Jan Vermeer, La Lechera. Óleo sobre tela, 1660

Vermeer, La LecheraPoco se sabe de la vida de Jan Vermeer, también conocido como Vermeer de Delft. Sin embargo su trabajo es uno de los más conocidos y valorados de todos aquellos maestros pintores del siglo XVII que dieron fama y prestigio a esta pequeña nación que es Holanda, o bien: Países Bajos. Se sabe que nació en Delft en 1632 y que murió en esta misma ciudad en 1675, una vida corta; también se sabe que se casó con Catherina Bolnes y tuvo once hijos. Al morir, el inventario de sus bienes no era muy extenso y no había ningún cuadro en él. Su viuda firmó un convenio con un tal Van Buyten, panadero de profesión, que poseía varios cuadros del pintor y al parecer comerciaba con ellos.  Vermeer también fue nombrado decano del Gremio de los Pintores de la ciudad en dos ocasiones, por lo cual debió gozar de gran prestigio en el medio donde se desenvolvía. Según una placa conmemorativa que se encuentra en la Plaza del Mercado de Delft, al parecer la casa del pintor se encontraba aledaña a ese lugar. Otro dato que se conoce, aunque no se ha podido comprobar enteramente, es que el padre de Vermeer fue dueño de una taberna, por lo cual nuestro artista debió crecer en un ambiente donde se compraba y vendía arte, ya que eran las tabernas uno de los principales lugares en los que se efectuaban estas transacciones. Incluso hay algunos que se han aventurado a declarar que Jan heredó esta taberna y ese era su medio habitual de subsistencia. Incluso para rastrear su nombre hay problemas, ya que por esa misma época había una extensa familia de pintores de apellido Vermeer, pero estaban afincados en Haarlem. Para mayor confusión, en los años 30 del siglo pasado aparecieron algunas pinturas de nuestro artista de una gran calidad y los conocedores las consideraron legítimas; más tarde se supo que eran falsificaciones debidas a la mano de un pintor holandés, Han van Meegeren, que eso sí, tenía una habilidad extraordinaria. Como sea, no hay muchos datos completamente fidelignos y tampoco muchas obras y eso ha dado pie al desconocimiento de la vida de este genial y misterioso pintor y a la invención de muchas historias relacionadas con él.  Marcel Proust se conmovió ante la contemplación de “Vista de Delft” y menciona el cuadro en la quinta parte de su monumental  “En busca del tiempo perdido”; hace unos años se publicó una novela acerca de Vermeer y uno de sus cuadros más famosos: “Muchacha con Arete de Perla”, de la escritora Tracy Chevalier, de la que después se hizo una película de bastante éxito, pero esta historia es una invención literaria y no aporta nada a la legítima historia del artista.

Al igual que la mayor parte de los pintores holandeses del siglo XVII, Vermeer pintó lienzos de caballete de tamaño mediano o pequeño. Eran cuadros destinados a embellecer las pequeñas casas de los burgueses y reflejaban la vida cómoda, próspera y placentera de esta sociedad. Casi nunca se hacían encargos grandes al estilo de los que los que le gustaba a la aristocracia de otros países, como tampoco frescos y grandes escenas. Por otra parte la iglesia calvinista de Holanda, austera y extremadamente recelosa de las imágenes, no era por lo mismo proclive a hacer encargos de este tipo a ningún artista. Generalmente los pintores debían complementar sus ingresos dedicándose también a otras actividades, generalmente mercantiles o artesanales. Sólo aquellos que eran los más reconocidos recibían los suficientes encargos para vivir exclusivamente del arte, y esto también con reservas, ya que recordemos las penurias económicas que amargaron la vida del Rembrandt maduro y la triste y penosa vejez de Frans Hals en un hospicio para ancianos. Los únicos cuadros que se hacían por encargo eran retratos; todo lo demás que se pintaba eran escenas de género en la que se puede apreciar entre otras: las tareas de las mujeres en el hogar, el galanteo entre las parejas, jugadores y fumadores de pipa, paisajes del país con sus canales, sembradíos y molinos, vistas de los paisajes urbanos, marinas y naturalezas muertas entre las que sobresalen las ricas mesas de los hogares prósperos. Las escenas mitológicas eran muy escasas, y también las escenas religiosas. Existe una enorme cantidad de pinturas de artistas holandeses producidas en esta época, por lo cual este género no era muy cotizado en los siglos XVIII y la mayor parte del siglo XIX. Se les juzgaba triviales y faltas de profundidad, producidas en serie y sin otra ambición que el decorar las paredes. Vermeer, como la mayor parte de los artistas que se dedicaron a este género, pasó desapercibido para la historia durante muchos años, hasta que fue “descubierto” por el crítico francés Thoré-Bürger y desde ese momento sus cuadros se empezaron a cotizar cada vez más, alcanzando altas cotizaciones. Pero los conocedores, incluyendo también a Thoré-Bürger, atribuyeron a Vermeer la autoría de otros cuadros que después se comprobó que no estaban pintados por él, esto hizo que cada vez se desconfiara más en la originalidad de las supuestas obras maestras de este artista y que se iniciara una verdadera campaña de “depuración” cuyo resultado es que apenas se le pueden atribuir con certeza no más de 35 cuadros. 

Vermeer pintó muchos de sus cuadros matizando las escenas con la luz tenue que penetra por una ventana o una puerta, la mayor parte de las veces desde el lado izquierdo, dotando de una luminosidad increíblemente sutil a las figuras y objetos que están moldeados por ella. Ningún otro artista de la época y muy pocos en la historia de la pintura logró recrear esa luz interior, a la vez cálida y polícroma como lo hizo Vermeer. A través de ella las personas y los objetos adquieren una enorme complejidad cromática, llena de cambios delicados, nunca abruptos, matizados por suaves tonalidades. Las sombras se difuminan suavemente envolviendo las superficies y equilibrando la profundidad de la escena. El realismo resultante es magistralmente veraz, es como si de pronto nuestro ojo de observador adquiriese la capacidad de registrar hasta las últimas variaciones cromáticas que existen en el ambiente que está captando y su compleja profundidad. Podríamos decir que Vermeer nos permite tener el privilegio de poder ver más allá de lo que es posible con nuestra vista.

“La Lechera” es uno de esos cuadros en que la autoría de Vermeer no ha sido puesta en duda. Sus reducidas dimensiones (apenas 44,5 cm × 41 cm) lo evidencian como un cuadro destinado a la decoración de un ambiente pequeño. Pero estas dimensiones tan reducidas nos hacen maravillarnos aún más por la capacidad de este artista de recrear cada elemento y el conjunto con tan increíble detalle y luz. Seguramente utilizó pinceles muy finos y delgados y quizás también usó algún lente de aumento para trabajar; en Holanda se especializaban en construir estos artefactos por esa época. En el cuadro hay tres componentes básicos: la mujer, evidentemente una criada que está vertiendo la leche de una jarra y está ubicada en el centro geométrico, el bodegón compuesto por los artefactos que hay sobre la mesa y colgados de la pared y la esquina de la habitación en donde se desarrolla la escena. Pero es la armonía de azules y amarillos (colores complementarios, es decir, que vibran cuando se combinan) bajo la luz que penetra por la ventana la verdadera protagonista de esta gran obra maestra. Ya sólo cualquier parte del cuadro podría ser una maravillosa obra de arte, pero en combinación es inmensamente más enriquecedora. Personalmente me maravilla la tersura de la leche que está cayendo de la jarra, podemos apreciar sus cualidades texturales y hasta su pastosidad. Me pregunto cuántas veces tuvo Vermeer que pedirle a alguien que derramara esa leche enfrente de él para captar con tanta verosimilitud y riqueza de textura su cualidad líquida. En verdad, ninguna foto, por detallada y clara que pudiera ser, le hace justicia a esta joya del arte de todos los tiempos. ¡Y pensar que estaba destinada solamente a decorar una pared! 

Julián González


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