Confesiones de un devorador de libros…
Rodrigo Fernández Ordóñez
-I-
Uno de los héroes de mi infancia fue sin duda Antoine de Saint Exupéry, de quien leí sin entender mucho, (debo decir), su cuento infantil El principito, pero de quien me quedó una impresión general de prosa bien pulida, de frases cortas, bien construidas. Me pareció que era un hombre de pocas palabras, lo que se me confirmó luego con la lectura de sus aventuras a partir de un volumen de la magnífica editorial PLESA que publicaba hermosos libros ilustrados, en los que abordaba temas históricos, geográficos y científicos para niños. En un hermoso capítulo tocaban un tema tan cotidiano como el correo, y en un cajón tipo cómic, explicaban que uno de los personajes más importantes para el desarrollo de sus rutas aéreas había sido este piloto y escritor. En la ilustración, un biplano rojo echando humo caía en picada en el desierto bajo la atenta mirada de un beduino.
Esa fue la puerta de entrada para conocer los detalles de este interesante autor y su ajetreada vida, que continuó con la lectura de uno de esos libros condensados en la revista Selecciones, que me parece que fue de la versión inglesa de Tierra de hombres, acompañada de hermosas ilustraciones del desierto. Se sumaron con el tiempo la magnífica novela breve Vuelo nocturno, piloto de guerra; una antología de escritos bajo el evocador título de El sentido de la vida, y el que nos ocupa en esta ocasión, Tierra de hombres. En cada una de las lecturas siempre me atrapó el estilo narrativo de Saint-Ex, como le decimos sus amigos. Sus páginas parecieran más que leídas, contadas a viva voz. Con ese tono intimista con el que narra los detalles de su historia, hace partícipe al lector de una experiencia de la que difícilmente se sale igual. Dentro de un relato de meras aventuras de un piloto aviador en los primeros tiempos, se mezclan reflexiones y recuerdos de otras épocas, logrando crear una atmósfera propia que administra de forma sabia a lo largo de todo el libro.
“Era 1926. Acababa de entrar como joven piloto de línea de la Sociedad Latécoère que aseguró, antes de la Aeropostal –luego la Air France–, la línea Toulouse-Dakar. Allí yo aprendía el oficio. A mi vez, como los demás camaradas, sufría yo el noviciado que los jóvenes soportan antes de tener el honor de pilotear en la línea (…) A los veteranos los hallábamos en el restaurante; bruscos, un poco distantes, dándonos consejos, validos de su superioridad…”[1]
Era la época en la que se empezaba a darle utilidad práctica civil a la aviación, luego de las carnicerías de la Gran Guerra. Francia desarrollaba sus líneas de correo de la Metrópoli con sus colonias, y de esas aventuras, se irían materializando en los mapas de navegación aérea, las líneas llenas o punteadas de las distintas rutas de correo que como en Roma, tenían un mismo final: París.
Eran los tiempos de los biplanos y de las cabinas abiertas, en las que era preciso tener un buen ojo y una buena memoria. Sobresale por lo extraño, casi exótico un paraje en el que Saint-Ex, asignado por primera vez a realizar la línea Toulouse-Dakar, se sienta con Guillaumet, un veterano quien despliega sus mapas de la ruta y le va dando una singular clase de geografía al novel piloto:
“…No me hablaba ni de hidrografía, ni de poblaciones, ni de arrendamientos. No me hablaba del Guádix sino de los tres naranjos que cerca del Guádix bordean un campo: ‘Desconfía de ellos, márcalos en el mapa…’ Y los tres naranjos tenían más importancia en el mapa que la Sierra Nevada. No me hablaba de Lorca sino de una simple granja cerca de Lorca. De una granja viviente. Y de su granjero. Y de su granjera. Y esa pareja adquiría, perdida en el espacio, a quinientos kilómetros de nosotros, una desmesurada importancia. Bien instalados en la pendiente de la montaña, semejantes a guardianes en un faro, se hallaban listos, bajo sus estrellas, a socorrer a los hombres (…) Y, poco a poco, la España de mi mapa se transformaba bajo la lámpara en un país de cuentos de hadas. Balizaba con una cruz los refugios y las trampas…”.
Este pasaje me remitió a alguna lectura anterior de la que no logro recordar si fue de Conrad o de London, en donde se narran los avatares de un navío que, dedicado a la navegación de cabotaje en un rincón perdido del planeta, es contratado para levantar los mapas de los contornos de las costas que visita. Porque en estos tempranos años de la aviación, los vuelos más se parecían a la navegación de cabotaje (nunca más allá del punto en el que se pierde de vista la línea de costa), que a los extensos vuelos a los que estamos acostumbrados hoy. O estábamos acostumbrados hasta la irrupción del Covid-19 y sus consecuencias, que aún hoy, estamos muy lejos de poder comprender.
Dada la precariedad de estos vuelos, comprendemos que Saint-Ex tuviera al menos cuatro accidentes aéreos[2], que aportan un tono de serena confesión en ciertas partes de su obra, que es en esencia, la fugacidad de la vida del hombre en la tierra, y el reto humano de vivir ese tiempo acorde a valores universales. Su obra es un discurso vital y ético, de cómo el hombre debe de asumir su existencia, pues desde su perspectiva, vista la humanidad desde miles de pies de altura: “…navegar (…) por encima de mares de nubes, es muy elegante, pero… pero recuerde: por debajo de los mares de nubes está la eternidad…”, máxima que le van recordando las muertes de sus compañeros que van dejando en distintos párrafos la amargura del veterano que aún no ha encontrado su cita con el destino. Estos recuerdos aparecen desperdigados y son breves, casi lacónicos, “…recuerdo un regreso de Bury, que se mató, tiempo después en Corbières…” o bien, “…Lécrivain no solamente no había aterrizado sino que jamás aterrizaría en ninguna parte…” o, por último ese hermoso homenaje a su maestro Mermoz, el hombre que abrió las rutas de correo desafiando por aire los mismos Andes que San Martín, un siglo antes, había desafiado por caminos de cabras, transportando todo un ejército. El discurrir de la prosa de Saint-Ex no carece de emoción, como los varios sucesos que narra cuando cruza tormentas de arena sobre el Sahara o tormentas de hielo en Sudamérica, pero es en esencia una reflexión, en la que continuamente hace de lado la faceta heroica de su trabajo civil: “Alguna vez te fastidiarán las tormentas, la bruma, la nieve. Piensa entonces en todos los que han conocido eso antes de ti y dite simplemente: ‘lo que otros han logrado siempre se puede lograr´…” Así, las angustiosas páginas de su recuento de un vuelo en el que se extravían buscando Casablanca, terminan con unas líneas tranquilas, sin afectación alguna, en las que él y su mecánico, Néri, descienden por fin en la ciudad y “… al alba, ya se encuentran pequeños bares abiertos… Néri y yo nos sentaríamos a la mesa, ya en seguridad, riéndonos de la pasada noche ante las medias lunas calientes y el café con leche. Néri y yo recibiríamos ese regalo matinal de la vida…”.
Los accidentes aéreos que sufrió Saint-Ex, a lo largo de su carrera como piloto de aviación, tuvieron diversas causas, mecánicas algunas, humanas otras, accidentes que obvio decirlo, tuvieron un serio impacto en la vida del piloto, del que saldrá con heridas y cicatrices, pero en el penúltimo de ellos saldrá con una idea genial que lo haría famoso internacionalmente.
-II-
Relata su autor en Tierra de hombres, que realizaba un vuelo París-Indochina en 1935, en compañía de su amigo y colega Prévot, cuando su avión es envuelto por una tormenta y lo estrella contra una duna en el desierto de Libia, cerca de la frontera con Egipto. “Ni creo haber sentido otra cosa que un formidable crujido que sacudió nuestro mundo sobre sus bases. A doscientos setenta kilómetros por hora habíamos martillado contra el suelo.” Saint-Ex hace un interesante recuento de las circunstancias que sufre un piloto que ha caído en tierra incógnita, en donde todo puede pasar. El avión ha quedado destrozado, y el agua, como en todo buen relato de aventuras en el desierto, es escasa. “¡El agua vale un peso en oro, el agua cuya menor gota extrae la arena la chispa verde de una brizna de hierba! Si ha llovido en algún lugar un gran éxodo anima el Sahara. Las tribus van hacia la hierba que brotará trescientos kilómetros más lejos…”.
Durante tres días deambularán por el desierto entre la fatiga, la sed y angustiosos espejismos. Como no tienen la menor idea de en dónde se encuentran, usan el avión como centro de operaciones y parten de él hacia los puntos cardinales para buscar ayuda. En total, Saint-Ex hará el recuento de merodear sin rumbo en el desierto por casi 350 kilómetros, experiencia angustiante, pero que luego le servirá de excusa ideal para hacerse necesario a las Fuerzas Francesas Libres y regresar al Ejército durante la Segunda Guerra Mundial. “He amado mucho el Sahara. He pasado noches en terreno rebelde. He despertado en esa extensión rubia donde el viento marca su oleaje como sobre el mar. He esperado allí el auxilio durmiendo bajo las alas…”. A cada tanto ven una silueta, alguien que les ofrece ayuda, que se aleja a medida que avanzan, hasta desvanecerse. Son los espejismos. “Los beduinos, los viajeros, los oficiales coloniales enseñan que se resisten diecinueve horas sin beber. Después de veinte horas los ojos se llenan de luz y el fin comienza: la marcha de la sed es fulminante”.
Porque cabe decir, haciendo un paréntesis, que Saint-Ex es un experto en el desierto. Es un hombre que sabe leer los menores indicios para interpretar el enorme silencio caprichoso de estos infinitos parramos. En este sentido, de estos hombres que en la paz estudiaron la geografía de la tierra y pusieron sus conocimientos al servicio de sus naciones en la Segunda Guerra Mundial, recuerdo la enigmática figura del Barón Lazlo de Álmasy, que trabajó en varias expediciones como piloto y fotógrafo de la Real Sociedad Geográfica del Reino Unido, y del que el ceilandés Michel Ondaatje escribió una hermosa novela, superada con creces por su versión cinematográfica.[3] Fue acusado de vender mapas e información a la Alemania Nazi, supuestos aportes para la sorprendente campaña del desierto desarrollada por el mariscal Rommel y sus Afrika Korps.
Decíamos que Saint-Ex era un experto en el desierto, gracias a las largas jornadas compartidas con los beduinos y los bereberes de las aldeas de Marruecos y de Mauritania. También gracias a sus vuelos de abastecimiento de los fuertes coloniales franceses dispersos por el inmenso mar de arena. Ante estas experiencias, el menor suceso hace saltar las alarmas, como ese día en que se está rasurando, ritual previo a salir en vuelo:
“… Pero oigo un chasquido: una libélula ha chocado contra mi lámpara. Sin que sepa por qué siento una punzada en el corazón.
Salgo otra vez y miro: todo es puro. Un murallón que bordea el terreno se destaca sobre el cielo como si fuera de día. En el desierto reina una gran mariposa verde y dos libélulas que tropiezan contra mi lámpara y experimento, nuevamente un sordo sentimiento que es quizás alegría, quizás temor, pero que llega desde lo hondo de mí mismo aún tan oscuro que apenas se anuncia. Alguien me habla desde muy lejos. ¿Es instinto? Salgo otra vez: el viento ha desaparecido totalmente. Continúa el fresco. Pero he recibido una advertencia. Adivino, creo adivinar lo que aguardo: ¿tengo razón? Ni el cielo ni la arena me han hecho ninguna señal, pero las dos libélulas me han hablado y asimismo una mariposa verde (…) esos insectos me muestran que una tempestad de arena está en marcha, una tempestad del Este y que ha expulsado a las verdes mariposas de sus palmerales lejanos. Su espuma me ha rozado…”.
En este fragmento uno casi puede sentir esa calma siniestra que impera antes de que llegue la tormenta. Ese silencio profundo del desierto más allá del muro. Estas señales del desierto bien pudieron detonar la creatividad del escritor, durante sus largas caminatas por el desierto, en busca de ayuda. Para engañar a la sed y al cansancio piensa, imagina, recuerda, entreteniendo al cerebro para que no se dé por vencido, que no se desconecte. Así, se fija en un detalle curioso:
“¿De qué viven esos animales en el desierto? Se trata, sin duda, de ‘fenechs’ o zorros de arenales, pequeños carnívoros gruesos como conejos y con enormes orejas. No resisto mi deseo de seguir las huellas de uno de ellos. Me llevan hasta un estrecho río de arena donde todos los pasos se imprimen claramente. Admiro la linda palma que forman tres dedos en abanico. Imagino a mi amigo trotando suavemente al alba y lamiendo el rocío de las piedras. Aquí las huellas se espacian: mi fenech ha corrido. Aquí un compañero ha venido a juntársele y han trotado juntos. Asisto, así, con extraña alegría a ese paseo matinal. Amo estas señales de vida. Y olvido un poco que tengo sed…”
Uno casi puede asegurar que ese fenech es ese peculiar zorro que se cuela entre las páginas del cuento posterior de Saint-Ex, que le pide a su joven amigo que lo domestique. Otros símbolos y significados más densos se pueden encontrar en el interesante estudio escrito por Luz Méndez de la Vega, Saint-Exupéry: Secretos de Amor y de Guerra en El Principito, que de seguro le cambiarán por completo la lectura de este cuento infantil, enriqueciéndola y surgiendo nuevas dudas, que es lo más importante del aporte de doña Luz.
Al calor y a la sed del desierto hay que sumarle el frío. Por las noches, las temperaturas se derrumban hacia las cercanías del 0, sumando un terror más a la pesadilla del accidente. “El viento carga sobre mí como una caballería en terreno abierto. Giro en redondo para huirle. Me acuesto y me vuelvo a levantar. Acostado o de pie estoy expuesto a este látigo de hielo…”
Como no es un secreto para nadie dada su obra posterior, y su muerte por accidente aéreo en el Mediterráneo en 1944, puedo adelantar que, en el desierto de Libia, en 1935 los salva un beduino. Un hombre del desierto los encuentra a punto de desvanecerse en la arena y entregarse a la muerte. Con esa solidaridad esperada entre los hombres en las tierras de climas extremos, y además por orden de su propia religión el hombre los resucita dándoles de beber.
“Agua: no tienes gusto, ni color, ni aroma, no se te puede definir, se te gusta sin conocerte. No eres necesaria para la vida: eres la vida misma. Nos penetras de un placer que no se explica por los sentidos. Contigo vuelven a nosotros todos los poderes a los que habíamos renunciado. Por tu gracia se abren en nosotros todas las fuentes secas de nuestro corazón…”
Aunque el libro no termina aquí, pues siguen otros recuerdos y meditaciones. Pero para no alargar más esta reseña, termino con las últimas líneas del capítulo VII, que contiene su recuento del avionazo en Libia, dedicadas al anónimo beduino que los salvó de morir en el desierto: “Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un solo enemigo en el mundo.”
[1] Saint-Ex no era en realidad un piloto primerizo como afirma con toda modestia en su libro. Para cuando ingresa en Aéropostale, ya había terminado su servicio militar en el ala de aviación, de donde es dispensado del servicio con el grado de subteniente, el 5 de junio de 1923; luego de haber estado destacado desde 1921 en el 37 regimiento de aviación, acantonado a pocos kilómetros de Casablanca, Marruecos.
[2] El biógrafo de Saint-Ex, Virgil Tanase, informa de esta época, en que el escritor se suma al plantel de la Aéropostale: “…Didier Daurat necesita pilotos: sobre los ciento veintiséis contratados por la Compañía, entre 1923 y 1926, cincuenta y cinco la habían abandonado, y siete estaban muertos…”
[3] The English Patient, film de 1996 dirigido por Anthony Minghella, protagonizada por Ralph Fiennes, Christine Scott Thomas, Juliette Binoche, Willem Defoe y Collin Firth, ganadora de 4 premios Óscar de la Academia.