Libros para las vacaciones

Ahí le dejo la gloria. Mauricio Vargas Linares

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

El general José de San Martín, libertador de vastos territorios en América del Sur en sus años de gloria. La autoría del retrato se le atribuye al pintor Jean Baptiste Madou, aunque no se ha logrado establecer con total seguridad. (Fuente: wikipedia).

El general José de San Martín, libertador de vastos territorios en América del Sur en sus años de gloria. La autoría del retrato se le atribuye al pintor Jean Baptiste Madou, aunque no se ha logrado establecer con total seguridad. (Fuente: wikipedia).

Cambiando un poco la tónica de estas cápsulas vamos a recomendar algunos libros para estas vacaciones de fin de año, tratando que siempre sean de materia histórica, pero a la vez amenos. Empezamos con una novela que me he devorado en unos pocos días, prisionero del apasionante relato: «Ahí le dejo la gloria», de Mauricio Vargas Linares.

Corre el año de 1822. El otrora formidable imperio español se derrumba, asediado por las rebeliones. En México, el grito de independencia dado por el sacerdote Miguel Hidalgo estremeció al reino de la Nueva España y lo sumió en la guerra. En las vastas posesiones de América del Sur, dos líderes gigantes han surgido para acaudillar el movimiento que aspira a la independencia. En el norte, el caraqueño Simón Bolívar ha logrado arrebatarle con grandes sacrificios la Nueva Granada y lucha en el Alto Perú. En el sur, el general José de San Martín ha logrado imponerse en Buenos Aires, Chile y Perú. En las batallas que expulsan a los ejércitos españoles van resonando nuevos nombres bautizados en la gloria de la victoria: Antonio José de Sucre, Bernardo O’Higgins, Manuel Belgrano, José Antonio Páez, Francisco de Paula Santander y muchos otros que atan su memoria a nombres no menos rotundos como Boyacá, Junín, Ayacucho, Chacabuco, San Lorenzo, Rancagua. Guayaquil es el punto de encuentro, Bolívar y San Martín se reúnen por siete horas. ¿Qué se habló allí? Ese encuentro y los hechos que desembocaron en él es la materia de la que se nutre la novela “Ahí le dejo la gloria”, del colombiano Mauricio Vargas Linares.

 

-II-

La novela

 

“Cuando no existamos, nos harán justicia”, le escribe en un momento de desesperanza el general José de San Martín a su amigo, Bernardo de O’Higgins, cuando liberada Lima, sus oficiales casi de inmediato se ponen a conspirar a sus espaldas.

 

En este ambiente y con esos ánimos, el Libertador del sur se embarca en la goleta Macedonia la madrugada del viernes 27 de julio de 1822 rumbo a Guayaquil, para entrevistarse con el Libertador del norte, Simón Bolívar, para decidir sobre el rumbo de la guerra en la serranía peruana, en donde las tropas españolas se habían atrincherado, aferrándose a un último reducto. Esa reunión de los dos colosos de América del Sur es el centro de la novela del colombiano Mauricio Vargas Linares, y en donde desembocan los discursos que arrancan en distintos lugares y tiempos y con distintos personajes. Así como habla San Martín, habla Bolívar, habla Francisco Miranda, habla la famosísima Manuela Sáenz, hablan los soldados, los oficiales y personajes del pueblo. Guayaquil es un hervidero de espías de todos los bandos. Guayaquil es el escenario de un acuerdo que sellaría en primera instancia el destino de San Martín, pero más allá, sellaría el destino de toda América del Sur. Pero del encuentro poco se sabe. Fueron siete horas en que ambos guerreros veteranos de mil combates se encerraron en una mansión con vistas al puerto a discutir solo ellos saben qué, y se lo llevaron a la tumba. No hubo secretarios, amanuenses ni criados que pudieran dejarnos siquiera una pista, y por ello, la novela es tan maravillosa, porque novela sobre lo que pudieron haber discutido ese lejano día de 1822.

 

“A lo que vinimos, pensó horas más tarde, cuando asomó sobre la borda la cabeza de Bolívar, quien acababa de trepar por la escalera de gato. Lo vio quitarse el sombrero, cubrirse un poco la frente con sus mechones negros y alisarse las prominentes cejas, extendiendo sobre ellas el pulgar y el índice de la mano, y luego caminar hacia él con los labios gruesos abiertos en una sonrisa amplia. Es más bajo que yo, pensó San Martín mientras Bolívar se empinaba ligeramente para abrazarlo una, dos, tres veces, alternando los costados…”

 

Pero también nos regala con la perspectiva de Bolívar del primer encuentro, enrollándonos en su juego de espejos, de uno y otro lado, de forma que Vargas va jugando con sus personajes y la historia hasta ponernos a nosotros, imperceptiblemente, en el centro de la historia.

“…San Martín apenas tuvo tiempo de ordenar el mechón rebelde que le caía sobre la frente ancha, y de cerrarse la pechera. Después de trepar por la escala de gato, Bolívar se ajustó el pelo negro hacia adelante, para intentar cubrir las entradas que ganaban terreno, y caminó con taconazos decididos que resonaron sobre la cubierta. Vaciló un instante antes de la última zancada que inició ya con los brazos abiertos.

—Somos casi de la misma estatura– le diría Bolívar días después a Manuelita.”

 

La novela es en verdad, un prodigio narrativo que captura desde el primer párrafo. No es experimental, sino una narración que no pierde ritmo en ningún momento, ni siquiera cuando se trata de describir batallas o las fatigosas jornadas de los soldados en los campos de batalla españoles o americanos. Como toda novela contemporánea no es un solo hilo del que tira para alimentarla. Hay también una suerte de minúsculos ensayos históricos que se dejan caer de repente, para armar el escenario por el que va a hacer desfilar a sus personajes, pero con una voz que no permite la impostura. Así, la armazón de la escenografía no nos suena a artilugio, sino a una voz distante que nos lleva de la mano para sentarnos en una acera de la ardiente Guayaquil o de la helada cornisa de los Andes por donde cruza San Martín.

El epicentro del relato, la ciudad que arde a orillas del río, se transforma en una suerte de ciudad-sueño, en manos del narrador que sabelotodo nos va desgranando su sabiduría de forma tan medida que no nos cae pesado:

“…Las mejores estaban frente a la ría, o en las calles aledañas, donde sus ocupantes se beneficiaban del viento de la tarde. En la planta baja de las más grandes había locales para tiendas y bodegas. Las plantas altas contaban con largos balcones que se comunicaban de una casa a otra y conformaban interminables galerías frontales, con ventanas de chazas abiertas por abajo para cortar los rayos del sol. Estos soportales se fueron extendiendo de manzana en manzana, de tal manera que para finales del siglo XVIII era común que, cuando el calor cedía, los guayaquileños de calidad se pasearan por ellos, visitaran a los amigos, cotillearan animosos cualquier filfa de reciente invención y recorrieran buena parte de la ciudad nueva por aquel segundo piso del puerto, sin siquiera embarrarse las suelas de los zapatos…”

 

Imponente monumento y tumba del General José de San Martín, en el interior de la Catedral de Buenos Aires. En la fachada exterior del templo, una antorcha arde de forma permanente en su memoria. (Fotografía: RFO).

Imponente monumento y tumba del General José de San Martín, en el interior de la Catedral de Buenos Aires. En la fachada exterior del templo, una antorcha arde de forma permanente en su memoria. (Fotografía: RFO).

Pero no solo habla el narrador. Él interviene en largas parrafadas, pero también presta la voz, la mayoría de las veces a los personajes, quienes a su vez le narran los hechos a alguien más. Así por ejemplo, la novela arranca con San Martín ya viejo, en el exilio francés, atisbando el pasado por las ventanas, atravesando las cataratas que le arrebatan la visión, viendo pasar sus recuerdos en el cielo gris de Boulogne-sur-mer, en el Paso de Calais. Allí, San Martín, recordando y remendando sus casacas le va contando historias a su hija Mercedes, que lo acompaña en el destierro. Particularmente conmovedor es el pasaje que describe la rutina de este héroe cansino:

“…su meticulosa rutina que empezaba bien antes del amanecer al levantarse de su viejo catre de hierro y lona que lo había seguido a tantas guerras, y que ahora reposaba en paz contra la pared interna de la habitación, pues yo jamás aprendí a dormir en camas de lujo. Lo siguiente era prepararse un café cargado –que siempre prefirió al venerado mate de su tierra-, come un par de tajadas de pan con manteca, llenar la jofaina de agua para asearse en el mesón de mármol negro que hacía las veces de lavabo, pasarse un cepillo sobre la cabeza para ordenar la todavía abundante cabellera plateada, adecentar el bigote encanecido con un pequeño peine, darse un par de golpes en los cachetes hundidos con las manos bañadas en agua de Colonia, e instalarse luego en la mesa de escribir a garabatear alguna carta, sin poder cuidar ya su fina caligrafía. Sentarse en el taburete frente a la ventana, con el costurero sobre las piernas, lo ayudaba a llegar hasta la media mañana…”

 

Nos arranca al San Martín de mármol y de bronce al que estamos acostumbrados y nos devuelve a un hombre cansado, casi ciego, que vive más de sus recuerdos que del día a día, tal y como años antes de su exilio le confiaría a su amigo y confidente, el coronel Guido, que se había pasado más tiempo rememorando el pasado que ocupándose del futuro. El libro tiene otros momentos grises, acordes a la naturaleza melancólica de San Martín, exacerbada por su exilio en el brumoso norte francés, y alcanza alturas de depresión como el relato del paseo del general por el pueblo, rumbo a la casa de correos, a recoger cartas. “Ya ni siquiera me odian– le dijo un día, al volver de la poste, a Merceditas y se encerró en su habitación a mascullar la indignación ante tanto olvido.”

Pero el libro recupera pronto el paso y nos cruza el ánimo con otras atmósferas menos tristes, como esa exquisita escena que recrea el relato que hace Bolívar a Manuelita de una de sus tantas batallas luego de una noche de amor, en que utiliza la cama revuelta como mapa de campaña.

“Para ese momento de la noche, empeñado en ilustrar en detalle a su amante, el Libertador había convertido la alcoba entera en un inmenso mapa. De pie sobre el llano, había señalado con el índice a Sogamoso sobre la cama, a la izquierda de donde estaba Manuela, y a Socha más a la derecha, justo frente a las piernas recogidas de la quiteña. Caminó hacia ella y se tropezó con el borde de la cama (…) Era el camino correcto, el ideal para garantizar la sorpresa, reiteró tras ubicar a las tropas españolas sobre las cobijas revueltas, entre los valles de Sogamoso y Socha, pero recorrerlo, mi buena, implicaba trepar una pared de roca hasta las alturas donde el aire escasea, y afrontar un sirimiri incesante que, por cuenta de los vientos helados, nunca cae del cielo sino que pega de costado, sobre el rostro, y penetra la piel y los huesos hasta paralizarte…”.

 

Detalle de una de las imponentes esculturas que escoltan el catafalco que guarda los restos del General San Martín. La alegoría de la libertad porta en su mano derecha las cadenas rotas de su cautiverio y se apoya en el haz romano, uno de los símbolos de la república. En su cabeza porta una corona de laurel, símbolo de la victoria. Su mano izquierda se apoya en lo que pareciera ser una tabla de la ley. A sus pies se puede leer la firma del A. Carrier Belleuse, quien lo ejecutó en 1880. Como dato curioso cabe mencionar que el mismo escultor realizó el monumento mortuorio y tumba del General Justo Rufino Barrios, levantado en el Cementerio General de ciudad de Guatemala. (Fotografía RFO).

Detalle de una de las imponentes esculturas que escoltan el catafalco que guarda los restos del General San Martín. La alegoría de la libertad porta en su mano derecha las cadenas rotas de su cautiverio y se apoya en el haz romano, uno de los símbolos de la república. En su cabeza porta una corona de laurel, símbolo de la victoria. Su mano izquierda se apoya en lo que pareciera ser una tabla de la ley. A sus pies se puede leer la firma del A. Carrier Belleuse, quien lo ejecutó en 1880. Como dato curioso cabe mencionar que el mismo escultor realizó el monumento mortuorio y tumba del General Justo Rufino Barrios, levantado en el Cementerio General de ciudad de Guatemala. (Fotografía RFO).

Otro momento hermoso de la novela es cuando San Martín, desde la cubierta de la Macedonia, atisba las luces de Guayaquil la noche posterior a su entrevista con Bolívar y recuerda el cruce de los Andes, que le haría un cuarto de siglo después a su hija Mercedes. Es un juego asombroso de cajas chinas que se abren y cierran perfectamente, respetando el tiempo histórico, pero confrontando los límites de la narración. Cosa rara, no nos extraña que evoque lo que pasará en 25 años, es más nos parece una suerte de artificio onírico, como un atisbo a ese lejano futuro, desde la costa ardiente del Ecuador. “Durante una caminata por las praderas reverdecidas con la llegada de la primavera que había invadido los aires y las tierras que rodeaban el Grand Bourg, le detalló a su hija, con el rostro iluminado por el recuerdo de sus mejores días…”

Es una novela circular, un hermoso juego de historia y literatura que bien vale la pena tomar en cuenta para estos días de fin de año que se acercan, para sacarle partido a un hecho tan desconocido como fascinante en esas luminosas mañanas que nos trae diciembre.

 

-III-

El destino del hombre 

 

El general José de San Martín, a los 70 años en su exilio francés. Daguerrotipo de 1848. (Fuente: wikipedia).

El general José de San Martín, a los 70 años en su exilio francés. Daguerrotipo de 1848.
(Fuente: wikipedia).

El resultado inmediato de la reunión de Guayaquil es el retiro de San Martín de los campos de batalla. “Dos gallos son muchos en un mismo corral”, parece haber dicho Bolívar, negándose a asumir el mando conjunto de los ejércitos del norte y del sur y poner a San Martín bajo sus órdenes. Así que San Martín renuncia a la liberación de la serranía peruana, regresa a Lima a poner todo en orden y renuncia. Se retira a su tierra de origen, a Mendoza. Pero su patria, mientras tanto, ha caído en el caos. Parece que los argentinos, como todos los latinoamericanos tienen esa vocación al caos, a arreglar todos los asuntos a las trompadas.

San Martín, el mismo que con su sudor y esfuerzo liberó los extensos territorios del Río de la Plata, parece estar prisionero en su quinta mendocina, pues cuando solicita permiso para trasladarse a Buenos Aires a visitar a su mujer, el mezquino gobernador de turno, Bernardino Rivadavia, se lo niega. San Martín decide exilarse. Su extrañamiento pasará por Londres, Bruselas, París y recala por fin en Bolougne-sur-mer, en donde habría de esperar la muerte que llegaría por él un 17 de agosto de 1850, a las tres de la tarde. Muere en la cama de su hija Merceditas, quien a pesar de las protestas del viejo general lo saca de su catre de campaña para que logre descansar mejor. Se había pasado media vida vomitando sangre y sufriendo largos ataques de fiebre. Muere a los 72 años.

Lápida en la pared posterior de la capilla en que descansan los restos del General San Martín, en el interior de la catedral de Buenos Aires. (Fotografía: RFO).

Lápida en la pared posterior de la capilla en que descansan los restos del General San Martín, en el interior de la catedral de Buenos Aires. (Fotografía: RFO).

Sus restos serían repatriados a la Argentina hasta el 28 de mayo de 1880, a bordo del vapor Villarino, y duermen el sueño eterno en el interior de la catedral de Buenos Aires, rodeados de un majestuoso monumento ejecutado por el escultor francés A. Carrier Belleuse, autor de varios monumentos que decoran espacios públicos en toda Latinoamérica. Afuera de la catedral, una llama arde en su memoria…


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