Reseña de una biografía inclasificable de Porfirio Barba Jacob
Rodrigo Fernández Ordóñez
“…porque si los fantasmas ya no tienen recuerdos, ¿de dónde van a sacar rencores? El rencor no se alimenta del olvido”.
Fernando Vallejo
En la actualidad, en el mundo de la literatura está sucediendo un fenómeno: cada vez es más difícil clasificar las obras que se publican. Así, una novela cada vez es más un cúmulo de géneros literarios que una novela en sentido estricto. Cada vez más autores como Vila Matas, Orhan Pamuk o Paul Auster, por dar sólo unos nombres de escritores vigentes, juegan con la idea de que una novela puede ser un texto total, en el que concurran la novela, la poesía y las memorias por ejemplo. En este sentido, igual de inclasificable es el libro al que en esta ocasión le dedicamos la cápsula de historia: se trata de “El Mensajero. Una biografía de Porfirio Barba Jacob”, del colombiano Fernando Vallejo, y que en sentido estricto no es una biografía, sino una biografía-ensayo crítico- libro de viajes- memorias, en el al cerrarlo, (luego de devorarlo, por el ágil ritmo narrativo que le imprime Vallejo), sentimos que conocemos tanto de Barba Jacob, como de Fernando Vallejo. Barba Jacob, quien en su oficio que poético apenas dejó huella en el país, dejó una profunda marca en un grupo intelectual a su paso por ésta república decorativa que era la Guatemala de los años treinta, inspirando a uno de los personajes más enigmáticos y fundacionales de nuestra literatura: el señor de Aretal, el hombre que parecía un caballo…
Miguel Ángel Osorio Benitez, nació en Santa Rosa de Osos, Antioquia, Colombia, el 29 de julio de 1883, y estuvo de paso, entre tantos andurriales, por Guatemala en tres ocasiones. La primera y la segunda ocasión utilizando el pseudónimo de Ricardo Arenales, y la tercera como Porfirio Barba Jacob. Una de las dificultades para leer el libro de Vallejo es que el poeta colombiano utilizó varios nombres y de su identificación con cualquiera de ellos depende el año y el país en el que se encuentre.
-I-
Unas necesarias palabras previas
Antes de empezar esta reseña, tengo el deber de informarle al lector que el propio poeta Porfirio Barba Jacob era un personaje inclasificable, como ésta su biografía. Por lo tanto, los pasos de su biógrafo, maniático por el detalle, no abandona los aspectos más sórdidos de su personalidad, como lo fue su afición desmedida por la marihuana (ahora nos da risa) y el alcohol. Aunque innecesario, conviene recordar a cualquiera que se asome a estas líneas que el poeta colombiano vivió en la Latinoamérica de la primera mitad del siglo XX, con todo lo bueno y lo malo que su tiempo pudo tener, y en consecuencia no debería de sorprendernos que a cada ciertas páginas su biógrafo, para continuar alimentando la leyenda maldita del sujeto de su maravilloso libro, nos repita que Barba Jacob, “que era homosexual y marihuano”[1], y apenas cuatro líneas después se mande esta frase, a propósito de René Avilés, uno de los amigos del poeta, que al conocerlo, “ingresó aterrado al círculo de degenerados que rodeaba al poeta: borrachos, homosexuales, marihuanos”, como si su literatura fuera un asunto menor frente a la obra de su propia vida. “…Se tomaba (…) un litro de coñac y se fumaba dieciséis cigarros de marihuana como si nada…”, le afirma uno de los viejos amigos del poeta a Vallejo. Y Vallejo le cree. Es el problema del biógrafo. Se llega a admirar o a odiar tanto la figura de su interés, que el sujeto mismo se va desdibujando en su importancia relativa (la poesía en el caso de Barba Jacob) y cobrando desmedida primacía la mera existencia del individuo.
Para confirmar el rasgo más característico y más repetido por Vallejo del poeta, (su afición a la marihuana), tengo la fortuna de rescatar del olvido una anécdota, que corría el peligro de morir en los recovecos del increíble cerebro de Ramiro Ordóñez. Él me contó en una ocasión, no hace mucho y a propósito precisamente de este libro, que le contó su tío Manuel Jonama, que él trabajó para don Porfirio Barba Jacob durante su tercera estadía en el país, como secretario de una revista literaria que el poeta había fundado supuestamente con otros intelectuales guatemaltecos, entre los que destaca Rafael Arévalo Martínez. Digo que supuestamente habían fundado, porque en realidad la etérea revista nunca se concretó en un ejemplar de papel y tinta, como veremos adelante. Al parecer, el dinero de las suscripciones se lo parrandeaban y se lo bebían el poeta y sus secuaces. Pues es el caso que le contó el difunto Manuel, que la marihuana se las llevaban a estos insignes creadores, de los semilleros, nada más y nada menos, ¡que del Jardín Botánico!, pero a estas alturas se me hace imposible determinar si se refería a ese increíblemente verde y hermoso remanso de tranquilidad fundado en el remotísimo año de 1922 al inicio (o al final, según se mire) de la avenida de la Reforma, zona 10 de nuestra dinámica capital o al hermoso jardín del Guarda Viejo, que rodeaba a la estación del Ferrocarril en lo que es ahora ese pozo de fealdad de la zona 8, al que algunos también se referían como el Jardín Botánico. Pero lo importante era rescatar del olvido la anécdota, lo demás diría un cantante brasileño, “son detalles”.
-II-
Del particular método
“A lo que te truje, Chencha”, solía decirme una malhumorada viejecita que atendía en un comedor en los bajos de un edificio cerca de la torre de Tribunales, en donde trabajé mientras cursaba mis estudios de derecho. Lo decía para apurarme, para que dejara de hablar con mi colega y amigo Rodrigo Arias y nos apresuráramos a ordenar, para no hacerla perder más tiempo, pues siempre andaba apurada. Y aunque el tono del libro de Vallejo me ha abierto el ánimo para estas confidencias, no quiero hacer perder más tiempo al lector y entramos de lleno al libro que nos ocupa. Por las digresiones anteriores, les pido disculpas.
El libro tiene una historia añeja. Las primeras indagaciones sobre el poeta colombiano las inicia Vallejo en la ciudad de México en 1974. Entrevista a varias personas por aquí y otras por allá, y lo deja. Viene a Guatemala en el aciago año de 1976. Luego, lo olvida para retomarlo en 1988. Sus indagaciones las reinicia en La Habana, investigando sobre la faceta de periodista del poeta, que escribiendo para Últimas Noticias de México se había convertido en “virulento y aun malintencionado pero bien pagado”, y en la capital cubana se encuentra con uno de los amigos del poeta que aún vive, José Zacarías Tallet, con noventa años, y se suelta el autor una parrafada maravillosa, cuyo tono es la impronta de toda la biografía, con todo y sus giros ácidos. Como no importa más que su tono desfachatado no hace falta contextualizar la cita, nada más que gozársela en su contundencia:
“…en el lugar donde estuvo el famoso café del mismo nombre, el café El Mundo, centro de reunión de intelectuales y bohemios, cuando aquí había intelectuales y bohemios. Y periodismo. Y Cuba tenía el periódico más antiguo de la América Española, el Diario de la Marina, y diez o más periódicos, y revistas literarias como El Fígaro que duró cuarentipico de años, y no estábamos circunscritos los cubanos, como hoy, como ahora, al pasquín del Granma: cuatro hojas de panfleto que no llegan ni a periodiquillo de secundaria. En fin…”
Este es Vallejo, aún en crudo. Pues el tono ácido y criticón lo va a llevar a la perfección en otra biografía, posterior a la de Barba Jacob, pero también de un poeta, también colombiano: la de José Asunción Silva, otro maravilloso libro al que nos referiremos tal vez, en alguna otra ocasión. Y sólo con el objeto de subrayar el carácter inclasificable de este libro, (que vale la pena leerlo, pensarlo y releerlo), les copio, a riesgo de aburrirlos, esta frase:
“…¡Con que esto es la revolución, nivelar por la miseria! Apuntalar los edificios que les dejó el capitalismo con estacas hasta que se caigan de viejos, porque la revolución es incapaz de construir nada nuevo. Y a seguirse limpiando el hocico revolucionario con las servilletas raídas de los restaurantes y hoteles de Batista, mezcladas las de unos con las de los otros, todas patrimonio nacional. Es que la revolución apenas lleva quince años, veinte años, treinta años, y treinta años no son nada compañeros porque como dice una valla inmensa a la salida del aeropuerto habanero: ‘La Revolución es eterna’.”
Vallejo no se muerde la lengua. Y toda esta queja, explosión de mal humor ante la miseria de la Cuba castrista, sólo para prepararse a subir al apartamento de Tallet, “ruinoso y triste como toda la isla”. Lo bueno de Vallejo es que no deja títere con cabeza. La misma crítica inmisericorde pasa por México, por Colombia, y por supuesto, por Guatemala, como iremos dejando constancia en esta reseña, para que no me acusen de gusano contrarrevolucionario. Transcribo otra de sus salidas: “…le escribe a Arévalo, al puritano Arévalo en Guatemala, en carta desde La Ceiba de Honduras, ‘La Ceiba de Atlántida’ como pomposamente llama a ese pueblito mierda de la Costa Norte hondureña adonde ha llegado huyendo de la nieve de Nueva York…”
La biografía del poeta se alimenta dolorosamente de los años. Tallet, por ejemplo, es un nonagenario que se acuerda apenas de su vida, y acuden a su mente los recuerdos como por ráfagas de viento, y se escurren entre las neuronas. Otro amigo de Barba Jacob, Alfonso Camín, lo conoce Vallejo en España, “…Escueto, casi incorpóreo, de unos cien años y una palidez espectral, como un fantasma lejano ni oía ni veía…”, y así es la propia vida del poeta, una figura tenue, que se diluye, como dice el hermoso verso de Borges, como el reflejo del agua en el agua. De este anciano, al que conoce en un teatro de Madrid y al que le habla a gritos, pero que no le escucha porque su mente está en blanco, y al fin, como su investigación se convierte en una carrera con la muerte, nos informa: “Algo después murió Alfonso Camín sin que pudiera volver a verlo, sin que le preguntara por Barba Jacob. Pero de lo que hubiera podido contarme de Barba Jacob no me privó su mujer ni me privó su muerte: me privó su olvido…” o este otro pasaje, que por tétrico, casi provoca risa:
“Son las diez de la noche cuando reviso las dedicatorias y encuentro ambos nombres en el directorio telefónico. Decido posponer para el día siguiente mis llamadas, y llamo en la mañana. Primero al licenciado Rueda Magro y me contesta un dependiente, de su despacho: ‘El licenciado –me dice- falleció anoche’. Cuelgo y marco el otro número, el del licenciado Romero Ortega, y contesta, llorando, una mujer: ‘Soy su hermana –me dice entre sollozos-. ¿Para qué lo quiere?’ Le explico lo de siempre, que estoy escribiendo la biografía del poeta Porfirio Barba Jacob, de quien acaso el licenciado hubiera sido amigo. ‘Mi hermano –me dice- acaba de fallecer. Estamos llamando a la funeraria.’”
Este es el drama del biógrafo. Y me permito hablar nuevamente de mí. Algo parecido me pasó cuando me metí a investigar sobre la vida de Enrique Gómez Carrillo, ¡fallecido en 1927!, imagínese usted, ya no se trató de carrera contra la muerte, ya todos sus amigos y testigos estaban muertos, sino fue más bien una guerra contra las recicladoras de papel. Me pasé quince años rescatando libros viejos y nuevos del olvido, y allí, del polvo y la polilla, recobrar al hombre, pero bueno, esa es otra historia…
Al fin que éste es el método utilizado por Vallejo. Nos va desgranando los recuerdos de sus investigaciones, de sus viajes tras la sombra del poeta, y a través de ellos, nos relata los de Barba Jacob. De esta forma logra un ritmo intenso, como de persecución, sobre todo cuando se trata de hablar con alguien que está cerca de la muerte. Así, a base de estos recuerdos y las digresiones magistrales con que se va por la tangente, convierte su libro en una obsesión, de cuyas páginas no puede uno arrancarse salvo por el cansancio de la vista.
-III-
El poeta, Guatemala y los guatemaltecos
Como el libro es extenso (425 páginas en la edición que tengo en mis manos), y por él se pasean cientos de personas y sus recuerdos, que giran y sitian a la inabarcable personalidad del poeta colombiano, tenemos que, con pesar, concentrarnos en lo más relevante para nuestra historia patria: la relación de este singular creador con nuestra república. Esto nos permitirá además, asomarnos al tiempo perdido e increíblemente remoto de una generación latinoamericana de escritores y poetas que compartían sueños y escritos en las ciudades del continente e incluso del otro lado del océano, décadas que nos parecen siglos antes de que alguien empezara a hablar de globalización.
Así, a medida que vamos avanzando en la lectura, y no siempre en orden cronológico, (porque el hilo conductor son los viajes de Vallejo y no la línea de existencia del poeta), tenemos a Ricardo Porfirio Barba Jacob instalado en La Habana, en el mes de mayo de 1930. Allí, en esa hermosa ciudad que todavía no respiraba la nostalgia por el tiempo perdido como hoy, sino que vivía a plenitud la vida de los casinos y los bailes, conoce a Luis Cardoza y Aragón, que estaba allí de paso para Europa. En el hotel Bristol, la revista 1930 le ofrece una cena de despedida a tres artistas que abandonan Cuba: Cardoza y Aragón, Federico García Lorca y Adolfo Salazar. Vallejo nos deja los recuerdos del guatemalteco:
“Federico, como siempre, centralizó la conversación. Nos hizo reír y nos encantó con su donaire y su talento. Barba Jacob callaba, seguro de que su silencio tenía más valor en aquella conversación. De vez en cuando, con su voz más lenta y ceremoniosa, después de sorber profundamente su cigarrillo nunca apagado, abandonaba palabras cáusticas, cínicas o amargas.”
Según relata Vallejo, estos recuerdos los contó Cardoza en 1940, desde las páginas de Cuadernos Americanos, y nos suenan a palabras acartonadas, como todo lo que escribió Cardoza, salvo Fez, ciudad santa de los árabes, y este otro párrafo, muy posterior, de 1979, cuando ya todos menos él, estaban bien muertitos, y que publicó en el diario mexicano Uno más uno, en el que brilla, la espontaneidad a que fuera tan poco afecto nuestro compatriota:
“…Cuando él, García Lorca y Barba Jacob salieron del despacho de Marinello se fueron a una cervecería. El calor era intenso y Cardoza y Aragón llevaba un parche en el ojo porque al despertar se había puesto una gota de yodo en vez de colirio y le lastimaba la luz habanera. De pie, en el mostrador, pidieron tres grandes vasos de cerveza. Un mocetón gallego les atendió: de camisa de manga corta abierta, descubriendo el pecho piloso. Cuando su brazo desnudo se puso al alcance de Barba Jacob al servirle, éste, sin poderse contener, lo mordió. El mocetón apenas si se apoyó en el mostrador y se lanzó hacia ellos. Y en tanto Cardoza y Aragón le decía: ‘Me los llevo en el acto, me los llevo’ y trataba de contenerlo, el mocetón les gritaba enfurecido: ‘¡Fuera de aquí partida de maricones!’…”
Hace ya bastante tiempo, la editorial Cultura, de nuestro denostado Ministerio de Cultura y Deportes, que ya ni sé para qué existe, publicó una serie de varios libros de autores guatemaltecos en una muy bien cuidada edición. Los tomos 1, 2, 5 y 7 si mi memoria no me falla, resultaron los más interesantes. El 1 y 2 eran Las noches en el Palacio de la Nunciatura y La oficina de Paz de Orolandia, de Rafael Arévalo Martínez, el 5 Cuentos de Joyabaj de Francisco Méndez y el 7 La vida rota, de José María López Valdizón. Pues bien, los de Arévalo son los que nos interesan aquí, pues son una rareza, ya que El hombre que parecía un caballo se tragó todo lo que el pobre don Rafael escribió. Al menos en ficción, porque de su magnífico ¡Ecce Pericles! nos acordamos unos pocos que todavía lo consultamos asiduamente.
A pesar de las ideas que el título pueda suscitar, de lo que menos trata el libro es de noches pacíficas. Sucede que como ha venido siendo todo en esta reseña, una novela inclasificable, extraña, cargada de misterio, que don Rafael escribió seguramente a partir de las anécdotas que le contara su admirado amigo Ricardo Arenales, sobre ciertos extraños sucesos vividos en la ciudad de México, o a partir de las crónicas que el poeta publicara en 1920 en el diario El Demócrata. Al respecto, nos cuenta Vallejo:
“El ‘Palacio de la Nunciatura’ no era tal: era una casona de cuatro pisos en la quinta calle de Bucareli que pertenecía a María Ramirez, hija de un ministro del derrocado emperador de México Maximiliano de Habsburgo; la habían acondicionado para alojar al Nuncio apostólico, pero el Nuncio nunca llegó, invitado a no llegar por el gobierno anticlerical de Carranza, y la casa entonces fue rentada a varios inquilinos, entre ellos Arenales, quien la bautizó con ese pomposo nombre y ocupó los aposentos del último piso, los que iban a ser los del Nuncio: un vasto salón de altos techos, claro y sobrio, con dos balcones que daban a Bucareli, una antesala y un baño…”
El libro relata unos supuestos sucesos sobrenaturales que empiezan a suceder a partir de la llegada al lugar de un amigo de Arenales, el poeta salvadoreño Juan Cotto y de los que fueron testigos otros amigos, como el caricaturista Toño Salazar, el poeta Leopoldo de la Rosa y el escritor Arqueles Vela. Objetos voladores, espejos que se hacen añicos, ropas que vuelan en trombas, figuras que brillan en el centro de la estancia y una lluvia “caliente y salobre”, se reduce a un comentario despectivo de Arqueles Vela, testigo de los sucesos, muchos, muchos años después:
“…los extraordinarios sucesos del Palacio de la Nunciatura no fueron más que burdas orgías de homosexualismo y marihuana, en que los asistentes se orinaban y lanzaban los orines al techo, entre carcajadas estentóreas. Eso era todo: patrañas y falacias que continuaron hasta el día en que los echaron del edificio.”
Del “palacio”, lo expulsa un militar, huésped que con revólver en mano los hace refugiarse en el Hotel Nacional. Al menos a Salazar y a Arelanes, de Cotto no se supo nada más y los sucesos sobrenaturales según el poeta, se interrumpieron, misteriosamente.
-IV-
El primer viaje a Guatemala
En el maremágnum de datos que nos suelta Vallejo en este voluminoso libro, encontramos una referencia que nos interesa rescatar para la historia de Guatemala, correspondiente a su primer viaje a Guatemala, por si alguien quisiera seguirle el hilo, investigando más: “Antecitos de que llegaran traspasó la empresa y se esfumó. Se esfumó en compañía de Carlos Wyld Ospina, su más asiduo colaborador en Churubusco, un jovencito guatemalteco con sangre colombiana que había conocido en El Independiente.”
¿Pero qué diablos hacía Carlos Wyld Ospina, ese otro gigante de mis lecturas adolescentes en la vorágine revolucionaria que asolaba México? ¿Qué escribió en el Churubusco, antes de sus recordadas obras La Gringa, La tierra de las Nahuyacas y su ensayo, leído y vuelto a leer por mí en tantos años, de El Autócrata? Apenas eso, unas frases para ubicarlo en el México convulsionado, escribiendo codo a codo con Porfirio Barba Jacob.
En el recuento de su primera estadía en Guatemala, encontramos también la frase de oro, la que nos confirma que mi tío abuelo Manuel no contaba mentiras con el asunto de la marihuana y del Jardín Botánico, para la tranquilidad de mi familia: “Lo que en realidad se llevó de México (…) fueron unas semillas de marihuana que sembró en el Jardín Botánico del vecino país, que germinaron, se convirtieron en plantas y dieron nuevas semillas que él solía dispersar, durante sus paseos y caminatas por las carreteras de Guatemala, en los campos de las orillas.”
Reinaba todavía a la llegada del poeta, interminablemente, Manuel Estrada Cabrera. En esta primera ocasión, Ricardo Arenales venía huyendo de la violencia de la revolución, que se lo quería tragar a él también por los artículos que publicaba en un diario que él dirigía, llamado Churubusco, desde cuyas páginas se burlaba de Carranza, Villa, Zapata y Obregón. El caso es que Wyld Ospina, (su colega en las batallas de palabras que también acompañaba a los balazos en la revolución mexicana), a su llegada, le organiza una velada poética en el desaparecido Teatro Colón, en donde declama versos, y le presenta a la camarilla intelectual de esa época.[2] Allí conoce a Rafael Arévalo Martínez, quien se convierte en visita asidua del Hotel España, en donde se hospeda el poeta. De esa amistad relata Vallejo:
“…Se presentaba a tempranas horas de la mañana, y allí seguía a medio día cuando acompañaba a comer a Arenales, y al caer de la tarde, cuando se disponía a marcharse. Entonces Arenales decía, a la puerta del hotel: ‘Corro por mi sombrero. Iremos hablando hasta su casa’. Caminando paso a paso sin detener la charla llegaban a la casa de Arévalo, y en la acera seguían conversando. ‘Tengo que irme a comer’, decía al fin Arenales, y regresaba a su hotel, pero acompañado del otro. ¿De qué hablaba Arenales? De literatura, de poesía, de sus proyectos. De su ‘Filosofía de lujo’ en que por entonces se empeñaba y que no llegó a escribir nunca…”
Arévalo Martínez, que tan bien cae a Arenales, no le es simpático en cambio a Vallejo. Rafael Arévalo Martínez, que tiene que dar gracias en el lugar en que se encuentre, de no poder leer la inmisericorde descripción que hace de él este irascible de Fernando Vallejo: “…Rafael Arévalo Martínez, mal poeta, mal cuentista, mal novelista, buen hombre…” y luego un zarpazo, que está tan bien escrito que vale la pena trasladarles, a pesar que lance barro a mi querido don Rafael:
“…A él le debe el momento fulgurante de su mediocre existencia: cuando escribió, como si se lo dictaran desde el cielo, ‘El Hombre que parecía un caballo’, una joya de la literatura americana, y este prosista insignificante, este poeta insulso con olor a jabón cuya obra cumbre hasta entonces había sido el soneto ‘Ropa limpia’, de la medianía literaria que era y que volvería a ser, se convirtió en lo que siempre quiso, un gran escritor, aunque sólo fuera por el breve y único instante de este relato…”
Injusto y totalitario, así es el biógrafo Vallejo, ¿pero qué se puede esperar de quien habla de doña Teresa, la hija de don Rafael, que lo atiende en ciudad de Guatemala para contarle recuerdos de su padre, como: “Teresita Arévalo es una mujer soltera, y soltera en Guatemala lo cual ya es decir: decir que ha tenido todo el tiempo de este mundo para perder…?
De esta primera estadía en el país, resulta interesante el relato sobre el origen del famoso cuento de don Rafael, inspirado en el poeta Ricardo Arenales. Cuenta Vallejo que Arévalo Martínez, le dio al poeta para que le criticara una novela autobiográfica en manuscrito, titulada Manuel Aldano, y que el colombiano guardó en una gaveta y no volvió a ver. Pasados unos días, Arévalo le pidió el manuscrito, “Arenales reaccionó violentamente y le dijo que no había acabado de leerlo y que si se lo llevaba dejaban de ser amigos en ese instante”, y el guatemalteco se lo llevó. De los días en que no se hablaron, y que el guatemalteco creyó que nunca más habría de volver a hablar con Arenales, nació el cuento, el que escribió en un episodio parecido a la iluminación. Una vez escrito, impactado por la belleza del texto, Arévalo corrió al hotel a leérselo a su amigo, quien lo recompensó con una confesión completa de todos sus vicios.
[1] Todas han sido tomadas de edición de Alfaguara, Colombia: 2003.
[2] Este dato nos permite ubicarlo en Guatemala entonces entre 1911 y 1917, pues ya había revolución en México y en Guatemala todavía existía el hermoso teatro, antes de los terremotos que asolaron la ciudad entre diciembre de 1917 y enero de 1918.