La noche del cometa. María Elena Schlesinger
Rodrigo Fernández Ordóñez
A Claudia Marves, creadora de estas cápsulas de historia.
La historia cotidiana de Guatemala ha encontrado una poderosa voz en estos tiempos en que los lectores escasean. Esa historia a la que suelo llamar “historia mínima”, encuentra en la pluma de María Elena Schlesinger un renovado impulso que promete renovar el interés en nuestro pasado. Aún estoy leyendo su última novela Aída la bella, pero ya leí y releí su libro La noche del cometa, que recomiendo sin ninguna reserva a todos aquellos interesados en el desarrollo de la vida cotidiana de la Guatemala de principios del siglo XX. Quizás a alguien le parecería que clasificar la obra de nuestra conocida difusora cultural es encorsetarla, pero personalmente me interesa mucho esa labor que realiza de revivir el día a día de nuestros antepasados, pues en gran medida nos sirve para comprender las épocas, los sucesos y las decisiones que impactan en los destinos nacionales. El regalo que doña María Elena nos hace en sus páginas, con base en investigación y recuerdos familiares, desde los cuales poder revivir las cocinas, las salas o los paseos en el campo es invaluable, sobre todo si se complementa con otras lecturas como las de José Milla, que nos permiten ir construyendo un fresco más completo de esa Guatemala que se ha ido para siempre, pero a la que algunos nostálgicos seguimos imaginando todos los días, teñida de luz tenue y de color sepia.
El libro La noche del cometa, de la historiadora María Elena Schlesinger es una reunión de relatos cortos con la temática común de la historia cotidiana de la Guatemala de inicios del siglo XX, cuando gobernaba los destinos de nuestro país la férrea dictadura de Manuel Estrada Cabrera, personaje por demás interesante en ese rosario de tiranos y tiranuelos que han ocupado la primera magistratura de nuestro país. Aunque la autora ya nos tenía acostumbrados a sus artículos de los sábados de elPeriódico, que siempre resultan lastimosamente breves, el discurso ameno y la estructura de capítulos cortos de su libro hacen que la lectura sea fácil. Su libro literalmente se escurre entre los dedos y al cerrarlo uno tiene esa agradable sensación de haber leído un libro que verdaderamente vale cada palabra impresa y del que se tiene la seguridad que se va a regresar a él en más de una ocasión. Su relectura no hizo más que reconfirmarme estos sentimientos. No se sorprenda usted si al cerrarlo una sonrisa se dibuja en su rostro, es la sensación de haber leído un libro del que se aprende mucho y sin esfuerzo, y del que no es necesario invadir de sexo y violencia para que atrape desde las primeras frases. A manera de reseña, transcribo unos cuantos párrafos, para que el lector no crea que le engaño y para que se adelante a la librería que le quede más cerca para adquirirlo y gozarse su lectura, página a página.
“Ir a la Antigua en diligencia, por ejemplo, tomaba más de ocho horas. Se salía temprano, a eso de las seis de la mañana, del Establo de Schuman en el Callejón de la Cruz, y llegaban a la pila de la Concepción como a las dos de la tarde”.
“’El mes pasado bajó del cielo en una máquina voladora’, contaba, ‘de ésas que llaman aeroplano, un hombre alto y canche llamado Francois Duraford. El piloto era un suizo y con su nave dio varias vueltas por el cielo. Luego, descendió en un descampado llamado Campo de Marte, ante el asombro de varios mirones. Allí estaba yo. La nave parecía una enorme mariposa de hierro’”.
“El nuevo almacén de telas y artículos para damas se llamó Encantos de Medio Oriente, y fue tan famoso en su tiempo como la tienda de sombreros de Madame Perishua, cuya mayor virtud fue la de ser capaz de copiar los últimos modelos provenientes de París; o la librería de la familia Goubaud, en donde se podían adquirir en primicia los mapas de la Gran Guerra con los avances prusianos, o las pequeñísimas callejas infantiles con cuentos de hadas y animales maravillosos que podían hablar”.
“Después de los terremotos del 17, la gente juntó sus pertenencias y las enrolló en matates. Sacaron el candil de gas kerosene, los fósforos y las candelas de sebo. Del armario extrajeron los petates y los ponchos. No se olvidaron de la silla de la abuela, de algunas ollas y el sartén para el arroz frito, ni del cuadrito de la Virgen, la mesa, los costalitos de granos y la caja de madera con las provisiones”.
“La abuela les contaba que los azacuanes son aves migratorias de buena suerte, pues traen las lluvias a Guatemala cunado más se necesitan y se las llevan cuando ya no se aguantan”.
“En los albores del siglo XX, los gitanos visitaban cada año la ciudad de Guatemala. Venían en grandes caravanas, moviéndose de lugar en lugar, y se cree que tomaban la ruta de los arrieros de ganado que venían desde Huehuetenango, procedentes de Chiapas. Su llegada era siempre a principios de año, pues realizaban el viaje de peregrinación a visitar al Señor de Esquipulas, en Chiquimula, cuya fiesta se celebra cada 15 de enero”.