Pintor ignorado por la ilustración y el academicismo decimonónico, que pretendieron descartar del arte todo aquello que les recordara al barroco, Georges de La Tour ha sido reivindicado desde hace poco más de un siglo gracias al interés de estudiosos y críticos que redescubrieron a este genio que pintó algunos de los claroscuros más sobrecogedores de la historia del arte. Nacido en Vic-sur-Seille, población de Lorena cercana a Nancy la capital, fue hijo segundo de una familia de panaderos. Su educación artística permanece en el misterio, y se ha supuesto que entró como aprendiz de algún pintor local en Nancy, pero no existe constancia de ello. Se sabe que realizó viajes a Roma y Utrech entre 1610 y 1620, en donde seguramente pudo ver la pintura de Caravaggio y sus seguidores, así como apreciar las pinturas de la escuela de Utrech, experiencias que dejarían una huella indeleble en todo el trabajo que hizo hasta su muerte, acaecida en 1652 debido a la peste. Fue un pintor sumamente reconocido en la Francia de su tiempo y uno de sus hijos, Étienne también se convirtió en pintor de prestigio, dotado de un estipendio real.
El estudio de su trayectoria artística, de la cual no parece que hayan sobrevivido más que unos 70 cuadros, nos indica que de La Tour tuvo dos etapas muy marcadas: la primera de ellas corresponde a pinturas de temas de género enfocadas a la representación de la vida de los campesinos de su tierra: sus toscos rasgos, sus costumbres y hasta sus comidas; la segunda etapa, la cual lo ha hecho más célebre, comprende cuadros de temática preferentemente religiosa y moralista, pintados en ambientes nocturnos o muy oscuros con un fuerte y contrastado claroscuro, en el que a menudo la fuente de luz es una única vela. El efecto casi fantasmagórico de estos cuadros nos presenta a diversos personajes de la Biblia envueltos en una atmósfera que incita al recogimiento y la meditación mística. En algunos de estos cuadros, como en el “San José carpintero” de 1642, el santo está acompañado por su hijo Jesús que sostiene una vela y la luz que incide en su rostro infantil es de tal intensidad que pareciera que brota de él mismo. El barroquismo de La Tour se encuentra precisamente en estos efectos que parecen casi irreales, pero en ningún caso artificiosos. En términos generales se dice que La Tour era un pintor “tenebrista” al estilo de Caravaggio, Zurbarán o Ribera, pero su estilo es más afín a la pintura de algunos maestros holandeses de su época como Gerrit van Honthorst, Hendrick Jansz Terbrugghen y Dirck van Baburen. Todos ellos hicieron cuadros de gran contraste en los cuales la luz provenía de un único foco, que generalmente era una vela y su temática era más realista que la de sus coetáneos flamencos.
De La Tour representa a sus santos como personas corrientes, sin ninguna alegoría y sin ningún efectismo rebuscado. Son los mismos campesinos que pintó en su juventud, con sus rasgos ordinarios y sus vestimentas toscas y ásperas. La lección moralizante está clara: la santidad se halla más cerca de la humildad que de la opulencia. El santo es un hombre común revestido de una faceta extraordinaria y asombrosa, representada por la luz que lo vincula a lo sagrado. Una luz que es mística e íntima, muy diferente de la luz gloriosa de los vitrales góticos que nos eleva hacia las alturas; esta luz nos sumerge en el seno protegido de nuestro interior, en donde reside el alma.
El cuadro de La Tour que aquí se presenta es llamado “Magdalena penitente” o también “Magdalena en meditación” de 1644. Hay que mencionar que La Tour pintó otro cuadro con el mismo tema unos años después, en el cual la santa penitente, retratada en un perfil que oculta más su rostro y con falda larga, tiene enfrente de sí un espejo en el cual se refleja la vela que ilumina la escena. En la versión que se presenta aquí, la Magdalena es una hermosa jovencita de pelo largo y muy liso (recordemos que es la santa patrona de los peluqueros) y apoya la cabeza sobre su mano izquierda, mientras su mirada, aparentemente absorta en los libros, el crucifijo acostado y la cuerda del flagelo, se pierde en el vacío; su mano derecha sostiene la calavera, símbolo de la fugacidad de la vida. Un detalle fuera de lo común es que su falda está recogida, lo que permite ver unas bellas piernas, así como la blusa a medio caer nos enseña su cuello y sus hombros tersos. Indudablemente esa representación nos hace pensar en la joven mujer pecadora que va a hacer penitencia, arrepentida de su vida licenciosa, en buena parte debida a sus atributos físicos que el tiempo se encargará de estropear. Otras representaciones de la Magdalena penitente la retratan como una mujer acabada, sucia y desaliñada, pero La Tour nos la muestra en toda su plenitud y belleza juvenil. Es una joven campesina de Lorena que quizás ha pecado y se ha arrepentido. Pero hay otros rasgos más oscuros detrás de esta representación; por ejemplo, obsérvese el vientre de la muchacha, que parece estar hinchado como si estuviera embarazada, una nueva vida, en contraste con la calavera, la muerte. La luz proviene de una bujía de aceite y no de un cirio, que tradicionalmente se asociaba en número de doce a los apóstoles y en tres a las tres Marías, entre las cuales se encuentra María Magdalena.
El cromatismo de colores rojos, marrones, blancos y amarillos es magistral, así como los cuidadosos efectos de luz y sombra de gran contraste de tono. Seguramente la parte más difícil de pintar fueron las piernas de la muchacha, pues en ellas la luz incide con mucha fuerza, pero dejando una marca muy delgada en el frente y se derrama hacia las partes de atrás en una gama de sutiles tonalidades en penumbra. Sólo el bodegón del lado derecho es ya de por si una obra maestra. De La Tour se muestra como un supremo artífice de la luz y la sombra, inigualable en su virtuosismo y dramática belleza.
Julián González