Francis Scott Fitzgerald (Minnesota, 1896-Holywood, 1940) fue parte de un grupo de escritores llamado por Gertrude Stein la “Generación Perdida”: narradores norteamericanos nacidos a finales del siglo XIX que vivieron muy de cerca la Primera Guerra Mundial, su fin y la posterior desesperanza ante la destrucción masiva del hombre por el hombre. Otro rasgo que comparte el grupo, en el que se incluyen, además de a Fitzgerald, a Hemingway, a Faulkner, a Dos Passos y a Steinbeck, es haber vivido en ciudades de Europa luego de la guerra.
Estos escritores tendrían importancia capital, junto a los grandes renovadores de la narrativa europea del siglo XX, como Kafka, Joyce, Proust y Virginia Woolf, en la fragua de la nueva novela latinoamericana, que empezó a dar frutos a finales de la década de 1950.
Cuando Scott Fitzgerald (1896-1940) publica El gran Gatsby solo tiene veintinueve años, y sin embargo, ya está en la cumbre del éxito. Lo sabe todo de América, y la prueba es que el país se rinde a sus pies. Se ha casado con la más bella joven de Nueva York, es decir, del mundo. Decide contar la vida de un pobre del Medio Oeste que se ha enriquecido vendiendo alcohol durante la Prohibición y que organiza fiestas en Long Island: Jay Gatsby. Este personaje quiere seducir al amor de su infancia, Daisy, casada con un millonario heredero…
La crítica social de El gran Gatsby es severa: el individuo soñador, persistente, que cambia incluso de nombre, que se crea una nueva identidad para abandonar su condición de marginal, formar parte del grupo y así acceder a su acariciado anhelo, es aplastado por una sociedad que, tras su boato, esconde su falta de seriedad, de compromiso y su incapacidad de sentir algo más que sus mezquinos y más inmediatos apetitos.
Great Gatsby es una sátira de la alta sociedad americana —algunos incluso le reprochan al libro su larvado antisemitismo—, pero es, sobre todo, una novela de amor melancólico, redactada en ese tono agridulce, inimitable, que Fitzgerald depuró. La obra es también, en parte, autobiográfica: Gatsby es un poco Fitzgerald. Nacido en Saint Paul, Minnesota, nunca consiguió formar parte de los clubs de millonarios, fue menospreciado por el equipo de fútbol de Princeton y jamás lo superó; es cierto que, a diferencia de su protagonista, no fue asesinado, pero murió a los cuarenta y cuatro años, alcohólico y desconocido, ocho años antes de que su esposa también desapareciera, quemada viva en un incendio en un manicomio, en 1948.
Tiene razón Vargas Llosa al afiliar a Jay Gatsby con don Quijote y Madame Bovary: los tres pelean batallas de antemano perdidas que, sin embargo, los dignifican como seres humanos, al no resignarse a admitir solo lo que la realidad les ofrece; a tener el atrevimiento de mirar más alto, de darle al mundo, gracias a su enfebrecida imaginación, algo que antes no tenía, aun cuando terminen apaleados, muertos. De ahí el adjetivo que acompaña al apellido ficticio del protagonista en el título de la novela.
Ligia Pérez de Pineda