Historia del Arte Moderno III: del arte conceptual al arte actual – los sábados del 5 de octubre al 26 de octubre 2019
Programa Historia del Arte Moderno I, II y III
En este curso se abordará la historia del arte moderno, de una manera amena y actualizada, desde sus precursores –en los inicios del siglo XIX–, hasta el arte contemporáneo actual.
La programación Historia del Arte Moderno se divide en tres cursos interrelacionados entre sí y, a la vez, independientes; lo que significa que se pueden tomar los tres cursos consecutivamente o, solo uno o dos de ellos, sin ningún problema de incompatibilidad.
Los tres módulos son los siguientes:
- Historia del Arte Moderno I: del preimpresionismo al futurismo
- Historia del Arte Moderno II: de Kandinsky al Pop Art
- Historia del Arte Moderno III: del arte conceptual al arte actual
Objetivos del programa
- Conocer la historia y los principales movimientos artísticos de Europa y Estados Unidos, surgidos a finales del siglo XIX y desde ahí, los que se dieron durante los siglos XX y XXI, de una manera amena y entretenida.

Frank Stella
Módulo 3 – Historia del Arte Moderno: arte conceptual – arte actual
Objetivos del Módulo
- Que el estudiante aprenda acerca de la contextualización del arte en general, y del arte conceptual y del arte actual.
- Que el estudiante conozca los principales artistas y las principales obras, así como la filosofía imperante en cada movimiento artístico.
Contenido general
- Arte conceptual
- Fluxus
- Arte povera
- Performance
- Minimalismo
- Posmodernismo
- El arte de hoy
Duración
- Durante un mes, el estudiante recibirá cuatro sesiones de clase, de dos horas cada una. Una vez por semana.
Fecha y lugar
- Los sábados –del 5 al 26 de octubre, 2019–, de 9:00 a.m. a 11:00 a.m.
Inversión
- Q1,000 por participante

Muso Guggenheim de Bilbao
Inscripción abierta
Departamento de Educación, UFM, Edificio Académico, D-406
Calle Manuel F. Ayau (6a. Calle final), zona 10
Teléfono: 2338-7794
Cupo limitado
Estacionamiento, tarifa especial por sesión Q40
Henri Matisse, «La alegría de vivir». Óleo sobre tela, 1906
Julián González Gómez
Hay momentos en la historia del arte, en los cuales surgen nuevos planteamientos que provocan tales cambios que desde ese momento las cosas ya no pueden volver a ser las mismas. Eso sucedió a partir de las últimas dos décadas del siglo XIX. Primero los impresionistas y luego, sus sucesores, llamados posimpresionistas revolucionaron las bases de las artes visuales mediante nuevos planteamientos conceptuales y formales y esto dio pie a que surgiesen nuevas visiones que con el tiempo serían llamadas las vanguardias. La primera de estas vanguardias surgió en Francia a principios del siglo XX por la obra de algunos pintores los cuales, influidos por las previas experiencias de Paul Gauguin y los divisionistas como Seurat y Signac, empezaron a desarrollar nuevas ideas en cuanto a la figuración y sobre todo el uso del color como elemento fundamental de comunicación.
Estos artistas se concentraron alrededor de la figura de Henri Matisse, un joven pintor que se había formado en diversas academias, algunas al margen del arte oficial. Entre los postulados que se fijaron estaba el establecimiento de un arte decorativo cuyo principal factor de comunicación debía ser el uso del color de manera provocativa, la utilización de los recursos puros de la pintura sin la mediación de los principios académicos de composición y buscar nuevas vías de representación figurativa. Tras su primera exposición en París en 1905 un crítico de arte los llamó fauves, es decir “salvajes” y desde entonces su movimiento se empezó a denominar fauvismo.
La obra que se presenta aquí, pintada en 1906 por Matisse es un buen ejemplo de los principios del fauvismo y se ha tomado como un ícono de esta vanguardia. En este cuadro está representado el mito de Arcadia, el país imaginario que estaba habitado por pastores que no se dedicaban a otras cosas más que cantar, danzar, hacer música y estarse todo el día tirados en la yerba. Matisse nos presenta una escena en la cual podemos ver a varios personajes arquetípicos que están realizando diversas tareas que les son propias como tocar instrumentos, danzar, enamorarse y otros en fin, sin hacer nada. Las figuras están todas desnudas y posan con desenfado sobre un prado rodeado de árboles frondosos con un fondo de paisaje marino. El dibujo, lineal y sintético presenta sensuales arabescos. Los colores, como corresponde al fauvismo, son intensos y expresivos. Matisse combinó varias tonalidades de amarillos y ocres que contrastan con el rosado de los cuerpos. Los árboles muestran el contraste de los verdes y rojos, colores complementarios. A pesar de que el colorido no representa objetivamente los elementos plasmados en esta obra, el conjunto está armónicamente concebido en una unidad cuya característica más sobresaliente es la expresividad intensa de las figuras y los colores.
La composición presenta un esquema bastante tradicional con un triángulo que la domina y varios planos que generan la tridimensionalidad que es necesaria para representar un espacio a la vez cerrado y que se fuga hacia el fondo, aunque no hay perspectiva. El centro de la composición está generado por el grupo de los danzantes que se encuentran en el plano posterior y de este modo se rompe el tradicional elemento de composición centralizada que se enmarca en un primer plano. Las dos mujeres recostadas más adelante cierran el primer círculo que antecede al centro de los danzantes. Con ello Matisse logra el efecto paradójico de centralización y a la vez dispersión.
Henri Matisse nació en el norte de Francia, en Le Cateau-Cambrésis en 1869. Su familia se dedicaba al comercio y desde muy joven su padre esperaba que se dedicara a la jurisprudencia para lo cual lo envió a París en 1887. Tras una enfermedad empezó a pintar y descubrió así su vocación abandonando sus estudios. Se inscribió en la Académie Julian y en 1892 ingresó en la Escuela de Bellas Artes pero empezó a frecuentar el taller del pintor simbolista Gustave Moreau. Durante estos años conoció a otros jóvenes pintores con los que más tarde fundarían el movimiento de los fauvistas. Por esos años su estilo era más bien tradicional hasta que tuvo ocasión de conocer la pintura de Signac y desde entonces el color se volvió el principal elemento de su pintura. Al mismo tiempo y luego durante toda su carrera siguió practicando el dibujo con gran virtuosismo. Los tiempos del movimiento fauvista fueron cortos y después de la disolución del grupo Matisse siguió trabajando fundamentalmente con el color.
A raíz de la influencia del cubismo sus esquemas se volvieron más geométricos. Realizó varios viajes a España y Marruecos los cuales le indujeron a experimentar con colores mediterráneos abriendo en su obra una nueva sensibilidad. En 1917 se instaló en Niza, lugar donde residiría hasta el final de su vida y desde el cual desarrolló las numerosas facetas que caracterizan su obra, llegando a ser considerado uno de los artistas más importantes del siglo XX. En las últimas etapas de su carrera trabajó con guache y papeles coloreados generando obras de un intenso colorido. También decoró la capilla del Rosario de las dominicas de Vence. Falleció en Niza en 1954.
Paul Signac, “El pino en Saint-Tropez”. Óleo sobre tela, 1909
Julián González Gómez
Un cielo nublado pero luminoso, de fuerte textura pictórica, envuelve con su luz el paisaje veraniego del sur de Francia cuyo protagonista es este magnífico y antiguo pino. Dada la técnica con la que este paisaje fue pintado, si se observara de cerca no se verían más que manchas de colores muy vivos sin ninguna forma, pero cuando uno se aleja empieza a cobrar sentido y se manifiesta el esplendor de esta imagen.
Las cualidades matéricas de este cuadro se expresan claramente por medio del espesor de la pintura, que genera un marcado volumen y por los trazos breves y rotundos del pincel, que fijó el artista de una forma que parece abrupta, pero que sigue un meticuloso procedimiento en todas sus partes. Mucho de este cuadro se lo debe Signac a los impresionistas que lo antecedieron y aún más a la pintura puntillista de Seurat, que fue su amigo y maestro. En efecto, este se puede denominar con toda exactitud un cuadro puntillista, pero el autor conjuga este procedimiento de una manera muy distinta a la que hizo Seurat. En primer lugar, no utilizó los colores puros y primarios para obtener todos los tonos, sino que seleccionó una gama de colores secundarios tal como salían del tubo de pintura y los aplicó en puntos bastante grandes para que el ojo los perciba en toda su armonía. Estos puntos resultaban en Signac bastante más grandes que los de Seurat y por consiguiente la cualidad de “mancha” de los mismos se expresa mucho más que si hubiesen sido aplicados en puntos pequeños. En segundo lugar, y como elemento derivado en parte del anterior punto, los colores de Signac, secundarios y matizados, no pretenden representar la realidad objetiva de lo que sus ojos están captando, sino una gama subjetiva de colores que sirven para enfatizar determinadas partes o para crear un efecto de profundidad. Las sombras, que usualmente se utilizan para generar volumen, han desaparecido y su lugar lo han tomado los colores.
En esta obra, la sensación de profundidad, delimitada por los colores se acentúa por la posición de los elementos que la componen. Por ejemplo, los arbustos que están en primer término crean un primer plano de aproximación al interior. El espacio amplio y abierto que está en segundo término es como el tablado de un escenario en el que se asienta como protagonista el gran pino y finalmente los árboles y arbustos que delimitan el tercer plano se manifiestan no solo como marco espacial, sino como complemento cromático del follaje del árbol. El cielo, por fin, marca la “atmósfera” del cuadro brindándole además una neutralidad cromática que ensalza los colores.
No es de extrañar que Matisse y Derain, creadores del fauvismo, sintieran gran admiración por las obras de Signac, sobre todo por la viva gama de colores de sus pinturas, colores que se juntaban unos con otros siguiendo las reglas de los complementarios y de ahí su radiante luminosidad, provocada por la vibración del color y su mezcla en la retina. La gran diferencia es que Signac pretendía recrear con cierta objetividad el tema que pintaba y lo reflejaba por medio de los puntos de colores, mientras que los fauvistas se decantaron por los campos amplios de color aplicado con un criterio más ligado al sentimiento propio del artista que a la objetividad de la representación.
Por otra parte, Signac es más conocido por la gran cantidad de marinas que pintó, aprovechando los efectos lumínicos del agua para recrearlos por medio de estos grandes puntos de color que son como su marca personal. Aquí hemos elegido una obra distinta para enfatizar más que el paisaje la técnica que empleó en un tema tan difícil de tratar con ella.
Paul Signac nació en París en 1863 proveniente de una familia de comerciantes acomodados. En 1883 ingresó en la Escuela de Artes Decorativas donde aprendió a dibujar e hizo sus primeras pinturas, al mismo tiempo asistía al taller del pintor Bin en Montmartre. En esta época se dejó influenciar por el arte de los impresionistas, que estaban en apogeo en París, sobre todo Monet, Pisarro y Renoir. Esa influencia nunca la perdería a lo largo de su carrera. En 1884 conoció a Georges Seurat con quien empezó a pintar con la técnica del puntillismo, pero con una menor rigurosidad pues le interesaba más que la técnica, la expresión de la luz y el color.
En 1884 colaboró en la creación de la Société des Artistes Indépendants, de la que en 1903 fue vicepresidente y en 1909 presidente. En 1886 participó en la IX Exposición de los Impresionistas junto a Degas, Pisarro, Gauguin y Seurat. Como teórico de la pintura publicó en 1899 la obra De Eugène Delacroix al neoimpresionismo, que era una defensa de los procedimientos técnicos adoptados por los pintores postimpresionistas, sobre todo su énfasis en el color y la luminosidad.
Tras la muerte de Seurat se trasladó a Saint-Tropez, al sur de Francia con su familia, donde vivió hasta 1911 pintando los paisajes de la región. Signac fue conocido también por su afición a los viajes por mar y en varios de estos conoció gran parte de las costas y ciudades del Mediterráneo. Poco a poco su técnica fue evolucionando hasta ir dejando atrás las reglas del puntillismo y concentrándose cada vez más en los valores lumínicos de sus trabajos.
A partir de 1913 empezó largas estancias en Antibes, donde montó finalmente su estudio y siguió trabajando en sus lumínicas pinturas inspiradas en este lugar, pero manteniendo también un estudio en París, donde trabajaba durante algunas temporadas del año. Falleció en esta ciudad en 1935 y su cuerpo fue enterrado en el Cementerio de Père-Lachaise.
André Derain, «Paisaje de Chatou». Óleo sobre tela, 1904
Julián González Gómez
Es este un caso típico de un artista cuya trayectoria estuvo marcada por una constante experimentación que lo llevó por distintos derroteros y una gran variedad de expresiones. Derain inició su carrera en medio de la vorágine parisina de principios del siglo XX, época marcada por las derivaciones que prosiguieron a las experiencias de los impresionistas y posimpresionistas. Pero no solo se dedicó a su carrera artística como pintor, sino que sus múltiples intereses y una voraz dedicación a la lectura lo llevaron a cultivar el conocimiento erudito en distintas áreas como las ciencias y la filosofía, siendo poseedor de una vasta y enciclopédica cultura.
Se dio a conocer en los primeros años del siglo al unirse al grupo de los fauves, pintores que, agrupados alrededor de la figura de Henry Matisse, desarrollaron un lenguaje en el cual el color se convirtió en el principal protagonista de sus obras. Los pintores fauvistas ensalzaron la autonomía del color sobre cualquier otro elemento y lo utilizaron de forma expresiva y provocativa. No pretendían representar las cosas de una forma realista, al contrario, su arte se basaba en un idealismo que se manifestaba en la primacía de la expresión antes que en la mímesis y para ello el color jugaba un papel fundamental. Se aplicaba de forma pura, tal cual salía del tubo, sin mezclas y se hacían combinaciones cromáticas de manera tal que los colores primarios y secundarios se complementaban de tal forma que aumentasen su vibración al ser percibidos y con ello se creaba un efecto de gran intensidad. Los fauvistas no aplicaban el color de acuerdo a la correspondencia del color de los elementos que representaban, sino que se dejaban llevar por su fantasía y libremente aplicaban un color cualquiera sobre una superficie cuyas formas recordaban las de un objeto y luego establecían las correspondencias entre todos los elementos. En este sentido, su pintura se relaciona con la de sus contemporáneos expresionistas del grupo Die Brüche de Dresde, quienes experimentaron con los colores también de una forma libre. La pintura fauvista no pretendía otra cosa que expresar las cualidades de los colores de una manera lúdica y juguetona, estando exenta de cualquier juicio moral o estético tradicionalista; por ello sus cuadros resultan sumamente atractivos y nos llaman la atención de forma inmediata.
André Derain nació en Chatou, en el extrarradio de París en 1880 y provenía de una familia de clase media. Buen estudiante en la escuela, se preparó especialmente en matemáticas para seguir la carrera de ingeniería en la Escuela Politécnica de París, pero finalmente se decidió por la carrera artística. En 1895 empezó a pintar y se volvió un asiduo visitante del Museo del Louvre, donde estudiaba las obras de los antiguos maestros. Entre 1898 y 1899 asistió a la Academia Camillo de París, donde conoció a Matisse y a Rouault, quienes luego serían sus compañeros del fauvismo. En 1900 conoció a Maurice de Vlaminck y compartieron un estudio en Chatou. Por esa época descubrió la pintura de Van Gogh y se volvió un asiduo lector de Nietzsche, cuyo nihilismo ejerció en él una profunda influencia, provocando una transformación en su manera de ver el mundo y el arte.
Pronto se unió con sus amigos Matisse, Rouault y Vlaminck a pintar bajo los esquemas que dieron lugar al fauvismo y presentaron en conjunto sus pinturas en el Salón de Otoño de París de 1905. La reacción no se hizo esperar y las pinturas de este grupo causaron un verdadero escándalo. Un crítico, Louis Vauxcelles, se refirió a estos pintores como fauves (fieras en francés), lo cual dio pie a que fuesen llamados con ese nombre despectivo. Para ellos este apelativo constituyó un gusto y un honor y desde entonces empezaron a llamarse a si mismos bajo el nombre de fauvistas, lo cual no deja de ser a la vez cómico e irónico. En realidad, los fauvistas inauguraron en Francia la primera vanguardia histórica, a la que posteriormente seguirían muchas más, todas caracterizadas por el establecimiento de unos puntos comunes de desarrollo de su trabajo y una intención estética definida. Todavía no se redactó un manifiesto, tema común en las vanguardias posteriores, que declarase de manera más o menos coherente las intenciones del grupo.
Los fauvistas siguieron trabajando de acuerdo a sus ideas durante unos cuantos años más, apoyados por diversos intelectuales como Apollinaire y marchantes como Kahnweiler. Pero nunca constituyeron un grupo que ejercitase un trabajo en común, ya que todos ellos tenían diversos intereses éticos y de expresión, por eso el fauvismo fue efímero y sus integrantes se dispersaron al poco tiempo, desarrollando su obra individualmente. Luego de un viaje a Londres, Derain se empezó a relacionar con los cubistas, especialmente con Braque, aunque nunca adoptó totalmente sus principios. Derain siempre había estado preocupado por desarrollar las formas a la vez que el color y en este sentido, la pintura de Cézanne jugó un papel crucial e influyente en su obra. A partir de 1912 inició lo que se ha llamado su “período gótico” caracterizado por un incipiente neoclasicismo que combinó ingeniosamente con algunos principios cubistas. Realizó diversas exposiciones en Europa y los Estados Unidos y se estaba dando a conocer muy satisfactoriamente cuando se produjo la primera guerra mundial. Derain estuvo en el frente durante un tiempo y logró salir vivo de la contienda. Para ese entonces empezó a experimentar con máscaras de influencia africana y esculturas, desviándose de su trayectoria original. En realidad estaba más preocupado por la solución de la representación de las formas antes que por su expresividad y de ahí su constante búsqueda de medios. Al final se decantó por un arte más afín al neoclasicismo academicista, lo cual le granjeó numerosas críticas de parte de los artistas de vanguardia, lo cual no le preocupó y siguió adelante ilustrando numerosas publicaciones y pintando. En la década de 1930 sus ideas políticas se radicalizaron, quizás por la influencia que Nietzsche había ejercido en él y se relacionó con algunos grupos de extrema derecha de Francia. Durante la guerra visitó Alemania, invitado por los nazis que admiraban su obra y al final del conflicto fue acusado de colaboracionismo, aunque nunca fue llevado a juicio. Su última época se caracterizó por llevar una vida relativamente retirada de los círculos artísticos e intelectuales de París, aunque realizó algunas escenografías para ballet y teatro. Murió en Garches en 1954.
Este paisaje de 1904 representa el período fauvista más fructífero de Derain, en el cual el juego de intensos colores se combina con una serie de expresivas y aparentemente espontáneas pinceladas que nos provocan un deleite visual sin igual. Derain intensificó los matices para que los colores se manifestaran en toda su plenitud, a la vez que sus combinaciones acrecientan su luminosidad, ensalzando las formas carentes de perspectiva. El campo se muestra plagado de efectos lumínicos y de ahí su encantadora cualidad vital que revitaliza el tema, que vibra con una luz propia e intensa, alejándose de la luz natural para penetrar en el mundo de la luz intrínseca de las cosas.