Giorgio de Chirico, Plaza de Italia. Óleo sobre tela, 1913

Julián González Gómez

Giorgio de Chirico, Plaza de Italia. Óleo sobre tela, 1913

Giorgio de Chirico, Plaza de Italia. Óleo sobre tela, 1913

Lugares vacíos, callados, inmóviles; perspectivas demasiado lejanas que muestran un mundo que se evade hacia una nada más allá. Las cosas, los objetos llevados a su mínima expresión solo para ser reconocidos como algo que nos es familiar y fantasmagórico. Durante esta etapa, que llamó de la “pintura metafísica”, de Chirico convirtió la arquitectura del norte de Italia en discurso de silencio y legó al arte algunas de sus más inquietantes visiones.

Giorgio de Chirico fue un directo predecesor del surrealismo, movimiento al cual varios de sus miembros trataron de incorporarlo, pero él se negó, ya que por esa época había abandonado la pintura metafísica y se había embarcado en una figuración academicista que lo alejó de las vanguardias. Si bien durante toda su carrera gozó de merecida fama y prestigio, fueron las pinturas que hizo entre 1909 y 1915 las que le garantizaron el reconocimiento internacional, equívocamente, como artista de lo fantástico.

Nació en Grecia, en 1888, en el seno de una familia italiana de gran cultura. Muy joven se inició en los estudios clásicos en Atenas y después, ya en Italia, en la ciudad de Florencia. La familia se trasladó a Alemania cuando Giorgio tenía dieciocho años y en Múnich ingresó en la Academia de Bellas Artes, mientras estudiaba al mismo tiempo la filosofía de Nietzsche y Schopenhauer, que le dejó una profunda huella durante toda su vida. De regreso a Italia en 1909, se estableció en Milán y luego en Florencia, donde estudió de primera mano la pintura de los artistas del renacimiento. Fue en Florencia donde pintó sus primeros cuadros de una serie llamada “Plazas Metafísicas” que ya anunciaban su futuro estilo particular. Decidido a experimentar las vanguardias y partió hacia París, pero en su viaje se detuvo en Turín durante algún tiempo y fue en esta ciudad donde tuvo la experiencia definitiva que marcó su plástica. Llegó a Turín a mediados del otoño y pudo ver la arquitectura de esa ciudad, sus plazas rodeadas de grandes arcadas y los amplios espacios  entre las fuentes y estatuas, las cuales con la luz de la tarde otoñal proyectaban unas larguísimas sombras sobre los pavimentos. Los arcos, constantes y monótonos, proyectaban sombras fantasmales en los corredores internos y la vista de esta arquitectura y sus sombras le inspiraron los paisajes urbanos que desde ese momento empezó a pintar repetidamente.

En París entabló relación con los grupos de vanguardia, aunque no se hizo partícipe especial de ninguno de ellos, ni siquiera de los cubistas, que por ese entonces estaban en boga en la ciudad. De Chirico era tan intelectual como artista y no quiso renunciar a sus raíces mediterráneas de fuerte contenido figurativo y naturalista, por lo cual siguió pintando de esta forma a lo largo de esos años, bajo un esquema filosófico afín a cierta desidia expresiva que aprendió leyendo a sus queridos Nietzsche y Schopenhauer. Gracias a esta base conceptual, su trabajo le hizo experimentar con elementos imaginarios y convertir diversos objetos en inquietantes signos al sacarlos de su contexto, incluyendo bustos y estatuas clásicas, a las cuales colocaba en espacios vacíos donde proyectaban larguísimas sombras, semejantes a las que vio en Turín. Rara vez se veían seres humanos en sus pinturas y cuando alguna persona aparecía, dejaba de ser una representación de un sujeto para convertirse también en un objeto transformado en signo. No es de extrañar que su búsqueda lo llevara después a dejar de lado la representación de figuras humanas para ser suplidas por maniquíes, que estaban a medio camino entre lo real e imaginario y que resultaron muy poderosos como símbolos abstractos dotados de inquietantes connotaciones humanas, sin serlo en absoluto.

El poeta y escritor Guillaume Apollinaire se convirtió en un entusiasta de Chirico y se encargó de presentarlo en los círculos más exclusivos de las vanguardias como un artista muy distinto a cuanto se podía ver por entonces en el París de la preguerra. Inmediatamente su trabajo fue relacionado con los simbolistas, pero era a todas luces más atrevido, más onírico y totalmente exento del lastre sentimental de estos. Todavía no era la época de Dadá y el surrealismo, por lo que Chirico permaneció como una rareza, como ejemplar único de una especie nueva de artista que dejaba de lado el positivismo imperante en la época y se decantaba por el mundo del inconsciente y sus turbadoras y supuestamente  irracionales asociaciones. En todo caso, su pintura metafísica, a pesar de establecer asociaciones aparentemente incongruentes entre las cosas que se presentan, el caso es que no se conjuntaban por una libre asociación sin mediación de la consciencia del artista, como pasaba con los surrealistas, sino más bien se perseguía lo contrario: hacer patente el aislamiento y la desconexión que existe entre lo que se da en la realidad y las asociaciones mentales que hacemos cuando la percibimos. Cada elemento que aparece en estas pinturas es un mundo en sí mismo, es como un retrato interno de la consciencia del que percibe y a la vez de lo que es percibido; por supuesto, este tipo de asociaciones no son de carácter dadá o surrealista en absoluto. Las largas sombras son las huellas o los atisbos de los objetos representados y al mismo tiempo son los caminos que nos conducen a ellos, que están paradójicamente presentes en medio del vacío, pero invisibles en cuanto a su esencia real.

En 1915 de Chirico fue llamado a filas y estuvo en el frente hasta 1917 en que fue herido. Durante su convalecencia conoció al artista Carlo Carrá, que había sido uno de los participantes del grupo de los pintores futuristas y con él formaron el primer y único grupo de artistas metafísicos, a los que se unió el hermano de Chirico, Andrea, que también se convirtió en un destacado pintor y que cambió su nombre por el de Alberto Savinio para diferenciarse de su hermano. Después de la guerra la pintura de Chirico empezó a cambiar y fue dejando atrás su experiencia metafísica para volver a un arte académico y neoclasicista más convencional, pero dotado de un siempre presente inconformismo en relación las escuelas tradicionalistas; su vena italiana y clásica triunfó al fin sobre su postura vanguardista.  Continuó pintando a lo largo de su vida sin apartarse del camino que eligió y murió en 1978, respetado y admirado, aunque los surrealistas no le perdonaron su fuga. A pesar de todo, la pintura de varios de ellos está marcada definitivamente por su impronta, desde Dalí y Tanguy, que imitaron sus paisajes desolados y vacíos con largas sombras, pasando por Ernst y Masson, hasta el paradójico Magritte, que profundizó más en el camino de la angustia y el silencio interior.

Esta obra fue pintada en la etapa más fecunda de la pintura metafísica de Chirico y en ella están presentes los elementos que identifican este tipo de representación interior: los edificios con arcadas que no definen el espacio, sino aumentan más el vacío entre las partes, el horizonte lejano y casi infinito, las largas sombras que son proyectadas por una luz invisible, ácida y amarillenta en exceso para ser real, una fría estatua de una mujer acostada, un misterioso cubo en primer plano y una torre con dos templos clásicos de forma cilíndrica superpuestos. Existen algunas alusiones a objetos animados, como las figuras de los dos hombres que se dan la mano, como si se hubiesen encontrado casualmente en medio de este silencio, un ferrocarril que parece correr humeante en el fondo y los banderines de la torre, que se agitan ante un viento que no existe. No es posible aquí poder narrar una historia, ni encontrar algún mensaje. Gracias a Nietzsche, de Chirico no era ningún moralista, pero tampoco hizo profesión de nihilismo. Era demasiado sistemático como para permitirse dejar de lado cierta sensación de orden y control del caos. Este paisaje es lo que queda después de la apatía, del desánimo; a pesar de estar ocupado por objetos y formas, prevalece el silencio y el no estar. Los objetos no son reales, son los fantasmas que quedan cuando son reconocidos por la consciencia del observador.


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