Nicolás Maquiavelo. Epistolario 1512-1527
A María Mercedes, por estos 13 años de risas cómplices
Rodrigo Fernández Ordóñez
A Nicolás Maquiavelo le pasó lo que al pintor Van Gogh: su celebridad vino cuando él ya no estaba vivo para gozarla. Cuando en la vida uno se topa con El Príncipe, lejos se está de adivinar que su autor no tuvo la fortuna de ver su magnífico manual debidamente editado. Se le conoció casi clandestinamente, gracias a que uno de sus amigos incondicionales, Biagio Buonaccosi, se dio a la tarea de copiarla y distribuirla entre sus conocidos, poniendo a circular estos ejemplares de mano en mano. Tan solo El Arte de la Guerra pudo verla impresa, cuando en 1521 el editor florentino Filippo di Giunta, la publicó. Así, el grueso de sus obras, salvo la Mandrágora, (que incluso llegó a ver puesta en escena), se fueron publicando paulatinamente de forma póstuma. Ahora, gracias al Fondo de Cultura Económica tenemos acceso a sus documentos privados, las cartas que se intercambió con sus hijos, su sobrino y sus mejores amigos, haciendo surgir un nuevo Maquiavelo lejano de la pose de mármol. Es un hombre con preocupaciones domésticas, con perennes estrecheces económicas, quejas matrimoniales, enredos amorosos e intrigas políticas, que no rehúye a la reflexión profunda pese a que se ocupa de problemas cotidianos. El epistolario que reseñamos hoy es una hermosa ventana a un hombre y una época fascinantes de la historia: el Renacimiento y uno de sus mejores representantes, que podría hacer suya la frase de Terencio, “Hombre soy; nada de lo humano me es ajeno”.
El libro abarca la parte más interesante de la vida de Maquiavelo, los años de su exilio y soledad, en donde alejado por la fuerza de las intrigas de toda actividad pública, se retira a una pequeña propiedad familiar cercana a la ciudad de Florencia, en Sant’Andrea in Percussina, al que llamaba “il Albergaccio”. Allí, desde un bosque y campos de cultivo, el genio renacentista se sienta a escribir documentos que logran conmover al lector más reacio a condescender con Maquiavelo. Por su pluma se deslizan todo tipo de temas, desde el mismo proceso creativo, al que le dedica hermosas líneas, hasta cosas tan vanas y comunes como la falta de dinero o el sexo en el que busca el consuelo de su fracaso en la vida pública. Maquiavelo es un hombre casado, con una mujer de infinita paciencia, Marietta, con quien tendrá varios hijos, pero en el contexto histórico del Renacimiento, no nos debería sorprender que busque el amor fuera de la pareja, muchas veces impuesta. El amor dentro del matrimonio es un invento más bien moderno, que surge más o menos dentro del proceso de la revolución industrial en el que la mujer, independiente económicamente y fuera de los estrechos lazos comunitarios de la aldea o pueblo de origen y extrañada a los inmensos barrios de trabajadores que sitian las ciudades, puede tomar la decisión de casarse o no, y de con quién se casa o a quién rechaza para los efectos.
Los ánimos de Maquiavelo varían según el momento. Así, en una carta fechada el 18 de marzo de 1513 a su entrañable amigo Francisco Vettori, expresa, en un tono liviano, despreocupado: “…Toda la compañía se os encomienda, empezando por Tomás del Bene y yendo hasta nuestro Donato, y todos los días vamos a la casa de alguna muchacha para recuperar las fuerzas, y aun ayer estuvimos viendo pasar la procesión en casa de Sandra de Pero. Así vamos pasando el tiempo entre estas universales felicidades, gozando este resto de vida, que me parece soñarla…”, hermosa la última frase que nos regala un vistazo de ese Maquiavelo al que apodaban “il Macchia”, centro de las fiestas y de la bohemia del grupo de amigos florentinos. Del tono festivo pasa al nostálgico, en una carta fechada el 29 de abril de 1513: “…Excúseme el estar yo con el ánimo ajeno a todas estas pláticas, como lo prueba el haberme venido a la quinta y alejado de todo rostro humano, y el no saber las cosas que suceden alrededor, de modo que tengo que discurrir a oscuras, y he fundado todo en los avisos que vos me dais…”, le habla a su amigo Vettori un Maquiavelo ya desengañado, condenado a no alejarse de su ciudad y prohibido poner un pie siquiera en el Palacio Vecchio por un año. En respuesta, el hombre rompe con la ciudad, que le habrá fastidiado, y se recluye en su quinta, en las afueras de la ciudad. El tono, conforme pasan los días, se torna sombrío. El 26 de junio de 1513 escribe: “…antes más bien es un milagro que esté yo vivo, porque me han quitado el cargo y he estado por perder la vida, la cual Dios y mi inocencia me han salvado; todos los demás males, de prisión y otros, los he soportado…”, Maquiavelo, recién liberado de la prisión del Bargello hace recuento de daños a su sobrino Giovanni Vernacci, en Estambul, luego de semanas de prisión y de tortura. Poca consideración podrá tener nuestro amigo del hombre, luego de lo visto y lo vivido.
No es mi intención agotar todo el contenido de las más de 500 páginas de constructiva lectura, pero sí señalar algunas líneas que me parecen particularmente hermosas, como esa carta que le envía a sus amigo Francisco Vernacci, fechada el 10 de diciembre de 1513, en el que narra su rutina en la finca, regalándonos todo un retrato de la intimidad cotidiana de tan magnífico pensador, permitiendo a los simples mortales, acercarnos a esa existencia triste y dura del hombre al que el destino le ha negado la gloria ante sus propios ojos. Dice Maquiavelo (solo copiaré unas líneas, aunque la carta es todo un fresco de la vida rural renacentista): “…Abandonado el bosque, me voy a una fuente, y de ahí a un terreno donde tengo tendidas mis redes para pájaros. Llevo un libro conmigo, Dante o Petrarca o alguno de esos poetas menores, como Tibulo, Ovidio y otros: leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos. Me traslado después a la vera del camino de la hostería, hablo con los que pasan, les pido noticias de sus pueblos, oigo diversas cosas y noto diversas fantasías de los hombres…”. Pero hagamos un alto para releer una frase que nos atrapa la atención, que nos planta de frente a un hombre y sus nostalgias: “…leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos…”, hermosa y sabia actitud ésta: ante la adversidad, consolarse con el pasado hermoso e irrecuperable.
Pero a continuación de la nostalgia pone manos a la obra, como desperezándose, y en la misma carta narra que una vez agotada la jornada diurna, y acabadas las tareas que la granja y el aburrimiento le exige, “…regreso a casa y entro en mi escritorio, y en el umbral me quito la ropa cotidiana, llena de fango y de mugre, me visto paños reales y curiales, y apropiadamente revestido entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres donde, recibido por ellos amorosamente, me nutro de ese alimento que solo es el mío, y que yo nací para él: donde no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me responden; y no siento por cuatro horas de tiempo molestia alguna, olvido todo afán, no temo la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiero a ellos. Y como dice Dante que no hay ciencia sin el retener lo que se ha entendido, he anotado todo aquello de que por la conversación con ellos he hecho capital, y he compuesto un opúsculo De Principatibus, donde profundizo todo lo que puedo en las meditaciones sobre este tema, disputando qué es principado, de cuáles especies son, cómo se adquieren, cómo se mantienen, por qué se pierden…”. Estamos ante el propio proceso creativo del genio político, quien fabula de forma maravillosa sobre las reflexiones que sus lecturas le inspiran, encarnando a sus autores favoritos, sentándolos frente a la chimenea, imaginando una tertulia política como la que va a sostener años después en los jardines de la familia Ruccelai, logrando un texto que uno de sus biógrafos no duda en calificar como la más hermosa carta escrita en italiano.
En otras ocasiones, Maquiavelo se aferra al momento. Deja a un lado el pasado y vive la vida, e invita a sus amigos a agotarla. Me parece especialmente interesante un fragmento en el que describe al amor, regalándonos otra vez una instantánea de cómo se entendía este sentimiento en la Italia de hace cinco siglos. Dice Nicolás: “…recordando lo que me han hecho las flechas de Amor, me veo obligado a deciros cómo me he gobernado con él. En verdad, yo lo he dejado hacer y lo he seguido por valles, bosques, barrancos y llanos, y he encontrado que me ha mostrado más predilección que si lo hubiera maltratado. Quitad pues la albarda, quitadle el freno, cerrad los ojos y decid: Haz tú, Amor, guíame tú, condúceme tú; si salgo bien, tuyas sean las alabanzas; si mal, tuyo sea el vituperio; yo soy tu siervo: no puedes ganar nada más con maltratarme, antes pierdes, maltratando lo tuyo. Y con tales y similares palabras, que traspasarían un muro, podréis volverlo piadoso. Así que, patrón mío, vivid contento: no temáis, volved la cara a la fortuna y seguid las cosas que las vueltas del cielo, las condiciones de la tierra y de los hombres os ponen por delante, y no dudéis de que romperéis todos los lazos y superaréis todas las dificultades. Y si quisieseis darle una serenata, yo me ofrezco a ir allí con algún hallazgo eficaz para hacerla enamorar…”, consejos que escritos el 4 de febrero de 1514 a su amigo Vettori nos parecen modernos, salidos de la mente de un vitalista. Esta impresión se nos confirma más adelante, cuando un 25 de febrero de 1514, remata una carta para su amigo Vettori con el siguiente consejo: “Os ruego que sigáis a vuestra estrella, y no dejéis perder la mínima cosa por nada del mundo, porque yo creo, creí y creeré siempre que es verdad lo que dice Bocaccio: que es mejor hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse…”.
Para Maquiavelo, como verdadero hombre renacentista, pocos temas se escapan a sus reflexiones. Así, el amor tiene su lugar en sus cartas, como un hermoso relato de sus amores clandestinos en su forzoso retiro rural: “…estándome en la quinta, he conocido a una criatura tan gentil, tan delicada, tan noble, por naturaleza y por accidentes, que no podría yo tanto alabarla, ni tanto amarla, que no mereciese más. Habría que decir, como vos a mí, los principios de este Amor, con qué redes me atrapó, donde las tendió, de qué calidad fueron; y veríais que fueron redes de oro, tendidas entre flores, tejidas por Venus y tan suaves y gentiles que aun cuando un corazón villano hubiera podido romperlas, yo no quise, y me gocé en ellas un rato, tanto que los hilos tiernos se han vuelto duros, y enclavijado con nudos irresolubles. Y no creáis que utilizó Amor para cazarme modos ordinarios, porque, conociendo que no le habrían bastado, usó vías extraordinarias, de las cuales yo no supe ni quise guardarme…”. La colección es sin duda uno de los mejores exponentes del género epistolar, a mi gusto desafiados apenas por unas cuantas colecciones que bien valen su peso en oro. La de Maquiavelo comparable apenas quizá con la colección epistolar entre John y Abigail Adams, o las de Simón Bolivar a Manuela Sáenz, editadas por Villegas Vergara, o incluso ese hermoso volumen de la editorial Siruela de las cartas entre Henry Miller y Anaïs Nin.
En fin, para no agotar con citas y dejar espacio para el asombro, cierro con un último fragmento, en esta ocasión de Vettori para Maquiavelo, reflexionando sobre sus vidas, adoptando el tono melancólico de los amigos con los que se ha compartido tanto que las experiencias mutuas se vuelven consuelo en la vejez: “…pero nosotros de vez en cuando acusamos a la naturaleza como si fuera una madrastra, mientras que más bien deberíamos acusar a nuestros padres o a nosotros mismos: tú, si te hubieras conocido bien, jamás te hubieras casado; mi padre, si hubiera ligado a una mujer, como hombre a quien la naturaleza había engendrado para los juegos y las chanzas, sin tener que preocuparse por el dinero ni prestar la menor atención a los problemas familiares. Pero mi esposa, hijo mío, terminará por obligarme a cambiar mi modo de ser, cosa que a nadie puede ocurrirle sin daño…”, contenido en un borrador, no sabemos si finalmente enviado y recibido por Nicolás, sin fecha, pero adivinándose ya ambos viejos y dados a ver al pasado con resignación, e incluido en la colección que de los documentos privados de Maquiavelo hiciera su amoroso nieto Giulianno de Ricci, hijo de Bartolomea.