Una de exploradores. El viaje de Arturo Morelet por Guatemala (1846)

-I-

Una de las formas más fascinantes que hay de asomarse a la historia de nuestro país es por medio de los libros que los viajeros escribieron tras visitarlo. Tenemos la suerte de contar con muchos de ellos. Personalmente me inclino a gozar más los escritos durante el siglo XIX, como los de James Wilson, Jacobo Haefkens, Stephens, Arturo Morelet, Caroline Salvine o el de Susan Sanborn, sin embargo, también tenemos la gran suerte de tener un relato de la vida colonial, como el viaje que realizó Thomas Gage a la Nueva España y al Reino de Guatemala. En un intento de serie de recomendación de relatos de viaje, iniciaremos una suerte de reseñas de estos maravillosos libros con la esperanza de despertar la curiosidad del lector y tras un primer vistazo salga a comprarlos a la brevedad, para perderse en las aventuras de estos intrépidos hombres y mujeres que en una época de menos comodidades y grandes dificultades abandonaron sus mullidos sillones y optaron por las botas de cuero y la silla de montar y a su regreso de los caminos de lodo y mosquitos se sentaron a dejarnos sus recuerdos. Cabe decir que si no se es amante de los libros de memorias o de la literatura de viajes, estas obras funcionan también como libros de información científica o bien como meros relatos de aventuras.  Dedico esta serie de reseñas a mi maestro, amigo, asesor, editor y papá por decisión de la vida, Ramiro Ordóñez Jonama, con quien tengo la dicha de compartir el amor por la historia y la literatura.

Paisaje de Cuba. Todos los grabados han sido tomados de la edición francesa original, (Voyage dans L’Amérique Centrale. L’ile de Cuba et le Yucatán. Gide et J. Baudry, Libraires-Editeurs. Paris: 1857), que puede descargarse en Internet Archive en el idioma original.

Paisaje de Cuba. Todos los grabados han sido tomados de la edición francesa original, (Voyage dans L’Amérique Centrale. L’ile de Cuba et le Yucatán. Gide et J. Baudry, Libraires-Editeurs. Paris: 1857), que puede descargarse en Internet Archive en el idioma original.

 

-II-

El ojo de Morelet. 

Pierre Marie Arthur Morelet, salió de El Havre, según sus propias palabras, “en una mañana fría y nebulosa del mes de noviembre de 1846”[1], a bordo del buque Sílfide, fletado hasta el puerto de La Habana. Aunque había realizado estudios en Derecho en la Universidad de Dijon pronto los abandona para dedicarse a su pasión: la naturaleza. Estudia dibujo y viaja infatigablemente, formando parte de expediciones científicas que lo llevarán a Argelia, Italia, Portugal, Córcega y Cerdeña.

A su llegada a Cuba la recorre a pie durante dos meses. Luego se embarca rumbo a Yucatán, cruza la península y parte de Tabasco, unas veces a pie, otras a lomo de mula, siguiendo el curso del Usumacinta tierra adentro. Llega al Lago Petén Itzá, visita la Isla de Flores y continúa su camino por una Guatemala que nos parece en estos días el colmo del exotismo. Una vez en Flores parte al sur, llega a Cobán, a Salamá, a ciudad de Guatemala (en donde conoce al Presidente Rafael Carrera), Amatitlán, Antigua y luego toma el camino del Golfo, rumbo al lago de Izabal, para abandonar Guatemala rumbo a Belice. Su relato, lleno de creaturas salvajes y paisajes feroces parecen salidos unas veces de las páginas de un libro desconocido de Roberto Louis Stevenson y otras de uno de Conrad. Es un retrato fascinante de una remota república ensimismada, perdida en el ombligo del mundo y cerrada al exterior por una exuberante naturaleza.

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Paisaje de Yucatán

 

Debo apuntar con agradable sorpresa, tras su relectura, que el libro está escrito con gran detalle. Suficiente para imaginarnos con todos sus elementos las condiciones del viaje del francés. Su suave discurrir, con una prosa clara y sorprendentemente moderna, nos permite perdernos por horas (experiencia personal) en sus apuntes y emerger de ellos con una mirada nueva, llena de sorpresa al descubrirnos en el siglo XXI y sentados en un sofá y no en el lomo de una mula. No creo en la máxima aquella de que “todo tiempo pasado fue mejor”, pero vaya si me hubiera gustado conocer el mundo del siglo XIX y estrechar la mano de Morelet.

En un pasaje que haría la envidia de Defoe, nos describe su almuerzo durante su navegación de cabotaje por el Golfo de México: “…Aquí llegábamos del viaje cuando se sirvió el almuerzo: galleta, tiburón sazonado con un poco de vinagre, agua clara, una copa de ron y un cigarro para activar la digestión, tal era el alimento ordinario de la tripulación y tal fue el nuestro durante la travesía.”

El viajero es un observador cuidadoso. No siempre tiene respeto por lo que ve o escucha, pero uno llega a tomarle verdadero aprecio a su voz, así que terminamos por perdonarle sus destellos colonialistas, sus desprecios ilustrados y positivistas, su afectada modernidad. Pero su sensibilidad es la mejor virtud del libro. En otro pasaje de su viaje por Yucatán apunta:

“En mis excursiones solitarias me gustaba detenerme en las habitaciones, cuando oía sonar la campana de la oración; veía a la familia arrodillada, al padre rezando, y a la madre uniendo su voz a la de sus hijos; después todos se levantaban a un tiempo y se daban recíprocamente las buenas noches, costumbre piadosa que data de la conquista y que reviste por un momento al padre de familia de esa dignidad patriarcal de que se despoja con tanta frecuencia.”

Sus recuerdos muchas veces constituyen instantáneas íntimas de una época en que el daguerrotipo, presentado apenas en 1839 era aún una tecnología complicada y presumimos, carísima. Pero Morelet, es dueño de una prosa limpia que como se ve arriba es capaz de montarnos una escena de lo más íntimo sin parecernos chocante que esté espiando. Adicionalmente, incluyó en su libro dibujos de su mano, lo que nos ayuda a montar un escenario adecuado a las aventuras que nos va contando.

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Boulevard du Temple, Louis Daguerre, 1838. Esta imagen, de las más antiguas que se conservan, parece ser la primera en la que aparece un ser humano (esquina inferior izquierda), su exposición de 10 minutos hacía del daguerrotipo en su primera época un sistema complicado de tomar imágenes, que además, se fijaban en placas de vidrio, haciendolo inconveniente para los viajeros que como Morelet, sufrían incomodidades y constantes accidentes con su equipaje. (Fuente: http://fotorollo.wordpress.com/).

 

No escapa a sus ojos científicos las duras condiciones de la vida en el campo de estas repúblicas empeñadas en la agricultura, y dedica reflexiones duras al sistema de hacienda que imperaba en esos tiempos en toda la región. De una visita a una hacienda en Yucatán, se va, rumiando sus pensamientos:

“Los obreros, reunidos a sus órdenes, casi todos deudores de su patrón, trabajando por disminuir sus deudas, están rara vez animados de un ardor generoso, inclinados a la embriaguez y dispuestos en todas ocasiones a huir las miserias de su condición, tienen necesidad por interés de su amo de ser vigilados rigurosamente: el mayoral prodiga los castigos corporales, por más que la legislación del país repruebe tales violencias y las castigue arrebatando sus derechos al acreedor. Pero la ley, en estos parajes lejanos y aislados, sólo obliga a la debilidad.”

 

Para quien haya leído Tristes Trópicos de Leví-Strauss estas líneas no le parecerán extrañas. Son el contraste de un paisaje festivo, de exuberancias verdes y colores encendidos bajo un sol radiante con la vida triste de las gentes, en parajes olvidados de la mano de Dios, en donde impera la voluntad del más fuerte. En la literatura hemos de encontrar otros ejemplos al respecto, basta mencionar a Doña Bárbara o La Vorágine para encontrar párrafos similares de desencanto.

Así que el relato de Morelet tiene un poco de todo: descripción de paisajes, de personas, seguidos de largas reflexiones con mucha crítica, desde una perspectiva inevitablemente europeísta. Pero no nos da la lata quejándose de todo, es más bien un ejercicio de observación de territorios que llega a concluir, están desperdiciándose en guerras intestinas y rivalidades políticas infértiles. A su paso por Yucatán, por ejemplo será testigo de las Guerras de Castas que asolaron esa parte de México, y que de cuando en cuando surge en sus apuntes como incidentes ocasionales.

Pero en gran medida es partícipe de una visión bucólica de la vida del campo. Los espacios abiertos suelen arrancarle hermosas líneas, como las que transcribo a continuación por su poderosa evocación de suave nostalgia:

“A la hora en que renace la vida, se encuentran en el sendero de la hacienda grupos de mujeres de color bronceado y de flotante cabellera que van casi desnudas, y adornadas con joyas a coger el agua tranquila de las lagunas. Hacen oír un canto melancólico y soñoliento, inspirado sin duda por estas regiones, aunque las palabras parezcan indicar una tierra más feliz:

¡Ah que el mundo

Es bonito!

¡Lástima es

Que yo muera!

La falta de medida final mantiene en suspenso el oído y lleva consigo la repetición indefinida de la misma frase musical. El viajero que ha atravesado Tabasco, no podría olvidar la poesía lastimera de estos acentos que flotan continuamente en el aire en las cercanías de los lugares habitados.”

 

-II-

Guatemala. 

Morelet entra al territorio guatemalteco siguiendo el curso del poderoso Usumacinta, en cuyas orillas descubre montículos cubiertos por la selva y que dejan adivinar los vestigios mayas que apenas ahora van soltando sus secretos, de manos de héroes semi desconocidos como Fahsen o Demarest, que pasan temporadas enteras en la selva arrancándole trozos de historia. 

“…es preciso luchar con la navegación se hace excesivamente lenta; es preciso luchar con la rapidez de la corriente, que aumenta a medida que se aproxima a las montañas; el lecho del río es siempre profundo. Las paredes de la orilla muestran en su base una arcilla azul muy fina, coronada de diversas capas y casquijo: estos últimos elementos se agregan y solidifican en la parte superior, hasta el punto de formar una roca bastante dura y escarpada…”

 El pasaje tiene el olor dulce del río poderoso que discurre en el prolongado cañón que forma la Sierra Lacandona. Allí, navegando sus aguas, Morelet adquirirá erisipela fleginonosa,[2] una inflamación severa y enrojecimiento de la piel, producto, según él, de pasarse pescando un día bajo el sol en los pantanos de San Gerónimo, en la cuenca del río. Este padecimiento debilita su salud, limitando seriamente sus exploraciones por el desgano. Le acometieron dolores fuertes en las extremidades, entumecimiento de las manos y fiebre alta. El fin de la enfermedad merece su transcripción, aunque será mejor que deje lo que está comiendo: “…únicamente al sexto día empezaron a disminuir de intensidad, los fenómenos inflamatorios, después de haber llegado a su apogeo. Se levantó la epidermis; se estableció la supuración como después de una quemadura, y la erisipela terminó por resolución. Sin embargo, mis brazos conservaron durante un mes su color rojo y su sensibilidad.” En un libro de patología interna, escrito por un tal Joseph Frank médico del emperador de Rusia, que se puede consultar gracias a Google books, leemos el tratamiento recomendado en la época para el padecimiento que atacó a nuestro viajero: “…Nosotros empleamos la sangría como en las inflamaciones simples (…) Si se prolongase la enfermedad, y las fuerzas del enfermo, ya evidentemente quebrantadas, hiciesen dudoso el uso de la sangría, si un menor grado de la enfermedad reclamase solamente una evacuación sanguínea local, se recurrirá a las sanguijuelas. En la erisipela de la cara se pondrán diez o doce sanguijuelas detrás de las orejas alrededor del cuello. Pero si la irritación o la tumefacción impidiesen aplicar sanguijuelas cerca de la erisipela misma, se podrán poner cuatro en las encías…”  Morelet en cambio, se decide por métodos médicos menos ortodoxos como colgarse de repugnantes gusanos de la boca. Se unta las partes afectadas con lociones emolientes y se hace fricciones de manteca de cacao, que le recomendaron los locales. El tratamiento no sirvió de nada, la afección lo abandonó luego de seis días, pero sin duda don Arturo la habrá pasado mucho mejor, oliendo a cacao que haciéndose desangrar.

 

La selva de Petén

La selva de Petén

 

A su paso por la actualmente llamada Sierra Lacandona, hace gala de su conocimiento de los enigmáticos pobladores de esas esquinas remotas de la selva, hasta que don Mario Monteforte los fue a cazar como animales salvajes en la década de los años treinta de este siglo: 

“En el seno de esta cordillera inexplorada viven errantes con el nombre de lacandones o caribes los pobres restos de la nacionalidad india, pobres salvajes inofensivos, y de pacífico carácter que sólo piden a los españoles alguna tolerancia en su postrer asilo. A veces se aventuran los más atrevidos en el recinto de las poblaciones limítrofes, a fin de procurarse en ellas por medio de cambios los objetos necesarios para su consumo; pero en general, evitan el trato de los blancos…” 

Al llegar a Tenosique abandona las riberas del río Usumacinta y se introduce por la selva petenera, que se le antoja solitaria e inmensa. Pero la sensación de vacío es quizá la que más subraya cuando llega a este punto: “…de cuando en cuando una pequeña caravana se dirige desde el interior hacia el Usumacinta con tabaco, quesos, y algunos artículos procedentes de Belice, que cambia por sal y cacao; rara vez se aventura más allá de Tenosique.”

 Tras varios días de travesía abriéndose paso por la selva a filo de machete, algunos tramos bajo torrenciales lluvias, durmiendo en improvisados cobertizos que se derrumban sobre sus cabezas, superados por el peso del agua que se precipita violenta, llegan al fin a Flores. Su visión merecería ser impresa en uno de los folletos turísticos del INGUAT, que regularmente están llenos de palabrería sosa e intrascendente: 

“…la sombra de los bosques desapareció definitivamente; estábamos a orillas de un lago azul, cuya superficie era tan brillante como un espejo; un islote pedregoso, teñido de púrpura por el sol poniente, se elevaba con débil pendiente a quinientos metros de la orilla; en él se veía una porción de casitas apiñadas como colmenas, desde el nivel de las aguas hasta el punto culminante coronado de una iglesia y de un grupo de cocoteros; teníamos delante de nosotros la pequeña villa de Flores, cabeza de distrito, con una población de mil doscientas almas y construida sobre las ruinas de una antigua ciudad indígena…”

Es indudable, a juzgar por las líneas de arriba, que la visión de Flores, emergiendo de las aguas le quitó del cuerpo y la mente las penurias del viaje atravesando la selva. Casi se puede ver a Morelet bailando de la alegría en la playa del lago que, entonces límpido, se ofrecía a sus pies. Pero al llegar a Flores, una enfermedad lo tumba en una hamaca, en donde languidece, habiendo adoptado un régimen de dieta e inmovilidad absoluta para recobrar las fuerzas y “…vuelta la vista en dirección al lago, del que percibía un trozo…” O sea que hasta moribundo, don Arturo mantiene alta la poesía.

De su estadía en Flores tenemos que hacer obligadamente un alto para mencionar que fiel a su profesión de naturalista, estudia la fauna del lago. “Una mañana me trajeron un cocodrilo vivo, de tres metros aproximadamente de largo, cogido en el lago.” Al pobre cocodrilo don Arturo le administra una dosis de jabón de arsénico, que no sé yo para qué llevaba consigo (¿era quizás una herramienta de su trabajo para hacer taxidermia en estos remotos parajes?), pero que mata al formidable animal dejándolo intacto para poderlo disecar. Nos informa Morelet que dicho espécimen fue llevado al Museo de París y que “se ha reconocido en él una nueva especie, los sabios profesores de este establecimiento me han hecho el honor de darle mi nombre…” Se trata del Crocodilus Moreleti, especie endémica del Lago Petén Itzá.

 

Flores. Dibujo de Arturo Morelet.

Flores. Dibujo de Arturo Morelet.

 

Para no hacer este texto más pesado de lo necesario y como último intento de llamar la atención para su inmediata lectura, el testimonio de Morelet toca también una cuerda sensible de la vida nacional: la política. En un país extenso, en su mayor parte en estado natural puro, con un arcaico sistema de comunicaciones en el que imperaban los caminos poco apropiados, con mantas de polvo picante y enceguecedor en el verano y una cama de lodo pegajoso en el invierno, los eventos políticos de la lejana capital quedaban atrapados en la espesura hasta pasar casi desapercibidos. Comenta Morelet, recordándome algún pasaje de Cien años de Soledad:

“Las borrascas políticas que resuenan en Guatemala, producen aquí solamente un eco lejano que se debilita gradualmente por las montañas. A nadie preocupa la forma de gobierno, ni se discute el valor de sus actos; las grandes palabas de humanidad y libertad, cuyo cebo engaña tanto en América como en Europa, no vibran en estos parajes.”

 Tan poco resonaban los hechos y las ambiciones políticas que ensangrentaban a la Federación en estos tempranos años de vida política independiente que los estertores del sueño unionista morían sin pena ni gloria en un sur muy lejano. Don Arturo, atento testigo de la historia centroamericana nos regala un párrafo hermoso por su valor histórico, con el que cierro ya está enamorada reseña de un relato magnífico, imprescindible para comprender en una minúscula porción, las complejidades de nuestra Guatemala:

 “Fui testigo de esta filosófica indiferencia cuando llego a la cabeza de distrito la noticia de la ruptura del pacto federal y de la constitución del Estado en república independiente. Además, es tal la lentitud de las comunicaciones con la capital, que un acto político consumado el 21 de marzo de 1847, no fue conocido en Flores hasta el 10 de julio, tres meses y medio después…”[3]



[1] Todos los textos han sido tomados de la excelente edición en español del relato de Arturo Morelet publicada por la Academia de Geografía e Historia de Guatemala, Viaje a América Central (Yucatán y Guatemala). (Guatemala: 1990). El libro cuenta con un excelente prólogo del historiador Jorge Luis Arriola, miembro de número de dicha Academia, que contextualiza la vida y la obra del insigne naturalista.

[2] “Se llama erisipela a una rubicundez esparcida en toda la superficie de la piel, estando esta quemante y caliente, que se desvanece por la compresión y que vuelve a aparecer inmediatamente que cesa, que muda fácilmente de lugar, con la parte que ocupa unas veces lisa, otras hinchada y otras llena de flictenas o de pústulas, acompañada muchas veces de calentura, y que según las circunstancias toma el nombre de lisa, de flegemonosa, de flictenosa y de pustulosa…” (Frank, José. Patología Interna. Tomo III. Imprenta que fue de Fuentenebro, a cargo de Alejandro Gómez. Madrid: 1842). El libro puede leerse en Google Books.

[3] El 21 de marzo de 1847 se fundaba en la ciudad de Guatemala, nada más y nada menos que la República de Guatemala, separada del pacto federal y como Estado soberano de pleno derecho.


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