Curso libre «Dibujo Artístico» – del 12 de mayo al 21 de julio del 2018

Catedrático: Julián González Gómez

El dibujo es una herramienta de gran utilidad no solo para realizar una tarea artística, sino también para expresar ideas de una forma más precisa y para desarrollar las capacidades de observación de la persona que lo practica.

Es un mito que solo aquellos que han nacido con talento artístico son capaces de dibujar correctamente. En realidad cualquier persona es capaz de hacerlo con el debido entrenamiento. En este curso se impartirán las técnicas que un principiante requiere para realizar dibujos de calidad. Estas técnicas también son efectivas para aquellos que ya conocen y practican el dibujo, a fin de mejorar notablemente su desempeño.

 

Objetivos del curso y competencias

Que el estudiante aprenda…

  • Las técnicas de observación y composición para dibujar correctamente.
  • Las diversas técnicas del dibujo como el lápiz, el carboncillo y la sanguina.

Que el estudiante desarrolle…

  • La capacidad de dibujar únicamente con luces y sombras.
  • La capacidad de observar y plasmar los campos positivos y negativos en el dibujo.

Metodología

El enfoque metodológico está basado en las técnicas artísticas del dibujo académico y en las técnicas del dibujo con el lado derecho del cerebro.

Se requerirá realizar dibujos en clase y tareas para entregar entre las sesiones.

Duración

  • 10 sesiones de tres horas cada una

Fecha y lugar

  • Los sábados, del 12 de mayo al 21 de julio del 2018. De 9:00 a.m. a 12:00 mediodía

Notas especiales

  • No se requiere conocimiento previo de las técnicas del dibujo.

Materiales requeridos (desde el primer día)

  • Block de dibujo, tamaño mínimo de 14 por 17 pulgadas con papel grueso de textura media o Ingres
  • Lápices 2B y 4B
  • Carboncillos
  • Sanguina
  • Algodón
  • Borradores

 

Inversión

  • Q1,800 por participante

Inscripción abierta

Departamento de Educación, UFM, Edificio Académico, D-406

Calle Manuel F. Ayau (6ª. Calle final), Zona 10

Teléfonos: 2338-7794 y 2413-3267 

 

Estacionamiento, tarifa especial por sesión Q40


Alexandre Cabanel, “Fedra”. Óleo sobre lienzo, 1880

Julián González Gómez

En la Francia del siglo XIX, durante el Segundo Imperio, el arte estaba dominado por el gusto academicista. El público se deleitaba con la contemplación de las obras de los maestros en los diferentes salones y galerías que abundaban en París y otras ciudades. Era este un arte de interpretación literal, cuyos temas, sobre todo históricos y mitológicos, eran aprobados de acuerdo a su fidelidad y el grado de idealismo con los que habían sido representados. Era un arte elitista, su público estaba compuesto sobre todo por la burguesía, cuyo grado de cultura era en general bastante alto y podían interpretar sin ninguna dificultad las historias que los artistas les contaban a través de sus obras. Los medios oficiales, con el emperador Napoleón III en primer término, patrocinaban estas manifestaciones y las imponían como el arte oficial.

La calidad de este arte era exquisita, de una enorme perfección técnica, producto de muchos años de estudio y disciplina aprendidos en la Escuela de Bellas Artes. Los referentes fundamentales de este quehacer eran las obras de David e Ingres, maestros de la Escuela cuya huella perduraba y era la guía plástica de todos aquellos artistas que se consideraran dignos y consecuentes. Por principio era un arte muy conservador, dentro del cual la disidencia no era permitida y más que eso, era proscrita. Los rígidos principios en los que se basaba su plástica, tenían su fuente en una estética cuyos orígenes hay que buscarlos en la Grecia Clásica, reinterpretada por los maestros del Renacimiento y la Ilustración.

Alexandre Cabanel fue uno de los exponentes más reconocidos de este tipo de arte en la época. Pintor de gran éxito, maestro en la Escuela de Bellas Artes y fiel defensor de sus postulados, por lo cual condenó con vehemencia todas aquellas expresiones que se apartaban de la ortodoxia. Le tocó en suerte coexistir con el impresionismo, con cuyos artistas sostuvo grandes polémicas, ya que para él su pintura no contenía las calidades necesarias para ser considerada arte. Tuvo muchas diferencias sobre todo con Manet, a quien consideraba un traidor por haber abandonado la academia y haberse decantado por la nueva tendencia. Era considerado por el público algo así como el supremo juez en asuntos artísticos por la enorme influencia que ejerció.

Esta obra que presentamos fue pintada en 1880, época de gran controversia en Francia, pues los impresionistas ya en ese entonces empezaban a dejar su impronta entre el público. En ella se representa a Fedra, la desdichada princesa cretense raptada por Teseo para casarse con ella. Fedra tuvo dos hijos con él sin amarlo y para su desgracia, se enamoró de su hijastro Hipólito quien la rechazó. Ante esto Fedra lo acusó ante Teseo de haberla violado y luego, en un arranque de desesperación se suicidó. Cabanel la pintó en las habitaciones de su encierro en el palacio, en una postura tendida, la cara circunspecta, mientras está siendo víctima de su propia desesperación y melancolía. Seguramente así la imaginó Cabanel poco antes de que se suicidara. Dos esclavas la acompañan, una está dormida mientras que la otra mira compungida a su ama. La atmósfera es fría y sombría, acorde al sentimiento que ha invadido a la yaciente Fedra. La luz, mórbida y tenue, hace resaltar los detalles de su anatomía, que además está realzada por el tenue velo que la cubre, muestra de la mejor técnica del pintor. Es una obra triste y hasta patética, creada para conmover al espectador, que inevitablemente se identifica con la infeliz Fedra.

Alexandre Cabanel nació en Montpellier, Francia, en 1823. No hay muchas noticias de su juventud y de sus primeros estudios de arte, que seguramente los hizo en su ciudad natal. En su juventud se trasladó a París, donde entró al taller del pintor academicista François-Édouard Picot. Un tiempo después fue aceptado en la Escuela de Bellas Artes donde completó sus estudios. En 1845 ganó la medalla del segundo lugar en el Salón de Roma. Residió en Italia durante cinco años, específicamente en Florencia, donde perfeccionó su gusto por el clasicismo y absorbió las técnicas de los grandes maestros de la antigüedad. De vuelta a Francia abrió su estudio donde se dedicó a cumplir encargos. En 1863 le llegó la fama con su cuadro El nacimiento de Venus, expuesto en el salón y que fue adquirido por Napoleón III. Poco después fue nombrado profesor de la Escuela de Bellas Artes y un tiempo más tarde, elegido como miembro de la Academia. Desde este puesto ejerció una gran influencia en las disciplinas artísticas, llegando a ser reconocido como el maestro más importante de su tiempo.

Por su fama y méritos fue nombrado miembro del jurado del Salón de París en diecisiete ocasiones y le fueron entregadas las medallas al honor en tres oportunidades: en 1865, en 1867 y en 1878. Tras distintas controversias con los artistas más vanguardistas, murió en París en 1889. Fue enterrado con honores.


Francis Picabia, «La primavera». Óleo sobre tela, 1912

Julián González Gómez

La fragmentación explícita nos mueve a considerar una suerte de desintegración con la cual nos podemos identificar en determinados momentos de la vida. Esta identificación, en muchos casos, tiene que ver con una sensación interna y subjetiva que puede llegar a afectarnos y conmovernos profundamente. Aunque la imagen de la obra que aquí se presenta muestra esa fragmentación, su título no alude a ella. En la intención de la pintura abstracta incipiente, estaba contenida una suerte de visión programática de una realidad paralela y subjetiva que el artista pretendía mostrar y que el observador debía interpretar. Es una visión totalmente alejada de consideraciones objetivas que implican una interpretación literal de la imagen. Con un lenguaje libre de simbolismos el camino interpretativo queda libre para cualquier lectura.

Todas estas primeras experiencias de abstracción descienden de los hallazgos de los cubistas, quienes por fin se decidieron a romper la representación literal que era la norma desde el Renacimiento. Aunque los cubistas como Picasso y Braque nunca rompieron con la figuración, otros artistas que los siguieron llegaron a alcanzar la rotura y se adentraron en un mundo de nuevas posibilidades. Picabia bebió de esas experiencias en esos años de intensas investigaciones al igual que muchos otros. La mayoría quedaron en simples intentos que no tuvieron mayores consecuencias, pero otros experimentos llevaron a conformar nuevas vanguardias que dejaron una imperecedera huella en la historia del arte moderno.

En esta obra vemos una composición densa y abigarrada, conformada por múltiples fragmentos de elementos que no se pueden identificar, pero que nos parecen extrañamente conocidos. Hay un ritmo primordial que es discontinuo y que fija todas las pautas visuales. Hacia la parte superior hay un agrupamiento más denso de figuras de menor tamaño y en la parte inferior, las figuras han crecido y se muestran menos abigarradas. Parece como que si todas las formas descansaran sobre una base y se proyectaran hacia arriba. La fluidez espacial es total y surge como producto de una libertad compositiva que aparentemente no tiene límites. Debido a esta libertad compositiva, el autor no utilizó ningún esquema preestablecido como por ejemplo trazos reguladores o directrices, permitiendo que las formas se plasmaran en un aparente desorden que fluye sin dirección evidente.

El uso del color es restringido, es casi una composición monocromática y muestra que Picabia no tenía –aparentemente– intenciones de establecer una comunicación cromática con el observador. Sin embargo, hay una intención de establecer un ritmo en el color que se hace palpable en la combinación de una gama de tonos ocres que dominan el esquema y que se mezclan con grises neutros que establecen cierto contraste.

Es esta una obra que nos puede mover a tener una sensación de excitación y algarabía, siempre y cuando nos sintamos identificados con los códigos que estableció el artista. Cuando Picabia la pintó, atravesaba por una fase de experimentación en la que buscaba definir un lenguaje abstracto, que consolidara un esquema visual que se inscribiese en una vanguardia, pero pronto abandonó estos experimentos y se sumergió en el dadá, que lo llevaría a ser uno de sus artistas más reconocidos.

Francis-Marie Martínez Picabia nació en París en 1879, proveniente de una familia cubana de raíces gallegas. Su padre era diplomático y esta posición le permitió darle una magnífica formación a Francis, quien se decantó por las expresiones artísticas desde muy joven. Estudió en la École des Beaux-Arts y en la Escuela de Artes Decorativas de París, donde recibió una fuerte influencia del impresionismo y el posimpresionismo. Muy pronto se vinculó a las vanguardias, en especial al cubismo y empezó a experimentar dentro de sus esquemas. Más tarde conoció a Marcel Duchamp. En 1913 viajó a Nueva York para darse a conocer como artista de vanguardia y estuvo allí hasta 1916, año en el que se marchó a Barcelona, donde siguió trabajando sobre sus propias tendencias. En 1917 volvió a París donde conoció a Tristan Tzara y un buen grupo de los artistas dadá y se sumergió de lleno en este movimiento participando en sus múltiples expresiones, muchas de ellas escandalosas para la sociedad de su tiempo. Unos años más tarde, se vio influenciado por el incipiente surrealismo, aunque nunca llegó a participar de lleno en este movimiento comandado por André Breton. A partir de 1924 se moderaron sus tendencias nihilistas y volvió a experimentar con un arte más tradicional y figurativo en el que destacó realizando gran cantidad de exposiciones en Europa y los Estados Unidos. Trabajando en sus propios y originales conceptos artísticos desarrolló el resto de su carrera residiendo en París, donde murió en 1953.


Jean de Boulogne (Giambologna), «El rapto de las sabinas». Mármol, 1579

Julián González Gómez

Jean de Boulogne, conocido en Italia como Giambologna fue uno de los escultores manieristas más destacados. La obra que se presenta aquí es considerada por muchos estudiosos como su obra maestra. La escultura fue realizada en Florencia como un encargo para ser colocada en la Plaza de la Señoría, pero otros investigadores han aseverado que más bien se realizó como una prueba de virtuosismo por parte del autor. Francisco I de Médici ordenó su colocación en la Loggia dei Lanzi, cerca del Palazzo Vecchio. Es una obra de considerables dimensiones ya que tiene más de cuatro metros de altura, tallada en un solo bloque de mármol. En la actualidad, la escultura original ha sido retirada de su ubicación por los daños que ha sufrido y ha sido sustituida por una réplica.

Esta escultura representa el episodio mitológico del rapto de las mujeres sabinas por parte de los romanos. En los inicios de Roma, casi no había mujeres en la ciudad por lo que sus habitantes decidieron raptar a las mujeres de sus vecinos, los sabinos, para así poder tener descendencia. El rapto tuvo éxito y los vencidos sabinos juraron vengarse. Los romanos tuvieron hijos con las sabinas y un tiempo después los dos pueblos se volvieron a hacer la guerra, pero las mujeres intervinieron para establecer la paz y así ambos contendientes convivieron en armonía después del episodio.

La composición está dominada por la verticalidad y la línea serpentinata típica de las composiciones manieristas. El retorcimiento de las figuras es lo que establece esta línea de composición dotándola de un gran dinamismo. Las tres figuras establecen un ritmo recíprocamente continuado con la composición. Existen varios puntos de tensión encajados en puntos clave de las figuras y diversas direcciones que se proyectan hacia varias direcciones en el espacio circundante. En la parte superior se puede ver la figura de una mujer sabina, quien está siendo apresada por el romano que es en sí la figura donde descansa el equilibrio de la composición. En la parte inferior se muestra a un sabino que ha sido derrotado entre las piernas del romano y su cuerpo aparece caído. Giambologna estableció su composición con los mínimos medios para lograr una máxima expresividad que se manifiesta en las posturas, los músculos en tensión y los juegos entrantes y salientes del espacio entre las figuras. Se podría decir que en este sentido se adelantó, por bastante tiempo, al barroco. Tal vez lo único que habría que sopesar en cuanto a su realismo son las expresiones estereotipadas de los personajes, lo cual por otra parte era la norma en la época del manierismo, ese movimiento que surgió de las experiencias de un notable grupo de artistas del siglo XVI que siguieron las pautas que había trazado Miguel Ángel.

Objeto de admiración desde la época en que fue hecha, esta obra ha sido uno de los orgullos de la ciudad de Florencia que la ha atesorado como uno de sus mejores tesoros artísticos. Algo que vale la pena destacar acerca de esta obra, es que el autor la concibió y ejecutó de tal forma que puede ser percibida por el observador desde múltiples puntos de vista que son todos cambiantes. Con ello rompió la frontalidad tradicional de la escultura, proyectándola en todas direcciones y creando así una obra completamente tridimensional en cuanto a sus alcances.

Jean de Boulogne nació en Douay, en aquel tiempo posesión flamenca de Francia en 1529. En su juventud estudió en Amberes con Jacques du Broeuq, con quien se formó como escultor. En 1550 decidió emigrar a Italia para estudiar las obras de los grandes maestros y se vio influenciado sobremanera por Miguel Ángel. A partir de 1553 se estableció en Florencia, donde montó un taller y se involucró en la ejecución de varios encargos. Participó en el concurso para ejecutar una colosal estatua de Neptuno para la Plaza de la Señoría de la ciudad, pero lo perdió. Sin embargo, esta participación le valió para que el papa Pío IV lo contratara para ejecutar la fuente de Neptuno, en Bolonia. Fue así como su fama se empezó a incrementar y de esa manera recibió encargos importantes.

La familia Médici lo contrató como escultor de su corte y le pagaba un sueldo mensual a cambio de que ejecutara obras, tanto para ser exhibidas en público como para su colección privada. De esta forma desarrolló su larga y fructífera carrera enteramente en la ciudad de Florencia donde murió a los 79 años en 1608.


Jacob Jordaens, Retorno de la Sagrada Familia. Óleo sobre tela, 1618

Julián González Gómez

Mucho se ha escrito sobre la pintura barroca del Flandes del siglo XVII y entre todos los estudiosos del tema, Jacob Jordaens es sin ninguna duda uno de sus maestros más emblemáticos. A la sombra de Rubens durante mucho tiempo, Jordaens empezó a destacar como artista de primera línea a partir del siglo XIX cuando su obra fue revalorada en Europa.

Jordaens no solo fue un gran pintor sino además un extraordinario dibujante y creador de innumerables cartones para realizar tapices, actividad en la que en su país siempre destacó. El arte de Jordaens se inspiró en los temas más recurrentes de su época, sobre todo los de tema religioso y las llamadas “escenas de género”, que presentaban distintas escenas de la vida de la gente común de las ciudades y el campo. Este artista además fue el pintor de las escenas de borracheras de la gente, a quienes retrataba con una ligera nota jocosa, disfrutando de la bebida y las juergas en común. En cuanto a sus cuadros religiosos, se esmeró en representar las escenas con una alta dosis de dignidad y solemnidad tal como eran entendidas en el barroco, contrastando con sus cuadros profanos. La obra que aquí se presenta fue realizada dentro de un ciclo de encargos que le fueron hechos desde 1617 y representa el retorno a Judea de la Sagrada Familia después de la huida hacia Egipto.

La Sagrada Familia está representada como si alguien los viese caminar por una ligera pendiente. A diferencia del Niño y San José, que están vestidos con ropajes históricos, la Virgen está ataviada con un vestido de la época del pintor y lleva un sombrero de ala ancha el cual sujeta con su brazo derecho. San José está representado como un hombre mayor de gran dignidad que está inclinado hacia el niño, el cual es llevado de las manos por ambos padres. Los personajes lucen relajados y confiados, retornando a su tierra después de pasado el peligro. Para acompañar a las figuras sagradas, Jordaens se permitió escoltarlas por un perrito que desciende junto con ellos, quizá para darle al conjunto un toque más familiar. El paisaje es nocturno y se puede advertir que la luna está apareciendo detrás de unas nubes por la parte izquierda del cuadro.

Como buen pintor barroco, Jordaens utilizó parcialmente la representación en el estilo llamado “tenebrismo”, en la cual las escenas están bañadas por una fuente de luz lateral y los contrastes entre luces y sombras son muy marcados. En este caso la luz proviene de un foco bajo ubicado a la izquierda, por supuesto sin ser visto creando un fuerte contraste visual que se expresa sobre todo en los ropajes de los protagonistas. Este cuadro revela las influencias del pintor, desde la pintura de Caravaggio hasta la representatividad de Rubens que fija en las figuras un notable movimiento evolutivo y se muestran con leves retorcimientos de sus cuerpos dándole a la escena gran dinamismo. Este aspecto es reforzado en esta pintura por el vuelo de la roja capa que lleva la Virgen, la cual abarca buena parte de la parte trasera de la escena.

Jacob Jordaens nació en la rica ciudad de Amberes en el año de 1593. Su familia gozaba de una buena posición en la ciudad ya que su padre era un rico mercader de lino. Jacob fue el primogénito de once hijos y recibió una esmerada educación en su ciudad. Su vocación no se decantó hacia el comercio sino hacia el arte. Para formarse como pintor se fue a trabajar al taller de Adam van Noort, quien también había sido el maestro de Rubens. En el taller del maestro permaneció durante ocho años hasta que fue admitido en la Guilda de San Lucas, que era la corporación de los pintores. Tras casarse con una hija de su maestro se estableció en Amberes al servicio de los fabricantes de tapices realizando gran cantidad de cartones. Un dato interesante es que Jordaens nunca viajó a Italia para aprender de los clásicos como hacían casi todos los artistas de la época. Sin embargo, se esforzó por conseguir reproducciones de los maestros italianos para su estudio. Su vida estuvo dedicada por entero a su taller y la familia, gozando de una alta posición gracias a numerosos encargos provenientes de la burguesía de la ciudad. Más adelante, su fama se extendió a toda Europa y recibió gran cantidad de encargos de las cortes y el clero. Formó gran cantidad de discípulos en su taller, el cual llegó a tener un enorme prestigio; sin embargo, entre sus discípulos ninguno llegó ni siquiera a igualar los logros del maestro. En todo caso, hay que mencionar que la influencia de Rubens por ese entonces en Flandes era avasalladora y Jordaens no se pudo sustraer a ella.

Siendo católico de nacimiento, Jordaens se convirtió al protestantismo en su madurez. Murió en Amberes en 1678 debido a una peste que asoló la ciudad.


Gustav Klimt, Retrato de Adele Bloch Bauer. Óleo y oro sobre tela, 1907

Julián González Gómez

Gustav Klimt fue el pintor más reconocido de la llamada Secesión Vienesa, una especie de escuela artística y de diseño que se formó en la capital austríaca a finales del siglo XIX y principios del XX. Conocida por ser una de las tendencias más vanguardistas de su época, la Secesión aglutinó a un grupo de artistas que innovaron en los campos antes mencionados y que abrieron las puertas para el desarrollo de nuevas vanguardias en tiempos posteriores.

La secesión fue coetánea de otros movimientos gestados en Europa como el art nouveau, el modernismo, el estilo floreale y el judgenstil. Cada uno poseía sus propias características, pero compartían la necesidad de expresar un arte decorativo que le hiciera frente a las tendencias estandarizadas de la producción industrial, las cuales consideraban de mal gusto y poco valor artístico. Klimt fue el primer presidente de la asociación y bajo su mandato se realizaron diferentes actividades y exposiciones que dieron a conocer la tendencia en los ámbitos vieneses, aunque en algunos casos sobrepasaron las fronteras austríacas para proyectarse en otros países. Pronto la secesión empezó a formar parte de la vida y el gusto de las clases sociales más privilegiadas de Viena. Por esta época, la ciudad era un importante foco de cultura y avances científicos como el psicoanálisis de la mano de Freud y sus seguidores.

Del arte de Klimt se puede decir que en él impera el gusto decorativo. Sus temas favoritos fueron los desnudos y los retratos. En su época retrató a algunas de las más prominentes personalidades de la sociedad y se movía en estos círculos como el artista más cotizado. Liberado de encargos públicos, por los que tuvo algunos problemas, se dedicó a los trabajos que más satisfacciones le daban y todos formaban parte de una especie de obra de arte total, la cual hay que juzgar y analizar bajo una óptica que, si bien no se puede apartar de la secesión, contiene matices propios que le dan su sello característico.

El retrato de Adele Bloch Bauer es, tal vez, el más famoso de Klimt, también conocido como La dama de oro. Fue pintado por encargo de un rico judío vienés, Ferdinand Bloch Bauer, quien quería ver a su hija en un retrato hecho por el artista de moda de la ciudad. A Klimt le llevó bastante tiempo hacer el retrato, tal vez por su compleja ornamentación y fue entregado en 1907. Este cuadro ha tenido una historia bastante ajetreada ya que fue cedido por su dueña, la propia Adele, al estado austriaco y fue requisado por los nazis cuando se anexionaron Austria. Con un destino incierto después de la guerra, pasó por diversas manos hasta que paró en Estados Unidos. En el año 2006 fue vendido a un coleccionista propietario de una galería de Nueva York –Neue Galerie– por 135 millones de dólares, convirtiéndose en uno de los cuadros más caros de la historia.

En el cuadro Adele se muestra con una leve sonrisa. Su delgada figura está cubierta por un vestido muy saturado en el cual se pueden ver algunos diseños que eran propios del estilo de la secesión. Toda su delgada figura está retratada con gran estilización y sus manos delgadas y largas se abrazan en un gesto de reposo. La combinación entre el vestido y el fondo está dominada completamente por los dorados en un complejo diseño fragmentado con base en figuras geométricas simples. Todo ello es característico en el arte de Klimt durante estos años y podemos así encontrar otros cuadros que mantienen la misma configuración.

Gustav Klimt nació en Baumgarten, Austria, en 1862. Su padre era grabador de oro y su madre, una cantante frustrada de ópera. Su inclinación artística se manifestó desde su niñez. Sobreponiéndose a la pobreza y la escasez de recursos para estudiar, a los 14 años fue admitido en la Kunstgewerbeschule, la Escuela de Artes y Oficios de Viena donde estudió pintura y decoración de interiores. Su carrera individual empezó con algunos encargos en edificios públicos, labor en la que empezó a destacar poco a poco. Aunque su formación y su gusto por ese entonces estaban ligados al clasicismo, pronto Klimt empezó a ser influenciado por algunas de las tendencias que se desarrollaban en Europa por esos tiempos, en especial el simbolismo. En 1888, Klimt recibió la Orden de Oro al Mérito por su trabajo en los murales del Burgtheater de Viena, lo cual le trajo mucha fama y la oportunidad de relacionarse con los medios más elitistas de la ciudad.

En 1897, junto a un grupo de artistas fundó la Secesión de Viena, de la cual fue presidente, tal como se mencionó antes. Su estilo se consolidó gracias a este movimiento y empezó a ser considerado el artista más importante de su país. En 1911 fue galardonado con el primer lugar en la Exposición Universal de Roma. Tras varias enfermedades y gran cantidad de obras ejecutadas y otras sin terminar, murió en Alsergrund en 1918.


Kazimir Malevich, «Cuadrado negro». Óleo sobre tela, 1915

Julián González Gómez

La máxima simplicidad de una expresión artística, llevada hasta casi sus últimas consecuencias. Un arte que no pretende otra cosa que expresarse a sí mismo sin ninguna simbología y solo pretende ser tal cual. Muchas veces no resulta fácil la interpretación de una pintura como ésta y quien pretenda encontrar un lenguaje escondido y críptico no lo va a poder hacer. El arte abstracto tiene su génesis en expresiones como esta, vista en un contexto en el cual se estaban buscando nuevos derroteros y se pretendía acabar con cualquier alusión al arte tradicional. La obra fue presentada como una muestra de un arte de vanguardia que no pretendía escandalizar ni crear controversia sino que buscaba expresar algunos de los elementos más profundos del alma humana y precisamente en eso es en donde el poder de representación puede resultar equívoco para el espectador.

Como ya se ha dicho en otras oportunidades en este espacio, para apreciar el arte abstracto es necesario verlo primero en su contexto y después investigar sobre sus características y valores para poder ser comprendido a cabalidad y, eventualmente, apreciado. Esta pintura pertenece a una vanguardia que creó el propio Malevich llamada suprematismo. El suprematismo pretendía crear la representación de un universo que no contenía objetos y por lo tanto resultaba parcialmente invisible su representación y eso se expresaba a través de la reducción de la misma a los mínimos elementos. En consecuencia con ello la palabra “suprematismo” hace alusión a la supremacía de la nada como expresión última de lo incognoscible, de lo no representable. Las formas geométricas puras se conciben entonces como las representaciones que mejor describían esta “nada” en las obras. Algunos historiadores han afirmado que el suprematismo tenía ciertas relaciones con el constructivismo pero esto no es cierto. Partían de puntos de vista totalmente opuestos. Mientras que el constructivismo pretendía acentuar la base social del arte, el suprematismo estaba más relacionado con la naturaleza metafísica. Si bien ambos partían de esquemas geométricos, el constructivismo se basaba en la construcción de conjuntos congruentes de elementos geométricos formando composiciones con un diseño holístico y autorrelacionado. Por el contrario el suprematismo solo expresaba la geometría pura mediante los menos elementos posibles.

Los conceptos fundamentales que hemos explicado, se vierten en la obra a través de un lenguaje formal en el cual se inscriben algunos elementos que pueden considerarse como básicos de cualquier composición de estas características, como armonía, expresada en cuanto al uso de los colores; tensión por la manera en la cual se expresan las formas con el soporte y con otros elementos, cuando hay más de uno; contacto, cuando entre las figuras se establecen fronteras que las ligan o las distancias quedando claramente establecidas; semejanza, que se expresa a través de las redundancias formales de los elementos entre sí mismos y el formato del soporte y superposición, que es cuando las figuras se vierten una sobre otra, pero sin perder su propia forma. Los colores son siempre los más básicos y se expresan de forma absolutamente plana, sin matices.

Bajo este programa Malevich pretendió crear un arte substancial que expresara así la naturaleza de lo más básico y profundo, tal como él lo concebía. La influencia del suprematismo se evidenció en otras vanguardias como el propio constructivismo y unos años más tarde, la Bauhaus y su arte minimalista y geométrico.

Kazimir Malevich nació en Kiev en 1878, proveniente de una familia de extracción obrera. En su juventud estudió en una escuela de agricultura, pero ya desde esta época tenía aspiraciones artísticas. Aprendió por sí mismo a pintar paisajes y naturalezas muertas, lo que lo llevó un tiempo después a inscribirse en la Academia de artes de Kiev. Con una educación más formal empezó a pintar con una fuerte influencia del impresionismo. En 1904 se marchó a Moscú, donde sus conocimientos se amplían al poder ver más arte, incluso del que se hacía en Europa occidental. Un año después se marcha a Kursk, donde se había establecido su familia y sigue pintando, ahora de una forma más postimpresionista. De nuevo en Moscú realizó su primera exposición en 1907 sin mucho éxito, pero esto le sirvió de acicate para seguir produciendo un arte cada vez más ligado a las vanguardias. Malevich siempre estuvo comprometido con las vanguardias y esta idea nunca lo abandonó, por ello participó en varias organizaciones con otros artistas rusos de la misma tendencia y realizó con ellos varias exposiciones desde 1911.

En 1915 sus propias investigaciones lo llevaron a crear la vanguardia del suprematismo, el cual empezó a desarrollar de una forma intensa, pero tuvo poca respuesta de la sociedad y otros artistas que se volvieron más afines al constructivismo. Fue partidario de la Revolución bolchevique de 1917, pero en su programa nunca estuvo el compromiso con un arte político que juzgó ajeno a sus ideas. En 1921 algunas de sus obras se expusieron en Alemania junto a las de otros artistas. En 1925 se involucró en la dirección de algunos grupos de creadores revolucionarios, pero en 1929 fue expulsado al no quererse comprometer con el arte soviético. En 1932 su arte volvió a la figuración, cambiando totalmente de paradigma hasta el final de su vida. Murió en 1935 en Leningrado, actualmente San Petersburgo.


Jean Goujon, «Diana apoyada en un ciervo». Mármol, 1549

 

Julián González Gómez

 

Esta escultura, una de las más sobresalientes del arte manierista del siglo XVI, fue encargada por el rey francés Enrique II para regalársela a su amante Diana de Poitiers, e iba a ser instalada en el castillo de Anet. Tras una tortuosa historia fue a dar al Louvre a finales del siglo XVIII y se perdió durante la Segunda Guerra Mundial, por lo que hoy solo quedan copias de esta composición que están repartidas en diferentes lugares.

Nos encontramos con una balanceada composición, en la cual los dos elementos principales se apoyan uno al otro en una simetría serena que conforma una concepción espacial de máximo equilibrio en tensión. Una diagonal que queda establecida desde la cornamenta del ciervo y pasa por el cuerpo de Diana, que la marca con la pierna, atraviesa toda la obra en un gesto de composición dotado de bastante libertad compositiva como corresponde al manierismo. La figura de Diana contrasta por su torsión con la postura equidistante del ciervo que no muestra ninguna tensión y luce confiado a pesar de su naturaleza salvaje. Un par de perros cazadores que acompañan a Diana terminan de balancear el esquema aportando además los únicos elementos que están en movimiento.

Diana era la diosa cazadora de Roma, equivalente a la Artemisa griega, relacionada con la tierra y los animales salvajes. Era sumamente bella pero se mantenía virgen, lo cual era otro de sus atributos. En Roma fue equiparada con la luna y también era la melliza del dios Apolo. Sin embargo, la principal característica que ostentaba era su gran destreza en la caza de animales y un cuerpo atlético. Para la figura que aquí se presenta, el escultor Goujon se basó en el rostro y el peinado de Diana de una antigua escultura romana, copia de un original griego atribuido al escultor Leocares. A pesar de ser cazadora, en esta escultura Diana no intenta acabar con su presa sino al contrario, la abraza y le muestra su lado bondadoso, por lo cual el animal se muestra pacífico y relajado. No es desde ningún punto de vista una obra épica sino lírica, tocada hasta de cierto sentimentalismo que la hace ver como una adecuada muestra de ternura y suavidad.

Esta concepción amable y lírica del arte corresponde a algunos de los postulados más importantes de la llamada Escuela de Fontainebleau a la cual era afín Goujon. Esta escuela, formada en el castillo del mismo nombre ubicado al sureste de París, supuso el triunfo del manierismo italiano en suelo francés. La escuela surgió cuando el rey Francisco I mandó a llamar a un grupo de destacados artistas italianos del manierismo, entre ellos Rosso Fiorentino, Primaticcio, Benvenutto Cellini y el arquitecto Sebastiano Serlio para decorar el nuevo castillo que había sido construido en esa localidad. Al grupo de artistas italianos se unió un grupo de artistas franceses y de esa colaboración surgió la escuela, que en un principio era esencialmente decorativa. Con posterioridad los distintos artistas que habían pasado por la escuela se dispersaron llevando el estilo a otros puntos de Francia y también a Europa.

El manierismo, que era la tendencia predominante en la Escuela de Fontainebleau, inspiró una serie muy grande de obras que se produjeron en Europa a partir de la cuarta década del siglo XVI. Su punto de partida estaba en la tendencia de escultura y pintura que había producido Miguel Ángel y otros artistas italianos como Correggio, Pontormo y Broncino. El arte manierista, artificioso, suave y aristocrático se apartó parcialmente de los cánones del arte del Renacimiento y su rigurosa concepción geométrica representada principalmente por la perspectiva. Este arte estuvo ligado a la aristocracia y a las casas reales de Europa y significó el triunfo de una sensiblería que en algunos casos resultaba artificiosa y poco dada al realismo que, hasta entonces, impregnaba el arte.

Goujon perteneció a esa gama de artistas que produjo el manierismo en el ámbito francés, del cual fue considerado el artista más importante. Nació posiblemente en Normandía en 1510 y de su juventud no se sabe casi nada. Se supone que viajó a Italia, permaneciendo durante un tiempo en Roma, donde pudo conocer de cerca las grandes obras del Renacimiento. Un tiempo después, regresó a Francia ya dotado de cierta fama por lo que recibió algunos encargos de importancia como los bajorelieves del castillo de Écouen, las puertas de la iglesia de Saint-Maclou y la tumba de Louis de Brézé en la catedral de Ruán.

Asentado en París desde 1542, participó en algunas obras del arquitecto Pierre Lescot, incluyendo los primeros trabajos en el Louvre. De esa manera, destacó no solo como escultor sino también como arquitecto y un tiempo después, como grabador. Influido por la Escuela de Fontainebleau desarrolló su carrera al servicio de varios reyes para los cuales realizó gran cantidad de obras, muchas de ellas consideradas como muy sobresalientes por lo que fue reconocido como el escultor más importante de su tiempo en su país. De religión protestante, tuvo que huir de Francia debido a las persecuciones religiosas y se marchó a Bolonia, donde falleció entre 1562 y 1569.


Henri Matisse, «La alegría de vivir». Óleo sobre tela, 1906

Julián González Gómez

 

Matisse, la alegria de vivirHay momentos en la historia del arte, en los cuales surgen nuevos planteamientos que provocan tales cambios que desde ese momento las cosas ya no pueden volver a ser las mismas. Eso sucedió a partir de las últimas dos décadas del siglo XIX. Primero los impresionistas y luego, sus sucesores, llamados posimpresionistas revolucionaron las bases de las artes visuales mediante nuevos planteamientos conceptuales y formales y esto dio pie a que surgiesen nuevas visiones que con el tiempo serían llamadas las vanguardias. La primera de estas vanguardias surgió en Francia a principios del siglo XX por la obra de algunos pintores los cuales, influidos por las previas experiencias de Paul Gauguin y los divisionistas como Seurat y Signac, empezaron a desarrollar nuevas ideas en cuanto a la figuración y sobre todo el uso del color como elemento fundamental de comunicación.

Estos artistas se concentraron alrededor de la figura de Henri Matisse, un joven pintor que se había formado en diversas academias, algunas al margen del arte oficial. Entre los postulados que se fijaron estaba el establecimiento de un arte decorativo cuyo principal factor de comunicación debía ser el uso del color de manera provocativa, la utilización de los recursos puros de la pintura sin la mediación de los principios académicos de composición y buscar nuevas vías de representación figurativa. Tras su primera exposición en París en 1905 un crítico de arte los llamó fauves, es decir “salvajes” y desde entonces su movimiento se empezó a denominar fauvismo.

La obra que se presenta aquí, pintada en 1906 por Matisse es un buen ejemplo de los principios del fauvismo y se ha tomado como un ícono de esta vanguardia. En este cuadro está representado el mito de Arcadia, el país imaginario que estaba habitado por pastores que no se dedicaban a otras cosas más que cantar, danzar, hacer música y estarse todo el día tirados en la yerba. Matisse nos presenta una escena en la cual podemos ver a varios personajes arquetípicos que están realizando diversas tareas que les son propias como tocar instrumentos, danzar, enamorarse y otros en fin, sin hacer nada. Las figuras están todas desnudas y posan con desenfado sobre un prado rodeado de árboles frondosos con un fondo de paisaje marino. El dibujo, lineal y sintético presenta sensuales arabescos. Los colores, como corresponde al fauvismo, son intensos y expresivos. Matisse combinó varias tonalidades de amarillos y ocres que contrastan con el rosado de los cuerpos. Los árboles muestran el contraste de los verdes y rojos, colores complementarios. A pesar de que el colorido no representa objetivamente los elementos plasmados en esta obra, el conjunto está armónicamente concebido en una unidad cuya característica más sobresaliente es la expresividad intensa de las figuras y los colores.

La composición presenta un esquema bastante tradicional con un triángulo que la domina y varios planos que generan la tridimensionalidad que es necesaria para representar un espacio a la vez cerrado y que se fuga hacia el fondo, aunque no hay perspectiva. El centro de la composición está generado por el grupo de los danzantes que se encuentran en el plano posterior y de este modo se rompe el tradicional elemento de composición centralizada que se enmarca en un primer plano. Las dos mujeres recostadas más adelante cierran el primer círculo que antecede al centro de los danzantes. Con ello Matisse logra el efecto paradójico de centralización y a la vez dispersión.

Henri Matisse nació en el norte de Francia, en Le Cateau-Cambrésis en 1869. Su familia se dedicaba al comercio y desde muy joven su padre esperaba que se dedicara a la jurisprudencia para lo cual lo envió a París en 1887. Tras una enfermedad empezó a pintar y descubrió así su vocación abandonando sus estudios. Se inscribió en la Académie Julian y en 1892 ingresó en la Escuela de Bellas Artes pero empezó a frecuentar el taller del pintor simbolista Gustave Moreau. Durante estos años conoció a otros jóvenes pintores con los que más tarde fundarían el movimiento de los fauvistas. Por esos años su estilo era más bien tradicional hasta que tuvo ocasión de conocer la pintura de Signac y desde entonces el color se volvió el principal elemento de su pintura. Al mismo tiempo y luego durante toda su carrera siguió practicando el dibujo con gran virtuosismo. Los tiempos del movimiento fauvista fueron cortos y después de la disolución del grupo Matisse siguió trabajando fundamentalmente con el color.

A raíz de la influencia del cubismo sus esquemas se volvieron más geométricos. Realizó varios viajes a España y Marruecos los cuales le indujeron a experimentar con colores mediterráneos abriendo en su obra una nueva sensibilidad. En 1917 se instaló en Niza, lugar donde residiría hasta el final de su vida y desde el cual desarrolló las numerosas facetas que caracterizan su obra, llegando a ser considerado uno de los artistas más importantes del siglo XX. En las últimas etapas de su carrera trabajó con guache y papeles coloreados generando obras de un intenso colorido. También decoró la capilla del Rosario de las dominicas de Vence. Falleció en Niza en 1954.


Jean-François Millet, «El Ángelus». Óleo sobre tela, 1859

Julián González Gómez

El Angelus, MilletPocos artistas del siglo XIX lograron acercarse de una forma tan emotiva a la vida de los campesinos como Millet. Quizás es porque él mismo era de origen campesino plasmó en sus telas las labores y las costumbres de la gente humilde que vivían dependientes de sus cultivos y en contacto íntimo con el campo. En su arte se ensalza esta vida en contraposición con la vida de las ciudades a la que juzgaba de una forma muy negativa. Por su ideología socialista ensalzaba las virtudes de la clase campesina por sobre las demás clases que componían la sociedad, incluyendo el proletariado urbano y lo que juzgaba como la degradación de la sociedad industrial.

Este es uno de los cuadros más célebres de este pintor en el cual su realismo nos permite ver a una pareja de campesinos que en el atardecer está rezando el Ángelus sobre un campo recién cosechado. En medio de ellos hay una canasta llena de los productos de la tierra, detrás hay una carretilla y a la izquierda un tridente, los aperos de su trabajo. El rezo se lleva a cabo como es costumbre al atardecer para dar acción de gracias por las labores del día y presenta la piedad de esta pareja humilde la cual, en medio de sus carencias, conserva la fe y la devoción.

Las luces están muy atenuadas como corresponde al ocaso que refleja el cuadro, no hay un atardecer multicolor sino más bien está opacado por el cielo nublado. El colorido está magistralmente representado. El realismo de Millet no hace concesiones representando un juego simbólico conformado por dramatismos multicolores como sería usual en otros artistas. Su manera particular de pintar el paisaje deriva más bien de las pinturas de Corot y Constable, principales referentes de la Escuela de Barbizon a la que pertenecía.

Esta escuela tomó su nombre del pueblo de Barbizon, cercano a Fontainebleu donde se establecieron como una especie de colonia. Entre sus principios estaban la representación del paisaje desde un punto de vista objetivo y crítico en el cual no había lugar al romanticismo que era el estilo imperante por esa época en Francia. Su rechazo a la vida de la ciudad los llevó a asumir una actitud radical en cuanto a lo pictórico y también lo político, predominando entre ellos la ideología socialista que veía a la sociedad partida entre aquellos que tenían recursos y aquellos a los que les estaba vedada toda posibilidad de llevar una vida digna y económicamente emancipada.

Aunque la mayoría de estos pintores se dedicó al paisaje como tema, Millet incluyó a los campesinos como elemento predominante dentro del paisaje, que no era natural y sin ser tocado por la mano del hombre, sino un paisaje agrícola de campos de cosecha y recolección. En algunos de sus cuadros se puede ver el contraste entre la pobreza de los jornaleros y las prebendas de los propietarios dentro del afán de presentar la dramática situación de los primeros como un reclamo moral y ético no exento de matices políticos. El estilo de la Escuela de Barbizon, con su práctica de pintar al aire libre y su libertad creativa influyó de manera decisiva en los impresionistas.

Jean-François Millet nació en Gréville-Hague, Normandía, en 1814 proveniente de una familia de campesinos. Su primera formación fue en Cherburgo y en 1837 se ganó una beca para ir a estudiar a París en la Escuela de Bellas Artes donde tuvo entre otros profesores a Paul Delaroche quien jugó un papel esencial en su posterior obra. Después de sus estudios presentó varias veces sus cuadros en las exposiciones oficiales pero no tuvo éxito por lo que abandonó París para regresar a Cherburgo y se dedicó a trabajar como retratista. Por estos años abandona la pintura oficial y se ve influenciado por la pintura de Honoré Daumier con su realismo y su obra se decanta por temáticas de un contenido que se podría definido como de protesta social.

Sin embargo, siguió participando en el Salón y en 1847 tuvo un triunfo con un cuadro de carácter mitológico. Tras una breve estancia en París donde enviudó, se trasladó de nuevo a Cherburgo y luego a El Havre donde siguió pintando con la temática que era habitual en él, especialmente la vida de los campesinos.

En 1849 se unió al grupo de Barbizon a donde se trasladó a vivir y nunca abandonaría hasta su muerte. Dentro de este grupo abrazó muchos de sus principios pero sin abandonar su temática predominantemente campesina. En pocos años empezó a tener cierto éxito con la venta de sus obras y con los cuadros que periódicamente enviaba al Salón, sobre todo a partir de la década de 1860, lo que le permitió por primera vez salir de la miseria en la que había vivido hasta entonces. Incluso fue nombrado Caballero de la Legión de Honor y jurado del Salón. Sin embargo permaneció fiel a Barbizon y su pintura nunca se apartó de los principios de esta escuela. Murió en esa ciudad en 1875 admirado por muchos artistas, sobre todo por los jóvenes que en esa época incursionaban en el impresionismo.    


José de Madrazo, «La muerte de Viriato». Óleo sobre lienzo, 1807

Julián González Gómez

Madrazo_Viriatus_HighResViriato fue un jefe guerrero lusitano que combatió a las tropas romanas en el último siglo antes de nuestra era. Conocido por su valor y osadía, llegó a vencer muchas veces a los invasores que querían expandirse por Hispania. Considerado un héroe nacional tanto por España como por Portugal, su figura ha sido objeto de numerosos homenajes a lo largo de muchos años y este cuadro de José de Madrazo es uno de esos homenajes rendidos al guerrero que nunca fue vencido por los invasores.

Pero aquí no se muestra al caudillo al frente de sus tropas combatiendo al enemigo, sino que se representa la trágica muerte de este personaje, apuñalado por dos traidores que pretendieron con este acto congraciarse con los romanos y cobrar una recompensa, pero ésta les fue denegada ya que el jefe romano les dijo que Roma nunca le pagaba a los traidores. Viriato murió en su lecho mientras dormía y en esta escena se puede ver a sus allegados más cercanos llorando ante el cadáver del héroe.

El cuadro y su estilo corresponden cabalmente en su plástica al neoclasicismo que estaba en boga por los tiempos cuando fue pintado. La composición neoclásica exigía un orden estricto en cuanto a la posición de los personajes, el empleo de una simetría, entendida como la relación de las partes con el todo, que ubica la escena en un marco espacial perspectivado y se ubica cada parte en su justa correspondencia con la totalidad. Por otra parte la composición exige, además de los distintos niveles de profundidad que están expresados en varios planos, un equilibrio completo de las masas que así quedan distribuidas uniformemente en el espacio. Como un recurso del artista para generar un plano extra que se fuga hacia el fondo, se representa una cortina abierta que rompe el espacio y a través de ella se puede ver una escena exterior que muestra el campamento de los lusitanos a plena luz del día. Esta luminosidad contrasta con la penumbra que inunda toda la escena principal.

El colorido es tenue y bien matizado como corresponde a la tenue luz que baña el ambiente en el que se está desarrollando el drama. No hay más que una gama atenuada de colores que sin embargo proyectan una variedad de tonos dentro de los cuales se destacan el rojo y el anaranjado de las capas y el amarillo limón que porta el personaje que está postrado encima del cadáver del héroe. La gradación tonal está lograda de una forma muy sutil y va desde la parte más luminosa, que está a la derecha, hacia una suave penumbra que se encuentra a la izquierda. Además, como lo exige la representación, la escena aparece iluminada por una luz que es frontal y es invisible, con lo cual se refuerzan los colores y tonos y además se armonizan los matices.

A menudo el arte neoclásico ha sido calificado como excesivamente formal y academicista, sobre todo por los románticos, cuyo objetivo era muy diferente y hasta opuesto en cuanto a sus fuentes y su contenido. Sin embargo, se puede decir que, a pesar de cierto alejamiento que inspira el arte neoclásico, en muchos casos nos encontramos con obras conmovedoras y de una factura totalmente impecable. Los artistas neoclásicos, regidos por la academia, estaban sometidos a estrictas reglas en lo que corresponde a prácticamente todos los aspectos que debían representar y por ello, lo que priva en este arte es sobre todo la corrección. José de Madrazo fue uno de los artistas más destacados de este período y se le deben numerosas obras de una factura impecable.

Madrazo nació en Santander en 1781 y fue el iniciador de una notable saga de artistas. En sus comienzos estudió con un artista llamado Gregorio Ferro, pintor ecléctico. Posteriormente, gracias a sus dotes y escuela logró ingresar a la Real Academia de Artes de San Fernando en Madrid donde siguió la disciplina academicista durante varios años. En 1803, gracias a sus contactos y su habilidad se marchó a París para estudiar con Jacques-Louis David, el más destacado pintor neoclasicista de su tiempo. David le enseñó todos los aspectos que dominaron la pintura academicista durante ese período y Madrazo, que era buen discípulo los tomó sin rechistar. Ganó una beca para ir a Roma a continuar sus estudios y se marchó con su amigo y también discípulo de David, Jean Auguste Dominique Ingres. En 1806 ingresó en la Academia de San Lucas en la ciudad eterna y de esa época es este cuadro que presentamos. Como opositor al gobierno de José Bonaparte fue hecho prisionero en esta ciudad. Durante su encierro conoció al rey Carlos IV, quien estaba también prisionero junto con su esposa y de esa amistad, en 1813 dentro de la corte en el exilio, fue nombrado pintor de cámara. Los acontecimientos políticos se sucedieron y la invasión de las tropas napoleónicas para tomar de nuevo Roma hizo que el rey tuviera que salir de esa ciudad y con ello Madrazo perdió su título.

Tras su regreso a España, después de las convulsiones políticas de esa época, en 1818 fue encargado de reorganizar el Museo del Prado bajo los auspicios del nuevo rey Fernando VII. Creó la catalogación de las obras que se exhibían en el museo por medio de litografías, siendo el introductor de esta técnica en España. En 1823 fue nombrado director de la Academia de Artes de San Fernando y poco tiempo después del Museo del Prado, llegando a ser por ello el artista más prominente de su época en España. Murió en Madrid en 1859 después de una exitosa y fructífera carrera dentro del mundo académico.


Juan Gris, «Mujer sentada». Óleo sobre lienzo, 1917

Julián González Gómez

JuanGris_Mujer_sentadaLos primeros pasos del cubismo los dieron Picasso y Braque a partir de 1908 en que comenzaron a investigar sobre el desarrollo de la descripción en diversos planos de un objeto representado sobre la tela. Esta búsqueda empezó a rendir sus frutos un poco después cuando el estilo y su radical forma de presentar las formas se empezaron a plasmar de tal manera que se rompía toda representación naturalista y perspectiva por primera vez desde el Renacimiento. La búsqueda los llevó a una técnica casi monocroma en la cual se podían ver los diversos planos que daban la idea general de lo que se estaba representando, acercándose al objeto y reduciéndolo a su geometría más básica, además mediante la descomposición de esa geometría presentar el esbozo más simplificado y estilizado que se había logrado hasta entonces.

De esa manera surgió el llamado cubismo analítico que fue visto en sus inicios con bastante reserva aún entre los artistas de vanguardia. Sin embargo poco a poco se fue afianzando y sus principios radicales empezaron a ser aceptados y adoptados por otros artistas. Pero la excesiva estilización y fragmentación del cubismo analítico llevó a Picasso y Braque a una trampa: llevados a su última consecuencia estos principios estaban llevando a un arte abstracto en el cual ya no se podía visualizar lo representado y por ello no se le podía identificar. Los dos pintores no quisieron dejar de representar los objetos de una forma reconocible y entonces se generó una revisión de los principios del cubismo en la cual la representación necesariamente tenía que representar los objetos para su identificación y para esto se simplificó la descomposición en las diversas facetas del objeto de una forma más simple. El color adquirió un nuevo protagonismo así como la aplicación de diversos materiales con lo cual se creó el llamado collage. En esta fase del cubismo es cuando hace su aparición Juan Gris como uno de los más destacados artistas de este movimiento.

En el cuadro que aquí presentamos aparece la figura altamente estilizada de una mujer, la cual se puede reconocer por los elementos geométricos que componen su cabeza y su cuerpo. Su posición es sentada sobre una silla que también podemos reconocer. La descomposición de los planos está organizada de tal forma que corresponden con la estilización de la figura sin perder su carácter esencial. Algunas de las partes están dibujadas con líneas blancas que se destacan sobre todo con el azul de la blusa, mientras que las zonas pintadas de negro muestran variantes de dibujos en curvas que contrastan con los diseños rectilíneos que dominan la composición. Las diferencias entre figura y fondo se diluyen gracias a la descomposición en diversos planos que se adelantan o retrasan de acuerdo al patrón establecido previamente por el artista. A diferencia de otros cuadros de Gris, aquí la coloración no es variada e intensa sino que se limita a una gama de grises, el negro, un plano amarillo en el fondo, blancos y sobre todos destaca el azul antes mencionado. El efecto es discreto y lo que se pierde en expresividad del color se gana en la buena combinación del diseño de los distintos planos creando un lenguaje claro y directo.

Falta en este cuadro el collage típico en la obra de Gris pero aún así el efecto final resulta de gran atractivo visual. Algunos críticos han aseverado que la pintura de Gris carece de profundidad conceptual y constituye sobre todo un arte decorativo. Pero ante esto hay que decir que en general el cubismo sintético no buscaba comunicar nada más que lo que se presentaba tal y como se puede ver descompuesto en un número determinado de planos que se relacionan entre sí dando al final un resultado de fácil identificación del objeto representado.

Juan Gris, que era su seudónimo, nació en Madrid en 1880 y recibió el nombre de José Victoriano González-Pérez. El Madrid que vio nacer a este artista era por esa época conservador y poco permeable a las vanguardias. Gris pronto se aficionó al dibujo y entre 1904 y 1906 estudió en la Escuela de Artes y Manufacturas de Madrid y en el estudio de un pintor local, de nombre José Moreno Carbonero. Trabajó como ilustrador en diversas publicaciones y también se dedicó a diseñar las portadas de varios libros en un estilo modernista. Para evitar el servicio militar se marchó a París en 1906 donde se empezó a relacionar con diversos artistas, entre ellos Picasso y Braque. Por esa época sobrevivía como dibujante trabajando para diversas publicaciones.

En 1910 inició su obra cubista bajo la influencia de Picasso y en 1912 presentó varias de sus obras en el Salón de los Independientes de París obteniendo un relativo éxito. Un año más tarde empezó a trabajar con la técnica de pegar diferentes papeles a la tela con lo cual innovó al cubismo, por esa época ya definitivamente sintético. Mientras que otros artistas abandonaban la vanguardia cubista, entre ellos Picasso, Gris se mantuvo fiel a este estilo creando cada vez más obras con un especial sentido colorístico. Nunca obtuvo grandes reconocimientos y sus pinturas pasaron discretamente por los salones y la crítica. De hecho la obra de Gris pasó desapercibida y subestimada durante muchos años hasta que hace un tiempo relativamente corto se empezó a valorar y exponer en algunos de los museos más importantes del mundo. Falleció a los cuarenta y siete años en Boulogne-sur-Seine, Francia.


Mirón, «El Discóbolo». Original de bronce, siglo V a.C.

Julián González Gómez

Discobolo MironLa mayoría de las estatuas griegas que han llegado hasta nuestros días provienen de copias romanas hechas en la antigüedad y el famoso Discóbolo, no es una excepción. La escultura original se realizó casi seguramente en bronce pero la mayoría de copias romanas que de ella se hicieron son de mármol, así que su percepción queda un poco distorsionada por la naturaleza del material. Unas cuantas reproducciones romanas se hicieron en bronce y de una de ellas que sobrevivió a la historia es la que aquí presentamos.

Correspondiente al período clásico de la escultura griega, el Discóbolo es la representación de un joven atleta heleno en el momento en el que se dispone a lanzar el disco en una de las antiguas pruebas de atletismo que se llevaban a cabo en Grecia, por ejemplo en los juegos olímpicos. El cuerpo, representado en un estado de máxima tensión, se arquea en dos marcadas curvas que se forman una con el tronco arqueado hacia adelante y la otra con las piernas flexionadas. Un tercer arco muy marcado lo establecen los dos brazos, el izquierdo apoyado en una de las rodillas y el derecho portando el disco que se va a lanzar. La cabeza está girada hacia atrás, como contemplando el disco que está a punto de lanzar. El cuerpo muestra un cuidadoso estudio de la anatomía de un joven atleta en la máxima expresión de una musculatura de gran firmeza que es producto de una intensa actividad física y su entrenamiento. Por cierto, parece ser que en las primeras olimpíadas modernas, realizadas en Grecia en 1896, en donde el lanzamiento del disco fue una de las pruebas de atletismo, los atletas se inspiraron en esta escultura para realizar la técnica del lanzamiento. Posteriormente evolucionó hacia otras posiciones más efectivas para alcanzar mayores distancias y en la actualidad ya no es así exactamente, pero la postura de los lanzadores de disco se parece todavía un poco a la del Discóbolo.

La escultura griega clásica mostraba sus modelos con figuras idealizadas las cuales, aunque partían de la naturalidad de modelos reales, se debían ajustar a determinados cánones de proporciones y las reglas de la simetría para así acercarse al ideal de belleza que se deseaba. La belleza lo era todo para los artistas griegos y a lo largo de un buen número de años y varios creadores de por medio se establecieron las normas y los cánones que podemos admirar en las creaciones escultóricas de este período. Por ello, la escultura griega no mostraba el cuerpo humano tal como era el modelo, sino tal como debía ser para ajustarse a los cánones de la belleza. El modelo real siempre tendría algún defecto, pero el modelo idealizado carecía de ello, debía ser lo más perfecto posible de acuerdo a las capacidades del artista. Recordemos la dualidad de Platón que declaró que este mundo sólo es un reflejo imperfecto del mundo perfecto de las ideas y la belleza pura.

La evolución de la escultura griega clásica pasó por varias etapas, todas ellas de una gran importancia, pero el elemento central, el que las unificaba, era el establecimiento de aquellas normas que acercaran a sus creaciones al ideal máximo de belleza. Se consideraba el cuerpo de un joven pletórico en sus facultades físicas como el mejor ejemplo de este ideal, relegando el cuerpo femenino a un segundo término. Así el joven atleta representaba el máximo logro de la perfección y también por eso se representaba a los principales dioses bajo ese canon. Al fin y al cabo los dioses debían ser perfectos.

Por ello el Discóbolo, si bien no representa a un dios, representa al héroe olímpico con todas sus nobles características físicas desarrolladas al máximo. También por eso es una de las esculturas de la Grecia clásica más conocida y su autor Mirón uno de los artistas más célebres de este período.

Mirón de Priene, conocido mayoritariamente sólo como Mirón nació en Eléuteras en fecha desconocida del siglo V a.C. No se sabe nada de su vida ni de su formación, pero estuvo activo desde el 480 hasta el 440 de ese siglo. Según Plinio, Agéladas de Argos fue su maestro.

Como casi todos los escultores griegos de su tiempo trabajó preferentemente con el bronce realizando figuras de diferente tipo, sobre todo de dioses y héroes, pero se hizo famoso especialmente por sus esculturas de atletas, muy novedosas para su tiempo, en las cuales era un factor esencial la naturalidad de la postura, que se consideraba exacta a la original, pero eso sí, sometida a la simetría necesaria para obtener un todo armonioso. Su rival fue Policleto y Plinio considera que Mirón lo superó por sus proporciones más armoniosas. Esencialmente, el genio de Mirón consistió en la capacidad extraordinaria que mostró para captar el movimiento. Según algunos cronistas antiguos, aunque Mirón ejecutó obras admirables de rito y dinamismo, no tuvo el mismo éxito en mostrar las emociones y los procesos mentales de sus modelos.


Desconocido, “Bailarina de Mohenjo-Daro”. Bronce, III milenio a.C.

Julián González Gómez

Dancing_Girl_of_Mohenjo-daroUna joven posa desnuda con desenfado mostrando un cuerpo sumamente esbelto, con un busto pequeño y estrechas caderas. Quizás es una adolescente a quien todavía no se le ha terminado de formar un cuerpo de mujer desarrollada. En su rostro los ojos están cerrados así como la boca, mostrando un semblante como si estuviera pasando un trance. Su cabello está recogido y solo se expande hacia la espalda, sin llegar más allá de los hombros. La cabeza está ligeramente echada para atrás. Su postura parece desenfadada ya que su brazo derecho descansa sobre su cadera y el izquierdo, sobre el muslo. Las piernas se separan ligeramente y no se muestran sus pies, haciendo que todo su cuerpo descanse sobre el pequeño pedestal que tiene abajo. Su vagina está fuertemente expresada, lo cual nos comunica más ciertas características asociadas al sexo que a la fertilidad. En efecto, nada en esta figura denota caracteres de fertilidad ya que, como se dijo antes, tanto los senos como las caderas son pequeños y poco desarrollados.

En sus brazos muestra una serie de anillos, probablemente de bronce, sobre todo en su brazo izquierdo, en el cual prácticamente hay anillos a lo largo de toda su extensión. En la mano izquierda lleva una especie de guante u otro objeto similar. Otro adorno que lleva es un collar con tres pendientes que se posan encima de sus pechos. Esta pequeña figura, cuya altura es de cerca de once centímetros, ha fascinado a los arqueólogos e historiadores del arte desde que fue descubierta en las ruinas de una casa de la antigua ciudad de Mohenjo-Daro en 1926. Por la postura dinámica y el desenfado que presenta fue inmediatamente bautizada como “la bailarina”, aunque si en realidad representa a una danzante es objeto de duda y cae en el misterio. Lo que es sorprendente es su “modernidad” en términos plásticos ya que es una figura que presenta caracteres anatómicos análogos a los ejemplos de una plástica que se podría denominar como de reciente expresión.

¿Quién era esta pequeña adolescente? Es una pregunta que probablemente nunca se pueda responder con certeza. Por otras figuras encontradas por los arqueólogos en Mohenjo-Daro y otras antiguas ciudades de esta civilización, no parece ser una figura de culto, una diosa para rendirle pleitesía. Podría ser más bien una joven sacerdotisa de un culto que no conocemos y también podemos aceptar que podría estar realizando alguna evolución de una silenciosa danza en honor a los dioses. Lo cierto es que la poderosa fuerza de expresión de esta joven es incuestionable y todavía hoy, a casi 5,000 años de distancia de que fue creada, todavía nos subyuga.

La “Bailarina” como se dijo antes, fue encontrada en los restos de una casa de la ciudad de Mohenjo-Daro, asentamiento de primera importancia de la antigua civilización del valle del río Indo en el actual Pakistán. Esta civilización también es llamada Harappa, por los restos de la otra ciudad importante de esta cultura que fue descubierta en la misma época. Mohenjo-Daro fue habitada durante el tercer milenio a.C. por una cultura de gran sofisticación, contemporánea de las culturas del antiguo Egipto y los sumerios en Mesopotamia. Su abandono, en el segundo milenio a.C. se debió probablemente a un cambio del curso del río.

Durante su período de mayor apogeo, Mohenjo-Daro fue la ciudad de mayor desarrollo del sur de Asia. Los restos de esta cultura se extendían por el este hasta las regiones más noroccidentales de la India y por el oeste, hasta los territorios vecinos de Irán. La ciudad poseía un avanzado sistema de extracción de agua mediante pozos y su canalización por medio de acequias que regaban no solo los campos, sino además proveían de agua corriente a la ciudad, hasta el punto de que en las casas había baños. Poseía así mismo un avanzado sistema de desagüe mediante tuberías y canalizaciones especiales. La ciudad estaba organizada en cuadras con sectores diferenciados de viviendas, centros de reunión comunal, graneros, templos y palacios, lo cual nos da una idea de lo avanzado de su planificación urbana. Las viviendas gozaban de todos los servicios y eran amplias y bien ventiladas.

Esta civilización no solo dejó importantes restos urbanos, sino además un arte bien conformado y desarrollado en el que destacan las figuras monumentales de dioses y tal vez gobernantes. También poseía un sistema de escritura, el cual no ha podido ser descifrado todavía, que era probablemente utilizado para narrar hechos históricos y registrar los bienes y contabilidad del Estado. Son famosos los sellos cilíndricos con caracteres de escritura y figuras de animales que utilizaban los habitantes para registrar su propiedad sobre tablillas de arcilla, rasgo que también se puede encontrar en la cultura sumeria. Probablemente su economía se basaba en la explotación de los recursos agrícolas y en el comercio.

Los primeros restos de esta civilización fueron hallados en 1920 y entonces se le describió por primera vez. Las investigaciones se sucedieron en los siguientes años por parte de diversos arqueólogos europeos y a partir de la década de 1960, por arqueólogos paquistaníes e hindúes. En 1980 la Unesco declaró las ruinas de Mohenjo-Daro como Patrimonio de la Humanidad.


Sol Lewitt, «Dibujo de pared No. 65». Técnica mixta, 1971

Julián González Gómez

 

Lewitt Wall Drawing #65Aunque este artista no está catalogado como un abstracto expresionista ya que su obra es muy variada y se puede inscribir dentro del arte conceptual, en este dibujo hace un homenaje a la abstracción predominante durante años anteriores a su realización y por medio de este se hermana con algunos destacados miembros de aquel movimiento como Mark Tobey o Franz Kline. Sin embargo, a pesar de que fue realizado mediante dos de los medios que utilizaban los expresionistas abstractos: el automatismo y la improvisación, por su morfología conceptual se podría circunscribir dentro del minimalismo, lo que hace de esta obra algo más que un mero signo de admiración por las glorias pasadas dentro del volátil mundo de las tendencias artísticas de la modernidad. Esta obra, al igual que mucho del trabajo gráfico de Lewitt, es menos conocida que su obra escultórica serial, pero por su rareza la incluimos en esta sección.

En este dibujo impera el gesto automático del creador que se expresa sin mediar ningún filtro técnico o temático y tan sólo se deja llevar por lo que su impulso determina. Eso sí, dentro del programa premeditado que se planteó, el medio expresivo se restringe únicamente a la línea, trazada libremente y sin aparente control sobre su dirección. Estas líneas no son vectores sino vehículos de transmisión y ligamento entre ellas mismas, formando campos virtuales que se pueden determinar por medio de las aristas que los circunscriben. El minimalismo de esta obra consiste entonces en la economía básica de los medios de expresión, restringidos a las mismas líneas, pero de diferentes colores los cuales expresan una tenue variedad.

No hay ninguna representatividad de valores ni tampoco signos o símbolos que pretendan comunicar nada. En el minimalismo lo que está es lo que es y en este caso sólo están las líneas. Si en la lectura por parte del observador se revela algún mensaje, este no ha sido premeditado, ni siquiera si existiese alguna ambigüedad aparente. En mi caso lo asemejo al producto de los trazos que puede hacer un niño en una pared con un crayón de cera, pero esto es solamente una analogía y seguramente una anécdota. La frialdad y sequedad del minimalismo pueden parecer distantes, pero sus consignas se rigieron por una clara conciencia de la neutralidad de la expresión, que se oponía a la exuberancia y el populismo de las tendencias dominantes en el arte de los años 60 del siglo pasado. Lo que destaca a esta obra dentro de aquellas que produjo el minimalismo (en el que predominaba la geometría euclidiana), es su organicidad y la libertad del enunciado y por ello se puede asociar con el expresionismo abstracto, un arte mucho menos constreñido por los aspectos conceptuales y también los formales.

Sol Lewitt nació en Hartford, Connecticut, en 1928. Provenía de una familia de emigrantes judíos de Rusia que se establecieron en Estados Unidos a principios de siglo. Después de estudiar la preparatoria se inscribió en la Universidad de Syracuse, donde recibió el título de Bachelor of Fine Arts en 1949. Poco tiempo después, viajó a Europa donde conoció las obras de los grandes maestros de la antigüedad y los modernos y también se empapó de las tendencias posvanguardistas que por ese entonces se desarrollaban. Su carrera como artista se inició después de su servicio militar (participó en la guerra de Corea), trasladándose a Nueva York, donde trabajó durante algún tiempo como diseñador gráfico para la revista Seventeen Magazine y después para la firma de arquitectos de I. M. Pei. Sus intereses lo llevaron a estudiar la fotografía del siglo XIX, en especial la obra de Eadweard Muybridge y sus series de locomoción secuenciada.

Como artista independiente se inició a principios de los años sesenta haciendo esculturas, que él llamaba “estructuras” para diferenciarlas del arte tradicional y porque además pretendía desligarse de los encasillamientos a los que estaban sometidos los artistas, relacionándose de esta forma con las primeras expresiones del arte conceptual. El desarrollo de estas “estructuras” se basaba en configuraciones geométricas y planos seriados, como consecuencia de sus estudios sobre Muybridge. Dentro de su propia tendencia empezó a relacionarse con el minimalismo a mediados de esa década, pero insertando un fuerte componente conceptual, con la consigna de que en el arte es más importante la idea que su concreción material. Trabajó en estructuras modulares regidas de acuerdo a progresiones matemáticas en las que cada pieza es parte de una serie de variaciones sobre un tema específico. Sus estructuras modulares eran construidas con metal o madera, primero pintadas de negro y en épocas posteriores de blanco, ateniéndose a la pureza representativa del minimalismo.

En 1968 realizó su primera obra auténticamente conceptual, llamada Box in the Hole, que consistió en un cubo que Lewitt enterró y fue registrada sólo por medio de fotografías. Bajo estos mismos parámetros su obra se desenvolvió y a partir de la década de 1970 empezó a destacarse como artista tanto conceptual como minimalista. Bastante reconocido en los Estados Unidos, sus trabajos se empezaron a conocer en Europa a partir de fines de esa década. Con muy pocas modificaciones, expuso sus planos, figuras seriadas y obras gráficas de variaciones hasta su muerte en el año 2007.


Otto Dix, «Jugadores de cartas». Óleo sobre tela, 1920

Julián González Gómez

dix-skat-players-1920Hay un arte en el cual la autocomplacencia y el sentido de lo agradable le es ajeno por superfluo, es un arte que se podría catalogar de “feo” en su sentido más crudo y desgarrado, y este cuadro pertenece a él. Durante una noche y en un lugar cerrado y sórdido, tres personajes se sientan alrededor de una mesa, iluminados por una tenue lámpara, están jugando a las cartas y es el momento en el que cada cual está mostrando su jugada a los otros dos. El juego se llama Skat y desde hace mucho ha sido el juego de cartas más popular en Alemania y otros lugares del centro de Europa.

Los tres individuos son veteranos de guerra y muestran de forma cruda las mutilaciones y heridas recibidas en combate. El que está de frente muestra los dos muñones que quedaron después de perder las piernas, también ha perdido los brazos y su cuello puede sostener su cabeza únicamente por medio de una prótesis. En la cabeza lleva una placa metálica que cubre la parte del cráneo que perdió, un ojo es de vidrio y su mandíbula, por medio de la cual sostiene las cartas, es de metal pues también la ha perdido. El personaje de la izquierda perdió una pierna y el brazo derecho; en el muñón del brazo izquierdo lleva una prótesis y ha perdido también la mitad derecha de la cabeza faltándole el ojo, la oreja y la mejilla; lleva un largo tubo con un auricular que sale del agujero donde estaba la oreja y le sirve para poder oír. Al personaje de la derecha le faltan las dos piernas y el brazo derecho, donde lleva una prótesis; carece de la movilidad de su espina dorsal y ha perdido la mandíbula y la nariz, pero lleva orgullosamente la cruz de hierro que ganó en combate.

La parte inferior de los cuerpos de los tres personajes se mezcla con las patas de la mesa y las sillas, como aludiendo a la naturaleza inanimada de sus piernas, carentes de movimiento autónomo. Lo mismo sucede con el perchero que se encuentra detrás de uno de ellos y que cierra la composición en la parte superior derecha. Detrás del personaje central se pueden ver tres periódicos de la época, en clara alusión a los terribles acontecimientos que estaba viviendo Alemania en la postguerra.

Dix empleó no solo el pigmento disuelto en óleo para realizar esta patética representación, sino además usó el collage para resaltar ciertos detalles como las prótesis de las mandíbulas. Las cartas son de un auténtico mazo de Skat, al igual que las hojas de los periódicos, que son de Dresde y aluden directamente al contexto donde se desarrolla este drama. El cuadro no pretende provocar pena o compasión en el que lo contempla, es más bien una parodia de los horrores de la Primera Guerra Mundial sufridos por los que la sobrevivieron y también es una llamada de atención sobre la espantosa situación que sobrevino después de ella, en la cual se perdió la cohesión social, se inició una depresión económica y una inmensa inflación que hizo imposible la vida para todos los alemanes. Todo este caos y carencia desembocaría en una gran polarización de la sociedad y dentro de esta situación surgirían grupos de radicales, en especial el Partido Nazi, con los consiguientes acontecimientos que desembocarían años después en su ascenso al poder y la segunda guerra mundial.

Aunque se podría catalogar esta obra dentro del marco del segundo expresionismo alemán, figurativo y cargado de connotaciones sociales, su deuda más grande es con el movimiento Dadá por su ironía y sentido caricaturesco: una parodia sombría, patética y horrorosa. Dix conoció de primera mano estos sucesos ya que participó en la guerra como combatiente y, aunque pudo sobrevivir a ella, quedó marcado por dentro, mutiladas sus ilusiones y su sentido de la vida, al igual que los tres esperpentos que pintó en este cuadro.

Otto Dix nació en Gera, Alemania, en 1891 y era hijo de un obrero de la metalurgia. Su madre, aficionada al arte y las letras, seguramente ejerció una notable influencia en su hijo, quien en vez de dedicarse a un oficio como correspondía a su condición, prefirió dedicarse a una carrera artística. Entre 1905 y 1909 estudió con un pintor decorativo, quien al parecer no le auguró un futuro brillante en el arte. Poco después consiguió que el gobierno local le concediese una beca de estudios y se marchó a Dresde, inscribiéndose en su prestigiosa escuela de Bellas Artes, donde estuvo hasta 1914, aprendiendo las técnicas artísticas tradicionales. En este período se vio atraído especialmente por la pintura de los maestros renacentistas alemanes, pero también llamaron su atención las vanguardias que por ese entonces estaban en apogeo como el cubismo, el futurismo y el expresionismo.

En 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial, Dix se enroló en el ejército y peleó en los frentes ruso y francés. Como le sucedió a tantos jóvenes que intervinieron en esta hecatombe, Dix quedó profundamente marcado por las huellas del conflicto y a su regreso en 1919 hizo de la guerra uno de los temas fundamentales de su obra pictórica. En esta ciudad fundó junto a otros artistas el Dresdner Secession Gruppe, un grupo radical en el que había pintores y escritores afines al expresionismo y el dadaísmo, con quienes elaboró gran cantidad de pinturas y collages de carácter crítico y social. En 1922 se marchó a Dusseldorf, donde se unió a otro grupo radical de artistas, Das Junge Rheinland. En 1925 se trasladó a Berlín, donde desarrolló una vasta obra de crítica social, siendo influido por la corriente en boga por ese entonces en Alemania: la Nueva Objetividad.

En 1927 regresó a Dresde, donde fue nombrado catedrático de la Escuela de Bellas Artes, en la que impartió clases hasta 1933, año en el que el partido Nazi subió al poder y por ser considerado como uno de los principales exponentes de lo que llamaron “arte degenerado” fue destituido. A partir de estos sucesos se aisló y vivió en varios lugares, abandonando la crítica social y dedicándose a la pintura religiosa con marcada influencia renacentista. En 1938 fue arrestado por la Gestapo y pasó un tiempo en prisión y pasó la segunda guerra mundial en su ciudad natal. En 1945 se le llamó de nuevo al frente y fue capturado por los franceses. Tras su liberación en 1946 se trasladó a Hemmenhofen y pasó los años de la postguerra desarrollando su obra pictórica dentro de los cánones renacentistas y también expresionistas. En las décadas de 1950 y 1960 recibió varios premios y distinciones, en especial la Cruz del Mérito Federal, otorgada a personajes distinguidos de las ciencias y las artes. Murió de una apoplejía en 1969 y fue enterrado en Hemmenhofen.


Anónimo, «La leona herida», palacio de Asurbanipal en Nínive. Alabastro, S. VII a.C.

Julián González Gómez

Leona-Herida-Palacio-de-AsurbanipalLos asirios ejercieron su poder por medio de las armas, eran temibles guerreros y fueron los primeros en utilizar el hierro en sus lanzas y espadas, gracias a lo cual se establecieron en toda la Mesopotamia y Palestina, e incluso llegaron a dominar Egipto. El poder de los asirios se debía pues, al factor militar, pero también se convirtieron en una potencia comercial, controlando las rutas de las caravanas que acudían desde el este hacia los puertos del Mediterráneo y Egipto por el oeste. Esto permitió que la sociedad asiria gozara de una gran riqueza y tuviese gustos refinados a pesar de su vena guerrera, la cual acabó abruptamente con la toma y destrucción de Nínive por los medos en el siglo VII a.C. La ciudad de Nínive era una de las más grandes de la antigüedad, se extendía por más de 50 kilómetros en su parte más larga y unos 20 kilómetros a lo ancho de un paraje en la orilla oriental del río Tigris. Fue la última capital del reino asirio, que alcanzó su máximo esplendor entre los siglos IX y VI a.C. y cuyo postrer monarca de gran renombre fue Asurbanipal, mencionado en múltiples textos de la antigüedad, incluyendo la Biblia.

Siendo de origen bárbaro, los asirios en su expansión adoptaron muchas de las tradiciones artísticas del sofisticado imperio babilónico, al cual finalmente lograron conquistar. Estas tradiciones se manifestaban entre otras cosas por un arte escultórico de una calidad desigual, alcanzando su mejor expresión en la representación de los elementos de la naturaleza y escenas de batallas. La otra influencia notable en el arte escultórico asirio fue la del pueblo de los hititas, que eran sus vecinos hacia el noroeste y que probablemente les enseñaron la talla en piedras semiduras. Los más abundantes ejemplos del arte asirio se encuentran en las ruinas de los palacios, en especial en el palacio de Khorsabad y en el palacio de Asurbanipal, este último en Nínive. Precisamente en las ruinas de este palacio fueron hallados en el siglo XIX unos magníficos relieves en los que aparece el rey en un carro o a pie cazando leones en escenas de gran naturalismo y vitalidad. No cabe duda que el artista o el grupo de escultores que tallaron estos relieves eran maestros consumados de su oficio, creando escenas que sobrepasan por mucho lo estereotipado del arte propagandístico, que al fin y al cabo era el propósito de estas escenas. El rey caza leones, animales dotados de gran fuerza y fiereza, de espíritu noble y aguerrido, y los somete quitándoles la vida.

Hay dos escenas en especial que llamaron la atención desde que fueron expuestas por primera vez en el Museo Británico y en ellas se pueden ver únicamente a los leones, que han sido atravesados por las flechas del rey pero que todavía no han muerto. La obra que presentamos hoy es uno de esos dos paneles y fue nombrada desde su descubrimiento como “la leona herida”. En el panel se puede ver el relieve de una leona en cuyo cuerpo se han clavado tres flechas, una de ellas en el inicio del cuello y las otras dos a lo largo de su espalda. Por las heridas mana abundante sangre y evidentemente una de las flechas ha atravesado la columna vertebral del animal y le ha paralizado toda la mitad de su cuerpo. Los cuartos traseros están postrados y la leona se arrastra sin poder moverlos, sosteniéndose únicamente con las dos patas delanteras. Las heridas son fatales y seguramente la leona va a morir pronto, pero aún es capaz de alzar su cuerpo moribundo para emitir un rugido a su agresor en un postrero acto de reclamo o quizás de reto, como si se negase al sometimiento último. El dolor del animal es evidente y nos conmueve por la maestría de su ejecución. Toda la atención se centra en este cuerpo herido porque no existe en la escena ningún otro elemento que lo acompañe, tal solo la línea horizontal que es el suelo donde está a punto de caer.

Los detalles de la anatomía del animal están cuidadosamente ejecutados, como la musculatura, especialmente la tensión de los músculos de las patas delanteras que aún la sostienen y en la cabeza, las orejas echadas para atrás, los bigotes y la poderosa dentadura. Las patas traseras, paralizadas, yacen todavía con los músculos contraídos y la cola está caída y no muestra vida. Es indudable que el escultor que realizó este relieve tuvo que tomar apuntes del natural y quizás fue testigo de un hecho similar en una cacería. Nada ha escapado a su ojo crítico y observador, no sólo por la perfección y exactitud de los detalles, sino también por lo dramático del momento, que supo transmitir con maestría sin igual.

Mucho se ha discutido acerca de la simbología de este magnífico relieve, por ejemplo si la leona representa a un aguerrido pueblo que se resistió al embate de los ejércitos asirios, o bien que si la furia que muestra está asociada al valor del rey. Al final todas son especulaciones y, si bien es cierto que el conjunto de estas escenas pretenden demostrar que Asurbanipal era un rey valiente y un aguerrido cazador, todo queda desplazado por la magnificencia de este soberbio y valiente animal que se muestra aquí en el último instante de su existencia y que no se ha doblegado ante la tragedia inevitable.


Paul Cézanne, «Bodegón con manzanas y naranjas». Óleo sobre tela, 1895

Julián González Gómez

Bodegon Cezanne 1895Cézanne es uno de esos creadores que establecen una transición entre un modelo artístico que está dando sus últimos pasos y una nueva tradición que se avizora en el horizonte. Su obra es fundamental para entender los cambios que sufrió la pintura desde los inicios del impresionismo hasta el arte de las vanguardias a principios del siglo XX. Sin embargo, en vida fue un artista ignorado por el público y la crítica, tan solo apreciado por un pequeño grupo de pintores y conocedores que tenían a su obra altamente considerada por su innovación y genialidad.

La vida de Cézanne no fue fácil y tuvo que sufrir innumerables desprecios e indiferencia por parte de aquellos que no fueron capaces de entender el alcance de su pintura. Perteneció a esa generación de artistas que se atrevieron a romper con las normas establecidas y las escuelas en boga y era tal su individualidad e independencia que ni siquiera el impresionismo logró seducirlo, haciéndolo buscar otras rutas de expresión. Vivió sujeto a fuertes tensiones entre diversos aspectos de su vida, casi todos ellos relacionados con su situación familiar y las relaciones con su mujer e hijo, buscando siempre la soledad que necesitaba para trabajar en su obra. Era en esencia un pintor realista que buscaba la representación objetiva de las cosas sin recurrir a los trucos habituales que empleaban los academicistas. Le interesaban sobre todo las cualidades formales de los objetos, personas y paisajes, por lo que nunca le atrajo el impresionismo y su énfasis en la luz y la atmósfera, concentrándose más bien en fijar en sus telas los planos, los pliegues y las aristas que le daban su forma a lo representado. Para Cézanne los cuadros debían construirse en base al estudio detallado de la configuración de los elementos representados. Al final de su carrera llegó a alcanzar una síntesis formal tal que sus representaciones se reducían a las meras configuraciones geométricas de los elementos, con lo cual abrió una vía de experimentación que luego sería reanudada por la pintura del siglo XX y por lo cual se le considera el padre de la pintura moderna.

Paul Cézanne nació en Aix-en-Provence, en el sur de Francia en 1839. Era hijo de un rico banquero de la localidad, por lo que recibió la mejor educación en su ciudad y se esperaba de él que siguiera la profesión de su padre. Pero desde muy joven sintió inclinaciones por la pintura, lo cual le hizo inscribirse en una academia para estudiar arte, lo cual no gustó mucho a su familia, pero aun así le permitieron que siguiese su formación, convencidos que debía ser sólo una fase de rebeldía debida a su juventud. Mientras tanto, realizó sus estudios de secundaria en el Colegio Bourbon, donde conoció al que sería con los años un famoso escritor, Emile Zola. La amistad entre Cézanne y Zola perduró durante muchos años, al grado que se influyeron mutuamente en su quehacer creativo, pero terminó bruscamente después de que Zola publicara en 1886 su novela La obra, en la cual el protagonista era un pintor fracasado y Cézanne consideró que se refería a él. Después del colegio y por obligación de su padre se inscribió en la Facultad de Derecho para estudiar abogacía, pero al cabo de un tiempo abandonó los estudios y se marchó a París con una ayuda financiera de su madre.

En París se inscribió en la Academia Suiza, donde conoció a Camille Pisarro, con quien mantuvo una larga amistad y siempre lo consideró su maestro; además, en esta época visitó con frecuencia el Louvre para empaparse de la pintura de los maestros de la antigüedad. Un tiempo después fracasó en los exámenes de admisión de la Academia de Bellas Artes y esto le hizo regresar a Aix-en-Provence, donde empezó a trabajar en el banco de su padre, pero en 1862 decidió regresar a París para dedicarse definitivamente al arte. Se volvió a inscribir en la Academia Suiza y reinició su relación con Pisarro, de quien aprendió la transgresión de las normas académicas, haciendo que su pintura fuese cada vez más ligera y libre. En 1864 presentó un cuadro al Salón oficial de París, pero fue rechazado, situación que se repetiría durante varios años, lo que le creó un fuerte resquemor ante toda instancia académica. De todos modos, Cézanne se empeñó en seguir presentando sus obras en los salones oficiales casi hasta el final de sus días, como si necesitase desesperadamente del reconocimiento oficial.

En 1869 conoció a la modelo Hortense Fiquet, con quien se trasladó a vivir a la localidad de L´Estaque, donde pintó durante un tiempo. Luego tendría un hijo con ella y finalmente se casarían, pese a la oposición de su familia. En esos años entró al círculo de los pintores que luego serían llamados impresionistas y su paleta se hizo más luminosa por su influencia. En 1874 expuso en el salón alternativo en la primera exposición de los impresionistas, aunque su postura era distinta a la de sus compañeros, por lo que no volvió a exponer con ellos en el siguiente salón, aunque sí lo hizo en el tercero, para después abandonar definitivamente esta tendencia. En 1878 se estableció casi permanentemente en Provenza, donde desarrolló su experimentación pictórica y consolidó el estilo que después le caracterizaría por siempre. En 1886 falleció su padre y merced a la herencia que recibió pudo por fin alcanzar la independencia económica, lo que le permitió por fin no depender de los escasos encargos y dedicarse a pintar libremente por su cuenta, viviendo en un aislamiento casi total. En 1895 el marchante Ambroise Vollard organizó una exposición de la obra de Cézanne con el apoyo de otros pintores como Pisarro, Monet y Renoir, la cual fue bien recibida por la crítica y esto le abrió la posibilidad de exponer en el Salón de los Independientes en 1899 también con éxito. En 1904 el Salón de Otoño de París le reservó una sala entera para que expusiera sus obras, que así fueron conocidas por el público y por los jóvenes artistas que quedaron fuertemente impresionados, en lo que se considera un momento trascendental para el devenir de las posteriores vanguardias. Dos años después, en 1906, Cézanne pintaba al aire libre y entonces empezó a caer una fuerte lluvia y se empapó, desmayándose. Pocos días después murió en su casa, víctima de la neumonía que contrajo.

La obra que aquí se presenta, pintada en 1895 y retocada varias veces después, constituye una perfecta muestra del gusto de Cézanne por la representación sintética y angulosa de los objetos. Aunque la luminosidad del colorido es lo primero que nos llama la atención de este cuadro gracias a sus armoniosas combinaciones cromáticas, cuando lo observamos con más detenimiento podemos darnos cuenta de que aquí lo verdaderamente importante es la construcción de las figuras mediante el empleo de los componentes geométricos que determinan sus cualidades formales. La luz es un elemento accesorio, siendo solo el ingrediente que apoya la propia arquitectura del cuadro y no su definidor. Es notable la geometría altamente compleja del paño blanco que contrasta notablemente con los simplísimos volúmenes de las frutas, repitiéndose en los paños estampados de grueso diseño que se convierten así en una especie de maraña de una enorme riqueza volumétrica. Una sublime obra maestra de uno de los más grandes pintores que ha dado la modernidad.


Rogier van der Weyden, «El descendimiento». Óleo sobre tabla, 1436

Julián González Gómez

1280px-El_Descendimiento,_by_Rogier_van_der_Weyden,_from_Prado_in_Google_EarthEste cuadro, repleto de un profundo simbolismo religioso, es una de las joyas más valiosas del Museo del Prado de Madrid. Su historia está cargada de anécdotas y hechos afortunados, incluyendo su rescate después de un naufragio en el cual no sufrió daños y un exilio a Ginebra durante la guerra civil española, regresando a Madrid al cabo de la misma.

Fue realizado por Rogier van der Weyden, también conocido como Rogier de la Pasture casi seguramente en 1436. Por ese entonces parece que era el artista más importante de la ciudad de Bruselas y el gremio de los ballesteros de la cercana ciudad de Lovaina le encargó la obra, que era la parte central de un tríptico, para la capilla de la iglesia de Nuestra Señora de Extramuros de esa localidad. Seguramente el gremio prefirió encargar una obra pintada, en vez de los tradicionales relieves, por resultar más económica. Por ello, el artista creó una composición cuyas características espaciales son más escultóricas que pictóricas, desde empezar por encerrarla en una especie de caja de mucha profundidad y carente de un paisaje de fondo, hasta el tratamiento fuertemente volumétrico de las figuras mediante un claroscuro muy marcado. Para resaltar aún más el tratamiento escultórico, van der Weiden pintó en las esquinas superiores del cuadro dos tracerías góticas que enmarcan el conjunto.

El colorido, de matices suaves pero precisos, fue obtenido gracias a las propiedades de la pintura al óleo, que por esa época ya se había impuesto entre los artistas flamencos. Estos colores son ensalzados por el dorado del fondo, que no solo establece un adecuado contrapunto cromático, sino además refleja un simbolismo relacionado con la vida eterna en la tradición artística medieval. Los colores empleados son contrastantes entre sí, siendo los fríos los que están aplicados a los ropajes de las figuras que muestran más patetismo, mientras que los cálidos de las vestimentas de los demás personajes denotan un dolor que está tratando de ser sobrellevado con resignación. El preciosismo en la representación de los detalles de los ropajes y accesorios es característico de la escuela flamenca del gótico internacional, aunque aquí el artista aplicó sucesivas capas de veladuras para obtener el máximo relieve que somete a los colores con el fin de resaltar su espacialidad escultórica, resultando así una obra mucho más volumétrica que la generalidad de las pinturas que se realizaban en esa época en Flandes.

La composición está dividida por la cruz que se ubica en el centro, partiendo la obra en dos partes que buscan un equilibrio asimétrico. La lectura se realiza observando los diversos planos superpuestos, carentes de perspectiva y ordenados frontalmente. El primer plano lo ocupa la imagen de la Virgen desfallecida, cuya palidez refleja la fuerte emoción que le ha ocasionado el desmayo y cuyo manto se extiende hacia atrás, penetrando los planos sucesivos, hasta llegar al fondo. El brazo de San Juan que la está sosteniendo pasa del segundo plano en el cual está ubicada su figura, hasta el plano de la Virgen, estableciendo otra vez un nexo tridimensional entre planos. En este segundo plano se encuentra la figura dominante de Jesús muerto, cuya postura y palidez son iguales a los de la virgen, expresando con ello que ambos han sido sometidos a los mismos sufrimientos, pero Jesús, ya fallecido, tiene caída la cabeza, mientras que la Virgen, que todavía no ha expirado, la mantiene erguida precariamente. Este mismo plano es compartido a la derecha por las figuras de María Magdalena, cuyas piernas se están doblando por la emoción del dolor y Nicodemo, que sostiene las piernas de Jesús; hacia la izquierda se halla la figura de una mujer que sostiene el brazo izquierdo de la Virgen y una matrona que llora desconsoladamente. Un tercer plano está ocupado al centro por la figura de José de Arimatea, que sostiene el cadáver de Jesús y a la derecha por un clérigo que está tomando la mano de la Magdalena. El plano más al fondo lo ocupa la propia cruz y detrás de ella una escalera y la figura del joven que ha bajado el cuerpo del salvador después de quitarle los clavos. Son entonces dos ejes tridimensionales los que establecen la espacialidad de la composición, formando una compleja cruz que está acostada horizontalmente y cuya proyección forma los diversos planos verticales.

También encontramos diversos elementos accesorios de carácter simbólico como la calavera y los huesos, que hacen alusión a la muerte, aunque al lado de ellos se encuentran unas cuantas plantas de pequeño tamaño, las cuales simbolizan el renacimiento. Es curioso el detalle del elemento central que sobresale por encima de la composición y que contiene la cruz y la figura del joven. Probablemente esta anomalía se debe a que las dimensiones y geometría del cuadro estaban definidas por el espacio en el cual se ubicaría y a que las piezas laterales del tríptico complementarían los espacios vacíos a ambos lados.

Rogier de la Pasture nació en Tournai en 1399 o quizás 1400, hijo de un cuchillero de la ciudad. No se sabe nada de sus primeros años y de su formación como pintor, pero parece posible que en cerca de 1410 entrara a formar parte del taller de Robert Campin como aprendiz. Campin se estableció en Tournai en 1406 y ya era un reconocido maestro. En 1426 aparece en los registros de la ciudad un tal Rogier de la Pasture, figurando como aprendiz de Campin y quien obtuvo el grado de maestro pintor en 1432, a una edad que parece muy avanzada, lo cual se ha prestado a diversas discusiones entre los investigadores. Es posible que entre 1432 y 1435 residiera en Lovaina, pero esto no está plenamente confirmado. En 1436 y ya con el nombre flamenco de Rogier van der Weyden, casado y con dos hijos, aparece como pintor de la ciudad de Bruselas, cargo que ostentó hasta su muerte y cuya importancia resalta que por ese entonces era un pintor de reconocido prestigio. Desarrolló su carrera exclusivamente en esa ciudad, con un intervalo de un viaje a Roma realizado en 1450, donde fue mencionado en varias crónicas, lo cual denota que era un artista famoso a nivel europeo. Es de resaltar que su viaje a Italia no dejó en su obra posterior ninguna influencia. Conformó en Bruselas un vasto taller, realizando diversos encargos para la ciudad y los visitantes ilustres de la misma, incluso varios cuadros para monarcas extranjeros. Como no firmaba sus obras, su autoría es de difícil adjudicación, siendo muy pocos cuadros los que se le atribuyen con certeza. En 1462 ingresó en la cofradía de la Santa Cruz de Bruselas, que estaba reservada para las personas más relevantes de la ciudad. Murió en 1464 y se supone que fue enterrado en esta ciudad.

Esta obra, que se supone pintada en 1436 en Bruselas, quizás fue pintada cuando todavía el artista residía en Lovaina, de acuerdo a varios registros, pero esto no ha podido confirmarse con certeza. En todo caso, es uno de los más altos logros de la pintura flamenca del siglo XV, escuela que se enmarcó dentro del gótico tardío.


Utagawa Hiroshige, «Nieve en Kisoji». Xilografía, 1857

Julián González Gómez

 

Hiroshige,_A_river_among_snowy_mountainsHiroshige es el último eslabón de la cadena de los grandes grabadores japoneses que cultivaron el estilo llamado ukiyo-e. Su formación y luego su trayectoria artística las desarrolló bajo la Escuela Utagawa, la cual estuvo vigente desde el siglo XVII hasta el XIX en Edo, la actual Tokio. Entre sus manifestaciones primó siempre una visión personal que se expresaba a través del grabado, recreando el paisaje y las escenas donde la gente es protagonista y su vida transcurre en medio de los sucesos naturales, como si fuese parte de los mismos. Se supone que Hiroshige nació en Edo, alrededor de finales del siglo XVIII en una familia de la casta de los samuráis. Desde su niñez recibió enseñanza en el dibujo y la pintura, ingresando en 1811 al taller del maestro Utagawa Toyohiro, de quien se convirtió en su más adelantado discípulo. Poco después recibió su nombre artístico: Hiroshige, con el cual desarrolló el resto de su carrera.

Desde un principio se especializó en el paisaje y también en la representación actores del teatro popular japonés kabuki, de los cuales realizó diversas series que le dieron cierta fama. A partir de 1834 se dedicó en exclusiva al paisaje con varias series de grabados que lo consagraron como el más importante artista del ukiyo-e de su tiempo. Se sabe que se casó en dos ocasiones y que tuvo un hijo de su primer matrimonio y en sus segundas nupcias adoptó una niña. A los sesenta años se convirtió en monje budista, pero continuó con su trabajo y el taller que había formado donde tenía gran cantidad de discípulos, algunos de los cuales continuaron su labor con el mismo nombre que su maestro. Se calcula que durante su vida realizó más de 5,400 xilografías, que son los grabados en madera, por lo cual es uno de los artistas más prolíficos que cultivaron el ukiyo-e. Hiroshige murió en 1858 de cólera, de la que se contagió debido a una epidemia que asoló Tokio por esos años. Fue enterrado con honores de samurái en el cementerio del templo de Asakusa Tōgakuji.

Como representante de la Escuela Utagawa, Hiroshige se distinguió por su subjetivismo al interpretar el paisaje, no exento de cierto carácter ideal, pero que nunca derivó en un manierismo inmovilizador. Sus interpretaciones estaban regidas por una concepción serena de la realidad, expresada a través del silencio de los elementos de la naturaleza, que interactúan con los seres humanos en un plano de igualdad y respeto mutuo.

Esta es una estética asociada con la visión interna y la meditación, cuya manifestación externa se traduce en una sugerencia expresada apenas con unos pocos elementos, los cuales sin embargo, son lo suficientemente poderosos como para estimular nuestra conciencia a darse cuenta que todo estaba siempre ahí y nuestros ojos no habían sido capaces de verlo.

Es una sugerencia, nunca una declaración; es un susurro, jamás un grito. El artista ha logrado hacer que nuestra mirada penetre en la realidad más profunda de la naturaleza, aquella que necesita al observador para expresarse. Lo mejor es que este prodigio, por su simplicidad nos seduce y al mismo tiempo por su humildad nos conmueve. Lo ha logrado con los medios más justos y no hay en esta evocación nada que esté de más o nada que le haga falta. Es una poesía de pocas palabras, aunque precisas y nunca redundantes. Es preciso haber sido educado con una severa disciplina, necesaria para contener el torrente de la voz y no decir nada que sobre, tan solo aquello que es absolutamente fundamental. Ante el pomposo declarante de contenidos vacíos el artista responde con el silencio; al que hace alarde de su supuesta virtud el artista replica con su humildad y ante el que va acumulando rotundidades el artista muestra su sencillez.

Esta obra, llamada Nieve en Kisoji, es parte de la serie cuyo nombre es Nieve, luna y flores. En realidad se trata de un tríptico cuyas partes se unen formando una composición. Es una obra casi totalmente monocroma, que refleja esta ausencia de color propia del invierno más profundo en las montañas. El paisaje invernal está perfectamente equilibrado en todas sus partes, dominadas por las poderosas masas de los montes nevados y en donde la escasa vegetación, por obra de los rigores del tiempo es no solo escasa, sino también está reducida a un planteamiento esquemático formal. Los pocos seres humanos que aparecen en esta escena, los cuales están atravesando un puente, también están representados de una manera esquemática, como si fueran parte misma del paisaje. Cuando contemplamos esta imagen, la vista salta desde un punto hacia otro de la composición, llevándonos en una especie de viaje por los diversos caminos que están sugeridos, avanzando hacia adelante y atrás, o bien dando vueltas, como si de un juego de silencios se tratara.

Para aquel que solo es capaz de ver la forma y no puede ver el contenido, este arte no tiene ningún interés. En una sociedad colmada por las distracciones y las banalidades, el arte que posee integridad no tiene cabida. Para la sociedad actual el arte es ajeno a su consciencia y nadie le hace caso y lo más que se puede esperar de ella es la emisión de un superficial juicio de valor. Quizás por eso se construyen hoy tantas declaraciones que se llaman arte, las cuales en el fondo son todas vacías y se dedican a gritar para llamar la atención. Luego, vienen otros detrás de ellas y se ponen a argumentar sobre el por qué son arte y encima contemporáneo y que por lo tanto tenemos que amarlo, aunque nos rompa los tímpanos. Por supuesto hay siempre excepciones, algunas incluso sublimes, siempre identificadas por su integridad y su humildad.

Por ello, el arte del grabado japonés es tal vez el mejor ejemplo de la poética que engloba al arte que se expresa a través del silencio, algo que hace mucha falta hoy.


Caspar David Friedrich, Caminante sobre un mar de nubes. Óleo sobre lienzo, 1818

Julián González Gómez

Caspar_David_Friedrich. l caminante sobre el mar de nubes 1817-1818.Arthur Schopenhauer empieza su obra capital, El mundo como voluntad y representación, con la frase: “El mundo es mi representación”; proclama que lo identifica como un subjetivista acérrimo. Es el sujeto el que contempla al mundo como una proyección de sí mismo y lo identifica solo mediante sus propias ideas, sentimientos e ilusiones. Esta bien puede ser la doctrina de todo artista romántico, que apela antes al sujeto que al objeto.

En este cuadro, el hombre contempla el mundo delante de él como prolongación de su propio ser, bajo una perspectiva amplia y serena que roza con lo sublime. El paisaje, que representa metafóricamente el espíritu del que lo contempla, es elocuente en su dramatismo y grandiosidad y se deja contemplar en toda su magnificencia. Solo un espíritu sensible, afín a un paisaje tan extraordinario, es capaz de apreciarlo profundamente, porque es él en sí mismo, es su esencia metafísica.

Los artistas románticos se rebelaron contra los dictados de la razón, propios del siglo XVIII, llamado “siglo de las luces”, proclamando la supremacía del sentimiento y la subjetividad frente a la razón fría y calculadora, que juzgaron estéril. Para ellos el ser humano es ante todo una manifestación de las fuerzas naturales, de las cuales no puede desprenderse, de ahí su amor a la naturaleza, que en este cuadro se manifiesta como la gran protagonista, pero que no tiene sentido si no es observada y a la vez admirada por el sujeto.

Se han hecho muchas interpretaciones de esta obra y en casi todas se advierte sobre el simbolismo de los elementos que aparecen en ella. El hombre, que contempla el paisaje y no tiene identificación particular por estar de espaldas, podría ser el propio Friedrich. Su postura y el bastón que lleva revelan que es un caminante que ha llegado a una eminencia del lugar y se ha quedado ahí para admirar el sublime panorama. Está solo, pues solamente en este estado se es capaz de estar en comunión con el mundo que lo rodea, sin la presencia de otra ánima. Se apoya en una fuerte roca, que representa fortaleza y las convicciones firmes, al igual que las demás escarpas rocosas, que junto a las altas montañas del fondo, son también una representación de las fuerzas telúricas que gobiernan la naturaleza. Las nubes que se levantan, que tienen un carácter etéreo en contraposición con las rocas, bien pueden representar las fuerzas sutiles que emanan de la sublimidad natural.

Otras interpretaciones han visto representaciones de carácter religioso en este cuadro, por ejemplo: las rocas y las montañas son el símbolo de la vida terrena, mientras que las nubes representan la vida eterna y el hombre está en medio de ambas vidas como sujeto terrenal y a la vez como criatura que desciende de la divinidad. También se ha dicho que las rocas representan la fe y las montañas del fondo el paraíso y el hombre se está diluyendo en una totalidad cósmica. Sea como fuere, las interpretaciones nos llevan siempre hacia esta imagen de elevación y grandiosidad espirituales. En contraposición a las obras de otros artistas de su época, e incluso a otras de sus pinturas, en este caso no se aprecia ninguna alusión a elementos tenebrosos y sombríos, también muy del gusto de los románticos. Es un canto claro a la inmensidad y suprema sublimidad de la creación.

Técnicamente, esta pintura es de una manufactura propia de un maestro consumado, destacando las delicadas tonalidades azules, por cierto un color bastante difícil de tratar, combinadas con los tenues rosas que le dan una asombrosa armonía cromática. El contraste con estas tonalidades lo dan los tonos marrones de las rocas, estableciendo una dialéctica cromática entre ambas gamas de tonalidades dominantes. Las nubes están pintadas con una apariencia algodonosa y delicada, también en claro contraste con las recias texturas de las rocas.

Friedrich fue un extraordinario pintor de paisajes, pero no trabajó este tema como sujeto de estudios figurativos, ni de expresión vindicativa y autónoma, sino como representación de la subjetividad y la emoción que contemplaba en ellos. Para él la naturaleza era ante todo una expresión de la más profunda espiritualidad, que bien se enlaza con el panteísmo de muchos otros artistas románticos, sobre todo los alemanes. Se ha llegado a considerarlo el pintor alemán más importante del romanticismo y gozó de gran fama y estima durante su larga vida, a excepción de sus últimos años.

Nacido en la ciudad portuaria de Greifswald, al nordeste de Alemania en 1774, hijo de un fabricante de jabones y velas. En 1781 murió su madre y posteriormente en el transcurso de varios años murieron dos de sus hermanas y un hermano en un trágico accidente, situaciones que marcaron en su carácter una abrumadora fijación por la muerte. Su familia era devota protestante y la educación de Caspar David fue mediada por unos estamentos religiosos estrictos e inflexibles. En torno a 1790 inició sus estudios de arte, bajo la tutela de Johann Gottfried Quistorp, quien era profesor de dibujo en la Universidad de Greifswald. También por esta época conoció al poeta y pastor Gotthard Ludwig Theobul Kosegarten, quien influyó notablemente en el joven con sus ideas panteístas y románticas. Entre 1794 y 1798 estudió en la Academia Real de Bellas Artes de Dinamarca, que por entonces era una famosa escuela de formación artística. Al acabar sus estudios se trasladó a la ciudad de Dresde, por ese entonces un centro importante del romanticismo alemán, en donde ingresó a la Academia de Bellas Artes de la ciudad, donde realizó su primera exposición en 1799.

En Dresde entabló relación con numerosos artistas, poetas y filósofos del romanticismo, cuyos principios adoptó con entusiasmo, no solo en lo que respecta a los valores estéticos, sino también en lo referente a los valores políticos, siendo durante toda su vida un ferviente defensor de los ideales republicanos y nacionalistas. La fama le llegó al ganar un concurso que había organizado Goethe en Weimar en 1805, en el que presentó dos paisajes dibujados a la sepia. Pocos años después pintó un cuadro que en su momento produjo gran controversia, pero que finalmente fue admirado: La cruz en la montaña, en el cual se fijan las bases para su posterior desarrollo de la pintura de paisajes. Admirado por Novalis y von Kleist, dos de los más importantes poetas de su tiempo, Friedrich se estableció definitivamente en Dresde, desde donde fue ganando cada vez más adeptos. El período de las guerras napoleónicas supusieron para Friedrich una reafirmación de sus convicciones políticas y en 1814 participó en una exposición que conmemoraba la liberación de Dresde del dominio francés.

En 1818 Friedrich se casó con la joven Christiane Caroline Bommer, con quien tuvo dos hijas y un hijo. Su vida transcurría entre la ciudad y algunos viajes que realizó sobre todo a la región del Báltico, donde encontraba grandes paisajes que lo inspiraban para realizar su obra. Tuvo una intensa amistad con Goethe, que terminó con una disputa entre ambos, lo cual lo afectó profundamente. Se recluyó en su estudio y abandonó la vida social para dedicarse por entero a pintar. En 1824 padeció una seria enfermedad que lo dejó inhabilitado parcialmente para nunca recuperarse del todo. Los acontecimientos políticos en Europa lo afectaron durante sus años de madurez, así como una creciente depresión que le hacía padecer estados de gran desesperación. A ello se suma que a partir de la mitad de la década de 1820 su popularidad se vio mermada, lo que le indujo a escribir sus Observaciones sobre la contemplación de una colección de pinturas de 1830. En junio de 1835 padeció un ataque de apoplejía, que le dejó inhábil, pero aun así siguió dibujando. Cada vez más solo y abandonado, murió en Dresde en mayo de 1840.


Edvard Munch, «El grito». Óleo y pastel sobre cartón, 1893

Julián González Gómez

Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso. De repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un estremecimiento de tristeza. Un dolor desgarrador en el pecho. Me detuve; me apoyé en la barandilla, preso de una fatiga mortal. Lenguas de fuego como sangre cubrían el fiordo negro y azulado y la ciudad. Mis amigos siguieron andando y yo me quedé allí, temblando de miedo. Y oí que un grito interminable atravesaba la naturaleza”.

El grito, Edvard MunchenCon estas palabras describió Edvar Munch la experiencia que le hizo pintar su cuadro más famoso: El grito, que se ha convertido desde hace algunos años en una imagen reconocida en muchos ámbitos fuera de la historia del arte. Como ícono visual, El grito representa la angustia de la existencia, el espanto de darse cuenta de la propia soledad, la opresión del ambiente y la sociedad sobre el individuo que luce impotente ante toda esta agresión y no le queda más que emitir un espantoso grito para tratar de escapar al agobio. No ha faltado la vulgarización del ícono al ser reproducido en camisetas, toallas y hasta unos enormes muñecos inflables que se pueden instalar en cualquier espacio abierto.

El cuadro muestra una escena que es real, un mirador que todavía se encuentra en las afueras de Oslo, capital de Noruega, al borde de un acantilado del fiordo donde se encuentra la ciudad. La baranda de madera también existe hoy y el paisaje luce muy similar a como se veía en 1893, el año en que fue pintado el cuadro, aunque el paseo que Munch y sus amigos realizaron por este lugar se había realizado un par de años atrás. En el cuadro se puede ver el cielo crepuscular de color rojo sangre y amarillo, el cual se refleja en el agua del mar, donde se encuentran dos barcos, pintados de manera simple. La ciudad es una mancha oscura con algunas líneas celestes y se puede distinguir la figura de una iglesia, pintada en color claro. Dos individuos, vestidos a la moda de la época y con sombrero de copa parecen alejarse y en primer plano se encuentra la figura andrógina y ondulante del protagonista, que grita mientras se lleva las manos a la cabeza en señal de desesperación. La cabeza tiene forma la de una pera invertida y los ojos, que parecen estar desencajados, delatan unas pequeñas pupilas, mientras que la boca hace una mueca al gritar.

Todo el cuadro parece estar pintado con descuido, por medio de largos y toscos trazos, sin prestar ninguna atención al detalle o a la corrección técnica. A Munch no le interesaba dejar plasmada aquí ninguna evidencia de virtuosismo o efecto pictórico; al contrario, la tosquedad de los trazos se hizo a propósito y están acordes al sentimiento de angustia que se esparce por toda la imagen, haciendo de este cuadro uno de los más importantes precedentes de la pintura expresionista. Figura y paisaje se funden en un todo que nos perturba y nos hace sentir incómodos y hasta angustiados cuando lo observamos. La unidad conceptual se verifica también por medio de los trazos y los colores, ya que figura y paisaje no pueden disociarse.

Munch realizó cuatro versiones de El grito, de las cuales ésta es la que se encuentra en la Galería Nacional de Noruega. Otras dos se encuentran en el Museo Munch de Oslo y la cuarta se hallaba en una colección particular y fue subastada en el año 2012 y vendida por casi 120 millones de dólares, siendo la obra subastada más cara de la historia. También existe una versión litográfica que realizó el propio Munch unos años después de pintar el cuadro. La versión que mostramos aquí fue robada de la Galería Nacional de Noruega en 1994 y recuperada ocho semanas más tarde por la policía noruega, mediante un trabajo de investigación que realizó conjuntamente con la Scotland Yard inglesa. También fue robado uno de los dos cuadros del Museo Munch, aunque fue también recuperado.

Tales sucesos nos dan una idea de la celebridad de este cuadro, que indudablemente se ha convertido en un objeto de deseo. Quizás es por lo perturbador que hay en él, o tal vez porque en el tren de nuestra angustiosa vida contemporánea nos sentimos identificados con su mensaje. Lo cierto es que transmite con una gran simpleza la angustia de un ser humano que se siente completamente desesperado por su vida y su circunstancia.

Algunos han querido ver en El grito una especie de autorretrato interior del propio Munch, quien nació en 1863 en la ciudad de Løten, Noruega. Su madre y una de sus hermanas murieron de tuberculosis cuando era niño y creció bajo la tutela de un padre rígido y obsesionado con la religión, que inculcó en el joven un permanente sentimiento de culpabilidad, e hizo de él una persona oscura, triste y hasta desequilibrada. La psique de Munch siempre estuvo al borde del colapso total, en buena parte por culpa de su educación y el entorno familiar en el que creció. En 1879 se inscribió en la carrera de ingeniería, la que abandonó al poco tiempo para dedicarse al dibujo y la pintura. Estudió con diversos maestros y empezó a pintar y exponer con relativo éxito. En 1885 realiza su primer viaje a París, en donde se encuentra con la pintura impresionista y post impresionista, convirtiéndose en admirador de Gauguin. Posteriormente viajó a Alemania, donde realizó una exposición que causó escándalo. De regreso a Noruega, se estableció en Cristianía (hoy Oslo), en donde montó su estudio profesional y frecuentó las tertulias del grupo llamado “El Cochinillo Negro” en el cual departían muchos artistas e intelectuales de la ciudad. Los miembros de esta tertulia participaban en actividades que en la época eran vistas como escandalosas, rechazaban profundamente a la sociedad burguesa y practicaban el amor libre. En este grupo conoció a una joven que estaba casada, de la cual se enamoró profundamente y con quien tuvo un tormentoso romance que terminó cuando ella lo dejó por otro hombre, sumiéndolo en la tristeza y la desesperación. Poco tiempo después pintó El grito, que originalmente llevaba el título de La angustia. Munch nunca se recuperó de su fracaso sentimental y se fue sumiendo cada vez más en la depresión y el alcoholismo. Jamás se casó y nunca se le volvió a conocer una nueva pareja. Años después ingresó a un sanatorio para curarse y tras ocho meses de tratamiento dejó la bebida y se sumergió frenéticamente en su actividad pictórica.

Munch se hizo un pintor famoso, tanto en Noruega como en otros países europeos, sobre todo en Alemania, donde expuso repetidas veces con los grupos de la Secesión y los expresionistas. A partir de 1909 se estableció definitivamente en Noruega, pero realizó numerosos viajes a diversos países europeos, en parte para recuperarse de sus frecuentes crisis nerviosas. Ya para 1920 estaba consagrado como uno de los mayores artistas europeos, con exposiciones en numerosas ciudades pero, a pesar de su éxito, su vida personal era triste y oscura. En 1930 contrajo una enfermedad en los ojos que le imposibilitó de trabajar con regularidad y entonces se recluyó en la pequeña ciudad de Ekely, donde vivió en la oscuridad y era considerado un demente por sus vecinos. En 1933 los nazis condenaron sus pinturas, considerándolas como arte degenerado y fueron retiradas de las galerías y los museos. Años después, cuando los nazis invadieron Noruega, ocurrió la misma situación, aunque sus pinturas no fueron destruidas. Edvard Munch murió en Ekely en 1944 a los 80 años, casi ciego y completamente solo, aunque no olvidado por sus compatriotas, quienes fundaron con sus pinturas el museo que lleva su nombre.


Francis Bacon, Tres estudios para una crucifixión. Tríptico, Óleo sobre tela, 1944-1988

Julián González Gómez

Second Version of Triptych 1944 1988 by Francis Bacon 1909-1992Bacon es un artista que no le gusta a mucha gente. Lo he podido comprobar a lo largo de varios años, ya que es uno de mis pintores favoritos y, cuando les he enseñado sus obras a diversas personas, la mayoría me han manifestado su rechazo, sobre todo por su crudeza.

Bacon no es un artista fácil o encantador, de esos “que le gustan a todo el mundo”, o por lo menos que no provoca una reacción instintiva de rechazo. La fuerte carga emotiva y existencial de su pintura se traduce en pocos símbolos, que repitió profusamente a lo largo de su carrera y que motivan una fuerte respuesta emocional. Pero la verdadera relación de un artista no es en última instancia con el espectador, sino con el mundo, con la vida y con la psique de quien se identifica con aquello que lo compromete y confronta. Por ello no trataba de quedar bien con nadie, ni siquiera con aquellos pocos allegados que lo acompañaron y lo alentaron a seguir adelante durante su ajetreada vida.

Quizás por haber sido un pintor cuya expresión era figurativa, las obras de Bacon han provocado el rechazo de más de uno, seguramente porque se puede identificar la siempre presente angustia de los personajes que están representados en ellas. Con muy pocos elementos, casi llegando al límite de la más económica concepción plástica, Bacon muestra la vida desnuda y solitaria de sus modelos, ubicados en un espacio abrumadoramente desierto y cuyos pocos accesorios están íntimamente relacionados con la condición del vacío existencial del cual son descarnados exponentes. Bacon es el pintor de la vacuidad más abrumadora, que es lo único que queda después de la destrucción de una vida en la que se ha luchado y perdido. Es tan implacable que ni siquiera nos muestra el consuelo existencial del absurdo, al que recurrieron Sartre y Camús como última respuesta a todos los “¿por qué?”.

Otro elemento constante en su obra es la ambigüedad de las situaciones y los personajes, reflejo directo de su propia contradicción, que se manifestó en los conflictos internos que padeció. En efecto, Bacon nació en un hogar conservador, con un padre autoritario, ausente y castrante que menospreciaba a su esposa y que nunca toleró la homosexualidad de su hijo. Bacon tuvo varias relaciones con otros hombres a lo largo de su vida y todas ellas estuvieron siempre plagadas de conflictos y a veces de violencia, pero como cosa poco común, generalmente fueron durables y se extendieron durante bastante tiempo, a pesar de ser excesivamente tormentosas.

Las deformaciones a las que sometía sus figuras respondían a la necesidad de expresar su carga emocional y el efecto de estar vivo y presente en el momento específico en el que transcurre la experiencia. Pero su distorsión no tiene el objetivo, tan caro por ejemplo a algunos artistas menores del barroco, de impresionar con la exageración del gesto y la pose. Bacon no esperaba una respuesta emocional, sino vivencial, casi visceral al contraponer en sus personajes la materialidad de sus masas corporales en contra del espacio vacío que los rodea y en el cual sólo hay uno o dos objetos que están en íntimo contacto con esas masas.

Se ha tratado de encasillar la pintura de Bacon en varios apartados específicos, pero en última instancia no encaja en ninguno de ellos. Durante sus primeras etapas como artista se relacionó parcialmente con el surrealismo, pero de ninguna manera se puede considerar un artista que aún en esos tiempos fuese surrealista. Otros lo han querido relacionar con el expresionismo, sobre todo por la enorme fuerza expresiva de sus obras, pero su plástica tiene poco que ver con esta tendencia. Bacon es único y un artista que escogió un derrotero de absoluta soledad, sin adherirse a una vanguardia o tendencia, sin compartir un programa o una enseñanza y comprometido con una búsqueda absolutamente personal e intransferible.

Nacido en Dublín en 1909, su familia era inglesa, por lo que se considera a Bacon ante todo como un pintor inglés. Su padre, un militar retirado, se dedicaba al entrenamiento de caballos de carrera, afición que Bacon jamás tuvo. Su niñez y primera juventud transcurrieron entre Irlanda e Inglaterra, con una estadía de la familia en Sudáfrica por algún tiempo. Bacon era asmático y por lo mismo su salud era muy frágil y siempre fue sobreprotegido por su madre, en contra de los deseos de su padre que deseaba que el chico se hiciese un hombre a toda costa. Nunca recibió instrucción artística, aunque estudió diseño por un tiempo y a esta actividad se dedicó brevemente. Tras unas estadías en Berlín y Francia, Bacon regresa a Inglaterra a finales de los años veinte con la idea de convertirse en artista y a la vez empieza su trabajo como diseñador. Pero sus diseños de muebles y objetos, a pesar de considerarse de vanguardia nunca tuvieron mucha aceptación en el público. Por esa época empieza a tomar clases de dibujo y pintura con el artista Roy De Maistre.

No es sino hasta 1944, cuando pinta los “Tres estudios para una crucifixión“ cuando su trabajo, inquietante y extraño, empieza a tomar forma y es reconocido por una minoría. Sin embargo, muchas personas, casi todas poco conocedoras de arte, rechazaron su propuesta por considerarla cruda y angustiante; esto no fue obstáculo para que algunos prestigiosos museos adquiriesen pinturas suyas, con lo cual Bacon ganó en pocos años un enorme reconocimiento internacional, aunque eso sí, no carente de polémica. Los temas que pintó fueron casi siempre los mismos: autorretratos, retratos de sus amigos, de sus amantes y varias series, las más famosas de las cuales fueron desarrolladas sobre el retrato del Papa Inocencio X que hizo Velázquez en el siglo XVII y otras series sobre Van Gogh. Ya en los años 70 del siglo pasado, Bacon era el pintor inglés más reconocido y sus obras alcanzaban altos precios en el mercado del arte. Su vida privada siempre estuvo marcada por su tendencia autodestructiva y los repetidos conflictos con sus amantes. Murió en Madrid en 1992.

Esta obra es una copia hecha por Bacon en 1988 del original pintado en 1944, que marcó un punto de inflexión en su carrera. Con frecuencia Bacon pintaba trípticos, mostrando en ellos tres versiones del mismo tema, o bien tres ángulos distintos de la misma escena, como para poder tener varias referencias que comentan sobre un hecho concreto. El fondo rojo de gran intensidad es una referencia directa, no simbólica, a la presencia de la sangre y nos dice que está sucediendo un hecho terrible en el que este fluido que da la vida se está desparramando por todo el espacio, delimitado y ortogonal, que circunda a las figuras, que no son signos ni emblemas, sino personificaciones de un ente que está sumido en un profundo dolor y desolación. Al tener en el título la palabra crucifixión, la mente inmediatamente nos lleva a pensar en el suplicio de Jesús de Nazaret, pero Bacon, con cierta ambigüedad, no hace referencia a ningún elemento religioso y por lo tanto puede tratarse aquí de la crucifixión de cualquier individuo. La presencia de las bocas, abiertas en dos de las vistas y mostrando los dientes, son alusivas al desgarramiento producido por el intenso dolor y su agresividad muestra una reacción visceral del condenado ante sus verdugos, que tal vez somos nosotros, los que estamos observando la pintura. Encontramos también que las figuras laterales están subidas sobre sendas mesas, pero la central está como en equilibrio sobre una especie de banco, lo cual, en el arte de Bacon no es más que una especie de “pose”, un elemento sobre el cual se pone en relieve a la figura, en la cual se centra la atención y a la vez la ubica en el espacio. Terrible o patético, el arte de Bacon es una fuente de experimentación de reacciones que nos invaden, nos confrontan y nos ubican en un mundo en el cual estamos trágicamente vivos.


Oskar Kokoschka, «La novia del viento». Óleo sobre tela, 1914

Julián González Gómez

La novia del vientoDos amantes que reposan después de hacer el amor, dos almas unidas por una tempestad que se desata alrededor de sus cuerpos y aun así parecen ajenos a ella. ¿Es una pasión que acaba de desbordarse y se acabó súbitamente con el clímax? Ella está dormida, recostada sobre el hombro de su amante y es la encarnación de la entrega satisfecha. Él tiene la mirada ausente, como si sus pensamientos no estuvieran ahí; entrecruza sus dedos en un gesto de pausada angustia. Este cuadro se puede interpretar de muchas formas, pero en todas ellas está presente el elemento central, el tema por decirlo así y es la angustia. El viento, una verdadera tempestad, ha barrido con todo, hasta con su amor.

El tormentoso y apasionado romance entre Alma Mahler y Oskar Kokoschka está aquí representado con toda su grandeza y también con toda su crueldad. El sexo fue el elemento que los unió, no hubo ternura, tampoco abandono sublime o todas esas fruslerías de las que hacen gala los amores de las películas o las novelas rosas. Por supuesto, el amor entre un hombre y una mujer no solo se expresa a través del sexo, aunque muchos solo así lo entienden y otros no lo puedan entender y aunque la industria del entretenimiento nos lo pretenda hacer creer así y los cándidos le hagan caso. El amor tiene muchas facetas y muchas más que hay que descubrir entre los dos amantes, pero aquí parece ser que ya están mucho más lejos del tiempo de la búsqueda y la aventura. Ya conocen todo sobre sí mismos, sobre el otro y sobre ambos.

Su amor se acaba, o ya se acabó, no hay más… y eso sólo puede ser trágico y angustioso. Cuando Kokoschka pintó este cuadro ya sabía lo que estaba pasando y seguramente Alma también, pero ella, a diferencia de la congoja que él muestra, ha decidido abandonarse a la inconsciencia, como para no afrontar amargamente esta realidad. Ambos son jóvenes, ya que Kokoschka tenía unos veintiocho años cuando lo pintó, mientras que Alma, que era algo mayor, tenía treinta y cinco años. Ella había dejado atrás un desdichado matrimonio con el gran compositor Gustav Mahler, quien era veinte años mayor y había fallecido en 1911 y él estaba en plena fase de expansión de sus metas artísticas, destacando cada vez más en los círculos de la sofisticada Viena.

Kokoschka nació en 1886 en Pöchlarn, Austria, en una familia humilde que vivía precariamente. Su padre, de origen checo, se dedicaba a la orfebrería. Desde la adolescencia mostró inclinaciones al arte y la literatura, pero necesitaba ganarse la vida y aplicó para inscribirse en la Escuela de Artes y Oficios de Viena. En 1904, a los 19 años ingresó en esta prestigiosa institución, donde estuvo hasta 1909. Al salir, su primer trabajo fue como delineante en la oficina del prestigioso arquitecto Josef Hoffmann y empezó a relacionarse con el ambiente intelectual y artístico de la capital del Danubio, por aquel entonces uno de los más vibrantes de Europa. El mismo año que entró a trabajar con Hoffmann publicó su primer libro de poemas, que él mismo ilustró y se llamó Los Muchachos soñadores. También realiza una serie de carteles y postales para los Talleres Vieneses, pero sus obras fueron mal acogidas, tanto por el público como por la crítica. Kokoschka ingresó por un tiempo al círculo de los allegados al que por entonces era el principal artista de la ciudad: Gustav Klimt, de quien aprendió sobre todo acerca del manejo del color y la textura como medios expresivos.

En 1909 conoce a otro importante arquitecto vienés: Adolf Loos, quien se convierte en su mecenas, ya que el arte de Kokoschka le pareció que abría las puertas a una nueva sensibilidad. Sus retratos, pintados de forma nerviosa y vibrante, fueron del gusto de los círculos intelectuales de la ciudad, por lo que empezó a tener éxito. Por esta época se estaba formando el expresionismo, aunque Kokoschka debía más al Judgenstihl austriaco y a la influencia de Klimt, que a los pintores de Dresde o Munich, abiertamente expresionistas. A partir de 1912 empezó el tormentoso romance con Alma Mahler, el cual continuó intermitentemente durante varios años, hasta que ella decidió romperlo, lo cual lo afectó profundamente. En el ínterin pintó este cuadro.

Al estallar la Primera Guerra Mundial Kokoschka se enlistó en el ejército y fue seriamente herido en el frente en 1915. Durante su larga recuperación mostró síntomas de desequilibrio mental a juicio de los doctores que lo atendían, pero se recuperó y al salir se reintegró a la vida artística vienesa, ya fuertemente mermada por la guerra. Posteriormente viajó por diversos países, donde su arte fue cada vez más apreciado y más comprometido con el expresionismo europeo. En cambio, sus obras de teatro fueron rechazadas por un público que veía en la crudeza expresionista el remanente de una guerra que se quería olvidar a toda costa.

Su arte, al igual que el de todas las vanguardias que por ese entonces se desenvolvían en Europa, fue considerado por los nazis como “degenerado”, por lo que fue retirado de todas las galerías donde estaba expuesto. Durante la Segunda Guerra Mundial, Kokoschka y su esposa, con la que contrajo nupcias en los años 20, se trasladaron a vivir a Inglaterra, país del cual obtuvo la nacionalidad en 1946. Desde 1947 vivió en Suiza, país en el cual desarrolló la última fase de su carrera y murió en 1980.

La novia del viento pertenece a la época en que Kokoschka estaba destacando en el ámbito vienés, inmediatamente previo a la Primera Guerra Mundial. El expresionismo que muestra lo liga con la búsqueda que por ese entonces estaban haciendo artistas como Schiele y Beckmann, ambos, al igual que Kokoschka, retirados de los círculos centrales del expresionismo de esa época. Aquí no se ven las alegorías de los miembros del grupo El Jinete Azul, o los tormentos de impetuoso color de Nolde y Pechstein. Kokoschka se había formado en los círculos cercanos a Klimt y por eso su paleta era más mesurada y su expresividad más contenida, aunque aquí se permite ciertas licencias en lo que se refiere a esto último.

Este cuadro está pintado con colores suaves y tiernos, donde predomina el azul, el color de la tristeza. El cuerpo de Alma muestra pinceladas suaves, como si fuese el único gesto de ternura que el autor dirigió hacia ella porque todo lo demás que hay está hecho a base de gestos bruscos. La armonía cromática está regida por los contrastes luminosos entre los rosas y amarillos con el azul predominante, del que hay un sinfín de variaciones. Aunque la composición parece a primera vista caótica, luego de observarla por un rato notamos que su estructura, a base de diagonales, delimita cinco grandes zonas en el cuadro. La expresividad de las pinceladas es el elemento plástico más impactante, pues se dirigen simultáneamente en todas direcciones. Es esta una pintura sublime y triste, muestra de los logros del expresionismo, encarnado aquí por Oskar Kokoschka, uno de sus mejores exponentes.


Pieter Brueghel, La cosecha. Óleo sobre tabla, 1565

Julián González Gómez

Pieter_Bruegel_La CosechaTodo lo que cabría esperar que estuviese en ese lugar está, no se escapa ningún detalle. Varias historias dentro de la principal, que es una mera descripción; varios personajes que están realizados de tal forma que podemos identificar su psicología personal y aún alguna parte de su historia. Todos son anónimos, pero nunca impersonales o anodinos; seres humanos al fin, retratados realizando sus tareas habituales con una dedicación que se diría habitual. Unos trabajan mientras otros descansan, no por alejarse de la labor, sino porque les corresponde la hora de descanso después de haber faenado buena parte de la mañana, por eso se ven satisfechos y no mohinos. Todos conocen sus tareas y su lugar en este orden que se diría en este mundo.

Solo alguien que los conociese a profundidad los podría haber pintado así, sin recurrir a estereotipos o a supuestos. Este alguien era uno de los más destacados pintores de su época: Pieter Brueguel, quien por cierto no era un campesino, ni siquiera vivía en un pueblo. Era, al contrario de como se creía antiguamente, un individuo de gran cultura, sofisticado artista y hombre de ciudad, que se propuso conocer a profundidad a sus semejantes para poder representarlos de la forma más realista y más objetiva. En su caso, se podría decir que una sola verdad, aunque fuese muy pequeña, vale más que mil mentiras, cien mil mentirillas o si se quiere, un millón de conmiseraciones. Nos ha obsequiado la verdad, no aquella que es tal y como se supone debería ser, como lo hacían los idealistas del renacimiento, sino aquella que veían sus ojos y conocían sus sentidos. No juzgaba los sucesos, tan solo los transmitía tal cual se desenvolvían para que nosotros los admirásemos. Jamás recurrió al calco o al supuesto, por eso era un artista y ser humano de la más alta honestidad y por lo mismo, nunca fue del gusto de los pomposos manieristas, que juzgaron sus pinturas zafias y carentes de valor artístico. En ella nunca veremos personas “bellas” en poses de estudio, arregladas para que se ajusten al decoro.

Hay arte para todos los gustos y para todos los casos y en cuanto a Brueghel, no podemos esperar nada más que lo que observamos, con toda su crudeza y veracidad, pero también con toda la belleza y grandeza que nos depara la obra de un gran maestro. Técnicamente, dominó la perspectiva aérea mucho mejor que buena parte de los pintores que seguían a Leonardo y en cuanto a sus colores, siempre matizados por la luz de Flandes, vibran intensamente gracias a sus combinaciones entre primarios y secundarios, con un pequeño toque de color local estratégicamente ubicado. En este sentido, da la impresión que Brueguel se pasaba horas y horas ensayando sus colores y las combinaciones que se podían hacer, pintando mediante pequeños puntos de color puro, una técnica que más de trescientos años después emplearon los puntillistas.

Pieter Brueghel nació cerca de Breda, Países Bajos, en una fecha y año que se desconocen. Los estudiosos de su historia ubican su nacimiento entre 1525 y 1530. No se sabe nada de sus años de niñez y primera juventud, pero seguramente entró como aprendiz en el taller de un artista local, en donde se formó como pintor. La formación se hacía paso a paso, empezando por ser aprendiz, para después convertirse en oficial y finalmente llegar a ser maestro, todo ello de acuerdo a las reglas de las corporaciones, en especial la de San Lucas, que era la de los pintores. Se sabe que viajó a Francia e Italia entre 1551 y 1553, donde seguramente conoció las obras de los maestros italianos del renacimiento y el manierismo, e incluso trabajó en el taller de un pintor. No parece que la pintura italiana haya dejado gran huella en su propia obra, a excepción de la técnica de la perspectiva aérea, la cual, como señalamos antes, dominó a perfección. Pero los motivos y la temática de los maestros italianos no parecen haberlo impresionado a tal grado que se basara en ellos para construir su propia obra. Por ese entonces Brueghel era sobre todo un artista de paisajes, una especialización de los flamencos y por tal motivo debe haber sido considerado un pintor menor por sus coetáneos, al menos durante estos años.

En 1562 se trasladó a Bruselas y abrió su taller y al año siguiente se casó con Mayken Coecke, quien se supone era hija de su maestro Pieter Coecke van Aelst, aunque este magisterio no está del todo claro. Tuvo dos hijos, uno de los cuales, llamado Jan, se convirtió con el tiempo en uno de los mayores pintores flamencos de su época y cuyo hijo, del mismo nombre, fue también un artista reputado. Parece que las pinturas de Brueguel eran muy bien aceptadas por la sociedad de Bruselas y nunca le faltaron clientes. Se relacionó con el círculo de los intelectuales de la ciudad y era conocido por la asiduidad con que concurría a las bodas de los campesinos de la región y también por su relación con estas sencillas gentes, cuya vida representó en numerosas series donde destacan el ciclo de las estaciones. Como dibujante, Brueghel manejó la pluma de forma extraordinaria y sus dibujos ya se cotizaban en gran medida durante esa época.

Además de sus cuadros de campesinos, los cuales eran esencialmente descriptivos, Brueguel desarrolló otras temáticas que eran afines a los contenidos de la moral y la ética, donde representó algunas historias bíblicas y mitológicas. Por estos años Flandes y los países bajos estaban ocupados por España y la situación social era bastante crítica, sobre todo a raíz de las guerras de religión que asolaban Europa. Ciertas características de su plástica y la temática moral en algunas de sus obras obras han hecho que algunos investigadores asocien a Brueguel con un ilustre predecesor, Hieronnimus Bosch, llamado El Bosco. La relación entre estos dos artistas, que vivieron en los mismos lugares y sociedades no es casual. Seguramente Brueghel recibió muchas enseñanzas al estudiar las pinturas de Bosch, un artista al cual se veneraba en los Países Bajos mucho tiempo después de su muerte, acaecida en 1516.

Brueguel murió en 1569, posiblemente a los 35 o 40 años, de causas desconocidas. Está enterrado en la iglesia de Nuestra Señora de la Capilla en Bruselas.

Esta obra, llamada La cosecha, es una de las que pintó Brueguel en su ciclo de las estaciones. La veracidad de la representación hace suponer que el artista asistió a este evento y lo dibujó en el lugar, incluso los personajes son retratos de campesinos reales. Toda la pintura está dominada por el maravilloso color dorado del trigo, que es el gran protagonista junto al paisaje. El lugar, uno de esos pueblecillos flamencos a la orilla del mar, resulta cautivador, sin ser un paisaje idílico. En la lejanía se puede ver el Mar del Norte en una de cuyas pequeñas bahías están ancladas algunas embarcaciones. El pueblecito, rodeado de una arboleda, está pintado en colores verdes azulados, que se conjugan con el color del trigo en una combinación que complementa la luz del cielo bochornoso. Este matiz del cielo nublado por el estío del verano es el que no permite que haya sombras muy marcadas en la imagen, bañada suavemente por los colores de su luz. La escena describe la faena a mitad de la mañana, cuando algunos de los campesinos están tomando su merienda de leche y gachas de trigo, mientras otros están todavía faenando. Uno de los campesinos está dormido y roncando al pie del árbol que establece el balance de la composición y, observando detenidamente, podemos darnos cuenta de las diferentes situaciones que están viviendo los personajes en ese lugar. En las afueras del pueblo hay un campo en el que algunas personas están jugando y en otro sector pacen algunas vacas, cuidadas por otro campesino.

En la escena que está en primer término podemos ver a un segador a la izquierda, que está a punto de toparse con una tinaja que se había colocado entre las mieses. Unos pájaros revolotean por encima del trigo para ver si pueden coger algunos granos y un poco por detrás, dentro de una arboleda se puede ver una ermita que domina el lugar. Probablemente toda la escena tenga relación con alguna historia moralizante y religiosa, pero desconozco cuál podría ser. En todo caso, contemplar esta pintura es un verdadero placer para la vista y el espíritu por su pródiga belleza y vitalidad entre otras cualidades.


Thomas Gainsborough, «El joven azul». Óleo sobre tela, 1770

Julián González Gómez

Thomas Gainsborough  1770BlueBoyThomas Gainsborough no fue artista de una sola obra como les ha pasado a tantos, pero gracias a este soberbio retrato ha pasado a formar parte de los grandes de la pintura de todos los tiempos. “El joven azul”, también conocido como “El niño azul” es, tal vez, el retrato más famoso de la pintura inglesa del siglo XVIII, a pesar de que existen numerosas obras maestras en retrato inglés de este período. Pero también esta obra de arte se convirtió en una celebridad cuando fue vendida a un coleccionista americano en 1919 y provocó una serie de protestas del público inglés, que la consideraba algo así como un patrimonio nacional. Por cierto que el precio pagado por esta pintura resultó escandaloso para la época y se supone que hasta ese entonces era el precio más alto que se había pagado por una pintura de cualquier artista. La cantidad fue de 728,000 dólares y el que la compró fue el magnate de los ferrocarriles Henry Edwards Huntington, quien años después la donó a la Biblioteca que fundó con su nombre en San Marino, California, donde se puede apreciar hoy día.

La vida y obra de Gainsborough se ubica como la de diversos artistas británicos de esa época, en la cual se podía ingresar a un rango social elevado a través del ejercicio del buen arte. Eso sí, nunca recibió un título honorario por parte de la corona inglesa, a pesar de que era el pintor favorito del rey Jorge III. Se ganó muy bien la vida como pintor de retratos y paisajes, género este último que era su favorito y amasó una gran fortuna, gracias a su trabajo y relaciones con la casa real.

Nació en Sudbury, en Suffolk, al este de Inglaterra en 1727. Era hijo de un tejedor de lana de la localidad, trabajo bastante bien remunerado en esa época, por lo que durante su niñez no padeció severas estrecheces económicas. Su madre era hermana de un pastor anglicano y Thomas fue el hijo menor de la familia. En 1740 se marchó a Londres para formarse como artista, e ingresó al taller de un antiguo discípulo de Watteau: Hubert François Gravelot, para luego trabajar junto a Willian Hogarth y después con Francis Hayman. El joven Thomas mostró una habilidad sorprendente para el dibujo y fue un aprendiz dedicado que pronto estuvo listo para iniciar su carrera en la Academia, en la que seguramente habría sido becado. Sin embargo, a los pocos años, en 1746 se casó y esta situación lo obligó a trabajar para ganarse el sustento. Por ese entonces empezó a pintar paisajes sin mucho éxito comercial y eso hizo que regresara a Sudbury en 1749, donde se dedicó a pintar retratos. Pero el ambiente provinciano no era proclive a brindar los éxitos que Gainsborough se había propuesto alcanzar y en 1752 se trasladó con su mujer y sus dos hijas a Ipswich, donde empezó a tener cierta fama como retratista.

Sin embargo su situación económica todavía estaba lejos de ser holgada, al contrario, contrajo varias deudas, dando como garantía la dote de su esposa. Por otra parte, el ambiente de Ipswich no era mucho mejor que el de Sudbury, ya que sus clientes eran por lo general los comerciantes de la localidad y algunos caballeros sin mayor fortuna. Esta situación lo hizo tomar la decisión de trasladarse a Bath, que era el balneario de moda por ese entonces, al que acudían para pasar los veranos y a veces también los inviernos los caballeros de Londres. Bath, que era un antiguo balneario, vigente desde los tiempos de la ocupación romana de Inglaterra, estaba creciendo aceleradamente y por ese entonces se estaban haciendo importantes reformas urbanas para adaptar la antigua ciudad a los lujos que los nuevos turistas reclamaban. Gainsborough y su familia se instalaron en uno de estos nuevos barrios y el artista comenzó a pintar retratos de la gente que visitaba la ciudad.

Por ese entonces comenzó a implementar una nueva técnica, producto de sus estudios de los retratos del pintor flamenco Van Dyck, quien había sido el pintor principal de la corte inglesa en tiempos de Carlos I. Adaptó el toque de Van Dyck a los retratos contemporáneos, dotándolos de una soltura sumamente innovadora para la época y así empezó a gozar de fama en Bath, donde vivió hasta 1774, es decir, hasta su madurez.

Gracias a la fama que ganó en Bath por sus retratos de la nobleza, Gainsborough pudo relacionarse con la Society of Arts en Londres, en cuya sede expuso anualmente durante mucho tiempo. También fue invitado a formar parte de la Royal Academy y exponer en su sede. Por ese entonces esta era la institución artística más importante de Inglaterra, patrocinada por el propio rey. Con el ingreso a la academia, la fama de Gainsborough se extendió a toda la nación y los encargos empezaron a ser numerosos, por lo cual se trasladó a la capital en 1774. En Londres expuso repetidamente sus retratos en la academia y empezó a competir con el retratista más importante del país por ese entonces: Joshua Reynolds. Pero la relación de Gainsboroug con la academia sufrió siempre de altibajos, ya que su técnica, producto de su aprendizaje primero y después de sus propios estudios de la naturaleza, no se adaptaba a los requerimientos que esta institución propugnaba. En cierto sentido, se podría considerar a Gainsborough como un pintor heterodoxo desde el punto de vista académico, por lo cual fue repetidamente criticado. Durante la década de 1770 empezó a pintar retratos del rey, su familia y su corte, aunque nunca fue nombrado Pintor Real, cargo que en su lugar ostentó Reynolds.

Habiendo consolidado su fama y su fortuna, Gainsborough se dedicó a pintar su tema favorito, los paisajes, dejando a veces de lado los retratos. Murió en 1788 en Londres y fue enterrado en Surrey, en la iglesia de Santa Ana.

Como señalamos antes, este retrato, llamado El joven azul, representa la cúspide del retrato de Gainsborough. Pintado en 1770, en la época en que todavía vivía en Bath, es el retrato de un adolescente, casi un niño, llamado Jonathan Buttall, hijo de un rico comerciante. La influencia de los retratos de Van Dyck es innegable, Gainsborough absorbió del maestro flamenco la soltura en la pincelada, la ligereza del color y la pose relajada del modelo. El paisaje que aparece detrás es totalmente flamenco, al igual que el cielo que sirve de fondo. Este jovencito se muestra desenvuelto y extrovertido, portador de una tenue sonrisa que denota seguridad en sí mismo y una actitud positiva ante la vida. El traje, que es en gran parte el protagonista de la obra, está trabajado con gran esmero, pero con pincelada libre y desenvuelta, lo cual se integra perfectamente con la pose del modelo y su mirada directa y alegre. Una obra de arte que es realmente encantadora.


Piedras Negras, Panel 3. Piedra caliza, 782 al 795 d.C.

Julián González Gómez

Piedras Negras, dintel 1Encontrado entre las ruinas del palacio real de Piedras Negras durante las excavaciones realizadas por la Carnegie Institution en la década de los años 30 del siglo pasado, este panel representa una civilización en la fase de su mayor plenitud y confianza en sí misma. En la actualidad se le puede apreciar en el Museo Nacional de Arqueología de la ciudad de Guatemala. Mucha gente pasa junto a él y a su vecino, el extraordinario trono encontrado en el mismo palacio y apenas reparan en estas joyas del período clásico maya. Lo cierto es que la calidad museográfica del citado museo deja mucho que desear y esto le resta presencia a esta obra, que es de la mejor factura y maestría, un verdadero tesoro cultural de este país sin memoria.

Desafortunadamente, este panel estaba ya muy erosionado cuando se le descubrió, la mayor parte de sus figuras están desgastadas y algunas de ellas han perdido gran parte de sus formas. No pasó lo mismo con los glifos, que en su mayoría han permanecido casi intactos. La piedra caliza suele ser muy frágil y la erosión la destruye fácilmente, pero se ha especulado que este panel no solo fue destruido por el tiempo y la erosión, sino que ya desde la antigüedad fue dañado intencionalmente. Con los avances en el estudio de la epigrafía se espera poder reconstruir la historia de Piedras Negras, la mayor ciudad de la región del río Usumacinta, la cual ha sido poco estudiada todavía. El nombre antiguo de esta importante ciudad estado maya fue Yo’ki’b, que significa «La Gran Puerta» y fue la entidad política más importante de su región en el siglo VIII d.C. Tuvo bajo su dominio otras ciudades estado como Yaxchilán, que se convirtió después en su enemiga. En la ciudad se ha descubierto un enorme cenote que ahora está seco y numerosas cuevas, por lo que en la antigüedad debía ser una ciudad de mucho prestigio religioso, ya que las cuevas y cenotes eran considerados por los mayas las entradas al inframundo. La artista y arqueóloga Tatiana Proskouriakoff, una de las más importantes estudiosas de la civilización Maya, le dedicó una especial atención a Piedras Negras desde que arribó a sus ruinas como miembro de la misión que hizo las primeras excavaciones del sitio, justo en la época en la que se descubrió el panel. Algunos de los principales edificios de esta ciudad fueron reconstruidos en sus maravillosos dibujos que nos muestran la complejidad espacial y la depuración de su arquitectura. Proskouriakoff, antes de morir en 1985, pidió que sus cenizas reposaran en esta ciudad y fueron llevadas ahí hace unos años; una placa ubicada en el lugar de su entierro honra su memoria y su legado.

El escultor que talló este panel era un gran artista, maestro consumado de la composición, que logró con la máxima economía representar una escena de gran complejidad iconográfica y gran cantidad de datos en su escritura. La composición del panel está estructurada en base a las divisiones armónicas de un rectángulo que tiene una proporción el doble de ancho en su base que en su altura. Contiene un elegante marco compuesto de glifos y en la parte central se repite el contorno del mismo rectángulo, pero a una menor escala. Las divisiones armónicas o trazos reguladores, derivados todos de la composición principal, establecen la posición de todos los componentes del panel, demostrando con ello que los mayas dominaban la simetría y los sistemas de composición armónicos, tal como lo hacían otras grandes civilizaciones.

Aquí está representada una escena en el palacio real de Piedras Negras, donde al centro del panel se destaca la figura de Itzám K’an Ahk II, cuarto gobernante de la dinastía real de la ciudad. El rey está sentado en su trono, magníficamente decorado con relieves y una piel de jaguar y acompañado de varias ofrendas, donde preside una ceremonia que se cree sea de la proclamación de su hijo y heredero. Abajo del trono hay una fila de siete personajes, de los cuales tres miran a la izquierda y cuatro a la derecha y es a estos a quienes se dirige el Ajaw, portando en su mano el cetro real. Estas siete figuras son personajes que portan distintos títulos de nobleza: el primero a la izquierda se llama K’an Nik-te y tiene el título de ba-sajal (gobernador de pueblos), el personaje que le sigue lleva el nombre de Ts’ununte’ y carece de título, el siguiente lleva el título de gobernador de la región de Lacanhá, el siguiente de esta fila lleva el título de anab o anib, que no ha sido descifrado. De los personajes de esta fila que miran a la izquierda, el primero lleva el título de Ti’Sak Hum, siguiéndole el sajal de otra provincia y el último lleva títulos aún no descifrados.

En el lado izquierdo del trono se pueden ver las figuras de tres hombres que están de pie y aparentemente están conversando. De estos tres, el personaje que está en medio es Yoopat Balam II, el Ajaw de Yaxchilán, que por esta época todavía estaba subordinada a Piedras Negras, los otros dos personajes no han sido identificados. Al lado derecho del trono se pueden ver cuatro personajes, de los cuales dos parecen ser adolescentes y quizás una mujer; de ellos, el adolescente que está ubicado hacia la izquierda mirando al Ajaw es el heredero del trono de Piedras Negras, el otro muchacho no ha sido identificado y quizás sea su hermano, mientras que el adulto que está detrás de ellos, que tal vez sea su tutor, tiene el título de Ah kúhun.

Indudablemente, el Ajaw está aquí, revestido de sus emblemas de poder, presentando a su hijo como heredero ante los gobernadores y Ajaw de los centros supeditados a Piedras Negras. Los textos glíficos están ubicados de tal forma que complementan a las figuras como un fondo, las recorta y les da más relieve. El artista sólo representó aquellos elementos que son los esenciales para evidenciar la escena, depurando sus formas y llevando al mínimo la iconografía para que todo el conjunto, que de por sí es bastante complejo, se perciba sintéticamente con una rápida mirada. Este panel, en cuanto a elemento informativo y composición, sería el equivalente a la portada de una publicación moderna. Ya quisieran muchos diseñadores poder llegar a la esencialidad magnífica que ostenta esta composición.

Aquí se presenta una foto del panel, tal cual está: erosionado y dañado y por ello se incluye en la parte inferior una reproducción que hizo por los años 60 del siglo pasado la ilustradora M. Louise Baker. A pesar de que es una magnífica reproducción, es necesario señalar que contiene dos errores: las cabezas del Ajaw Itzám K’an Ahk II y del personaje que está a la izquierda de Yoopat Balam II están representadas de frente, lo cual seguramente no era así en la talla original, ya que los mayas representaban sus figuras en relieve siempre de perfil. Quizás Baker los dibujó de frente como una alusión a las figuras de algunas estelas de Piedras Negras en las cuales ciertas cabezas se ven en esta posición. 


Mark Rothko, Centro blanco. Óleo sobre tela, 1950

Julián González Gómez

Rothko, Centro_Blanco 1950Nunca es fácil comentar la obra de aquellos artistas cuya profundidad y alcances van mucho más allá de lo evidente, de lo que parece tangible o, si se quiere, de lo meramente palpable. Y no es que Rothko fuera un artista truculento que pretendiera disfrazar bajo una apariencia el contenido esencial de su pintura; al contrario, pocas veces encontramos en el arte moderno tanta claridad conceptual, tanta limpieza y sencillez que pareciera que sin habérnoslo propuesto, hemos podido comprender algo de su arte aún antes de ser conscientes de ello. ¡Claro, un simplista diría que ahí no hay más que áreas pintadas de color, sin más! Pero no es así y se equivocan aquellos que pretenden juzgar el arte moderno bajo premisas ya superadas hace bastante tiempo.

Rothko no era tampoco lo que algunos más aseverarían: un “minimalista”. Seguramente ninguna clasificación cabría para encasillar su trabajo, era una Rara Avis en el mundo del arte de la posguerra. Por cierto, las clasificaciones solo son útiles si por medio de ellas podemos establecer nexos y aspectos más o menos comunes dentro de un conglomerado, pero nada más. Las clasificaciones siempre son excluyentes en el mundo del arte y en ese sentido, Rothko sería algo así como el único de su especie. Los historiadores lo han asimilado al expresionismo abstracto de la llamada Escuela de Nueva York, solo porque su temporalidad coincidía con la de artistas como Pollock, Kline o de Kooning. Pero esta clasificación es más arbitraria que real; a decir verdad, el expresionismo abstracto, en cuanto a escuela o vanguardia nunca existió, fue una invención de críticos como Clement Greenberg, que pretendió englobar a la fuerza a un grupo de individualidades acérrimas que se resistían a ser consideradas como rebaño. Rothko probablemente fuera uno de los más enconados enemigos de que su arte se encasillara en cualquier escuela o tendencia. No pintaba para hacer reclamos, o para quedar bien con nadie, o tan siquiera para hacerse un sitio en la sociedad. Su arte era, parafraseando a Ortega y Gasset,  una expresión propia y única de él, de su individualidad y de su circunstancia. Nadie más podría pintar como él lo hacía y él no podía pintar como nadie más. Su mundo, es decir su circunstancia, era totalmente subjetivo, como lo es el de cualquiera, y se expresó a sí mismo con toda la claridad y nitidez con que era capaz de hacerlo. Quien contempla una de sus obras, está contemplando una parte esencial de un ser humano único e irrepetible y a lo sumo, podemos compartir algo que es común entre él y nosotros, pero nada más. ¿Podemos realmente “entender” a un ser humano sin reducirlo a conceptos y clasificaciones?

Rothko trabajaba mediante el espacio, en su forma más pura, sin ambigüedades. El espacio expresado a través de las dos dimensiones que nos permite el medio de una pintura. No existen ilusiones de profundidad, de tridimensionalidad en estos campos de color, no hay perspectiva, no hay un adelante y un atrás, no hay una luz que nos fije la pauta de volumen y forma; tan solo hay límites, y estos son siempre borrosos y poco acentuados. La esencialidad de esos espacios se reduce a su simple presencia en una imagen y a su restricción, de acuerdo a los bordes del formato. El espacio aquí es expresado como signo, como una abstracción de algo que ya de por sí es abstracto y sin embargo, el esencialismo de estas representaciones tiene más de poético que lo que tiene una infinidad de imágenes de la naturaleza que podríamos ver en mucho de la historia del arte. Rothko logró algo que es muy difícil para cualquier artista: sugerir al mismo tiempo que declarar. Y su declaración no podría ser más sencilla.

Marcus Rothkowitz nació en Letonia en 1903, en el seno de una familia judía que emigró a Estados unidos cuando era aún un niño. Tras ganar una beca para estudiar en la prestigiosa universidad de Yale, se inscribió en diversas materias como física y economía, pero tras varios años decidió abandonar la universidad.  En 1923 se trasladó a Nueva York, en donde tuvo sus primeros contactos con el arte y decidió estudiar en el New School of Design, donde tomó clases con varios artistas notables, entre ellos Archile Gorky y luego en el Arts Students League, donde trabajó con Max Weber. Por esta época, Rothko empezó a visualizar el arte como una herramienta de expresión emocional y religiosa, lo cual marcará su trayectoria en el futuro. En 1928 tuvo su primera exposición colectiva, en la que presentó obras de marcado carácter expresionista y tuvo buena acogida por parte de los críticos. También empezó a dar lecciones de pintura y escultura en la Center Academy de Brooklyn, escuela en la cual trabajó hasta 1952. Tras varias exposiciones exitosas en los años 30 del siglo pasado, Rothko se decantó cada vez más por el surrealismo y la experimentación de la pintura al aire libre, junto al grupo que seguía al pintor Milton Avery, quien inculcó en Rothko el gusto por las vastas extensiones de color.

En la década de 1940, en plena guerra y tras diversas lecturas de Nietzsche, Rothko empezó a trabajar en grandes rectángulos de color con los que pretendía expresar la idea de lo absoluto y lo homogéneo. Abandonó definitivamente la figuración y se concentró en estas obras de gran formato, que realizaba a base de combinaciones cromáticas diversas, a veces con colores derivados y otras veces con colores puros, entre los que siempre destacaba el rojo. Rechazó enérgicamente la clasificación de artista abstracto, la cual consideraba alienante, e insistió en que sus modelos conceptuales estaban más cerca de los arquetipos de Jung y el arte griego presocrático. Tras escribir diversos ensayos que lo convirtieron en teórico del arte, Rothko infirió el vacío espiritual que acompaña al hombre moderno e hizo la exaltación del arte como energía liberadora del inconsciente, lugar al que no podía acceder la mera razón intelectual. Así, su pintura se convirtió en una expresión de su propia búsqueda del absoluto en territorios desconocidos, siempre tratando de representar realidades ajenas a la interpretación consciente del mundo. De esta forma, el arte venía a ser un vehículo de liberación alternativo al símbolo y el mito, en los cuales se potencian los aspectos más fundamentales de la psique humana. Con todo, su arte nunca fue del gusto de las mayorías y sólo era bien recibido por los intelectuales, que descubrieron en los campos de colores toda una gama de acentos espirituales que eran capaces de sugerir. A pesar de ello, Rothko nunca se manifestó conforme con su arte y su experimentación lo llevó a trabajar con las propiedades subjetivas de los colores, sugiriendo nuevas gamas que empezaron a expresar sus propios estados de ánimo.

El personaje no puede ser ajeno a su circunstancia y en ese sentido, Rothko padecía la afección que hoy se llama “bipolaridad”, la cual lo sumía muchas veces en intensos estados depresivos que se hicieron cada vez más frecuentes. La gama de sus colores se hizo cada vez más sombría y ya en la década de los años 1960 sus obras denotan claramente que la depresión lo estaba venciendo, a pesar de haberse sometido a diversas terapias y fármacos. Un mal día de 1970 dio fin a su vida y se especula que lo hizo desesperado ante una fuerte depresión. 

Esta obra fue pintada en 1950, en la etapa más fecunda de su producción y cuando trabajó con los colores más vivos. Valga como homenaje a uno de los artistas con más alcances que surgieron en el cambiante siglo XX, siglo de luces y sombras, dentro de las cuales Mark Rothko navegó siempre a la vanguardia.


Giorgio de Chirico, Plaza de Italia. Óleo sobre tela, 1913

Julián González Gómez

Giorgio de Chirico, Plaza de Italia. Óleo sobre tela, 1913

Giorgio de Chirico, Plaza de Italia. Óleo sobre tela, 1913

Lugares vacíos, callados, inmóviles; perspectivas demasiado lejanas que muestran un mundo que se evade hacia una nada más allá. Las cosas, los objetos llevados a su mínima expresión solo para ser reconocidos como algo que nos es familiar y fantasmagórico. Durante esta etapa, que llamó de la “pintura metafísica”, de Chirico convirtió la arquitectura del norte de Italia en discurso de silencio y legó al arte algunas de sus más inquietantes visiones.

Giorgio de Chirico fue un directo predecesor del surrealismo, movimiento al cual varios de sus miembros trataron de incorporarlo, pero él se negó, ya que por esa época había abandonado la pintura metafísica y se había embarcado en una figuración academicista que lo alejó de las vanguardias. Si bien durante toda su carrera gozó de merecida fama y prestigio, fueron las pinturas que hizo entre 1909 y 1915 las que le garantizaron el reconocimiento internacional, equívocamente, como artista de lo fantástico.

Nació en Grecia, en 1888, en el seno de una familia italiana de gran cultura. Muy joven se inició en los estudios clásicos en Atenas y después, ya en Italia, en la ciudad de Florencia. La familia se trasladó a Alemania cuando Giorgio tenía dieciocho años y en Múnich ingresó en la Academia de Bellas Artes, mientras estudiaba al mismo tiempo la filosofía de Nietzsche y Schopenhauer, que le dejó una profunda huella durante toda su vida. De regreso a Italia en 1909, se estableció en Milán y luego en Florencia, donde estudió de primera mano la pintura de los artistas del renacimiento. Fue en Florencia donde pintó sus primeros cuadros de una serie llamada “Plazas Metafísicas” que ya anunciaban su futuro estilo particular. Decidido a experimentar las vanguardias y partió hacia París, pero en su viaje se detuvo en Turín durante algún tiempo y fue en esta ciudad donde tuvo la experiencia definitiva que marcó su plástica. Llegó a Turín a mediados del otoño y pudo ver la arquitectura de esa ciudad, sus plazas rodeadas de grandes arcadas y los amplios espacios  entre las fuentes y estatuas, las cuales con la luz de la tarde otoñal proyectaban unas larguísimas sombras sobre los pavimentos. Los arcos, constantes y monótonos, proyectaban sombras fantasmales en los corredores internos y la vista de esta arquitectura y sus sombras le inspiraron los paisajes urbanos que desde ese momento empezó a pintar repetidamente.

En París entabló relación con los grupos de vanguardia, aunque no se hizo partícipe especial de ninguno de ellos, ni siquiera de los cubistas, que por ese entonces estaban en boga en la ciudad. De Chirico era tan intelectual como artista y no quiso renunciar a sus raíces mediterráneas de fuerte contenido figurativo y naturalista, por lo cual siguió pintando de esta forma a lo largo de esos años, bajo un esquema filosófico afín a cierta desidia expresiva que aprendió leyendo a sus queridos Nietzsche y Schopenhauer. Gracias a esta base conceptual, su trabajo le hizo experimentar con elementos imaginarios y convertir diversos objetos en inquietantes signos al sacarlos de su contexto, incluyendo bustos y estatuas clásicas, a las cuales colocaba en espacios vacíos donde proyectaban larguísimas sombras, semejantes a las que vio en Turín. Rara vez se veían seres humanos en sus pinturas y cuando alguna persona aparecía, dejaba de ser una representación de un sujeto para convertirse también en un objeto transformado en signo. No es de extrañar que su búsqueda lo llevara después a dejar de lado la representación de figuras humanas para ser suplidas por maniquíes, que estaban a medio camino entre lo real e imaginario y que resultaron muy poderosos como símbolos abstractos dotados de inquietantes connotaciones humanas, sin serlo en absoluto.

El poeta y escritor Guillaume Apollinaire se convirtió en un entusiasta de Chirico y se encargó de presentarlo en los círculos más exclusivos de las vanguardias como un artista muy distinto a cuanto se podía ver por entonces en el París de la preguerra. Inmediatamente su trabajo fue relacionado con los simbolistas, pero era a todas luces más atrevido, más onírico y totalmente exento del lastre sentimental de estos. Todavía no era la época de Dadá y el surrealismo, por lo que Chirico permaneció como una rareza, como ejemplar único de una especie nueva de artista que dejaba de lado el positivismo imperante en la época y se decantaba por el mundo del inconsciente y sus turbadoras y supuestamente  irracionales asociaciones. En todo caso, su pintura metafísica, a pesar de establecer asociaciones aparentemente incongruentes entre las cosas que se presentan, el caso es que no se conjuntaban por una libre asociación sin mediación de la consciencia del artista, como pasaba con los surrealistas, sino más bien se perseguía lo contrario: hacer patente el aislamiento y la desconexión que existe entre lo que se da en la realidad y las asociaciones mentales que hacemos cuando la percibimos. Cada elemento que aparece en estas pinturas es un mundo en sí mismo, es como un retrato interno de la consciencia del que percibe y a la vez de lo que es percibido; por supuesto, este tipo de asociaciones no son de carácter dadá o surrealista en absoluto. Las largas sombras son las huellas o los atisbos de los objetos representados y al mismo tiempo son los caminos que nos conducen a ellos, que están paradójicamente presentes en medio del vacío, pero invisibles en cuanto a su esencia real.

En 1915 de Chirico fue llamado a filas y estuvo en el frente hasta 1917 en que fue herido. Durante su convalecencia conoció al artista Carlo Carrá, que había sido uno de los participantes del grupo de los pintores futuristas y con él formaron el primer y único grupo de artistas metafísicos, a los que se unió el hermano de Chirico, Andrea, que también se convirtió en un destacado pintor y que cambió su nombre por el de Alberto Savinio para diferenciarse de su hermano. Después de la guerra la pintura de Chirico empezó a cambiar y fue dejando atrás su experiencia metafísica para volver a un arte académico y neoclasicista más convencional, pero dotado de un siempre presente inconformismo en relación las escuelas tradicionalistas; su vena italiana y clásica triunfó al fin sobre su postura vanguardista.  Continuó pintando a lo largo de su vida sin apartarse del camino que eligió y murió en 1978, respetado y admirado, aunque los surrealistas no le perdonaron su fuga. A pesar de todo, la pintura de varios de ellos está marcada definitivamente por su impronta, desde Dalí y Tanguy, que imitaron sus paisajes desolados y vacíos con largas sombras, pasando por Ernst y Masson, hasta el paradójico Magritte, que profundizó más en el camino de la angustia y el silencio interior.

Esta obra fue pintada en la etapa más fecunda de la pintura metafísica de Chirico y en ella están presentes los elementos que identifican este tipo de representación interior: los edificios con arcadas que no definen el espacio, sino aumentan más el vacío entre las partes, el horizonte lejano y casi infinito, las largas sombras que son proyectadas por una luz invisible, ácida y amarillenta en exceso para ser real, una fría estatua de una mujer acostada, un misterioso cubo en primer plano y una torre con dos templos clásicos de forma cilíndrica superpuestos. Existen algunas alusiones a objetos animados, como las figuras de los dos hombres que se dan la mano, como si se hubiesen encontrado casualmente en medio de este silencio, un ferrocarril que parece correr humeante en el fondo y los banderines de la torre, que se agitan ante un viento que no existe. No es posible aquí poder narrar una historia, ni encontrar algún mensaje. Gracias a Nietzsche, de Chirico no era ningún moralista, pero tampoco hizo profesión de nihilismo. Era demasiado sistemático como para permitirse dejar de lado cierta sensación de orden y control del caos. Este paisaje es lo que queda después de la apatía, del desánimo; a pesar de estar ocupado por objetos y formas, prevalece el silencio y el no estar. Los objetos no son reales, son los fantasmas que quedan cuando son reconocidos por la consciencia del observador.


Alfred Otto Wolfgang Schulze (Wols), Fantasma azul. Técnica mixta sobre tela, 1951

Julián González Gómez

 

imageWols, como se hacía llamar este artista, era un eterno inconforme, un rebelde contestatario que nadó toda su vida a contracorriente, admirado y despreciado por igual. Le tocó vivir en una época de grandes terrores, de un devenir inseguro en el que el ser humano estuvo a punto de auto aniquilarse a causa de la fe ciega en las ideologías, algo que por cierto sigue vigente aún hoy. Un período histórico en el que se realizaron los actos más bárbaros, en el que surgió de nuevo la esclavitud  y en el que fríamente se pretendió aniquilar a muchos seres humanos con eficiencia industrial. Wols estaba totalmente en contra de los exaltados y su propuesta artística se decanta por un emotivo análisis de la miseria humana y sus consecuencias. Contemporáneo de artistas como Fautrier o Dubufet, se le ha querido relacionar con los existencialistas, más que todo por la gran ironía y su afán de representar lo absurdo de la condición humana. Jean-Paul Sartre, el lúcido y cínico filósofo del existencialismo, escribió acerca de su amigo Wols un texto en el que empieza haciendo una comparación entre el arte de este y el de Paul Klee, el cual dice así:

“Klee es un ángel, Wols es un pobre diablo. Uno crea las maravillas de este mundo o las comprende; el otro experimenta sus terrores sorprendentes. La única infelicidad del primero surge de su naturaleza feliz. La felicidad traza una línea; la única felicidad del último se la proporciona la abundancia de su desgracia. La infelicidad no tiene límites (…) Como un ser humano y, al mismo tiempo como un habitante de Marte, Wols intenta ver el mundo con ojos desafectos. En su opinión, esta es la única manera de dar a nuestras experiencias un valor universal. Sin duda, no se refería a las cosas poco familiares o demasiado familiares que ahora aparecen en sus cuadros como objetos “abstractos”. Para él, estos son tan concretos como los que representó cuando empezó a pintar. Esto no es sorprendente, porque son los mismos, pero invertidos.”

Así, Sartre caracteriza el arte de Wols en términos de arte concreto y no abstracto, tendencia en la que se le ha querido encasillar, al igual que a Fautrier. Estos pintores no eran abstractos en absoluto, su arte refleja la más objetiva realidad, pero es una realidad que el ser humano ha distorsionado, de ahí su realismo brutal. La realidad deja de ser representación y se convierte en testigo que denuncia su propia degeneración, su desdibujo. ¡Qué lejos está Wols de cualquier clase de idealismo!

Nacido en Berlín en 1913, Wols era miembro de una familia de clase media alta de funcionarios. Su padre era un consumado músico, aunque nunca tocó profesionalmente. El joven Wolfgang aprendió un poco o mucho, de todo lo que se abría ante sus ojos y sus intereses eran muy variados, como correspondía a una persona con una alta inteligencia y sensibilidad. Aprendió música y llegó a ser un extraordinario violinista, pero al igual que su padre nunca tocó profesionalmente. En vez de ello se convirtió en asiduo lector de Eckhard, Poe, Rimbaud o Kafka. En 1931 quiso ingresar a la Bauhaus para aprender diseño y artes aplicadas, pero a fin de cuentas se marchó a París, en donde tomó contacto con los artistas de la vanguardia que por aquel entonces trabajaban en esa ciudad, especialmente algunos surrealistas. Se ganaba la vida como fotógrafo retratista, actividad en la que obtuvo cierto éxito a partir de la Exposición Universal de 1937. De esta época son algunos de sus escritos en los cuales se muestra partidario de las vanguardias de Léger y Ozenfant y su compromiso en contra de las ideologías fascistas y los nazis, por ese entonces ya en el poder en Alemania.

Al iniciarse la guerra, Wols vivía en París con su conviviente Gréty, con la cual se casaría un poco más tarde. Como alemán fue internado en varios campos de concentración franceses, hasta que en 1940 se casó y con ello obtuvo la ciudadanía francesa. Por esa época empezó su proceso autodestructivo a través de la bebida. Durante la guerra vivió en diversas partes del sur de Francia con su esposa, huyendo de los nazis y bebiendo cada vez más hasta convertirse en alcohólico. Seguramente esta fue la única vía que encontró el sensible Wols para sobrevivir a los horrores de la guerra y sobrellevar su realidad de “alemán enemigo” en medio de muchos franceses que lo veían sospechosamente y le daban la espalda, una situación verdaderamente terrible y contradictoria, ya que era enemigo declarado del nacional socialismo. Durante estos años empezó a pintar acuarelas y óleos, pero no con el afán de darse a conocer como pintor, sino más bien como un escape a su situación de extrema pobreza y desesperanza. Literalmente “atacaba” la hoja o la tela y la rasguñaba con los pinceles o las mismas uñas, aplicando capas de color impulsivamente. Su pintura era de “excavación” o más bien de desesperación, como queriendo hallar las respuestas que subyacían detrás de las manchas y formas.

Al acabar la guerra y todavía seguir vivo a pesar de todo, Wols tuvo que acceder, a la fuerza, a que se expusieran algunas de sus acuarelas en 1945, en la Galería de René Drouin de París. La exposición no tuvo éxito y pasó desapercibida para la crítica, pero sus amigos, entre los cuales se encontraban Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, lo animaron a seguir pintando. Wols retomó la fotografía y empezó a pintar al óleo en pequeños formatos y dos años más tarde volvió a exponer en la misma galería, esta vez con un gran éxito. A pesar de todo, su salud ya estaba minada por la bebida y Wols se sabía condenado a morir prematuramente, lo cual ocurrió en 1951 por un envenenamiento alimentario, a la edad de 38 años.

Con su manera particular de expresarse, Wols inició, sin quererlo, una verdadera revolución en el arte del siglo XX. Varios artistas tomaron de su pintura la gestualidad desesperada, desarrollando las corrientes que luego se llamarían “Tachismo” y “Arte Informal”, que se establecieron como una contrapropuesta al arte abstracto imperante después de la segunda guerra mundial y que dieron pie a las primeras vanguardias artísticas europeas de la postguerra. Este arte no pretendía seguir una plástica previamente concebida como abstracta, las pinturas nunca se planeaban con antelación y se ejecutaban lo más rápido posible. La gestualidad era su marca y constituyen la contrapartida europea de la Action Painting norteamericana de Pollock o de Kooning.

El arte de Wols no pretende ser ni agradable a la vista, ni tampoco retador en el aspecto intelectual. A pesar de su extraordinaria inteligencia y de los talentos que poseyó, Wols se decantó por los estímulos de la emoción. Por ello fue siempre una especie extraña en el mundo de las realidades, como un vagabundo que recorre el mundo describiendo su increíble ironía y su plaga de absurdos, que al mismo tiempo la enaltecen y la denigran. Era, al fin de cuentas, un ser demasiado humano. 


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