Un nostálgico recorrido por el desaparecido Teatro Colón y una visita al hermoso Teatro Nacional de Costa Rica
Rodrigo Fernández Ordóñez
Los países americanos surgidos a raíz del colapso del Imperio español, construyeron su ideario nacional en el último cuarto del siglo XIX, luego de un largo y doloroso período de guerras y luchas intestinas para alcanzar el poder. El triunfo del partido liberal en la mayoría de estos países consolidó un discurso progresista, que buscó sus referentes en los añejos países europeos, en donde despuntaba Francia como referente político e Italia, como referente cultural. Así, como muestra de esta búsqueda de identidad occidental, en las capitales americanas surgieron construcciones inspiradas en los referentes del Viejo Mundo. Monumentos públicos, paseos al aire libre, mausoleos, teatros y palacetes fueron surgiendo en estas ciudades, sellando la identidad con Europa, con algunos tintes localistas, pero predominando poderosamente la visión del Viejo Mundo.
-I-
Antecedentes
¿Alguna vez se ha preguntado por qué en medio de la selva brasileña, a orillas del río Amazonas se levanta, imponente un majestuoso teatro, sobresaliendo entre muelles de la ciudad de Manaos? La leyenda cuenta que en su escenario llegó a actuar el gran Enrico Caruso. ¿Por qué en las remotas ciudades de Guatemala y San José, perdidas entre laberintos de arbustos de café se levantaron a su vez ambiciosos espacios del arte y la cultura, como el desaparecido Teatro Colón y el sobreviviente Teatro Nacional de Costa Rica? La respuesta mi querido lector, la dio ya hace unos años, el historiador Ralph Lee Woodward:
“Ningún país en vías de desarrollo puede resistir la tentación de imitar a países más adelantados… Pero los países latinoamericanos se sentían impelidos en esta dirección, más que otros países, debido a la alienación de sus élites. Aunque estas élites vivían en un ambiente económico y socialmente atrasado, sin la menor intención de abandonar las ventajas que les proporcionaba el mismo, eran intelectualmente parte de la sociedad del Atlántico Norte…”[1]
Recordemos también que en las escuelas americanas se enseñaba según métodos europeos y muy probablemente, según planes de estudios europeos, llenos de referencias clásicas, familiarizando al alumno a las alusiones mitológicas y a las enseñanzas morales que de esos relatos se desprendían. Se creían también que enseñando los grandes temas europeos se estaba preparando la mente del estudiante para la modernidad y el progreso, que provenían precisamente del otro lado del Atlántico. Los libros, los inventos, los grandes avances de la medicina se aprendían en París o Londres, capitales del desarrollo industrial. Así, se fue formando en la mente de los líderes políticos latinoamericanos una creencia inspirada en el darwinismo social que afirmaba: “…la presuposición ideológica de la superioridad de la ideas y las personas extranjeras, sino que asumieron que la mayoría de los guatemaltecos estaban en una posición genética desventajosa para tratar de competir con ellos.”[2] Así, era inevitable que el referente estético también proviniera de Europa, influyendo y formando las mentes de los artistas nacionales en esta dirección. No nos debe de extrañar, por lo tanto, la gran presencia de temas clásicos en el arte guatemalteco del siglo XIX, el cual, si no era producido localmente, era importado con ese fin de educar el gusto y formar criterios estéticos según los cánones occidentales.
En Guatemala, la definición del espacio para las artes sufrió una lenta transformación, ofreciendo un interesante objeto de estudio que apenas esboza la historiadora Artemis Torres, y que yo transcribo por el interés del momento que aborda, hablando de la transformación de la ciudad de Guatemala durante el gobierno de los 30 años:
“Las expresiones del arte religioso empezaban a convivir cada vez más con las representaciones modernas laicas. A los atrios de iglesias y las plazas de estilo español se les unían corredores, patios y espacios de amplias casas de la capital que eran alquiladas por sus dueños a grupos teatrales ambulantes…”[3]
El costo de la modernidad era el contacto con el mundo. Este precio creo que todos en el siglo XIX lo tenían claro, y por eso la nueva religión liberal predicaba la urgente necesidad de construir caminos adecuados, puertos habilitados para recibir cualquier tipo de naves y ciudades que tuvieran las comodidades mínimas para alojara los extranjeros, incluyendo eventos para el ocio y el descanso, como el teatro. En el caso de Guatemala, el proceso político y la arcaica situación económica actuó como un importante freno para este paso de inserción al mundo exterior, pero siempre se tuvo en mente, ya gobernaran los conservadores o los liberales, que el contacto era beneficioso para la población, para que ésta se “civilizara”. Por ejemplo, en los años cercanos a la independencia, sabemos que en casas particulares se “…solía representar, sainetes, loas y entremeses, para celebrar así algún cumpleaños de algún miembro de la familia…”[4] Por ello se tienen noticias de la existencia de teatros desde época relativamente temprana en la Guatemala independiente, como el Coliseo, el Fedriani que incluso tuvo una compañía de actores aficionados allá por 1835, el Teatro Nuevo[5], Las Variedades[6] y el Teatro Oriente, que se fundó por 1853, ofreciéndose en estos escenarios espectáculos muy actuales de la época, como El barbero de Sevilla, La italiana de Argel, La Gazza Ladra, etc.[7] El teatro, tal y como lo caracteriza su origen desde la antigua Grecia, “implicaba conocer, asumir y disfrutar las nuevas concepciones del mundo moderno y la imposición de nuevos estilos de vida”[8], la modernidad, pues.
-II-
El primer Teatro Nacional
El primer sueño de dotar a la ciudad de Guatemala con un Teatro formal y majestuoso fue del doctor Mariano Gálvez, quien ordenó el diseño del recinto en 1832, a Miguel Rivera Maestre, y construido bajo la dirección del arquitecto suizo José Vekers, edificio que por sus dimensiones y la situación política del país, extendió su construcción por décadas, siendo culminado durante el régimen conservador. Según la historiadora Artemis Torres, probablemente estuvo inspirado en la iglesia de la Magdalena, en París, que a su vez, repite las formas del Partenón. Según Torres no existe contradicción entre el fundamento religioso del régimen conservador y las formas paganas del Teatro Nacional, pues: “Estos estilos antagónicos en su fundamento teórico reflejaban los nuevos idearios de ilustrados conservadores y liberales que promovían la virtud cívica y religiosa, la rectitud moral, el patriotismo y el individualismo demás, esta sólida y equilibrada estructura transmitía la sensación de orden y autoridad.”[9]El Teatro se convirtió entonces además de un edificio para albergar el arte escénico, en una declaración política, sobre las capacidades del régimen (de construir un edificio tan masivo), pero también de la paz y la tranquilidad que el régimen había llevado, gracias a lo cual, se había podido construir el edificio.
El majestuoso teatro se inauguró la noche del 23 de octubre de 1859 con el debut de la compañía dramática del Señor Iglesias, con la obra Torcuato Tasso (con libreto de Jacopo Ferreti y música de Gaetano Donizetti), al finalizar el primer acto, se bajó el telón, pintado por un señor Letona, con una representación de las bellas, “que fue acogido con nutridos aplausos por el público que asistía a la función.”[10]
El Teatro Carrera, como fue bautizado, por obra y gracia de los aduladores que lastimosamente sobran en nuestra historia patria, ostentaba en el tímpano de su fachada el escudo de la República de Guatemala, fundada el 21 de marzo de 1847, liquidando el asunto de la Federación. El desaparecido y extrañado periodista cultural Fernando Guillermo Poroj[11], en una de sus recordadas columnas de la revista Domingo, recupera una hermosa descripción del Teatro el día de su inauguración, tomada de la Gaceta de Guatemala, (tomo XI, No. 64, del 5 de noviembre de 1859). Según nos relata Poroj, el teatro medía 33 varas de ancho, 65 de largo y 17 de alto en los costados y 25 hasta el mojinete. Su fachada era un pórtico de orden dórico, formado por 10 columnas de 10 varas de alto cada una, sobre las cuales descansaba un triángulo obtusángulo, en cuyo centro estaba esculpido el ya referido escudo nacional, y a ambos lados, en los ocutángulos, dos liras de forma antigua enlazadas con ramas de yedra y laurel. Todo el edificio era de ladrillo cubierto de estuco pintado de amarillo pálido. Al entrar al edificio, recibía al visitante un amplio vestíbulo y tres puertas que conducían a la sala de entrada. La sala tenía en el centro cuatro columnas dóricas que sostenían el techo. El piso era de mármol de Génova, azul y blanco. El interior estaba pintado todo de color gris perla, y las barandas, antepechos de los palcos y galerías, estaban decoradas con vistosas molduras, modillones y adornos dorados de medio relieve.
Siguiendo la descripción rescatada por Poroj, el Teatro Carrera tenía un lunetario para 450 asientos tapizados con género de color carmesí, 14 palcos de platea con 8 y 10 asientos cada uno, 16 palcos más con 8 y 10 asientos y uno en medio para la presidencia. El techo del edificio estaba pintado de dorado y con adornos similares a los que decoraban los palcos. En la sala principal colgaban candelabros dorados con adornos de cristal de 3 luces, y en su centro, una lámpara de araña con 75 luces. Las puertas de los palcos del teatro tenían cortinas de color carmesí con cordones dorados. Tanto las lámparas como los cortinajes fueron importados de Berlín.
El exterior del edificio también funcionaba de decoración. Comenta Poroj que en la Guía de Forasteros en Guatemala para el año de 1858, se describía la plazoleta sobre la que se elevaba el hermoso teatro. La plaza estaba rodeada de una pared de piedra con respaldos que servía de banco para los que estaban en el interior del espacio y de baranda para la calle. Una verja con 5 puertas de 5 varas cada una, 2 de ellas para carruajes, daba a la fachada principal, y 3 puertas a los demás lados, cada una con escaleras de piedra para los peatones. Abrazaba al edificio una alameda de naranjos y a espaldas de la construcción una fuente y dos estatuas de 3 varas de alto representaban a las musas Calíope[12] y Talía[13].
El conjunto completo era monumental, tal y como se puede apreciar en las fotografías que por fortuna, nos legó Eadward Muybridge a su paso por el país en 1875. Sus vistas abiertas nos permiten contemplar con detenimiento la hermosura del conjunto, que el historiador Antonio Villacorta escribió en su Historia de la República de Guatemala (1821-1921), y que la historiadora Artemis Torres recoge en su obra citada sobre la ilustración del régimen conservador:
“…Se alzaba en el centro de la gran plaza y tenía en su interior todas las comodidades deseables en los teatros modernos de entonces, y en su proscenio desfilaron verdaderas notabilidades en todos los órdenes de la literatura dramática y de la música operática en general, y se verificaron magnificas veladas científicas y lírico literarias, que dejaban las más gratas impresiones. Su exterior era muy elegante, recordando su frente a Santa Genoveva de París. El principal es un pórtico de orden dórico (…) formado por diez columnas de 10 varas de alto, cada una con sus respectivos capiteles. Sobre esas columnas descansa un triángulo obtusángulo, en el centro del cual está esculpido en medio relieve, el escudo de armas de la República, y a los lados, en los octángulos, dos liras de forma antigua entrelazadas con ramas de yedra y de laurel. Sobre el escudo hay un hermoso colgante de flores, también de medio relieve, elegantemente suspendido por tres rosetas.”[14]
El tímpano fue modificado posteriormente, en la época del general Reina Barrios, quien ordenó una alegoría clásica, la cual fue elaborada por el venezolano Santiago González, en la que Apolo tañía su lira, rodeado por la tragedia y las musas, repartidas a sus pies.
Los terremotos que a finales de 1917 y principios de 1918, azotaron al teatro también, el que presentó importantes daños, aunque los mismos no eran tan graves, al menos, no estructurales, pues el edificio permaneció aislado con alambre de espino y láminas por mucho tiempo. La plaza que lo albergaba fue ocupado por las personas que huían de sus residencias, o que las habían perdido. Así, la llamada “Plaza Vieja”, fue invadida por las llamadas “tembloreras”, construcciones improvisadas por las personas que evitaron el peligro de las construcciones e invadieron parques, plazas y potreros para pasar los temblores. Apunta Poroj que el teatro, lastimado, se vio rodeado de tiendas de campaña y barracas hechas de esteras y mantas. Los terremotos, que destruyeron buena parte de la ciudad de Guatemala, dejaron al descubierto la corrupción del régimen cabrerista, que no fue capaz de resolver con eficiencia y rapidez la situación de emergencia que suscitó la destrucción de tantas viviendas y la interrupción de los servicios básicos. Así, el descontento fue creciendo, resultando en los hechos de la Semana Trágica, y la caía del régimen. A propósito de la reacción del régimen, el doctor Peláez Almengor publicó hace unos años un interesante libro, lastimosamente breve, titulado La Pequeña París, bajo el sello del Centro de Estudios Urbanos y Rurales (CEUR) de la Universidad de San Carlos, allí aborda detenidamente el proceso de descombrado de la ciudad y la evaluación general de los daños, que también evaluó el arqueólogo Sylvanus Morley, dejando apuntado en sus diarios de campo que la devastación era total, y los terremotos habían destruido el 90% de las construcciones de la ciudad.[15]
Los terremotos condenaron a muerte al majestuoso teatro. La rudimentaria economía nacional, agravada por la Primera Guerra Mundial, no permitió al gobierno de Estrada Cabrera realizar con la suficiente rapidez y eficiencia los trabajos de reconstrucción de los monumentos públicos. El hombre de confianza en estos menesteres, el argentino Luis Augusto Fontaine, fue comisionado por el Señor Presidente para encargarse de las obras de restauración del Teatro Colón (rebautizado en 1892, con ocasión del cuarto centenario del descubrimiento de América), pero la falta de fondos, la rebelión unionista y la muerte de Fontaine, interrumpieron su rescate. El teatro permaneció en ruinas hasta que en el año de 1923 se ordenó su demolición, durante la presidencia del general José María Orellana, según me informa el investigador Rodolfo Sazo. Según Poroj, la orden de muerte vino inspirada más por política que por razones de seguridad. El régimen de Orellana se debatía entre la dictadura y la anarquía. La situación económica no había mejorado mucho, y el gobierno se encontraba como siempre, desfinanciado. Las fábricas y el comercio habían sufrido duramente a raíz de los terremotos y la inestabilidad política del país, y la destrucción del teatro sirvió para darle una pequeña salida al descontento. Así las cosas, el gobierno necesitaba desesperadamente ocupar a los habitantes de los campamentos, y para ello contrató a muchos de ellos para la demolición del teatro.
[1] Woodward, Ralph Lee Jr. Liberalismo, Conservadurismo, y la actitud de los campesinos de La Montaña hacia el gobierno de Guatemala, 1821-1850. Revista Anales de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala, Tomo LVI, Enero a diciembre de 1982. Página 210.
[2] McCreery, David J. La Estructura del Desarrollo en la Guatemala Liberal: Café y Clases Sociales. Revista Anales de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala, Tomo LVI, Enero a diciembre de 1982. Página 219.
[3] Torres Valenzuela, Artemis. Los Conservadores Ilustrados en la República de Guatemala: 1840-1870. Editorial Serviprensa, Guatemala: 2009. Página 72.
[4] De León Pérez, Hugo Leonel. Crónicas para la historia de la danza teatral en Guatemala (1859-1918). Editorial Cultura, Guatemala: 2003. Página 28.
[5] “… Teatro Nuevo del empresario Porras, construcción provisional, ubicada en la esquina opuesta de la Plaza Mayor, antiguo edificio de ‘las carnicerías’ (hoy sexta calle y séptima avenida de la zona 1), estrenado para finales de noviembre o principio de diciembre de 1843; este era un teatro ‘de dos cuerpos, teniendo los palcos del primer piso bastante desahogo y una entrada independiente’ con capacidad para unos mil doscientos espectadores. En este teatro actuó una compañía nacional de drama y ópera dirigida por el español Francisco Pineda.” (De León Pérez. Op. Cit. Página 31-32).
[6] “…Teatro de Variedades (…) construido hacia 1857 por empeño del empresario Julián Rivera. Estaba ubicado en la llamada ‘Calle del hospital’ (hoy 10 calle de la zona 1). Según Díaz, el teatro era de formas sencillas y su interior era de muy bonito aspecto, el lunetario alojaba unas 400 personas, cincuenta y cinco palcos en los dos pisos y una galería que daba cabida a unos setenta espectadores…” (De León Pérez. Op. Cit. Página 32). El Teatro Variedades desapareció luego de la inauguración del Teatro Nacional, en 1859.
[7] Torres Valenzuela. Op. Cit. 72.
[8] Ibíd. Página 74.
[9] Ibíd. Página 73.
[10] Ibíd. Página 73.
[11] Poroj, Fernando Guillermo. Desde aquel dorado balcón del teatro. Revista Domingo, Prensa Libre, s/f. Aproximadamente de 1993.
[12] Calíope: En la mitología griega, era la musa de la hermosa voz, era la musa de la elocuencia, la belleza y de la poesía épica. Se le podía reconocer porque se le representaba con un estilete y una tabla de escritura, como redactando un poema épico. Modernamente representó al canto.
[13] Talía: En la mitología griega, era la musa de la comedia y de la poesía bucólica. Se le representaba con la máscara de la comedia y con el cayado del pastor. Modernamente representó el teatro.
[14] Torres Valenzuela. Op. Cit. Página 73.
[15] Harris, Charles H. y Louis R. Sadler. The Archaeologist was a Spy. Sylvanus G. Morley and the office of Naval Intelligence. University of New Mexico Press. Alburquerque: 2003.