Confesiones de un devorador de libros…
Rodrigo Fernández Ordóñez
-I-
Todavía recuerdo, antes aún de haber escuchado siquiera mencionar el nombre de Jorge Luis Borges, una historia que contaba mi papá en las sobremesas, mientras pudimos tenerlas. Era la historia de un amigo suyo, Juan Fernández, español, vendedor de enciclopedias que conoció cuando ambos vivían en la Casa de Huéspedes Quetzal. Contaba que, para visitar a Juan, uno entraba a su habitación y cual laberinto del Minotauro, debía seguir un estrecho camino que le marcaban altas paredes de libros hasta desembocar en su cama y una silla; breve espacio libre en donde apenas había lugar para conversar. Juan habrá vendido muchos libros en aquellos remotos años de juventud en que ambos coincidieron, pues cuando llegué yo a conocerlo, él ya era un importante personaje del mundo de los libros en su natal España, país al que había regresado y en donde llegó a ser propietario de una casa editorial.
Luego, cuando leí a Borges y su descripción del Paraíso materializado en una Biblioteca cuando conversaba con Osvaldo Ferrari, o sus cuentos como la Biblioteca de Babel, la referencia a Juan Fernández fue inevitable. Me regodeaba en recrear mentalmente ese hermoso laberinto de libros o espiral de libros, que debíamos franquear para ganarnos el privilegio de la charla con un amigo. Luego vino Umberto Eco y su descripción de la biblioteca terrible del monasterio en el que sucede la acción de El nombre de la Rosa, esa biblioteca que mata a quienes osan consultar los libros prohibidos. Todo esto para decir que las enciclopedias han sido un objeto con permanente presencia en mi vida, tangible o intangible desde que tengo memoria, pues mi papá era un hombre de enciclopedias. Tenía de todo tipo, desde la Enciclopedia del Hogar –en donde se enseñaba a reparar muebles hasta cómo pegar un botón–, a una Enciclopedia de Consulta Psicológica, en la que se podía leer temas con nombres tan hermosos como la Melancolía; o el clásico concepto de la Enciclopedia como tal, fuese la Salvat de delgados tomos rojos con doraduras o la Hispánica, que desde su alto estante, soberbiamente en cuero y letras doradas en los lomos, esperaba a que la curiosidad la abriera.
Decía mi papá en aquellos tiempos en que se podía conversar con él en armonía, que el mejor ejercicio mental que todo hombre debería de hacer, era tener un tomo de una enciclopedia en la mesa de noche y cada día (al levantarse o al irse a dormir, escoja usted), tomar el tomo y leer en forma ordenada, sistemática, un artículo o entrada. Decía mi papá que con eso se lograba no solo disciplina, sino además, maravilla de maravillas, conocimiento. Recuerdo que su forma de irnos sumergiendo a sus hijos en ese mundo tan intimidatorio de los tomos grandes y pesados de las enciclopedias o de los diccionarios, era un procedimiento relativamente sencillo, pero que resultaba angustioso e incómodo para un niño que busca siempre cumplir lo más rígidamente posible la ley del mínimo esfuerzo: cuando uno de nosotros, (¡oh, inocente criatura!), llegaba a hacerle cualquier consulta, por ejemplo: ¿Papá, qué significa ponderoso? O bien: ¿Papá, qué pasó en Austerlitz?, la respuesta invariable era una mirada de triunfo en sus ojos, un destello, y la consabida frase: Jálate el diccionario, o bien, búscate el tomo de la enciclopedia y traétela.
Ese mecanismo, desquiciante para muchos niños, a mí me pareció un descubrimiento alucinante. Recuerdo que tenía 10 tomos de un maravilloso Diccionario Enciclopédico Sopena, mitad superior gris, con frisos griegos y mitad inferior en simulación de cuero rojo. Los esquemas y dibujos eran una maravilla para la contemplación, y para un lector como el que esto escribe, se podía perder una tarde entera hojeando los tomos gruesos, solo por el placer de agotar las hermosas ilustraciones, cosa que me pasó más de una vez, pagando las consecuencias de terminar la tarea a la hora de las caricaturas o bien ya en el horario prohibido para estar despierto. Nunca logré dormir con un tomo de la enciclopedia en la mesa de noche, pero sí adquirí la costumbre de domar la ignorancia a fuerza de recurrentes lecturas de artículos de la enciclopedia (cualquiera que estuviese a la mano) y las inevitables consultas al diccionario.[1]
Luego crecí. Pasé por la horrorosa experiencia de la adolescencia en que todo causa fastidio, mal humor, se pierde el interés por conversar con los padres y de escuchar sus historias; vino el divorcio y demás dramas familiares tan comunes, pero me quedó el amor por los libros y así, al sol de hoy, yo también llegué a ser un hombre de enciclopedias y diccionarios. Aunque conservé un par de colecciones de mi papá, aún lamento no haberme preocupado por rescatar el Diccionario Enciclopédico Sopena, que se habrá quedado en algún rincón acumulando polvo y olvido.
-II-
Se explica entonces por todo lo anterior, la entusiasta recomendación de esta semana. La emoción inicia desde la contraportada del tomo gris de Anagrama, que nos invita:
“En París, en el año 1750, un grupo de jóvenes inquietos se propuso el simple objetivo de preparar la modestia traducción de un diccionario inglés, lo que según esperaban les serviría para pagar el alquiler y costearse la vida durante unos años. Sin embargo, el proyecto fue creciendo hasta convertirse en la mayor empresa de la industria editorial de aquellos tiempos…”.
El libro de Blom es una exhaustiva investigación del proceso que sufrió esta idea. Sus mutaciones, su crecimiento hasta llegar a ser la gloriosa hazaña intelectual que constituye hoy en día. El libro es un cúmulo de emociones que nadie que no se dé a la tarea de leerlo podrá comprender del todo. No es una novela, es una investigación académica detallada de los años que tardó en germinar el proyecto y resultar en esos tomos que se recibían todavía con olor a tinta recién prensada, por el mecanismo de la suscripción periódica. Sin embargo, el tono del relato es tan fluido, pero a la vez tan trepidante, tan bien contado, que las páginas literalmente se le deslizan a uno hasta agotar el libro. Pareciera más que leído, contado todo el proceso enciclopédico.
Aunque de género literario completamente distinto, su lectura remite a Hombres buenos, el libro de aventuras de Arturo Pérez Reverte, de dos enciclopedistas de la Real Academia de la Lengua a quienes les es encomendada la misión de adquirir e ingresar al reino español una primera copia de este monumento del conocimiento cruzando los Pirineos.
La aventura de la Enciclopedia, de acuerdo a Blom empieza como tantas otras grandes odiseas humanas alrededor de una mesa de madera y vasos de vino o cerveza. En plena bohemia, en una ciudad de París que se debatía entre doraduras de salones de tertulia cultivada y callejones repletos de basura y ratas, tres jóvenes estudiantes universitarios sueñan con alcanzar la riqueza y el renombre gracias a una empresa intelectual. No sueñan con batirse en duelo, robar las joyas del rey u otras ideas disparatadas. Son hombres modernos en realidad, pues sueñan con una empresa intelectual que sea sostenible en el tiempo y que les aporte beneficios económicos. De esas discusiones entre vapores de alcohol, tres amigos: D’Alembert, Diderot y Marmontel, tomó forma poco a poco una figura modesta. Primero fue realizar una traduccion de determinado diccionario en inglés[2] al francés, el 17 de diciembre de 1745. Pero los ensueños crecieron en la mente de estos tres inquietos hombres y surgió la idea brillante: ¿por qué no lanzarse a una empresa más ambiciosa, la creación de una obra que concentre el conocimiento humano, escrito por las mentes más brillantes de la época?
No pretendemos arruinar los detalles de esta tan ilustrativa como entretenida obra, más que para encender el entusiasmo por ella. Así, ahorraremos aventuras y desventuras, cárceles, persecusiones, amantes, etcétera, y daremos un perfil general, magro de detalles. Empezando por el esquema de financiamiento del proyecto:
“… Entretanto, los preparativos del Prospectus avanzaban a buen ritmo, y en noviembre de 1750 Diderot, D’Alembert y los libreros asociados podían anunciar finalmente al mundo la futura publicación de una gran obra, proyectada para abarcar diez volúmenes, que se publicarían a intervalos de seis meses, pagaderos por suscripción de la siguiente forma: un primer pago de 60 libras a cuenta, más otras 36 libras a la entrega del volumen primero, 24 libras por cada uno de los volúmenes segundo a octavo, y 40 libras por los dos últimos, que incluirían unas 600 ilustraciones y su explicación: 304 libras en total (equivalentes a unos 3,500 euros de hoy), pagaderas en cinco años…”.
El proyecto editorial al final habría de obedecer el destino de todo plan humano: se extendería muchísimo más allá de su modesto origen y rebasaría por mucho la intención original. Veinticinco años después de publicado el prospecto ofreciendo la obra, esta se había estirado hasta abarcar 28 volúmenes y habría costado a quien mantuviera el interés y la paciencia, alrededor de 3 veces el precio original, de acuerdo a la demanda en contra de los libreros de un comprador ofendido: Luneay de Boisjermain.
El 1 de julio de 1751, se presentó al público el primer tomo de la que luego sería la famosa y codiciada Encliclopedia. Abría con un discurso preliminar preparado por D’Alembert, en el que según Blom: “…se bosquejaba a grandes rasgos el mundo tal como lo veían los enciclopedistas; un mundo organizado, un mundo en el que todo ocupaba su lugar y tenía su valor, de acuerdo con su utilidad para promover el desarrollo de la humanidad a través del conocimiento, la justicia y el progreso…”, y contenía aproximadamente 4,000 artículos, de los cuales 1984 fueron preparados por Diderot, 199 por D’Alembert y el resto por una amplia red de autores a quienes les fueron encomendados los textos, entre los que resalta Jean Jacques Rousseau que aportó 20, y 484 de un enciclopedista tan brillante como desconocido, el abate Edme Mallet, que se encargó de los textos relativos a la religión.
La obra fue recibida con entusiasmo por algunos y con miedo por otros. Blom recoge un testimonio de la época:
“Con su errabunda y a la vez científica imaginación, Monsieur Diderot querría inundarnos de palabras y frases. Ésta es la queja que presenta el público en su primer volumen, aparecido hace muy poco. Pero una documentación infinitamente copiosa y su certero gusto por una argumentación muy válida compensan estos detalles superfluos. Tras haber recibido el primer volumen con gran interés, el público está ya deseando más…”.
A juicio del autor, los mejores tomos de la colección, los mejor logrados, escritos e impresos, fueron los tomos IV, V y VI, que surgieron al mundo en octubre de 1754, noviembre de 1755 y octubre 1756, bastante más despacio de lo que originalmente había ofrecido el prospecto, pero que en cambio ofrecía artículos firmados por los intelectuales más conocidos de su época, lo que daba garantía del sólido contenido de sus volúmenes.
Como si se tratara de uno de esos juegos literarios del ya citado Borges, uno de los artículos más hermosos y completos contenidos en esta sección fue el dedicado a la entrada ENCYCLOPEDIE, que con “… 35000 palabras (…), es quizá, el más importante de los veintiocho volúmenes de la obra: es a un tiempo, un manual acerca de cómo compilar y escribir una enciclopedia y, lo que es igualmente importante, acerca de cómo leerla; es un tratado sobre el lenguaje y una oda a la libertad; un reconocimiento sorprendentemente sincero de los defectos de la Encyclopédie y una enardecedora invocación de sus ambiciones…”.
Asi avanza la obra de Blom, desmontando la Enciclopedia y las vidas de los hombres que se volcaron en ese imposible esfuerzo por sistematizar y registrar el progreso humano. Atesorando detalles, como que el principal dibujate del proyecto fue Louis-Jacques Gouissier, quien se pasó años viajando y queriendo registrar con el ojo antes que con la pluma los objetos que los artículos describían; o las aventuras amorosas del arisco Diderot, o los fantasmas que torturaban la mente del matemático brillante que fue D’Alembert. Como un regalo adicional del libro, es hermoso el retrato de la ciudad de París de la Ilustración –años antes de soltarse los demonios de la Revolución–, que arranca en el primer capítulo, pero que crece hasta regarse como mancha de acuarela por cada uno de los párrafos de la obra, para convertirse en ese personaje cuasi invisible que contiene toda la aventura intelectual en sus puentes, canales, callejones, arcos y posadas.
El proyecto concluiría exitosamente un cuarto de siglo después, con un Diderot agotado, pero satisfecho. Los jesuitas, enemigos jurados del proyecto, que lograron su prohibición y luego, cuando el proyecto ya era demasiado grande y la red de investigadores, escritores, impresores y distribuidores tan densa, siguió su curso en la clandestinidad, terminando por fin el 25 de abril de 1766 en una granja en las afueras de París, cuando se embalaron los últimos ejemplares (4,000) del tomo número XVII de la magnífica obra, siendo complementados ocho años después, en 1772, por los volúmenes de las ilustraciones que consumaban este monumental esfuerzo intelectual.
Tras un largo recuento del fin de los enciclopedistas claramente teñido de suave nostalgia, Blom nos cuenta el fin de la columna vertebral de la Enciclopedia. Diderot muere el 31 de julio de 1784, en compañía de su familia, mientras almorzaba. Había tomado una sopa, un poco de cordero guisado y de postre un melocotón. Se reclinó sobre la mesa y murió. Hermoso detalle para cerrar un libro escrito con tanta pasión y amor por el dato preciso.
-III-
Colofón: en la biblioteca Ludwig von Misses de la Universidad Francisco Marroquín se encuentra, bajo delicada custodia, la biblioteca del único enciclopedista centroamericano, José Cecilio del Valle. En uno de sus anaqueles duermen los volúmenes de la Encyclopédie que adquirió este hombre brillante para sí. Queda pendiente escribir esa aventura de cómo los tomos impresos en París a finales del siglo XVIII resultaron contenidos en la biblioteca de este hombre de intelecto brillante, perdido en una oscura república montañosa del centro de América.
[1] Cuando he tratado de repetir el modelo paterno con mis hijas, luego de sugerir que vayan por el diccionario o la enciclopedia viene el touché de sus respuestas: “No gracias papi, mejor lo busco en google”, con una de esas sonrisas que derretirían el corazón del reino del invierno.
[2] La obra era la Cyclopaedia de Ephraim Chambers