Retalhuleu a Champerico…” (Jorge Luján Muñoz. Breve Historia Contemporánea de Guatemala. Fondo de Cultura Económica, México: 1998).

[8] Un interesante y detallado análisis del nuevo sistema económico de la plantación cafetalera la ofrece Julio Castellanos Cambranes en su libro Café y Campesinos (1853-1897), Editorial Universitaria de Guatemala, Universidad de San Carlos de Guatemala, Guatemala: 1985.

[9] Edmundo de Amicis. En el Océano. Librería Histórica, Buenos Aires: 2001.

[10] Caroline Salvin. Un paraíso. Diarios guatemaltecos (1873-1874). Plumsock Mesoamerican Studies, United States: 2000.

[11] Sobre las facilidades del viaje en la era industrial comenta Wolfgang Schivelbusch, The Railway Journey: The industrialization of Time and Space in 19th Century (Berkeley 1986), citado por Rennella y Whitney y que me parece interesante incluir: “…the railroad, the industrial process in transportation, did become an actual industrial experience for the bourgeois, who saw and felt his own body being transformed into an object of production.”

[12] Sobre las impresiones de Carrillo a bordo encontré esta curiosa interpretación: “Many people who have commented on traveling have noticed in passing that, in traveling for an extended period of time on a ship, ocean voyages enter a unique space. Melvin Maddocks has commented that in ‘Speeding between two worlds, the great liner became a third world in itself.’ But few people have tried to make sense of this ‘world between worlds’ and how it might affect those who enter it (…) In ‘The Philosophy of Travel, written around 1912 and posthumously published, [George] Santayana considers the stimulating effects of travel, specifically ocean travel: ‘(…) The most prosaic objects, the most common people and incidents, seen as a panorama of ordered motions, of perpetual journeys by nights and day, through a hundred storms, over a thousand bridges and tunnels, take on an epic grandeur, and the mechanism moves so nimbly that it seems to live. It has the fascination, to me at least inexhaustible, of prows cleaving the water, wheels turning, planes ascending and descending the skies; things not alive in themselves but friendly to life, promising us security in motion, power in art, novelty in necessity.’” (En Rennella y Walton, Op. Cit.).  

[13] El Sydney, buque propiedad de la Compagnie des Messageries Maritimes. Según un panfleto de 1914 de la compañía cubría en su itinerario los siguientes puertos: Mauricio, Reunión, Tamatave, Sainte Marie, Diego Suárez, Mahé, Adén, Djibuti, Suez, Port Said y Marsella.

[14] Ramiro Ordóñez Paniagua. Cuatro Destierros (Memorias). En manuscrito.

[15] S/A. La ilustración artística. Número 278, año VI. Barcelona, 25 de abril de 1887. “Regalo a los señores suscriptores de la Biblioteca Universal Ilustrada”.

[16] De acuerdo a lo establecido por el investigador y descubridor de los restos del Titanic, Robert Ballard y testimonios de los pasajeros, a la medianoche un vigía desde la cofa del barco distingue un iceberg frente al barco y da la alarma. El Titanic gira el timón demasiado tarde para evitar la colisión con el témpano que tras el impacto rompe el costado de estribor del barco, por debajo de la línea de flotación. El tipo de daño vuelve inútil el sistema de mamparos aislados herméticamente, pues como el rasguño del casco es a lo largo del barco, los mamparos se inundan uno tras otro, hundiendo la proa al llenarse de agua. Mientras el barco se va a pique, la estructura se rompe en sus secciones más débiles, cerca de la tercera chimenea. Al final, la parte delantera del barco se desprende y se precipita hacia el fondo. La popa se mantiene a flote durante un momento y luego se sumerge también. El Titanic se llevó consigo a 1,500 personas. (Ver el artículo de Robert Ballard, Vuelve a morir el Titanic, en National Geographic Magazine, número correspondiente al mes de diciembre de 2004). Ver también el interesante libro de Tom Kuntz, The Titanic Disaster Hearings: the official transcripts of the 1912 Senate Investigation, Pocket Books, New York: 1998.

De acuerdo a la investigación del Senado, el capitán del buque Edward J. Smith había ordenado la navegación a toda velocidad, a pesar de estar atravesando una zona peligrosa por témpanos de hielo a la deriva, velocidad que no dio tiempo para una apropiada maniobra para evitar el impacto. Por otra parte, investigaciones posteriores sobre los restos del barco, determinó que la aleación de hierro de las planchas exteriores del barco eran de una tecnología nueva y poco probada para la época, que tenían una alta concentración de carbono, lo que debilitaba la resistencia de la estructura para impactos indirectos como el rasgón que sufrió bajo la línea de flotación.

La velocidad se había convertido en una obsesión para los capitanes de los vapores a raíz de un premio denominado “Cinta Azul” que se otorgaba al navío más rápido en cubrir la travesía entre Europa y América.

[17] Buque propiedad de la Compagnie General Trasatlantique. Fue botado en 1870 con el nombre de Emperatriz Eugenia y luego rebautizado como Atlantique imaginamos que debido a los cambios políticos franceses del momento. En 1873 es reconstruido y ampliado a 4585 toneladas y rebautizado como Amérique. Con las innovaciones era un buque de lujo, de 6,000 toneladas y 8,000 caballos de fuerza.

[18] Citado en Ulner. Op. Cit. Pág. 13.

[19] Ibid. Pág. 11.

[20] Fernando Vallejo. Almas en pena, chapolas negras. Suma de Letras, Bogotá: 2002.

[21] El relato del naufragio puede leerse completo en: Enrique Santos Molano. El Corazón del Poeta, capítulo 15, (versión electrónica). Este autor colombiano refiere que obtuvo el relato hecho por un náufrago anónimo al El Esfuerzo, semanario de Medellín, y publicado por entregas los días 8, 15, 22 y 29 de marzo y 5, 16, 19 y 23 de abril de 1895, números 83-87 y 89-91.

[22] El testigo anónimo nos da una detallada lista de los arriesgados náufragos abandonados a su suerte: “…el doctor Marco A. Pabón, médico, Gómez Carrillo, literato; José Asunción Silva, Secretario de la Legación en Venezuela; señora Elena Franco y su niña de ocho años de edad; Pugliesi, italiano, rico comerciante establecido en Barranquilla; un señor N. N., rico comerciante establecido en Lima (este creyó tan poco en su salvación que arrojó de la lancha al mar un paquete de joyas por valor de 8 a 10,000 francos); un joven cubano desterrado de Venezuela por escritos contra aquel gobierno; un tipo de Ocaña, también desterrado de Venezuela por ladrón; otra señora de la martinica, con una niña de 8 años de edad; señor Meynarés Priso, propietario del Hotel Suizo de Barranquilla; Riera y Nadinyá, jóvenes muy simpáticos, españoles establecidos en Guayaquil; Mr. Bimberg y su señora, interesante y simpático matrimonio (…) el Jefe de Postas del Buque; primer comisario a bordo; un cubano, con una pierna averiada; otro suizo, con una úlcera maligna en la pierna; otra señora de la Martinica con el mal de San Lázaro en un período avanzado; una madre con su hija, bastante hermosa ésta, a la cual había ido a buscar por haber sido robada por un saltimbanqui de una compañía de equitación y quien la dejó abandonada en Venezuela; un matrimonio francés (…) y varios otros que apenas conocimos de vista sin saber siquiera su nacionalidad…” 

[23] Ulner. Op. Cit. Pág. 12.

[24] De este buque L’Europe sabemos que era un buque de hélice a vapor, dotado con una máquina de 1350 caballos. Zarpó del Havre el 26 de marzo bajo el mando del capitán Lemarié, con 218 pasajeros y 2,500 toneladas de carga. Su tripulación y pasajeros son rescatados en alta mar por el vapor inglés Greece, al mando de un capitán Thomas.

 


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