Confesiones de un devorador de libros…
Rodrigo Fernández Ordóñez
Dentro de los géneros literarios, hay pocos que nos permiten una verdadera intimidad con sus autores como los diarios y las cartas. Los diarios algunas veces eran llevados libremente, acumulando ideas, visiones, sueños, digresiones, datos interesantes o curiosos, pero tienen la desventaja de que muchos eran llevados con la consciente intención de ser publicados posteriormente. Mientras para algunos era una herramienta para recordar ciertos hechos o situaciones en el futuro, como una especie de apuntalamiento de la memoria, -como la mayoría de los diarios decimonónicos-, otros ya eran concienzudamente armados y estructurados para ser “publicables”, lo que es en absoluto censurable, pero si les resta inmediatez, espontaneidad. En el primer caso encontramos los diarios de muchos escritores, en los que asoma en verdad la mente atormentada o insegura; se me viene a la mente los diarios de Dostoyevski, publicados hace no mucho tiempo por el fondo de cultura económica. Y en el segundo grupo, ese del diario prediseñado con la intención de ser publicado, se me viene como un buen ejemplo Anais Nin.
El otro género literario dado a la intimidad es el epistolar. Por excelencia, el medio de asomarnos a las mentes geniales que en un instrumento tan banal como una carta, descargaban todo su interior y se mostraban –en la mayoría de los casos–, tal como eran. Claro que eso era antes de la era del correo electrónico y del chat de los teléfonos, medios que han hecho completamente innecesario que nos sentemos frente a una hoja de papel para relatarle nuestros pensamientos más íntimos, nuestros miedos o nuestras necesidades más inmediatas a un prójimo dispuesto a leernos.
Creo que habrá pocas ocasiones en que nos encontremos con un volumen epistolar en el que las cartas hayan sido prediseñadas para ser publicadas en algún momento futuro, por la sencilla razón de que las cartas eran un medio de comunicación utilitario, considerado como los periódicos, como destinados a morir al momento de ser leídos. Es cierto que muchísima gente atesoraba las cartas recibidas o las copias enviadas, pero más por motivos sentimentales que por incentivar intenciones editoriales. Así, en las cartas tenemos a la mano un roce íntimo con su autor, del que en algunas ocasiones, podríamos jurar que cuando lo leemos, escuchamos el suave rumor de la pluma cuando rasca el papel dejando sus trazos de tinta. Es, en esencia, una experiencia intimista como toda buena lectura.
-II-
En algunas ocasiones, el género epistolar fue considerado como de mal gusto. Casi una lectura folletinesca, como los programas de escándalos de artistas de la televisión. Me atrevería a decir que en todo caso, siempre será más delicioso y gratificante leer una carta de George Sand que una de Laura Bozo. En otras ocasiones, en la medida en que se impuso el buen gusto de editar las cartas con criterios de calidad y contenido de información, como principal motivo para hacerlo, el género ganó adeptos. De allí que en un paseo por cualquier librería, ya sea en Ciudad de Guatemala, o Quito en Ecuador, uno pueda siempre encontrar algún volumen interesante sobre vidas pasadas o remotas, que dejaron fijados ciertos momentos de su intimidad en sus cartas.
Leer estas cartas resulta revelador. Ya alejados de esa pecaminosa sensación del voyeur que se asoma a la intimidad de encajes y sedas por medio de los volúmenes epistolares, parece que logramos entablar un diálogo de menor distancia con su autor. Casi parece, dependiendo de la virtud del autor, que nos platican más que leerlos. Otros rompen esa imagen mítica con su discurso enérgico, apasionado, que uno no puede leer –con independencia de que sea creyente o no–, a San Pablo sin emocionarse por la repentina inmediatez que adquiere cuando empezando la Epístola a los Romanos informa: “…Quiero que sepan, hermanos, que muchas veces me propuse ir a visitarlos para cosechar entre ustedes algún fruto, como entre los demás pueblos; pero hasta ahora me he visto impedido. Yo me debo tanto a los griegos como a los que no lo son, a los sabios como a los ignorantes…”. Porque en los fragmentos litúrgicos del cristianismo hemos recortado estos hermosos textos de forma que sean utilitarios, pedagógicos, pero no textos literarios. Para ello es necesario respetar su integralidad, para que no pierdan la esencia humana del que sostuvo la pluma y realizó los trazos de la palabra; por ejemplo, la hermosa epístola de Martín Lutero en la que cuenta que la iluminación de la Reforma le vino de forma repentina, cuando con intenciones de preparar una disertación, leyendo en la cloaca se topa con la frase que desencadenó todo: “El justo por su fe vivirá”. Si le quitamos las circunstancias de la lectura de la Biblia, perdemos la esencia de ese doctor en teología que se llevaba con toda familiaridad el texto divino para consultarlo en todas partes, incluso al baño.[1]
En otros casos, las cartas nos acercan a ese personaje histórico, convertido en estatua de mármol y nos confronta con su vida íntima, como el caso excepcional de la larga relación epistolar de John Adams con su genial esposa Abigail, cartas en las cuales sentimos que estamos ingresando a un círculo de confianza, como esa hermosa carta recogida por Joseph J. Ellis, en la que le reclama que cuando novios, John se atrevía a mirarle las pantorrillas con descaro, “…since a gentleman has no business to concern himself with the leggs of a lady”[2] o ese momento hermoso cuando justo antes de la boda le escribe a su prometido, luego que ha despachado su equipaje a la granja de Adams en Braintree, Massachussets: “And then Sir, if you please, you may take me.” Pero en el caso de esta pareja, no solo hay amor en sus cartas, sino mucha política, y dice muchísimo de la capacidad intelectual de Abigail las cartas con sus consejos políticos que dirige también a su amigo Thomas Jefferson o incluso a George Washington.
Otras cartas son puro goce, como el maravilloso intercambio entre Anais Nin y Henry Miller, esos amantes tormentosos, (“…Ponte aquel traje precioso que llevabas la primera vez que viniste a Clichy. Quiero ver la blancura de tu carne en contraste con él. Quiero cometer excesos…”[3]), sobre todo cuando alguno de ellos se encuentra de viaje; “…La otra noche pasé por delante de un hotel que se llamaba como mi vino favorito [Anjou]; el letrero luminoso arrojaba sobre las ventanas un extraño resplandor rojo, y cuando miré hacia arriba vi a una mujer apartando las cortinas. Me imaginé que tendría un extraño nombre extranjero. Como ves me estoy volviendo delicado”. Como ambos son escritores con grandes ambiciones, este intercambio es por decirlo de alguna forma prosaica, de altos kilates. Las cartas de Miller como las de Anais están bien escritas, lo que no les resta intimidad, y como muchas de ellas fueron escritas cuando estaban recorriendo la Provenza o Corfú, el diálogo suele estar lleno de referencias maravillosas a los paisajes, a la luz, al olor del mar o los bosques. Uno de los pasajes más hermosos que he leído en mi carrera de lector profesional, corresponde a una carta de Anais, en un viaje por el sur de Francia, en el que describe a Miller un momento tan sencillo como maravilloso, tan cotidiano que es perfecto, cuando lo describe ella:
“Ayer había en la carretera un hombre empujando una carretilla. Con un barril lleno de líquido turquesa. Con un pulverizador, fumigaba las vides, que se volvían de un tono azulado-malva-verdoso. Hermoso. También fumiga las fachadas de las casas, dicho sea de paso, cuando hay vides en la entrada. El insecticida le salpica, de manera que su gorra está coloreada de turquesa, lo mismo que los hombros, su cuello y sus manos. ¡Turquesa! ¿Puedes imaginar el placer de tropezar con este hombre coloreado de turquesa, con un barril rebosante de este color, y una carretilla manchada del mismo color? ¡Un hombre que se ocupa de pintar el mundo!…”[4]
Ahora bien, el torrente narrativo de estos dos autores, supera el carácter utilitario del que solemos atribuirle a las cartas y se vuelve un medio para intercambiar las más profundas reflexiones, como cuando Miller se explaya en una meditación acerca de la soledad, “… A veces uno se pone enfermo únicamente para estar solo durante un tiempo. Es una forma que tiene el cuerpo de vencer a la mente. Existen problemas que la mente francamente no puede resolver. Y nos sentimos torturados e impotentes y nos derrumbamos. Caemos enfermos, decimos. De acuerdo. Nos acostamos y, allí tumbados, sin hacer nada, rendidos a los problemas insolubles, poco a poco obtenemos una nueva visión de las cosas. Sucumbimos a ciertas cosas inevitables que no tenemos el coraje de arrostrar mientras permanecemos de pie y utilizamos ese condenado instrumento, la mente. Respeto eso. Hay veces que nadie quiere ayudarnos, ni siquiera la persona que amamos. Tenemos que estar solos. Tenemos que estar enfermos, y sumirnos en nuestra enfermedad. Nuestras almas lo necesitan…”[5]
Hay otros intercambios que exudan poesía. El mejor ejemplo que he encontrado es el interesante volumen que recoge las cartas que se cruzaba el poeta Jaime Sabines y su esposa Josefa Rodríguez, a la que cariñosamente llamaba Chepita. El ejercicio epistolar de este gigante literario, pone en evidencia su genialidad como escritor, pues pasa de los comentarios más cotidianos a insertarle poemas, como una carta firmada en noviembre de 1947, en la que le escribe el poema Nocturno.[6]
Para ir terminando el ejercicio, sin rematarlo, porque quisiéramos regresar a él para seguir recomendando lecturas, hay también cartas atormentadamente hermosas, como las que el malogrado pintor Van Gogh le remitía a su hermano Théo, en las que pasa de la alegría a la melancolía a un párrafo de distancia, como esta de abril de 1889: “Me encuentro muy bien desde hace unos días, salvo un cierto fondo de vaga tristeza difícil de definir –pero en fin– más bien he cobrado fuerza físicamente, en lugar de perderlas, y trabajo. Tengo justamente sobre el caballete un vergel de melocotones al borde de un camino, con los pequeños Alpes al fondo. Parece que en el Figaro ha salido un buen artículo sobre Monet (…) Felizmente, el tiempo es bueno y el sol radiante; y la gente de aquí no tarda en olvidar momentáneamente todas sus penas y entonces resplandece de animación y de ilusiones…”[7]
[1] Lucien Febvre. Martín Lutero, un destino. Fondo de Cultura Económica, México: 2013. Página 57.
[2] Joseph J. Ellis. First Family. Alfred A. Knopf. New York: 2010. Página 6.
[3] Anais Nin y Henry Miller. Una pasión literaria. Correspondencia (1932-1953). Ediciones Siruela, España: 2003. Página 64.
[4] Op. Cit. Página 189.
[5] Op. Cit. Página 164.
[6] Jaime Sabines. Los amorosos. Cartas a Chepita. Booket, México: 2009. Página 40.
[7] Vincent Van Gogh. Cartas a Théo. Editorial Norma. Colombia: 1995. Página 313.