Charlie Sugar al poder (I)

La breve presidencia de Carlos Herrera

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Carlos Herrera asciende al poder

 

Herrera 1

Don Carlos Herrera Luna en Washington, 1915.

Luego de una multitudinaria sesión, la Asamblea Legislativa eligió como presidente interino al rimer designado a la Presidencia, don Carlos Herrera, quien estableció provisionalmente su gobierno en la residencia de su amigo José Goubaud, ubicada en la quinta calle entre quinta y sexta avenidas de la actual zona 1, junto a la sede de la Legación de México. Posteriormente, la sede del gobierno se trasladó al mismo domicilio de Herrera en la quinta avenida y doce calle.

Don Carlos Herrera, era según descripción de un contemporáneo, citado por su biógrafo Hernán del Valle:

“…hombre sin pasiones violentas, sin rencores políticos, sin antecedentes bochornosos en el arte de gobernar, caballero bien intencionado. De ahí que en cada uno de sus actos se advirtiera buen propósito, intención generosa, ideas nobles y una tendencia de invariable respeto a las leyes”.

La caída de don Manuel Estrada Cabrera se había logrado gracias a un pacto sellado entre los líderes unionistas y los diputados de la Asamblea Legislativa, todos políticos liberales y adictos al cabrerismo, quienes durante la noche del 7 de abril de 1920, en la residencia del diputado Mariano Cruz acordaron nombrar a Herrera presidente interino y repartir las plazas del gabinete entre liberales, conservadores y unionistas, en una suerte de gabinete de coalición. Sin embargo, pasadas las violentas jornadas de la semana trágica, que cargó todo su peso de violencia en el sector obrero y profesional del Partido Unionista, el pacto político no tuvo una buena acogida, pues Herrera había sido hombre de confianza del dictador. Es significativo que Silverio Ortíz, el líder obrero que había llevado a esta clase al pacto unionista en diciembre de 1919, renunciara al partido en protesta por la postulación de don Carlos para candidato presidencial y la sombría presencia de dos conocidos cabreristas en su gabinete: Adrián Vidaurre y José Beteta. De esta cuenta, la Liga Obrera Unionista se separó masivamente del partido y formaron la Unificación Obrera, el 28 de abril de 1920.

Adicionalmente y a lo interno de las filas unionistas, había fuerte descontento, pues rápidamente se marcaron dos bandos opuestos: los radicales y los moderados. Los radicales exigían una purga de cabreristas en el Gobierno, mientras que los moderados creían necesario un pacto de coalición para mantenerse en el poder y evitar el caos y la anarquía. El desorden era tal que el Partido Democrático (PD) se adelantó a la postulación presidencial de Herrera al mismo Partido Unionista (PU), por lo que Manuel Cobos Batres tuvo que pactar con el PD para apoyar la candidatura de su propio candidato, causando la protesta de varios correligionarios, como Tácito Molina Izquierdo, José Azmitia, el doctor Bianchi y los líderes obreros Silverio Ortíz y Gregorio Cardoza.

El presidente Herrera trató de tomar en sus manos los problemas que más inestabilidad e intranquilidad causaban, como la situación del ejército, institución dentro de la cual surgían insistentes alarmas de movimientos, conspiraciones e intentonas. Por acuerdo gubernativo del 2 de mayo de 1920, se clausuró la Academia Militar y se reorganizó la Escuela Politécnica, con el reglamento original de 1873, y aplicando en la reestructuración del ejército los reglamentos emitidos en 1887 y 1897. Así, el 17 de mayo de 1920 se reorganizó el Estado Mayor y fue puesto bajo el mando del general José María Orellana, siguiendo la tendencia de que en el Ministerio de la Guerra permanecieran los militares de línea y en el Estado Mayor los oficiales profesionales o de escuela. En septiembre de ese mismo año decretó el incremento de los salarios de toda la institución, desde generales de división hasta los soldados rasos.

 

-II-

Las inconformidades

Toda decisión política por definición, beneficia a uno y perjudica a otro. Así, el origen más remoto del golpe de Estado contra Herrera puede encontrarse, de acuerdo con su biógrafo Hernán del Valle, en el nombramiento del general Felipe S. Pereira como Secretario de Guerra, un hombre al parecer de carácter impulsivo. Este general recibió ciertas informaciones sobre unas reuniones sospechosas que se estaban llevando a cabo en la casa del licenciado José María Reina Andrade, a la que acudían varios oficiales de alta graduación. El general Pereira luego de identificar a los asistentes, ordenó su inmediato arresto. La lista la componían el general José María Lima, general José María Orellana, general Jorge Ubico Castañeda y Antonio Méndez Monterroso. El Director de la Policía, al recibir la orden consultó con el Jefe del Castillo de San José, quien de inmediato alertó a los liberales, quienes convencieron a Pereira que dejara sin efecto la orden. Según Epaminondas Quintana, quien entrevistó a Herrera en su exilio en París el incidente ocurrió de la siguiente forma: “… él [Herrera] estaba con fiebre el día que nombró al General Pereira, y que cuando despertó, 24 horas después, le informaron que, pasado de copas, éste había ordenado la captura de varios generales, pero que algunos funcionarios habían intervenido y la orden había quedado sin efecto…” Inmediatamente del incidente, destituyó a Pereira y nombró en su lugar al General Rodolfo A. Mendoza, Jefe del Castillo de San José y afín a los liberales cabreristas.

Pese a lo anterior, o quizás por lo anterior, la conspiración continuó y las reuniones en la residencia de Reina Andrade siguieron su marcha. Los conspiradores decidieron que el cabecilla del movimiento fuera el general José María Orellana, decisión que no deja de ser interesante, pues éste militar hasta ese momento había permanecido ajeno a la política nacional y había avanzado con paso firme y decidido por el escalafón militar, llenando una brillante hoja de servicios. Según Hernán del Valle: “Una interpretación histórica dice que los liberales querían volver a la tradición que un oficial de alta graduación debía dirigir los destinos de Guatemala. Eso explica su opción por el General Orellana para encabezar el atentado contra el Gobierno democrático presidido por el señor Herrera”. Torpeza mayúscula la de los conspiradores, pues como demostrarían los hechos posteriores, los políticos quedaron completamente fuera del poder hasta la caída total del régimen liberal, en octubre de 1944.

 

-III-

El gobierno interino de don Carlos Herrera

 

Herrera2

Tras la histórica sesión del 8 de abril de 1920, el presidente interino Carlos Herrera es recibido por la multitud abarrotada en la calle.

Mientras tanto, el gobierno de Herrera seguía su complicado desarrollo. Después de arduas negociaciones políticas con los liberales, los unionistas lograron encabezar la Policía Nacional, nombrando como su director a Miguel Ortiz Narváez, quien se había especializado en España en organización de fuerzas de seguridad. Para tecnificar ese cuerpo, trajeron al licenciado Max Shamburger, ciudadano estadounidense y miembro del Ejército de su país, quien contaba con experiencia en la sección de detectives, con el fin de establecer una organización similar en Guatemala, dirigida al combate de la delincuencia común.

 

Por acuerdo gubernativo del 25 de abril de 1920, se organizó una dependencia para resguardar y administrar los bienes nacionales intervenidos a Estrada Cabrera, a la que se llamó Intendencia General de Gobierno, encargada de administrar esas propiedades. Según Hernán del Valle: “…El Licenciado Adrián Vidaurre citó un informe del Ministro estadounidense en Guatemala, en el cual dijo que el patrimonio de Estrada Cabrera, que el gobierno guatemalteco reclamaba como propiedad de la Nación, ascendía a 5 millones de dólares”.

En el escenario internacional, el 1 de julio de 1920, el Reino Unido reconoció al nuevo Gobierno guatemalteco y en agosto se sumó Italia, Estados Unidos y otros, logrando entonces regresar al país a los caminos de la normalidad de sus relaciones internacionales.

 


Datos interesantes para la historia de Guatemala

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Durante las vacaciones de fin de año, época en que regularmente puedo dedicarme a mis lecturas fuera de las obligaciones académicas, estuve deleitándome con los recuerdos que el periodista Federico Hernández de León dejó para nosotros en los dos voluminosos tomos de su Gentes que conocí, publicado en 1958. En mis incursiones regulares por las librerías de usados del Centro Histórico, nunca he visto hasta la fecha un ejemplar completo de esta obra, mucho menos los dos tomos juntos, razón que me lleva a compartir con los lectores ciertos datos que pueden servir al investigador o al simple interesado en la historia de nuestro país. Aunque sean sujetos a confirmación con investigaciones más amplias, son pistas que nos pueden ayudar para llenar ciertos vacíos en diferentes áreas.

Estudio Fotográfico Prado, 1910

Estudio Fotográfico Prado, 1910

  

  1. Para la historia de la fotografía

Cuenta don Federico que los primeros daguerrotipos vinieron al país en tiempos del doctor Mariano Gálvez. Afirma que en los días del mariscal Vicente Cerna arribaron a Guatemala los Herbruger, padre e hijo, que organizaron la primer sala de fotografía, y a quienes le siguió don Félix Muñiz y Cano, fundador de la fotografía El Siglo XX, y poco tiempo después el norteamericano E. J. Kildare estableció El Palacio de Artes.

Fotografía de Valdeavellano, ejemplo de sus imágenes etnográficas.

Fotografía de Valdeavellano, ejemplo de sus imágenes etnográficas.

 

 

A propósito de don Alberto G. Valdeavellano, apunta que realizó estudios en los Estados Unidos y Europa, estableciéndose a finales del siglo XIX en el taller del señor Kildare, en la novena calle oriente, estudio que adquirió posteriormente. En ese estudio se formó otro fotógrafo, que el periodista llama “fotógrafo de los humildes”, don José García Sánchez. En este estudio trabajaba otro estadounidense, A. F. Rouse, como decorador, él coloreaba y ampliaba las fotografías, “…imaginaba los marcos, arreglaba las decoraciones y era, dentro de las faenas fotográficas, un eficiente colaborador”. Pero Valdeavellano no realizó únicamente fotografía de estudio, “…fue de los primeros en ofrecer panoramas y paisajes y, lo mismo se trasladaba a las orillas del lago de Amatitlán, que a las selvas, entonces tupidas, de Quiriguá o a las apartadas regiones del Polochic…”, dejó también una amplísima colección de tipo etnográfico, en el que quedaron retratados cientos de indígenas guatemaltecos. Su ambición era realizar una gran colección de postales numeradas en que quedara registrada la gran variedad étnica que enriquecía y enriquece a Guatemala.

 

  1. Para la historia del Teatro Colón

Cuando relata la vista de la artista María Guerrero, que actuó en el escenario del desaparecido Teatro Colón un lejano año de 1909, y a quien pudo entrevistar en su camerino, don Federico nos deja además de una interesante anécdota, datos interesantes que aportan un granito para abundar en el conocimiento de este templo del entretenimiento, mandado a derrumbar por el simplón José María Orellana. Apunta con delicioso detalle el periodista:

Frontispicio del Teatro Nacional, (antes Teatro Rafael Carrera y luego Teatro Colón), fotografía de Eadward Muybridge, 1875.

Frontispicio del Teatro Nacional, (antes Teatro Rafael Carrera y luego Teatro Colón), fotografía de Eadward Muybridge, 1875.

“El Teatro Colón resultaba asaz reducido para el movimiento que se operó en el ánimo público. Tenía nuestro gran coliseo hasta cuatrocientas cuatro lunetas, dos sistemas de palcos, altos y bajos; en los altos cabían hasta sesenta asientos y en los bajos, cuarenta. La galería daba alojamiento para cien asistentes. Los precios señalados eran de vente pesos por asiento de palco bajo y quince por palcos altos y lunetas, en moneda nacional. El cambio sobre el dólar estaba más o menos al quince por ciento. Abierto el abono, pronto se llenó y pudo señalarse una alteración muy interesante. Hasta los días de la llegada de doña María Guerrero, no había dama que se aventurara a ocupar un asiento en luneta. Para las mujeres estaban los palcos. Entonces se convino en que se rompiera la costumbre establecida y por primera vez, se vio el lunetario embellecido con las mujeres y varones, para corresponder, asistían de smoking en tanto que, en los palcos vestían de frac…”.

Sobre el alojamiento de estos artistas, señala:

“En la primera década del siglo, nuestra capital era un pueblón desapacible, mal empedrado, peor alumbrado por las noches y sucio a todas horas. Algún extranjero chistero, llamó a nuestra ciudad, la ciudad del zopilote. Aunque funcionaba el Gran Hotel y el Hotel Unión, se consideró que no eran sitios aparentes para dar cobijo a tan elevada gente como eran los Guerrero-Díaz de Mendoza y se acudió a una casa de la octava avenida sur, en donde hoy están las oficinas centrales de las autoridades de la Ley Agraria. Esa casa había sido de don Feliciano García, último Ministro de Fomento del General Reyna y, por esos días, secretario particular y perpetuo de la viuda del general Barros. Se decoró lo mejor posible la casona y allí se albergaron los esposos Díaz de Mendoza, los dos hijos del matrimonio, los ayos, las azafatas, la servidumbre, los preceptores de los infantes y el resto de criados y servidores…”. 

Hermosa fotografía del Hotel Unión, con tranvías de mulas al frente, año y autor desconocidos.

Hermosa fotografía del Hotel Unión, con tranvías de mulas al frente, año y autor desconocidos.

 Y más adelante nos regala unos datos más, para reconstruir la historia del ocio y de las convenciones sociales de la lejana Guatemala:

“En la citada noche de despedida de la compañía, se ofreció a los esposos Díaz de Mendoza-Guerrero y a sus acompañantes, un baile en la sala Excélsior, sala que servía para salón de cine, para comedero de banquetes oficiales, para juntas de los clubs liberales, para auditorium de conciertos, para sitio de conferencias…”.

 

  1. Para la historia de la industria guatemalteca

Cuando esboza el “perfil” de don José María Samayoa, rescata del olvido las siguientes líneas:

“…Por el año 66, en días del gobierno inalterable del Mariscal Cerna, don José María Samayoa, padre, adquirió las ruinas de la iglesia y convento de la Compañía de Jesús, en la Antigua y plantó en ellas una fábrica de telas, para esos días, de alcances extraordinarios (…) Se llamó esa fábrica “La Manufactura” y puede asegurarse que es uno de los primeros exponentes en materia de manufactura; es decir, de la obra que se hace a mano y con intervención de maquinaria. Las unidades de máquinas fueron traídas de la Gran Bretaña y expertos ingleses armaron los singulares talleres, movidos por una caldera de vapor. Algo inusitado. Había llegado hasta nosotros, en el conocimiento de personas de estudio y observación, las noticias sobre la lucha desarrollada en Europa acerca del maquinismo, sobre todo en Inglaterra, en donde se creía que las máquinas desplazarían la obra de los trabajadores…”.

Cuenta don Federico que cuando él estudió en la Escuela Normal de la Antigua, que ocupó ese mismo edificio de la Compañía de Jesús, se podía ver en uno de sus patios, “…partes de la gigantesca caldera y muchos ejes y poleas que resistían en los patios, inclemencias del abandono…”, posteriormente a la aventura de la hilanduría del señor Samayoa, el vasto edificio fue convertido en una herrería propiedad de un señor Herrera, terminando por albergar a los estudiantes de la mencionada escuela normal.

Fotografía del general Justo Rufino Barrios, acompañado de don José María Samayoa, fotografía del estudio de Emilio Herbruger e hijos.

Fotografía del general Justo Rufino Barrios, acompañado de don José María Samayoa, fotografía del estudio de Emilio Herbruger e hijos.

 

  1. Sobre la historia de los masones guatemaltecos

Cuenta don Federico que durante la época del general Rafael Carrera la masonería agonizó hasta casi desaparecer, y que fue la Revolución de 1871 la que trajo nuevos bríos, principalmente a la que seguía el rito escocés, llegando a su pináculo con el arribo a la presidencia del general José María Reina Barrios, quien ostentaba el grado 33, la más alta jerarquía, llamado también Soberano Gran Inspector General. Ignorante como soy del rito masónico y su organización, sólo transcribo los datos que me parecen interesantes ser rescatados para reconstruir un aspecto más de la historia patria, pues hasta cierto punto demuestra y aclara para las nuevas generaciones, que Guatemala a pesar de su remota ubicación, siempre estuvo al día de las grandes corrientes de pensamiento y filosofías que estaban en boga en el “mundo exterior”.

Con el ascenso del dictador Estrada Cabrera, la masonería empieza su repliegue, aunque por los años 1900 y 1901, Julio Bianchi y Eduardo Aguirre Velásquez trataron de mantenerla a flote, aunque fue desfalleciendo sólo para retomar impulso durante el gobierno del general José María Orellana: “El movimiento masónico volvió con mayores empujes: el Presidente y los miembros de su gabinete, con excepción del general Ubico, fueron masones. Lo fue el director de la policía que podía atraer muchos adeptos y los masones se sintieron felices, nadando en aguas propicias…”.

El general José María Orellana con espada envainada en mano (al centro), fotografiado alrededor de su gabinete y altos mandos del ejército.

El general José María Orellana con espada envainada en mano (al centro), fotografiado alrededor de su gabinete y altos mandos del ejército.

 

Entre los recuerdos que nos regala Hernández de León, que a medida que avanza uno en la lectura de sus dos tomos, se nos va antojando al Funes, memorioso del cuento de Borges, relata que en 1929, durante la presidencia del general Lázaro Chacón, se anunció la visita de un teósofo masón que venía de la India para compartir su sabiduría y las enseñanzas de Krishnamurti a los hermanos guatemaltecos, el doctor Jinarajadasa. Los problemas empezaron cuando la mayoría de salas, teatros y cines disponibles para celebrar la actividad se rehusaron a recibir al sabio, por obvias razones religiosas, obligando a que la conferencia inicial la impartiera el doctor en las estrecheces de la sede del Templo Masónico, ubicado en el Callejón Manchén. La segunda conferencia ya fue más holgada, gracias a que el rector de la Universidad Nacional, licenciado Alvarado Tello, entusiasta masón cediera para ello hermoso edificio del Paraninfo de la Universidad.

 

  1. Para la historia de la ciudad de Guatemala

Doña Algeria Benton de Reina Barrios, fotografía de Valdeavellano.

Doña Algeria Benton de Reina Barrios, fotografía de Valdeavellano.

Cuando esboza don Federico la figura de don Manuel Estrada Cabrera nos regala otros datos invaluables, especialmente interesantes para el historiador urbano pero también para quien, como el que esto escribe, se interesa por caminar y gozarse las calles de la ciudad de Guatemala. Cuenta el periodista que conoció a don Manuel en una fiesta campestre celebrara en el garden party, de la Finca Oakland, propiedad de don Salvador Herrera, que celebraba en honor del presidente Reina Barrios y su esposa doña Algeria Benton, en lo que entonces era el municipio de Ciudad Vieja.

La fiesta tuvo por ocasión la clausura de la famosa Exposición Centro Americana, en octubre de 1897, y cuyos campos y pabellones se instalaron en tierras de Ciudad Vieja, en lo que fuera el parque de La Reforma, abrazando el boulevard 30 de junio. Cuenta el memorioso: “…Para llegar a Oakland debía hacerse uso de caballos o coches, siguiendo la nueva rúa de la Exposición o la salida al otro Estado, venciendo la hondonada de la Barranquilla. Aquello parecía muy lejos: hoy la urbanización ha hecho el milagro de abreviar aparentemente las distancias…” Todavía quedan por esa colonia vestigios de muros de adobe y algunas columnas que parecieran anunciar un portalón de entrada. Cuando uno camina por esas callejuelas sombreadas por inmensos árboles, no puedo uno evitar imaginarse que ese mismo viento entre las ramas las escucharon aquellos personajes en una de esas fiestas campestres, y que quizá patearon también esa piedrecilla que se aleja de uno, rebotando entre el pasto…

Dejo por el momento tranquilo a don Federico Hernández de León, pero regresaremos a sus páginas a cada tanto, para seguir entresacando datos que nos permitan seguir reconstruyendo esa hermosa Guatemala de ayer.


El poeta incómodo. II parte

Reseña de una biografía inclasificable de Porfirio Barba Jacob

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

-V-

El segundo viaje a Guatemala

 

Aburrido del ambiente provinciano de Guatemala, el poeta colombiano parte rumbo a México nuevamente, dejando a sus amigos sumidos en la tristeza. Instalado nuevamente en México, escribe para uno de los tantos periódicos que pulularon pasada la revolución. Allí escribía artículos en contra del general Plutarco Elías Calles desde las páginas de El Demócrata y de Cronos, hasta que la paciencia de don Plutarco llegó a su límite y se ordenó la expulsión del “extranjero pernicioso”. Por tren, hacia Guatemala. Cruza a nado el Suchiate y termina su huída en la estación de Ayutla me imagino, en donde aborda un tren.

Ahora en Guatemala reinaba el general José María Orellana, “Rapadura”, luego de mandar a su casa a don Carlos Herrera, presidente provisional y electo de la República luego de un golpe de estado apenas año y meses de la semana trágica que concluyó con la renuncia de don Manuel Estrada Cabrera. Arenales no las tenía todas consigo. Desde las páginas de El Demócrata, tribuna para insultar a Calles, había lanzado también insultos contra Orellana. Vallejo rescata algunos insultos para nuestro deleite: “ese lugarteniente y procónsul de la política de Washington”; “fantoche dócil a su amo y que le pone cara de sargento a su pueblo”; “encaramado al poder por las escaleras del crimen” y “encumbrado por un crimen de media noche”. Pero Orellana estaba acostumbrado a los insultos. Por ejemplo, los valientes estudiantes universitarios, para la Huelga de Dolores de 1924 le tenían preparado un canto que decía:

“Rapadura, rapadura, rapadura,

Presidente contra el voto popular,

Esa ganga codiciada y que chichona

Consiguió tu gran Partido Liberal…

Pues tu cara es el espejo de tu alma,

Siempre sucia te la vamos a mirar,

Con razón que se murmura entre la gente,

Ahora si negra que la vamos a pasar…”

 

A pesar de los pesares, a pesar de los insultos, a pesar de las cóleras de don Chema, el 17 de julio de 1922, El Imparcial saludaba la incorporación de un nuevo periodista a la planta: Ricardo Arenales.

Así, gracias al dictado del general Plutarco Elías Calles, tenemos al poeta colombiano por segunda vez en Guatemala, trabajando para el mítico diario El Imparcial, que para las fechas en que Vallejo viene a Guatemala a insultar a la podre doña Teresita, para su sorpresa, todavía existe. Cuenta Vallejo:

“En flagrante contradicción con la ley primera de este libro según la cual al que yo busque se muere, viven cuatro de El Imparcial que conocieron a Arenales: Antonio Gándara Durán y su hermano Carlos, Rufino Guerra Cortave y David Vela, hermano éste de Arqueles Vela del ‘Palacio de la Nunciatura’ que conocí en México y que antes de que yo pudiera abrir la boca de entrada me advirtió que él era mexicano, no guatemalteco. Guatemalteco tal vez su hermano… ¿Será tanta la ventaja, o mucha la diferencia?”

 

Pues ni una ni la otra, digo yo. Sólo hay que ver la suerte que corrió en México y en Guatemala el Arqueles Vela de los estridentistas: nadie, absolutamente nadie más que yo lo ha leído y eso que me obligué a terminar su libro titulado El Café de nadie o algo así. Pero a David, al menos, he visto que en las ferias de libros que se hacen en los parques de nuestro Centro Histórico todavía se venden sus obras.

José María Orellana

General José María Orellana, el susceptible presidente guatemalteco que se indignaba ante el grito estudiantil de “¡Rapadura! ¡Rapadura!” a propósito de su tez morena. Murió en circunstancias extrañas durante unas vacaciones con su familia en Antigua Guatemala en 1926.

En fin, Arenales es contratado por don Alejandro Córdova para ser el jefe de redacción, en esa inveterada costumbre tan centroamericana de apantallarse por los extranjeros y pasar por encima de los nacionales al momento de repartir las jefaturas. Como hablaba con “acentico”, servía para jefe. Que lo digan los argentinos del exilio del corralito que inundaron el país con su acento, o los españoles o los gringos que les precedieron… Pero al menos Arenales tenía buenas ideas y no era de la corriente del bluff de los sudamericanos, nos relata Vallejo:

“…Creó también una página literaria y lanzó el primer ‘Extra’ (el primero de El Imparcial y sospecho que del periodismo centroamericano), dando cuenta en grandes titulares de los levantamientos de la noche anterior en San Lucas Sacatepéquez, que sofocados por el gobierno condujeron a la captura de su cabecilla Francisco Lorenzana, luego a su condena a muerte por un consejo de guerra, luego a su ejecución. Arenales entrevistó al prisionero en su celda y narró su fusilamiento. Es la famosa crónica sobre el último día de vida de Lorenzana y de cómo se cumplió la sentencia (…) tras el detallado, magistral, conmovedor relato de Arenales hay oculta una formidable protesta: uniendo las letras mayúsculas con que comienza cada aparte de la narración se forma esta frase: UN ASESINATO POLITICO. En el ejemplar conservado en El Imparcial alguien ha subrayado las mayúsculas implicadas con un lápiz: UN ASESINATO POLÍTICO. Y la protesta oculta la descubrió todo Guatemala…”

Otra anécdota fascinante de este personaje es necesaria citarla aquí, ante la noticia de que el libro El Mensajero cuesta conseguirlo en las librerías de usados del centro y en las de nuevos ni se diga:

“…En El Imparcial se burló de todos y les enseñó a trabajar. A su director y propietario Alejandro Córdova lo trató de ignorante y mercachifle, y un día en que le reclamó por haberle mandado al bote de la basura un artículo suyo en que destruía a un contrincante, le dijo: ‘Sus querellas personales no le interesan a nadie. Si quiere que yo haga de El Imparcial un periódico de primera me va a dejar entera libertad para elegir lo que se publique.’ ‘Formen ese artículo en el acto- le ordenó Córdova al jefe de imprenta-: saquen de la página editorial lo que sea del caso y sustitúyanlo con mi trabajo.’ Arenales se puso el chaleco, el saco, el sombrero, y sin decir una palabra tomó el bastón de la empuñadura de oro y el camino de salida. Lo llamaron para que volviera y aceptó pero exigiendo plena autoridad, y una mañana, reloj en mano, al mismo Alejandro Córdova le llamó la atención porque llegaba retrasado al diario…”

Para quien se pregunte por qué nuestro periodismo está como está, Vallejo le da la respuesta: porque desde que el mundo es mundo, en Guatemala los dueños de los diarios los usan de tribuna para arremeter en contra de sus enemigos personales y de la noticia, de la objetividad y del respeto al lector nada, que se lo traguen entero, que sin clasificados y sin deportes no camina el país.

Y todo este palabrerío desmesurado, que me sale a borbotones cada vez que releo a Vallejo, para contar que en Guatemala, en esa Guatemala sepia de los años veintes, de 1922 para ser exactos nació el inmortal Porfirio Barba Jacob, ese poeta inmenso al que lo obligan a leer a uno en cuarto bachillerato. Sucede que a raíz de ese levantamiento liderado por Lorenzana, la policía guatemalteca realiza unas pesquisas y determina que un tal Alejandro Arenales era cómplice del rebelde, y sin andar preguntando quien es quien, algún policía que quería pasarse de listo arresta a Ricardo Arenales, el poeta colombiano, jefe de redacción de El Imparcial. Alejandro Arenales era en cambio, un abogado guatemalteco que por ese entonces dirigía otro periódico, el Diario Nuevo. La receta a aplicarle a Arenales era la misma con que le curaron la rebeldía a Lorenzana: el fusilamiento y por poco se “soplan” al poeta los muchachos. Como ve usted, querido lector, ni los diarios nacionales, ni la policía ha cambiado mucho en estos casi cien años que han transcurrido desde que el poeta anduviera por estos rumbos. Arenales logra demostrarle a la policía que él es Ricardo Arenales y no Alejandro Arenales y se salva por los pelos. De esta traumática experiencia va a surgir entonces reconvertido en Porfirio Barba Jacob. Gracias a las cóleras de don Chema Orellana. La despedida, como no podía ser de otra forma, fue dramática: “Entonces Barba Jacob le leyó una sentida elegía a Ricardo Arenales en la que pintaba su cadáver con las manos atadas por un cordel, tendido sobre un túmulo bajo la luz oscilante de los cirios…”

Ya resucitado con el sonoro nombre con el que irá a ser recordado por la posteridad, nos sale al encuentro otra anécdota interesante, que transcribo para ustedes, amables lectores, por si logro que se interesen por el libro y lo saquen de alguna biblioteca o lo devuelven a la vida de algún depósito polvoriento y lleno de smog pegajoso de las librerías de nuestro Centro Histórico.

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Espectacular fotografía del presidente José María Orellana (señalado con el número 1), supervisando en 1923 los avances de la construcción de la carretera La Antigua-Escuintla. (Fuente: Prensa Libre).

“…Rodeado de un grupo de estudiantes universitarios Barba Jacob los invita a que lo insulten ofreciéndoles un premio al que mejor lo haga. Como no logran complacerlo a satisfacción los convida a una correría por la ciudad. Entran a una fonda de los arrabales, se sientan a una mesa, y a la matrona gorda y mal encarada que los atiende Barba Jacob le pide de beber. A la tercera copa le dice: ‘Traiga más licor, pero no en estos sucios vasos que nunca ha limpiado’. Y cuando ella trae lo pedido le pregunta: ‘¿Secó estos vasos con sus cochinas enaguas?’ La matrona estalla en una explosión de insultos y le pide al poeta que le pague y se marche. Barba Jacob le dice que no tiene dinero, que por favor le apunte las bebidas a su cuenta. Los insultos de la matrona llegan entonces a lo heroico. Sale ella y regresa con un policía. Frente a un caballero tan bien vestido como el poeta el policía empieza por sentir respeto, y el respeto va en aumento por lo que ve y lo que oye: ‘¿Cuánto le debo, honorable señora?’, le pregunta beatíficamente Barba Jacob a la matrona. ‘Dieciséis pesos’. Barba Jacob le paga con un billete de a cien. ‘¡Oh! –exclama ella asombrada-. No tengo vuelto’. ‘Guárdeselo –responde Barba Jacob-. Los dieciséis pesos son por los tragos, y el resto en pago de los insultos’. ‘¿Lo insultó esta pícara vieja? –le pregunta al poeta el policía-. Si quiere me la llevo presa’. ‘No –le detiene Barba Jacob-: le estoy muy agradecido. En cuanto a usted, tome por la buena intención’, y le da una generosa propina.”

 

En fin, cosas de bohemios. Pero para ya ir cerrando este escrito que se me fue de las manos, regresemos a lo que nos ocupa. A los meses de trabajar para el histórico diario guatemalteco, Barba Jacob renuncia, y decide regresar a Colombia. Pero como es un borracho empedernido, como corresponde a todo poeta talentoso, se parrandea el dinero para el pasaje y se queda varado en Puerto Barrios. Allí, para ganarse el pan “…cargó racimos de banano como bracero para los buques de la United Fruit Company…”. De ese hoyo de desesperación que tan bien describió Miguel Ángel Asturias en las páginas de El Papa Verde y recientemente otro escritor chapín, David Unger en El precio de la fuga, lo saca un colega, un periodista hondureño que lo contrata para su periódico en Tegucigalpa y le anticipa mil dólares. Craso error. Barba Jacob se parrandea el dinero con sus colegas braceros y a bordo de un barco de la frutera llega al fin a Honduras, me imagino que de polizón. A Tela. Después aparece en el infierno que es San Pedro Sula, y aparece otra vez en el Caribe, en La Ceiba, de donde regresa a Guatemala a Puerto Barrios y de allí a Quetzaltenango, “buscando un mejor clima”. Total que a Tegucigalpa no llega.

 

-VI-

El tercer viaje a Guatemala

 

La verdad es que geográficamente nunca abandonó Guatemala. Caprichos de políticos tropicales ese de andar partiendo en minúsculos pedacitos una región que históricamente había sido una sola. Para darle trabajo de guardias de fronteras a sus compinches, digo yo. La cosa es que tenemos ahora al poeta, transformado en Porfirio Barba Jacob en esta ocasión, en la fría ciudad de Quetzaltenango, en donde se hace amigo de Carlos Mérida, y este brillante artista le cuenta una anécdota a Vallejo, imagino que en ciudad de México. Cuenta que una señora chiva apesadumbrada por la marcha del poeta le pregunta a Barba Jacob qué era lo que más le había gustado de la ciudad, y el poeta, siempre sincero y ácido le espeta: “Ese caminito de salida para irme a la chingada.”

Y la chingada era ciudad de Guatemala. Otra vez. Pero ahora llega con la cabeza llena de pájaros, con la ilusión de fundar una revista de “altas letras”. Es la revista en la que trabajó mi tío abuelo Manuel, como secretario, desde cuyo escritorio atestiguó el tema de la marihuana. Vallejo describe así el proyecto:

“La gran revista ‘de altas letras’ iba a ser un semanario gráfico y a salir los sábados. Iba a tener entre cuarenta y ocho y cincuenta y seis páginas con ilustraciones en blanco y negro y a todo color de los más talentosos pintores y caricaturistas de Hispanoamérica y la madre patria, y colaboraciones de los máximos literatos de tierra firme y de allende el mar. Se iba a llamar Ideas y Noticias, y a competir, a rivalizar, con nada más y nada menos que con la Revista de Revistas de México, y El Universal Ilustrado…”

Puro papel mojado, porque durante un año y tres meses se dedica a promocionar la revista, imagino que a vender suscripciones también, tiempo durante el cual el poeta llegó a acumular deudas por seis mil quetzales, pero de la que nunca se imprimió siquiera una portada. Según su biógrafo: “Agotada su capacidad de crédito y endeudamiento se hizo expulsar de Guatemala.” Durante ese tiempo estuvo dando sablazos por todas partes: “…vendió anuncios por varios meses y subscripciones por varios más (a cuarenta pesos la serie de cuatro números), todo cobrado por anticipado, pero como lo expulsaron, ¡cómo podía pagar!”

Su camino de salida lo fue labrando con paciencia. Con premeditación. En el año 1924 pronuncia dos conferencias que lo ponen bajo la lupa. Una, en el barrio Lavarreda, las puras goteras de la ciudad, en donde insta a los obreros a la superación, a labrarse un futuro. La segunda, en el Teatro Venecia, “en la Calle Real del Guarda Viejo”, en donde pronuncia una extraña conferencia titulada “No matarás”, entresacada de uno de los viejos editoriales que en Churubusco lo obligaron a salir huyendo de México. Al parecer ambas intervenciones alteraron la tranquilidad de la somnolienta ciudad de Guatemala, llegando a inquietar a la policía. La tercera fue una conferencia pronunciada el 15 de agosto de 1924, en que supuestamente habría de hablar sobre la necesidad de la reforma monetaria, de la conveniencia de abandonar el peso y abrazar la nueva moneda, el Quetzal. Así de lejos estamos de esos tiempos. Yo me pregunto ¿Qué rayos tenía que estar hablando de reforma monetaria un poeta?, pero se me olvida que en Guatemala lo que abundan son los todólogos, esos seres sobrenaturales, regularmente venidos del extranjero o estudiados en el extranjero en donde reciben tal baño de conocimientos que pueden regresar a opinar sobre todo. Bueno, la cosa es que empieza hablando de las monedas, pasa elogiando al general Rafael Carrera y termina insultando a Justo Rufino Barrios, al que califica de “matarife y ladrón”, cosa que sabemos era don Justo en toda su magnitud, pero que Chema Orellana no estaba en condiciones de aceptar, siendo él mismo, un heredero de la revolución liberal.

Doña Teresa le contó a Vallejo que Barba Jacob le contó a su papá sus intenciones días antes, y que preocupado siempre por estar de buenas con el poder, don Rafael le advirtió que si decía eso sobre el todosanto de Barrios, lo iban a parar expulsando. La respuesta del poeta es de antología: “Es precisamente lo que quiero (…) ¿No ve que estoy preso en el fondo de este pozo de paredes lisas, de este agujero que se llama Guatemala donde nadie puede ganarse la vida de ninguna de las tres únicas maneras decentes: haciendo periodismo, política o estafando?”

Previsiblemente, leído su discurso, consumada la hazaña, en la noche misma del evento llega la policía a la pensión en que malvivía el poeta. Llevan una orden de captura y expulsión, firmada por el presidente de la república, general José María Orellana y por el Ministro de la Guerra, general Jorge Ubico, haciendo sus pinitos de dictador. Una tropa lo lleva al Puerto de San José, y allí lo montan en un vaporcito que lo deposita en El Salvador. Así terminó el tercer paso de Barba Jacob por Guatemala, dejando todo hecho un desastre, con cuentas por cobrar pendiendo sobre los amigos crédulos que le sirvieron de garantes. Después se supo que andaba por las fincas de banano de la costa atlántica de honduras, fingiéndose sacerdote, predicando los diez mandamientos en esas tierras de infierno, olvidadas de Dios y viviendo de las limosnas de los trabajadores de la frutera…

Poniendo distancia, luego de esta larga y entusiasmada reseña, sólo me queda decir que la lectura de El Mensajero vale la pena no sólo porque rescata la vida, aventuras y desventuras de un personaje fascinante como lo fue el poeta colombiano, sino porque a base de empeño, Vallejo nos logra reconstruir toda una época de las letras en lengua española, época en que la gente llenaba las salas de los teatros para escuchar a los poetas declamar sus versos, y que fue desapareciendo a base de guerras mundiales y analfabetismo funcional. Es también, sin quererlo, una especie de guía para afrontar la titánica tarea de escribir una biografía. En el camino nos va dando los secretos del oficio, para lograr que alguien nos diga lo que tanto tiempo ha callado, los chanchullos para evitar los laberintos de la burocracia, las fuentes secretas. Como virtud adicional, el libro refleja tanto los brillos de una época, (esas primeras décadas del siglo XX que tanto prometía para el continente), como sus sótanos, sus bambalinas, sus rostros demacrados y los vicios que inspiraron los más hermosos poemas de las letras hispanoamericanas, que el escritor colombiano no tiene empacho alguno en mostrar.


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