Historia del Arte Moderno III: del arte conceptual al arte actual – los sábados del 5 de octubre al 26 de octubre 2019
Programa Historia del Arte Moderno I, II y III
En este curso se abordará la historia del arte moderno, de una manera amena y actualizada, desde sus precursores –en los inicios del siglo XIX–, hasta el arte contemporáneo actual.
La programación Historia del Arte Moderno se divide en tres cursos interrelacionados entre sí y, a la vez, independientes; lo que significa que se pueden tomar los tres cursos consecutivamente o, solo uno o dos de ellos, sin ningún problema de incompatibilidad.
Los tres módulos son los siguientes:
- Historia del Arte Moderno I: del preimpresionismo al futurismo
- Historia del Arte Moderno II: de Kandinsky al Pop Art
- Historia del Arte Moderno III: del arte conceptual al arte actual
Objetivos del programa
- Conocer la historia y los principales movimientos artísticos de Europa y Estados Unidos, surgidos a finales del siglo XIX y desde ahí, los que se dieron durante los siglos XX y XXI, de una manera amena y entretenida.

Frank Stella
Módulo 3 – Historia del Arte Moderno: arte conceptual – arte actual
Objetivos del Módulo
- Que el estudiante aprenda acerca de la contextualización del arte en general, y del arte conceptual y del arte actual.
- Que el estudiante conozca los principales artistas y las principales obras, así como la filosofía imperante en cada movimiento artístico.
Contenido general
- Arte conceptual
- Fluxus
- Arte povera
- Performance
- Minimalismo
- Posmodernismo
- El arte de hoy
Duración
- Durante un mes, el estudiante recibirá cuatro sesiones de clase, de dos horas cada una. Una vez por semana.
Fecha y lugar
- Los sábados –del 5 al 26 de octubre, 2019–, de 9:00 a.m. a 11:00 a.m.
Inversión
- Q1,000 por participante

Muso Guggenheim de Bilbao
Inscripción abierta
Departamento de Educación, UFM, Edificio Académico, D-406
Calle Manuel F. Ayau (6a. Calle final), zona 10
Teléfono: 2338-7794
Cupo limitado
Estacionamiento, tarifa especial por sesión Q40
Antoine Bourdelle, «Heracles», el arquero. Bronce, 1909
Julián González Gómez
Cuenta la leyenda mitológica que Heracles o Hércules, el héroe helénico, tuvo que realizar doce arduos trabajos para expiar el delito que había cometido de asesinar bajo los efectos de la locura a su mujer, a sus dos hijos y a dos de sus sobrinos. Estos trabajos le eran encargados por Euristeo, su pariente que le había usurpado el derecho de ser rey bajo los auspicios de Hera, quien odiaba a Heracles. Uno de estos doce trabajos era cazar a las aves del lago Estínfalo, las cuales tenían sus picos, garras y alas de bronce y cuyos excrementos venenosos arruinaban los cultivos, además atacaban a las poblaciones. Cuando Heracles acometió la empresa se dio cuenta que las aves eran muchas y sus flechas no alcanzaban. Entonces acudió en su ayuda Atenea y le dio un cascabel de bronce y le mandó que lo tocara desde una colina. Cuando Heracles hizo sonar el cascabel las aves se asustaron y emprendieron el vuelo para nunca más aparecer. Mientras huían muchas de ellas fueron derribadas por las flechas de Heracles y las que lograron escapar huyeron hacia la isla de Ares.
Antoine Bourdelle realizó esta escultura representando el momento en el cual el héroe helénico derribaba a las aves que huían despavoridas. Fue un encargo de Gabriel Thomas, financiero y mecenas de Bourdelle, quien deseaba exhibirlo en la decoración del teatro del museo Grévin para la cual lo había contratado. La pieza, que originalmente iba a ser única, fue fundida en diversas ocasiones según el modelo en arcilla que había realizado Bourdelle, por lo cual hoy se encuentran varias réplicas de la misma en distintos museos. La primera fundición fue mostrada en 1910 en el Salón de París con gran éxito para su autor. Se considera a esta pieza la mejor que realizó Bourdelle en toda su carrera.
El escultor acometió la empresa estudiando con gran dedicación modelos vivos para no perder detalle de la postura, la actitud y la anatomía de un cuerpo sometido a una gran tensión. La figura, que estira el gran arco apuntando a un blanco móvil, muestra a Heracles afianzándose sobre una roca con una gran energía contenida, la cual se liberará en el momento de accionar el arma. Por cierto que aquí se puede verificar la analogía entre el cuerpo de Heracles y el arco, ya que los dos muestran la dicha contención de la tensión que está próxima a liberarse. Hasta la forma de la roca, también en arco, denota esta misma característica. Si bien la anatomía muestra cierta estilización que subraya el carácter moderno de la obra, la cabeza hace alusión a la escultura arcaica helénica, sobre todo la de la isla de Egina.
Aunque la pieza es bastante sencilla en cuanto a los elementos que contiene, la composición muestra una gran complejidad, cuyo desarrollo se muestra a través de tres grandes arcos que la conforman: el arco en sí, el arco de las piernas y el arco de las rocas, todos cruzándose por lo cual el dinamismo de esta figura es notable. Las diagonales que se muestran en los brazos de la figura y la postura del cuerpo interactúan con los arcos agregando aún más tensión y dinamismo. Aunque muestra más evidentemente sus características si se le observa de frente, también son notorias al verla desde cualquiera de sus ángulos, mostrando así una unidad completa en cuanto a su composición.
Esta pieza es clave en la historia de este escultor francés, uno de los más destacados de su época y discípulo de Rodin. En general, sus figuras muestran las tensiones propias de la anatomía que practicó con asiduidad, pero también la simpleza de las líneas y su contenido dibujo. Cierta vez afirmó que buscaba que sus líneas se fueran simplificando, enunciando sus propósitos con la siguiente frase: «Contener, mantener, controlar, esto es el orden de los constructores».
Emile-Antoine Bourdelle nació en Montauban, Francia, en 1861. Era hijo de un carpintero ebanista de cierto renombre en la ciudad ya que diseñaba los muebles que construía. Desde niño mostró mucho talento para el dibujo por lo que un profesor de la escuela le permitió trabajar y exponer sus trabajos. A los 13 años entró a trabajar como aprendiz en el taller de su padre, donde se dedicó con asiduidad a realizar grabados de madera y por las tardes recibía clases de dibujo en la Escuela de Dibujo de Montauban. En 1876 aprobó el curso de admisión y consiguió una beca para estudiar arte en la Escuela de Bellas Artes de Toulouse, donde estuvo ocho años. Tras esta etapa ganó el segundo lugar en el concurso de admisión para la Escuela de Bellas Artes de París, por lo que se trasladó a la capital para seguir su formación. Al mismo tiempo entró a trabajar en el taller del escultor Alexandre Falguière durante dos años, para después abrir su propio estudio. En 1885 presentó una escultura en el Salón de los artistas franceses donde fue reconocido por la crítica. Después de este triunfo le empezaron a llegar diferentes encargos, entre ellos algunos de su ciudad natal.
En 1893 Rodin lo contrató como su ayudante y lo tuvo trabajando en su taller bajo su supervisión. Entre los dos artistas nació una fuerte amistad y admiración mutua. En 1900, Bourdelle fundó junto a Rodin y el escultor Desbois una escuela en Montparnasse para la enseñanza libre de la escultura. Poco después, decidido a encontrar su propio estilo, Bourdelle se alejó de los patrones de Rodin y volvió a trabajar en solitario. Su primera exposición individual la realizó en París en 1905, obteniendo un gran éxito, ese mismo año expuso varias esculturas en el Salón de Otoño. Los encargos no se hicieron esperar por lo que su taller se vio desbordado de trabajo. En 1909 empezó a dar clases en la Academia de la Grande Chaumière, donde tuvo como alumnos entre otros a Alberto Giacometti, Vieira da Silva y Otto Gutfreund.
Su período de madurez se vio caracterizado por grandes encargos para instituciones y algunos mecenas como Gabriel Thomas. Realizó diversas esculturas para varias ciudades francesas y también un monumento en la ciudad de Buenos Aires. En 1924 fue galardonado con la Legión de Honor. Falleció en Le Vésinet-Yvelines en el año de 1929.
Moïse Kisling, “La siesta”. Óleo sobre tela, 1916
Julián González Gómez
En el calor de la tarde una pareja está sentada en un pequeño patio rodeada de frondosas plantas. Mientras el hombre, ataviado con un sombrero está leyendo el periódico, la mujer se recuesta sobre la mesa de madera para dormitar. Toda la atmósfera, matizada por los colores, nos sugiere una tarde de verano quizás en el sur de Francia, mientras que la actitud desenfadada de los protagonistas nos habla de las horas que pasan en medio del sopor propio de la estación. En el estío cada uno está haciendo lo que le place y las conversaciones, seguramente baladíes, han cesado pero probablemente se reiniciarán en cualquier momento, si ella no es vencida antes por el sueño profundo.
Probablemente son una pareja, quizás un matrimonio joven y seguramente ambos están de vacaciones o bien pasando la tarde de un fin de semana. No hay miradas encontradas, porque mientras el hombre pone sus ojos sobre el periódico, la mujer tiene la mirada perdida y como ausente, viendo hacia ningún punto, sintiendo el sueño que se está apoderando de ella. No hay caricias, la única relación que se puede ver entre los dos es que están sentados juntos en la misma banca, lo cual implica cercanía y confianza. No es un momento de pasión o de mostrar enamoramiento, tan solo están juntos, compartiendo la tarde y eso es suficiente para sugerir el nexo que hay entre ellos.
Pero todo es efímero y pasajero y para ello están representado el follaje que muestra el color del verano y que después, ya en el invierno, cambiará y quedará marchito. Los dos racimos de uvas que están detrás de la cabeza del hombre: jugosos y de color intenso, también se secarán o seguramente serán cortados. Las sombras que se proyectan sobre el suelo se moverán en el transcurso de las horas hasta desaparecer en la noche. En algún momento uno o ambos se levantarán y abandonarán este placentero lugar.
Esta escena de cotidianeidad, trivial y hasta evocadora de cierta pereza es en realidad un profundo canto que Kisling le hace a la vida pacífica que transcurre en esas épocas que luego, con el paso del tiempo y los avatares de la existencia, siempre recordaremos con alegría y nostalgia. Es de esos momentos, como el que está viviendo esta pareja, aparentemente nimio, de los que está compuesta lo que a veces llamamos “la época dorada” de nuestras vidas. Transcurren cuando todavía somos jóvenes y no pensamos en un futuro que nos agobie y tampoco recordamos un pasado que nos puede hacer lamentarnos de lo que hemos hecho o no. Todo lo que aquí se evoca nos remite al momento presente, que ha quedado congelado en el tiempo y en el cual podríamos afirmar que en realidad somos felices.
Si consideramos que esta relajada escena fue pintada en medio del que hasta entonces era el mayor conflicto que había vivido Europa, la Primera Guerra Mundial, es evidente que el artista pretendió crear una imagen de evasión y contraste. Mientras esta pareja descansa tranquilamente, en el frente se vivían escenas desgarradoras y dantescas de muerte y destrucción. Por lo tanto, la contemplación de una vida de paz que aquí se evoca confronta la condición violenta y destructiva de la guerra. Seguramente Kisling la pintó durante su convalecencia ya que un año antes había sido gravemente herido en la batalla del Somme y con ella quiso dar sosiego a sus tormentos.
Moïse Kisling nació en Cracovia, Polonia en 1891. Su familia era judía, pero él se desentendió de las cuestiones religiosas y desde muy joven se quiso hacer pintor, profesión que no era bien vista por los ortodoxos, a los que les estaba prohibido realizar representaciones figurativas. Realizó sus estudios de pintura en la Escuela de Bellas Artes de Cracovia, en la que tuvo como maestro a Józef Pankiewicz quien lo animó a irse a París, ciudad a la que emigró en 1910. Como centro de las artes, la ciudad de París atraía a gran cantidad de jóvenes artistas de toda Europa, quienes llegaban con el afán de destacar en sus quehaceres vanguardistas y por eso la competencia era dura. Por esa época Picasso era el rey de la ciudad y salvo él, la mayor parte de los demás artistas vivían en la pobreza, instalados en el barrio de Montmartre. Aquí vino a parar nuestro joven pintor y de inmediato se empezó a relacionar con algunos de sus semejantes como Modigliani, Rivera, Derain, Soutine y otros más. Se vio influenciado más por el arte figurativo de los fauves, de quienes aprendió el uso de los colores contrastantes y expresivos, que por el cubismo que estaba en boga por ese entonces.
Entre 1911 y 12 se marchó a Ceret, un pueblo de los Pirineos donde había una comunidad de artistas. Unos años más tarde emigró junto a sus amigos al barrio de Montparnasse, donde montó un estudio en el cual trabajó hasta 1940, viviendo precariamente. Al estallar la guerra en 1914 se enlistó en la Legión Extranjera y en el frente de batalla fue gravemente herido como se mencionó antes. Después de su convalecencia retornó a su estudio donde continuó con su labor, formando con otros artistas como Modigliani, Chagall y Soutine la expresionista Escuela de París. Soutine se destacó sobre todo por sus pinturas de desnudos, los cuales empezaron a ser bastante renombrados en los medios artísticos de la ciudad, pero su condición económica siguió siendo inestable.
Cuando en 1940 los nazis invadieron Francia durante la Segunda Guerra Mundial, Soutine se presentó nuevamente al servicio militar y después de la derrota francesa, cuando el ejército fue disuelto; se vio en la necesidad de huir del país por su condición de judío. Se marchó a Estados Unidos, donde vivió hasta 1946 retornando a Francia y estableciéndose en Sanary-sur-Mer por motivos de salud. Murió en este lugar en 1953 después de haber logrado cierta notoriedad como artista, aunque nunca logró hacer fortuna con su oficio.
Joan Miró, «Interior holandés No. 1». Óleo sobre tela, 1928
Julián González Gómez
Pocos artistas alcanzan la capacidad de expresar la totalidad de un cosmos con un lenguaje plagado de signos dispersos por la tela como lo hizo Miró. Sus signos, que están a medio camino entre la pictografía y las visiones oníricas, se fueron multiplicando primero hasta crear un vasto lenguaje universal que enriqueció para siempre el idioma del arte moderno y posteriormente se fueron reduciendo hasta su mínima expresión, como si sólo bastara un breve gesto para comunicar lo inconmensurable.
Esta tela es una clara muestra del arte que realizaba Miró en la época en la que estaba forjando su identidad y su sintaxis. Eran los años del París surrealista, plagado de personajes variopintos de todas las calidades y de todas las tendencias. Miró se había establecido en la gran ciudad un poco tiempo antes, junto a su mujer y se disponía a conquistar el mundo del arte, acuerpado por sus amigos los surrealistas, que estaban capitaneados por André Breton, un colérico dictador capaz de hacer las más extravagantes manifestaciones de poder sobre los que consideraba sus subordinados. Pero por esa época eran precisamente ellos los que estaban en la más absoluta vanguardia, creando un universo de sueños e histeria inconsciente, cuyo legado perdura todavía hoy. Estos personajes, que se les podría llamar con el apelativo de “excéntricos radicales” estaban realmente muy comprometidos con el arte y gracias a la inmensa energía que emanaba de las zonas más oscuras de su mente desarrollaron algo más que un estilo o una escuela: construyeron un universo. De ese grupo de artistas y poetas surgieron personajes tan diversos como el irónico Magritte, pasando por exaltados creadores de monstruos como Ernst, hasta geniales impostores como Dalí.
Ya el movimiento Dadá había mostrado años antes el poder de la irracionalidad mediante su expresión contestataria y su preeminente ensalzamiento de la acción por sobre las consideraciones teóricas. Pero Dadá vivió muy poco, se auto-ejecutó en su propio acto de violenta inmolación. El surrealismo en cambio, se propuso desde sus orígenes establecer una base de estudio que le proyectase no como una mera actitud, sino como un modo de vida, si bien siempre estuvo muy lejos de ser un conjunto único, teóricamente compacto. La tarea de Breton era la de mantener cierta coherencia entre tantas y tan disímiles tendencias como las había en el grupo. En el Manifiesto que publicó en 1924 se encuentra esta definición: “Surrealismo es automatismo psíquico puro, mediante el cual nos proponemos expresar, bien sea verbalmente, bien por escrito o en otras formas, el funcionamiento real del pensamiento; es el dictado del pensamiento en ausencia de cualquier control ejercido por la razón, más allá de toda preocupación estética y moral.”
El surrealismo adoptó las búsquedas de la psicología moderna sobre el origen y las variaciones de las imágenes subconscientes, en particular las investigaciones sobre el proceso del sueño. Como el subconsciente es una dimensión psíquica que funciona sobre todo por medio de imágenes, la pintura se prestó como un medio ideal para realizar las exploraciones en este sentido. Nunca se fijó una normativa estética a la que los artistas tuvieran que atenerse y de ahí la gran diversidad de expresiones plásticas del surrealismo, que se definió más bien como una actitud del espíritu frente a la vida, que como un conjunto de reglas formales.
Miró formó parte del grupo surrealista desde sus inicios en 1924 y se asegura que el mismo Breton lo ensalzó como “el más surrealista de todos nosotros”. Empezó por realizar un minucioso inventario del mundo que había presenciado en su niñez y juventud en su Cataluña natal y sobre éste inició un lento proceso de simplificación hasta hallarse en posesión de un originalísimo sistema de signos, que se podrían considerar como equivalentes plásticos de la realidad y de las imágenes de su mundo interior. Su obra entonces, debe ser “leída” y no interpretada y para ello es necesario aprender el valor semántico de los signos utilizados. La influencia de Miró en este sentido se prolongó más allá de París y del surrealismo, sobre todo en la creación del expresionismo abstracto, cuyo contenido de signos es una de sus principales características conceptuales y formales.
Joan Miró i Ferrà nació en Barcelona, España en 1893, en una familia de artesanos ebanistas y orfebres. Desde niño le gustó dibujar, pero por imposición paterna estudió comercio, finalizando su formación en 1917. Mientras tanto, estudió dibujo en la escuela Llotja de Barcelona, donde se vio influenciado por la obra del pintor Modest Urgell. Trabajó durante un par de años como empleado en una droguería, pero una enfermedad le obligó a retirarse y se fue a la casa que la familia tenía en el pueblo de Montroig. Posteriormente regresó a Barcelona con la convicción de dedicarse al arte y se inscribió en la academia de arte dirigida por Francesc d’Assís Galí y asistía a clases de dibujo natural en el Círculo Artístico de Sant Lluc.
Su primera exposición individual se realizó en las Galerías Dalmau de Barcelona en 1918, en la cual presentó una variedad de cuadros que mostraban una fuerte influencia del post impresionismo, el fovismo y el cubismo. Su primer viaje a París lo hizo en 1920 y poco después se estableció en esa ciudad, donde entabló relación con el escultor español Pablo Gargallo, amigo de Picasso. Realizó su primera exposición parisina en la Galerie La Licorne en 1921, donde recibió buenas críticas. Poco tiempo después conoció a André Breton por medio del pintor Masson y se unió al grupo de los surrealistas en 1924. En 1928 realizó un viaje a Bélgica y los Países Bajos, donde las pinturas de los maestros holandeses del siglo XVII lo impresionaron a tal grado que compró reproducciones de sus pinturas en postales coloreadas y cuando regresó a París se dedicó a la creación de una serie conocida como “Interiores Holandeses” de la cual se presenta aquí la primera obra.
La pintura está inspirada en la obra El tocador de Laúd de Hendrick Martensz Sorgh, que representa un tañedor de este instrumento en un típico ambiente de una habitación holandesa del siglo XVII. Miró incluyó todos los elementos que se encuentran en la obra de Martensz Sorgh, pero interpretados según su particular estilo. Tanto las proporciones, como la perspectiva general están distorsionadas y Miró convirtió los muebles y objetos en signos pictóricos de una fuerte presencia que compiten con la figura principal, como protagonistas de un mundo que vive una vida propia, muy alejado del mundo representacional común, regido por la observación lúcida de la realidad. Incluso el paisaje que se deja ver por una ventana, a la izquierda, participa de esta escena onírica. Los colores, puros y vibrantes, son planos y no hay matices en ninguna parte.
Miró concibió esta serie como un homenaje a la gran pintura holandesa del siglo XVII, en lo que constituiría una de sus muchas aproximaciones a la historia. Bajo el grupo de los surrealistas concibió su peculiar visión, que enriqueció el panorama artístico de su tiempo. Sin embargo, las posturas políticas de Breton, que se afilió al Partido Comunista en 1929 provocaron una primera ruptura en el grupo. Miró, quien no tenía una conciencia política radical, se fue alejando cada vez más de las posturas oficiales de los surrealistas e inició un trabajo de estudio por su cuenta, siempre sin abandonar su característico lenguaje onírico. Incursionó en los campos de la cerámica y el grabado y tiempo después en la escultura. Participó en el Pabellón Español de la Feria Mundial de París en 1937 como fiel partidario de la República y un par de años después, ante la amenaza del nazismo en Europa se fue a los Estados Unidos, donde ejerció una fuerte influencia en los artistas americanos.
Después de la guerra regresó a España, bajo las sospechas del régimen de Franco, pero pudo seguir creando profusamente bajo un lenguaje cada vez más sintético que le ganó en vida la consagración como uno de los artistas más importantes del siglo XX. Murió en su casa-estudio de Palma de Mallorca en 1983, dejando un legado sin parangón en el lenguaje del arte moderno.
Ernest Barlach, «El regreso del hijo pródigo». Madera, 1916
Julián González Gómez
Este gran escultor tenía una sensibilidad próxima a la de los expresionistas alemanes del grupo “El Puente”, formado en Dresde alrededor de 1906, caracterizada entre otras cosas por una síntesis formal heredada de las expresiones plásticas del medioevo, las cuales están impregnadas de una fuerte carga emotiva que se revela a través de la expresión de los componentes y la totalidad.
Heredero del románico y el gótico alemán e inundado de una fuerte consciencia metafísica, sus esculturas estaban pensadas y realizadas para su apreciación en un entorno silencioso y místico, solo iluminado por la tenue y policromada luz de los vitrales. Con esto quiero decir que no es en un museo donde deben verse las obras de Barlach, sino en un templo. Era un hombre que trabajaba en el silencio del taller, microcosmos de la creación, como un émulo del alquimista, del iniciado que compartía los conocimientos herméticos que poseían los constructores. Manso, humilde y obediente de los designios celestiales, ciudadano respetable, maestro de su gremio y hombre de un tiempo pasado en el cual la fe, decididamente vivida como una gracia, se manifestaba en la gloria de las catedrales que pretendían rozar el cielo. Pero Barlach no era un escultor del siglo XIII o XIV trasladado a los tiempos modernos. Si bien estaba fuertemente influido por los aspectos religiosos de la vida y sus preocupaciones giraban en torno al papel trascendente del hombre como hijo de Dios, su plástica estaba profundamente impregnada del espíritu de la modernidad.
Ernest Barlach nació en Wedel, población cercana a Hamburgo en 1870, hijo de un médico de la localidad. Como la mayor parte de los artistas, ya desde pequeño mostró buenas aptitudes y talento para el quehacer al que se dedicaría más adelante. En la adolescencia entró a estudiar en la Escuela de Artes de Hamburgo y posteriormente, en 1891, ingresó a la Academia de Artes de Dresde. En 1895 viajó a París, donde se entusiasmó con el Art Nouveau, por ese entonces en boga en la capital francesa y donde también empezó a trabajar en la otra actividad que ocuparía su vida: la escritura. En 1901 regresó a su ciudad natal, donde trabajó como artista independiente y escribió sus primeros dramas teatrales. Trabajó también para un taller de alfarería en Mutz. Más adelante, la práctica de la alfarería la llevó a cabo en Höhr-Grenzhausen, bajo la tutela de Peter Behrens, arquitecto destacado y uno de los fundadores del Judgendstil, el equivalente alemán del Art Nouveau.
En 1906 viajó a Rusia en plan de estudios y de conocer sobre todo el medio rural de aquel país y su arte rural, que habría de influir después en su obra escultórica, sobre todo las tallas en madera. Un año después exhibió una escultura y dos terracotas en el Salón de Primavera de la Secesión de Berlín. Ese año conoce también a Paul Cassirer, quien sería su agente desde entonces. En 1909 emprendió un nuevo viaje, esta vez a Italia y se establece en Florencia. Desde esta época se dedicó definitivamente a la escultura, dejando de lado otros tipos de trabajo gráfico que lo habían ocupado anteriormente. Gracias a las relaciones que estableció a través de Cassirer, empezó a conocer los movimientos artísticos que por ese entonces se estaban abriendo paso en el esquema alemán y así fue dejando atrás su etapa en la Secesión y el Judgendstil para empezar un acercamiento al expresionismo, tendencia a la cual se adherirá definitivamente por el resto de su carrera, no sólo en su vertiente escultórica, sino también en los dramas teatrales que escribió.
Por fin se establece en 1910 en la ciudad de Güstrow, donde construye una casa y su taller. También por esta época culmina su primera obra de teatro: El día muerto. Partidario del nacionalismo alemán antes de la primera guerra mundial, se alista en el ejército en 1915, pero no será hasta 1917 cuando sea llamado a filas y participó en los hechos bélicos del frente occidental, de donde regresó desencantado y preso de un carácter atormentado que lo acompañará hasta el fin de sus días.
En Güstrow erigió en 1922 el memorial a las víctimas de la guerra, en el que se destacan las figuras de las madres que perdieron a sus hijos en el conflicto. Más adelante se le encargó la ejecución de diversos memoriales de la guerra en las ciudades de Kiel, Hamburgo y Magdeburgo. Como artista reconocido, realizó esculturas para diversas iglesias y monumentos funerarios en los siguientes años.
Con el advenimiento de los nazis al poder en Alemania, su figura es defenestrada y su arte condenado. Los monumentos que hizo para conmemorar los horrores de la guerra fueron desencajados de su lugar, e incluso algunos fueron destruidos. Se llegó al extremo de iniciar una campaña para su asesinato. Barlach se vio obligado a retirarse de su cargo honorífico en la Academia Prusiana de Bellas Artes y la totalidad de sus obras fueron retiradas de los museos alemanes. Quizás para aminorar en parte su estrepitosa caída, Barlach firmó junto a otros artistas, un documento llamado “Convocatoria de Artistas” en el cual reconocían su adhesión a las políticas del Partido Nacional Socialista, pero esta acción no tuvo el efecto deseado y finalmente fue defenestrado. Falleció en Rostock, cerca de Güstrow en 1938.
La guerra supuso para Barlach un desengaño y un descubrimiento del horror y el sufrimiento, pero a la vez un motivo trascendente en el cual explorar su oscura naturaleza y finalmente buscar la redención. La religiosidad de las esculturas de Barlach era directa y dotada de una simplicidad que hacía que pareciesen ingenuas, en similitud a las antiguas esculturas del románico. Por otra parte, su plástica rotunda y llana era producto no sólo del arte primitivo que había estudiado con vehemencia, sino también de su búsqueda de una expresión clara y fuertemente emotiva. Artista antibélico por antonomasia, fue perseguido por los nazis precisamente por esto mismo.
Esta pequeña pieza tallada en madera, que se llama “El regreso del hijo pródigo” aduce a este episodio del Nuevo Testamento y es una parábola de Jesús. Las dos figuras, rotundas y de una estilización sutil y simple, son la antítesis de toda monumentalidad pomposa y amanerada. El padre permanece erguido, marcado su rostro por la vida y la profunda pena de haber perdido a su hijo, parece absorto en sus pensamientos, hasta se diría que está distante. El hijo por el contrario, se inclina levemente cuando abraza al padre y en su rostro se puede ver un profundo anhelo de perdón por haber huido y malgastado los bienes que le dio el padre. Su expresión es de reclamo y a la vez de vergüenza. Las manos se aferran al otro en un gesto de profundo amor y en el caso de las manos del hijo, hay un gesto en ellas de súplica. Hay que observar también los pies de ambas figuras, los del padre parecen aferrarse a la tierra, mientras que los del hijo parecen empezar a elevarse, lo cual señala la ligereza que había cometido y de la cual todavía no se ha recuperado totalmente. La lectura de los pies del padre indica que es un hombre apegado a la tierra y a la vez fruto de esta, es como un roble que tiene en sus pies las raíces que lo ligan a su condición de grandiosidad, ganada por haber sido capaz de perdonar a su hijo.