Nicolás Maquiavelo. Epistolario 1512-1527
A María Mercedes, por estos 13 años de risas cómplices
Rodrigo Fernández Ordóñez

Retrato de Nicolás Maquiavelo, por Santi di Tito.
A Nicolás Maquiavelo le pasó lo que al pintor Van Gogh: su celebridad vino cuando él ya no estaba vivo para gozarla. Cuando en la vida uno se topa con El Príncipe, lejos se está de adivinar que su autor no tuvo la fortuna de ver su magnífico manual debidamente editado. Se le conoció casi clandestinamente, gracias a que uno de sus amigos incondicionales, Biagio Buonaccosi, se dio a la tarea de copiarla y distribuirla entre sus conocidos, poniendo a circular estos ejemplares de mano en mano. Tan solo El Arte de la Guerra pudo verla impresa, cuando en 1521 el editor florentino Filippo di Giunta, la publicó. Así, el grueso de sus obras, salvo la Mandrágora, (que incluso llegó a ver puesta en escena), se fueron publicando paulatinamente de forma póstuma. Ahora, gracias al Fondo de Cultura Económica tenemos acceso a sus documentos privados, las cartas que se intercambió con sus hijos, su sobrino y sus mejores amigos, haciendo surgir un nuevo Maquiavelo lejano de la pose de mármol. Es un hombre con preocupaciones domésticas, con perennes estrecheces económicas, quejas matrimoniales, enredos amorosos e intrigas políticas, que no rehúye a la reflexión profunda pese a que se ocupa de problemas cotidianos. El epistolario que reseñamos hoy es una hermosa ventana a un hombre y una época fascinantes de la historia: el Renacimiento y uno de sus mejores representantes, que podría hacer suya la frase de Terencio, “Hombre soy; nada de lo humano me es ajeno”.
El libro abarca la parte más interesante de la vida de Maquiavelo, los años de su exilio y soledad, en donde alejado por la fuerza de las intrigas de toda actividad pública, se retira a una pequeña propiedad familiar cercana a la ciudad de Florencia, en Sant’Andrea in Percussina, al que llamaba “il Albergaccio”. Allí, desde un bosque y campos de cultivo, el genio renacentista se sienta a escribir documentos que logran conmover al lector más reacio a condescender con Maquiavelo. Por su pluma se deslizan todo tipo de temas, desde el mismo proceso creativo, al que le dedica hermosas líneas, hasta cosas tan vanas y comunes como la falta de dinero o el sexo en el que busca el consuelo de su fracaso en la vida pública. Maquiavelo es un hombre casado, con una mujer de infinita paciencia, Marietta, con quien tendrá varios hijos, pero en el contexto histórico del Renacimiento, no nos debería sorprender que busque el amor fuera de la pareja, muchas veces impuesta. El amor dentro del matrimonio es un invento más bien moderno, que surge más o menos dentro del proceso de la revolución industrial en el que la mujer, independiente económicamente y fuera de los estrechos lazos comunitarios de la aldea o pueblo de origen y extrañada a los inmensos barrios de trabajadores que sitian las ciudades, puede tomar la decisión de casarse o no, y de con quién se casa o a quién rechaza para los efectos.
Los ánimos de Maquiavelo varían según el momento. Así, en una carta fechada el 18 de marzo de 1513 a su entrañable amigo Francisco Vettori, expresa, en un tono liviano, despreocupado: “…Toda la compañía se os encomienda, empezando por Tomás del Bene y yendo hasta nuestro Donato, y todos los días vamos a la casa de alguna muchacha para recuperar las fuerzas, y aun ayer estuvimos viendo pasar la procesión en casa de Sandra de Pero. Así vamos pasando el tiempo entre estas universales felicidades, gozando este resto de vida, que me parece soñarla…”, hermosa la última frase que nos regala un vistazo de ese Maquiavelo al que apodaban “il Macchia”, centro de las fiestas y de la bohemia del grupo de amigos florentinos. Del tono festivo pasa al nostálgico, en una carta fechada el 29 de abril de 1513: “…Excúseme el estar yo con el ánimo ajeno a todas estas pláticas, como lo prueba el haberme venido a la quinta y alejado de todo rostro humano, y el no saber las cosas que suceden alrededor, de modo que tengo que discurrir a oscuras, y he fundado todo en los avisos que vos me dais…”, le habla a su amigo Vettori un Maquiavelo ya desengañado, condenado a no alejarse de su ciudad y prohibido poner un pie siquiera en el Palacio Vecchio por un año. En respuesta, el hombre rompe con la ciudad, que le habrá fastidiado, y se recluye en su quinta, en las afueras de la ciudad. El tono, conforme pasan los días, se torna sombrío. El 26 de junio de 1513 escribe: “…antes más bien es un milagro que esté yo vivo, porque me han quitado el cargo y he estado por perder la vida, la cual Dios y mi inocencia me han salvado; todos los demás males, de prisión y otros, los he soportado…”, Maquiavelo, recién liberado de la prisión del Bargello hace recuento de daños a su sobrino Giovanni Vernacci, en Estambul, luego de semanas de prisión y de tortura. Poca consideración podrá tener nuestro amigo del hombre, luego de lo visto y lo vivido.
No es mi intención agotar todo el contenido de las más de 500 páginas de constructiva lectura, pero sí señalar algunas líneas que me parecen particularmente hermosas, como esa carta que le envía a sus amigo Francisco Vernacci, fechada el 10 de diciembre de 1513, en el que narra su rutina en la finca, regalándonos todo un retrato de la intimidad cotidiana de tan magnífico pensador, permitiendo a los simples mortales, acercarnos a esa existencia triste y dura del hombre al que el destino le ha negado la gloria ante sus propios ojos. Dice Maquiavelo (solo copiaré unas líneas, aunque la carta es todo un fresco de la vida rural renacentista): “…Abandonado el bosque, me voy a una fuente, y de ahí a un terreno donde tengo tendidas mis redes para pájaros. Llevo un libro conmigo, Dante o Petrarca o alguno de esos poetas menores, como Tibulo, Ovidio y otros: leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos. Me traslado después a la vera del camino de la hostería, hablo con los que pasan, les pido noticias de sus pueblos, oigo diversas cosas y noto diversas fantasías de los hombres…”. Pero hagamos un alto para releer una frase que nos atrapa la atención, que nos planta de frente a un hombre y sus nostalgias: “…leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos…”, hermosa y sabia actitud ésta: ante la adversidad, consolarse con el pasado hermoso e irrecuperable.
Pero a continuación de la nostalgia pone manos a la obra, como desperezándose, y en la misma carta narra que una vez agotada la jornada diurna, y acabadas las tareas que la granja y el aburrimiento le exige, “…regreso a casa y entro en mi escritorio, y en el umbral me quito la ropa cotidiana, llena de fango y de mugre, me visto paños reales y curiales, y apropiadamente revestido entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres donde, recibido por ellos amorosamente, me nutro de ese alimento que solo es el mío, y que yo nací para él: donde no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me responden; y no siento por cuatro horas de tiempo molestia alguna, olvido todo afán, no temo la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiero a ellos. Y como dice Dante que no hay ciencia sin el retener lo que se ha entendido, he anotado todo aquello de que por la conversación con ellos he hecho capital, y he compuesto un opúsculo De Principatibus, donde profundizo todo lo que puedo en las meditaciones sobre este tema, disputando qué es principado, de cuáles especies son, cómo se adquieren, cómo se mantienen, por qué se pierden…”. Estamos ante el propio proceso creativo del genio político, quien fabula de forma maravillosa sobre las reflexiones que sus lecturas le inspiran, encarnando a sus autores favoritos, sentándolos frente a la chimenea, imaginando una tertulia política como la que va a sostener años después en los jardines de la familia Ruccelai, logrando un texto que uno de sus biógrafos no duda en calificar como la más hermosa carta escrita en italiano.
En otras ocasiones, Maquiavelo se aferra al momento. Deja a un lado el pasado y vive la vida, e invita a sus amigos a agotarla. Me parece especialmente interesante un fragmento en el que describe al amor, regalándonos otra vez una instantánea de cómo se entendía este sentimiento en la Italia de hace cinco siglos. Dice Nicolás: “…recordando lo que me han hecho las flechas de Amor, me veo obligado a deciros cómo me he gobernado con él. En verdad, yo lo he dejado hacer y lo he seguido por valles, bosques, barrancos y llanos, y he encontrado que me ha mostrado más predilección que si lo hubiera maltratado. Quitad pues la albarda, quitadle el freno, cerrad los ojos y decid: Haz tú, Amor, guíame tú, condúceme tú; si salgo bien, tuyas sean las alabanzas; si mal, tuyo sea el vituperio; yo soy tu siervo: no puedes ganar nada más con maltratarme, antes pierdes, maltratando lo tuyo. Y con tales y similares palabras, que traspasarían un muro, podréis volverlo piadoso. Así que, patrón mío, vivid contento: no temáis, volved la cara a la fortuna y seguid las cosas que las vueltas del cielo, las condiciones de la tierra y de los hombres os ponen por delante, y no dudéis de que romperéis todos los lazos y superaréis todas las dificultades. Y si quisieseis darle una serenata, yo me ofrezco a ir allí con algún hallazgo eficaz para hacerla enamorar…”, consejos que escritos el 4 de febrero de 1514 a su amigo Vettori nos parecen modernos, salidos de la mente de un vitalista. Esta impresión se nos confirma más adelante, cuando un 25 de febrero de 1514, remata una carta para su amigo Vettori con el siguiente consejo: “Os ruego que sigáis a vuestra estrella, y no dejéis perder la mínima cosa por nada del mundo, porque yo creo, creí y creeré siempre que es verdad lo que dice Bocaccio: que es mejor hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse…”.
Para Maquiavelo, como verdadero hombre renacentista, pocos temas se escapan a sus reflexiones. Así, el amor tiene su lugar en sus cartas, como un hermoso relato de sus amores clandestinos en su forzoso retiro rural: “…estándome en la quinta, he conocido a una criatura tan gentil, tan delicada, tan noble, por naturaleza y por accidentes, que no podría yo tanto alabarla, ni tanto amarla, que no mereciese más. Habría que decir, como vos a mí, los principios de este Amor, con qué redes me atrapó, donde las tendió, de qué calidad fueron; y veríais que fueron redes de oro, tendidas entre flores, tejidas por Venus y tan suaves y gentiles que aun cuando un corazón villano hubiera podido romperlas, yo no quise, y me gocé en ellas un rato, tanto que los hilos tiernos se han vuelto duros, y enclavijado con nudos irresolubles. Y no creáis que utilizó Amor para cazarme modos ordinarios, porque, conociendo que no le habrían bastado, usó vías extraordinarias, de las cuales yo no supe ni quise guardarme…”. La colección es sin duda uno de los mejores exponentes del género epistolar, a mi gusto desafiados apenas por unas cuantas colecciones que bien valen su peso en oro. La de Maquiavelo comparable apenas quizá con la colección epistolar entre John y Abigail Adams, o las de Simón Bolivar a Manuela Sáenz, editadas por Villegas Vergara, o incluso ese hermoso volumen de la editorial Siruela de las cartas entre Henry Miller y Anaïs Nin.
En fin, para no agotar con citas y dejar espacio para el asombro, cierro con un último fragmento, en esta ocasión de Vettori para Maquiavelo, reflexionando sobre sus vidas, adoptando el tono melancólico de los amigos con los que se ha compartido tanto que las experiencias mutuas se vuelven consuelo en la vejez: “…pero nosotros de vez en cuando acusamos a la naturaleza como si fuera una madrastra, mientras que más bien deberíamos acusar a nuestros padres o a nosotros mismos: tú, si te hubieras conocido bien, jamás te hubieras casado; mi padre, si hubiera ligado a una mujer, como hombre a quien la naturaleza había engendrado para los juegos y las chanzas, sin tener que preocuparse por el dinero ni prestar la menor atención a los problemas familiares. Pero mi esposa, hijo mío, terminará por obligarme a cambiar mi modo de ser, cosa que a nadie puede ocurrirle sin daño…”, contenido en un borrador, no sabemos si finalmente enviado y recibido por Nicolás, sin fecha, pero adivinándose ya ambos viejos y dados a ver al pasado con resignación, e incluido en la colección que de los documentos privados de Maquiavelo hiciera su amoroso nieto Giulianno de Ricci, hijo de Bartolomea.
Julián González Gómez
Uno de los más importantes escultores del Renacimiento, además de gran pintor y artista multifacético, Andrea Verrochio también ha pasado a la historia como formador de artistas de la talla de Ghirlandaio, Perugino, Botticelli y sobre todo de Leonardo da Vinci. Sin duda fue uno de los grandes maestros que hicieron de la Florencia del siglo XV el principal centro de las artes de su tiempo.
Las claves de la obra de Verrocchio (“ojo de la verdad”, o también “ojo verdadero” en dialecto toscano) se encuentra en el absoluto dominio de los factores técnicos de su producción, los que trabajó con dedicado esmero y en la notable influencia del genio de Donatello, de quien asimiló un sereno clasicismo formal que encuadra la intensa vida interior de sus personajes. No fue considerado por casualidad el escultor más importante de Florencia y su obra se extendió a otras ciudades italianas, que lo reclamaban para realizar diversas obras públicas.
Verrocchio nació en Florencia en 1435 y fue bautizado con el nombre de Andrea di Michele di Francesco di Cioni. Su padre era fabricante de tejas y azulejos, trabajo que requería el empleo de distintas clases de arcillas y la utilización de hornos para realizarlo, por lo que desde niño tuvo contacto con estos materiales maleables, lo cual quizás lo predispuso para su futura carrera como escultor broncista, que requería primordialmente la realización de modelos en arcilla. Su primera formación fue en el taller del orfebre Giuliano Verrocchi, de quien tomó el apelativo y con el que aprendió dibujo y la realización de delicadas piezas de orfebrería. Más tarde pasó por el taller de otro orfebre: Alesso Baldovinetti y del escultor Antonio Rossellino, donde perfeccionó su técnica. Algunos investigadores aseguran que trabajó durante un tiempo con Donatello, aunque esto no se ha confirmado con total certeza. Donatello era por esa época, alrededor de la primera mitad de la década de 1460, el escultor más importante de la ciudad y aunque Andrea no haya trabajado en su taller, es indiscutible que el gran maestro ejerció su influencia sobre él. También por esos años inició su labor como pintor, trabajando con Filippo Lippi unos frescos en Prato.
Alrededor de 1465 se estableció en su propio taller y empezó a trabajar como escultor independiente, aunque también realizaba trabajos de pintura y orfebrería. Cuando Donatello murió en 1466 se convirtió en el escultor preferido de la familia Médicis, quienes le encargaron una obra de gran importancia, la construcción del mausoleo de Juan y Pedro de Médicis en la iglesia que era el panteón familiar: San Lorenzo. Andrea comenzó los trabajos alrededor de 1468 y los culminó en 1472 con una notable ornamentación de bronce y mármol. Los encargos de los Médicis parece que mantuvieron constante el trabajo de Andrea durante mucho tiempo y realizó diversos encargos para estos mecenas, lo cual le granjeó un gran reconocimiento en la ciudad de Florencia, cuyos ciudadanos notables y distintos gremios le encargaron diversas obras escultóricas, pictóricas y de orfebrería. Incluso fue contratado para realizar algunas piezas para otras ciudades italianas y flamencas.
La vida personal de Verrocchio nos es desconocida, pero sabemos que nunca se casó y que, gracias a sus elevados ingresos como artista mantuvo económicamente a diversos miembros de su familia. Al parecer en 1472 fue acusado de sodomía, lo cual nunca fue probado por lo que no se le encauzó legalmente. Ya hemos dicho que fue también reconocido como el mejor maestro de la ciudad y por su taller pasaron muchos aprendices que luego se convirtieron en los principales artistas de su tiempo. Murió en 1488 en Venecia, donde había acudido para fundir la notable escultura que aquí presentamos y que no pudo ver terminada.
Esta escultura, considerada por muchos como el mejor retrato ecuestre del renacimiento florentino fue un encargo de la República de Venecia en 1478 para conmemorar al condottiero Bartolomeo Colleoni, quien trabajó a las órdenes de la Venecia y que había muerto unos años antes. Un condottiero era un mercenario que estaba al servicio de una ciudad y que comandaba un ejército. Las repúblicas italianas, aún las más importantes como Florencia o Venecia, no poseían ejércitos profesionales propios y ante los inevitables conflictos con otras ciudades o estados acudían a contratar los servicios de estos mercenarios errantes para que combatieran en su nombre. Algunos de estos personajes se convirtieron con el tiempo en los dictadores de las ciudades ya que poseían el poder que dan las armas. Condottieros famosos que se convirtieron luego en dirigentes fueron, entre otros, Francesco Sforza en Milán, Federico de Montefeltro en Urbino y Pandolfo Malatesta en Rímini.
Volviendo a la obra que nos ocupa, cuando se la contempla es inevitable hacer la comparación con el otro gran monumento ecuestre del renacimiento: la estatua de Gattamelata de Donatello, realizada en Padua en 1453. En ambos monumentos ecuestres el personaje se halla investido de una fuerte presencia y autoridad y también en ambos el caballo levanta su pata delantera izquierda. Pero mientras que en la escultura de Donatello predomina cierta estaticidad, en la de Verrocchio hay un gran dinamismo y tridimensionalidad, girando su torso a la derecha en contraste con las piernas que están hacia el frente y la cabeza que mira hacia la izquierda. Por otra parte, esta escultura es notablemente más grande que la de Donatello. La inspiración de ambas se debe seguramente a la estatua ecuestre de Marco Aurelio que se encuentra en la colina capitolina de Roma y que era el único retrato ecuestre de bronce de la Roma de la antigüedad que existía todavía. La otra influencia se puede encontrar en los caballos de bronce que se encuentran en la Basílica de San Marcos de Venecia.
Verrocchio realizó primero el modelo de arcilla a escala y después vació un modelo de cera que llevó hasta Venecia. En esta ciudad comenzó la labor de hacer la gran escultura con el primer modelo en arcilla a escala real, pero durante el proceso murió. Entonces se le propuso la tarea a su alumno Lorenzo di Credi, que había acompañado a su maestro, pero rechazó el encargo. Finalmente el vaciado final del molde y la ejecución en bronce fueron realizados por Alessandro Leopardi, quien la culminó en 1490. Actualmente sigue emplazada en la plaza donde originalmente se le colocó, el campo de San Giovanni e Paolo, donde se encuentra la Scuola de San Marco de la ciudad de Venecia.
Julián González Gómez
La invención de la perspectiva lineal ha sido uno de los más grandes aportes que se han hecho al arte a lo largo de su historia. Por primera vez se hizo posible realizar científicamente la representación del espacio tridimensional sobre una superficie de dos dimensiones. Qué duda cabe que la perspectiva fue el elemento esencial que revolucionó la pintura, la escultura y la arquitectura desde el siglo XV, dando pie al fenómeno que se llamó el Renacimiento.
Fue en la ciudad de Florencia, cuna de grandes artistas que trabajaban para los ricos comerciantes, donde se dio este paso fundamental que separó, en lo que se refiere al arte, la edad media de la edad moderna. La perspectiva fue descubierta, o inventada si se quiere, por un artista que a principios de ese siglo pretendió convertirse en escultor y acabó siendo uno de los arquitectos más importantes de todos los tiempos: Filippo Brunelleschi. Según la leyenda, un día estaba puliendo unas placas de cobre enfrente del baptisterio de la catedral, cuando se le ocurrió reflejar la imagen del baptisterio sobre una de las placas, mientras la observaba por un pequeño agujero que había en otra placa, de tal manera que la imagen que se reflejaba en la primera placa, también se reflejaba en la segunda. Así se dio cuenta de las líneas de fuga que coincidían en determinados puntos y descubrió la perspectiva de esta forma empírica. Pero esto es una leyenda, porque lo más probable es que Brunelleschi ya hubiera experimentado con una cámara oscura y a través de este artificio hubiera podido visualizar las fugas en la imagen que se reflejaba inversa en el fondo de la cámara por medio de un pequeño agujero en la pared opuesta que permitía que entrase la luz. En todo caso, Brunelleschi trabajaba por ese entonces, alrededor de 1416, con el escultor Donatello y unos años más tarde con un jovencísimo pintor al que llamaban Masaccio. Los tres amigos hicieron diversos aportes al nuevo descubrimiento y sentaron así los principios básicos de este nuevo método de representar el mundo tridimensional.
Ya había precedentes a este método y fue precisamente un artista florentino el primero en tratar de representar el espacio tridimensional en sus pinturas, y éste fue Giotto, desde finales del siglo XIII y principios del XIV. Giotto, por medio de la observación, dirigió líneas de fuga hacia determinados puntos de sus representaciones y creó así una ilusión de tridimensionalidad en sus obras. De Giotto partió este método de representación a otros pintores florentinos y sieneses, pero por su empirismo era todavía sólo una aproximación y no llegó nunca a poder representar objetivamente el espacio sobre una superficie. Esto quiere decir que en los tiempos de Brunelleschi, Donatello y Masaccio la representación tridimensional era ya un viejo problema que no se había podido resolver. A partir de entonces, el método fue perfeccionado por otros artistas y fue compilado y expuesto sistemáticamente en la década de los 1430 por León Bautista Alberti en su tratado de la pintura.
Masaccio fue el primer pintor que aplicó las leyes de la perspectiva lineal a sus obras, siendo reconocido inmediatamente por la sociedad florentina como un innovador. Inserto en esta sociedad en la cual las novedades eran constantes, se convirtió muy pronto en el pintor más reconocido de la ciudad, donde realizó diversos encargos, así como también en Pisa y en Roma. Otros artistas de Florencia también acogieron la perspectiva con gran entusiasmo, destacándose además de Masaccio y Donatello los pintores Masolino da Panicale, Paolo Ucello y Andrea del Castagno, así como el gran escultor Lorenzo Ghiberti. De este núcleo de artistas seminales, la perspectiva se extendió pronto a todos los rincones de Italia y después a Europa, reemplazando ya desde mediados del siglo a los métodos de representación espacial del gótico.
Masaccio, que nació en Castel San Giovanni en 1401, recibió el nombre de Tommaso di ser Giovanni di Mone Cassai y era hijo de un notario perteneciente a una antigua familia de ebanistas. Su posición social era por lo tanto, bastante elevada y debió recibir una esmerada educación. Cuando Masaccio tenía cinco años murió su padre y al tiempo su madre se volvió a casar, esta vez con un mercader acaudalado que murió unos años más tarde, por lo que la familia se trasladó a Florencia, posiblemente hacia 1420. No se sabe con qué maestros se formó, pero su primera obra de segura autoría es de 1422, por lo que se puede considerar que ya en ese año era un pintor autónomo. Poco tiempo después se inscribió en el gremio de médicos y especieros, tal vez con la idea de ejercer esa profesión, pero en 1424 se inscribió en la Compañía de San Lucas de Florencia, que era el gremio de los pintores.
Al año siguiente inició la que sería su obra más importante, los frescos de la Capilla Brancacci de la iglesia de Santa María del Carmine de Florencia. Estos frescos los pintó junto a Masolino, quien por entonces era su amigo más cercano y quizás su colaborador, pero quedaron inacabados. En 1426 empieza a pintar el Políptico de Pisa sobre paneles de madera, que decoraría la capilla en la iglesia de Santa Maria del Carmine en esa ciudad. Al mismo tiempo realizó diversas tablas y frescos, en Florencia, incluido el que se presenta aquí, que es una obra realizada entre 1426 y 1428. En ese mismo año se trasladó a Roma, como invitado del cardenal Castiglione, que había visto sus frescos en Florencia, para decorar la Capilla de San Clemente en la iglesia del mismo nombre. Antes de acometer ese encargo, trabajó en un políptico para la iglesia de Santa María Mayor de la ciudad Papal y allí murió con apenas 27 años en 1428, dejando truncada una carrera que prometía ser de gran éxito e influencia.
En efecto, por la aplicación de la perspectiva lineal, pero también por los sutiles efectos cromáticos y su tratamiento de la luz, Masaccio es realmente el primer artista moderno. La monumentalidad de sus figuras y su tratamiento plástico sentaron las bases de la pintura renacentista que seguiría siendo motivo de nuevos aportes en tiempos tan distantes como los de Miguel Ángel, más de un siglo después. Sin excepciones, todos los artistas del siglo XV y la primera parte del siglo XVI le deben algo a Masaccio.
El fresco de La Santísima Trinidad fue pintado en la iglesia florentina de Santa María Novella, por encargo de Berto di Bartolomeo del Banderaio. Si en el futuro no se encuentran otras obras inéditas de Masaccio realizadas en años anteriores, ésta es la primera pintura en la historia que fue realizada bajo las reglas de la perspectiva lineal. Pero la perspectiva aquí abarca no sólo el espacio de la representación de las figuras sagradas, sino además el espacio circundante, con el que Masaccio creó una ventana con su marco que prolongan el espacio visual en el que está ubicado el observador hacia el fondo, creando con ello lo que se denomina un “trampantojo”. Las figuras están realizadas de tal manera que la perspectiva se debe observar desde abajo, como si estuvieran ubicadas en un plano más alto que el del observador. Por ello la figura de Cristo se ve en las fotos un poco deformada, distorsión que desaparece cuando observamos el fresco en vivo. La cruz es sostenida por Dios Padre y la paloma que representa al Espíritu Santo desciende de él hacia la cabeza de Cristo. A los pies están las figuras de la Virgen María y San Juan, cuya distorsión es menor que la de Cristo por estar ubicados más abajo. A los pies se encuentran los retratos orantes del donante y su esposa. Toda la escena está enmarcada por dos pilastras que sostienen un entablamento y dos semicolumnas con un arco, en el cual se apoya una bóveda de cañón con casetones que se prolonga hacia atrás, creando el principal efecto de fuga y prolongación del espacio. En la parte baja se encuentra un pedestal en el cual hay un sarcófago con un esqueleto, símbolo de la muerte y sobre él la leyenda: «Ya fui antes lo que vosotros sois; y lo que soy ahora lo seréis vosotros mañana». Si la lectura se realiza desde esta parte, que está ubicada a la altura de los ojos del observador, desplazando loa vista hacia arriba, se puede comprender el sentido simbólico de la composición, que va desde la muerte, pasando por el calvario, hasta la vida eterna, que está representada por Dios Padre