Fez la andaluza. Enrique Gómez Carrillo
Rodrigo Fernández Ordóñez
-I-
Libro ideal para los días fríos de diciembre. Como toda obra de viajes de Gómez Carrillo, la que presentamos ahora está pensada para leerse tumbado en un sillón, con los pies en alto o bien metido entre la cama. La prosa suave y las imágenes románticas que evoca el escritor guatemalteco invitan a soñar, a perderse entre sus páginas y entre los callejones de la centenaria ciudad marroquí. El libro es, a mi gusto, el mejor y más acabado de sus obras de viajes, en el que alcanza sus tonos más maduros y una voz contundente en lo mejor que sabe hacer: transmitir sensaciones.
-II-
El origen de este libro es singular, y no puede ser más contradictorio en sus resultados. Su autor, fue enviado como enviado especial del diario español ABC para cubrir la Guerra del Rif, en el norte de Marruecos, a sabiendas de su vasta experiencia como corresponsal de guerra durante toda la Primera Guerra Mundial. Así, Gómez Carrillo acepta la misión, pero coherente con su personalidad, desobedece. Ante la sordidez de la guerra, de la que daría exhaustiva cuenta su colega periodista Eduardo Ortega y Gasset en su monumental reportaje Annual, él decide darse un desvío y opta por lo mundano del relato de viajes, y como destino escoge el colmo del exotismo: la ciudad de Fez. El resultado de la rebeldía del escritor es un libro de sueño.
Así, en sus páginas no aparece ni un solo soldado. Ni el general Francisco Franco, ni el general Sanjurjo, ni el general Silvestre, que labraron sus carreras militares y sus ascensos en las duras condiciones del desierto marroquí. Tampoco aparece Abd-el-Krim ni sus guerrilleros. La legión y Milán Astray están ausentes también. En cambio, el relato aporta lo mejor de Gómez Carrillo, y que él explicara en uno de sus tantos ensayos: “Por mi parte, yo no busco nunca en los libros de viajes el alma de los países que me interesan. Lo que busco es algo más frívolo, más pintoresco, más poético y más positivo: la sensación…».
Establece su base en el Hotel Trasatlántico, desde donde parte en sus vagabundeos. En el primer capítulo de su libro retoma el argumento del viaje ideal que esbozaría muchos años antes en su ensayo Claridades Venecianas, y que explican que lo mejor de un viaje es ir a la libre, sin itinerarios apretados, sino caminar y perderse por los sitios que se visitan. En las primeras líneas, un huésped del hotel le pregunta: “-Pero, ¿en qué emplea usted sus días, entonces?…”, y el autor le contesta como todo un modernista: “-En nada… En pasearme… En soñar… En preguntarme si es real lo que veo, o si soy juguete de una alucinación… En respirar los aromas extraños del Islam… En embriagarme con el ritmo perpetuo del Moghreb…”
Y continúa con su disertación:
“Al oírme hablar así, los turistas (…) que siguen con su escrupulosa disciplina de itinerarios consagrados sonríen llenos de misericordia. Yo los dejo sonreír; los dejo preparar sus visitas monumentales. Y acompañado de un buen moro que se llama Mohamed el Arbi, y que me sirve de mentor, continúo paseándome por las callejuelas, sin rumbo fijo, guiado por el capricho de los laberintos que rodean los zocos, o siguiendo los pasos de cualquiera de esos fasís que llevan trazas de ir hacia algún lugar extraordinario, de tal modo que marchan arrogantes, y que por lo general desaparecen cual fantasmas en los recodos del camino…”.
Acompañado de su infaltable guía Baedecker (la Lonely Planet de entonces), el ritmo de su relato es el de sus propios paseos, caprichoso, que discurre como una canción o como el agua de una de las tantas fuentes con las que se topa en los callejones. Y para mientras va fantaseando, husmeando entre las rendijas de las puertas mal clavadas, tratando de atisbar un fragmento pequeño de la vida que se lleva detrás de esas paredes. Sueña despierto con las mujeres árabes, esas creaturas a las que ve caminar unos pasos por detrás de los hombres, envueltas en telas que desdibujan toda su figura. De todas las hermosas escenas que nos regala, recuerdo una que tiene tal aire de nostalgia, que recurro a ella insistentemente, estudiando sus palabras, para descubrir el misterio de su hermosa ensoñación:
“Era una tarde de oro inmóvil, de esas en que ningún soplo de brisa acaricia las ramas de los árboles, y en que las tapias de los jardines producen una sensación angustiosa de cautiverio. Buscando el espacio libre, trepé por el laberinto de las escalerillas medio ocultas entre los muros, hasta llegar a la terraza, allí, recostado en unos cuantos almohadones de cuero, proponíame esperar las horas frescas del crepúsculo leyendo la ‘Historia de Maslama ben Abd el Melik’. Pero apenas había empezado a oír las voces de las monjas cristianas raptadas por los compañeros del nieto de Merwan, cuando un espectáculo inesperado me hizo de pronto olvidar el horror de tal sacrilegio. De instante en instante todas las azoteas vecinas iban poblándose de blancos fantasmas femeninos que me miraban no sé si con extrañeza o con burla. Tenía algo de alucinación, algo de magia, aquel florecimiento aéreo de albos velos impersonales iluminados por las luces uniformes de los ojos negros. Yo lo contemplaba con encanto, y así habría continuado la tarde entera, si mi fiel mentor no hubiera creído prudente subir a decirme que no era correcto permanecer en la terraza a la hora de las tertulias familiares.
–Es el momento reservado al bello sexo- me aseguró, y ningún musulmán se atreve a turbarlo en su presencia…”
En sus meditaciones también aventura sobre la historia de la ciudad, el Corán y la religiosidad del musulmán, los libreros y hasta la bohemia de la ciudad. Informa el estudioso del periodista guatemalteco, Juan Manuel González Martel, en su exhaustivo catálogo[1], que éste llegó a Marruecos en octubre de 1925, y que para noviembre ya estaba enviando a la prensa sus crónicas, extendiéndose hasta febrero de 1926, año en que se publicarían reunidas en un solo volumen, el que estamos recomendando. El libro fue traducido al francés por Charles Barthes en 1927[2], bajo el título Fés ou les nostalgies andalouses.
Como no pretendo redundar en los elogios ya dichos a esta lectura a la que recurro a cada poco y que me parece infaltable para todo aquel interesado en los relatos de viajes, lo dejo solo, con la voz de Enrique Gómez Carrillo y algunas imágenes que nos permitan completar el cuadro. ¡Feliz lectura!
El libro:
[1] González Martel, Juan Manuel. Enrique Gómez Carrillo, Obra literaria y Producción periodística en libro. Tipografía Nacional, Guatemala: 2000. Pág. 79.
[2] González Martel, Op. Cit. Pág. 87.