Por: Rodrigo Fernández Ordóñez
Enrique Gómez Carrillo se parece a Novalis. No me mal interprete, no estoy delirando. Se parece a Novalis en un solo aspecto y es éste: a Novalis se le considera el poeta «más grande y más desconocido de Alemania», y esto le calza a Carrillo como guante, pues nuestro compatriota es el «prosista más grande y desconocido de Guatemala», lo que no es poca cosa si recordamos que aquí hubo y hay grandes talentos como Asturias, Mario Payeras, Luis de Lión, Rey Rosa y Halfon, por mencionar algunos. Lo que tampoco es poca cosa, si consideramos que Guatemala es un país mayormente analfabeta.
Gómez Carrillo fue un hombre de su tiempo. Un magnífico escritor modernista que se empeñó en hacer un recuento casi total de los aspectos de la vida europea durante la «belle époque» por nimios que éstos fueran. Y esto le cierra la boca a sus críticos, como el envidioso de Cardoza y Aragón, pues sus crónicas son y serán de incalculable valor para el historiador que desee conocer a fondo esa confusa época en la que el viejo continente salía del siglo XIX y entraba al XX para despedazarse a sí mismo a cañonazos.
Pero esto no pretende ser una apología de Carrillo ni mucho menos. Pretendo nada más, demostrar que nuestro cronista es el motor de la historia, el eje de la rueda del tiempo y aunque me miren ahorita como bicho raro se los voy a demostrar.
Por ejemplo, Enrique Gómez Carrillo fue muy admirado por el escritor italiano Gabriele D’Annunzio, tanto que éste al enterarse de la muerte del guatemalteco soltó una frase que encierra todos sus sentimientos hacia él: «Ha muerto Gómez Carrillo, el amor ha muerto». Claro que ésta relación de admiración carecería de importancia para ustedes si la cosa se quedara allí, pero allí está que no, la cosa continúa, pues D’Annunzio con el tiempo se convirtió en un furibundo fascista, ensalzador del rústico Mussolini y ardiente defensor y aún más, exaltador de la guerra y el nacionalismo ridículo e infantil de los italianos de la época.
Sin embargo, pese a su pendejadéz política parece ser que era buen escritor, tanto que José Asunción Silva, el más grande poeta colombiano (según Fernando Vallejo, su biógrafo[1]) tenía un libro suyo, al parecer El triunfo de la muerte, sobre su mesa de noche al momento de descerrajarse un tiro en el corazón. Y esto sí que es importante, pues Silva, poco tiempo antes había recibido su nombramiento para fungir como Ministro Plenipotenciario de Colombia en Guatemala; ya ven si voy teniendo razón. Pero además de eso, Silva llegó a odiar de verdad a Carrillo, pues ambos coincidieron en el vapor Amerique en un viaje de París a América y lo que es peor, naufragaron juntos ante las costas colombianas. Cuenta Vallejo en su libro Almas en pena, chapolas negras, que mientras Silva estaba en cubierta, sumergido en una zozobra absoluta, viendo la cercana pero a la vez lejana costa colombiana se le acercó Carrillo, que tan acostumbrado a complejas y cursis frases le suelta un cursi: «mire amigo esas lejanías opalinas». Silva cuenta luego, en una carta a un amigo, que al escuchar eso le provocó estrangularlo. O sea que de verdad lo detestaba.
Bien, arriba hablé del italiano D’Anunzio y sus fantasías belicistas y resulta que también italiano era el papá de Carlos Valenti, el gran pintor expresionista guatemalteco que también, cosa tan rara, se pegó un tiro muy joven, pero este al parecer fue en la cabeza y a penas cinco meses después de su llegada a París. Bueno, pero mejor sigo con la relación. Resulta que Valenti realiza en París una pintura que me parece extraordinaria y que tituló «El dandy», y en el que algunos críticos creen descubrir un retrato libre de Enrique Gómez Carrillo, visita obligada de todo guatemalteco recién llegado a París. Pero como verán, la cosa no termina allí, pues la sombra de Carrillo se extiende siempre sobre las vidas de todos. Nos cuenta Walda Valenti, sobrina del desdichado pintor, en su Carlos Valenti. Aproximación a una biografía[2], que su tío fue muy amigo de Jaime Sabartés, al que incluso llega pintarle un retrato. Pues fíjese usted en la casualidad. Este Sabartés, barcelonés y asiduo visitante del bar «Los cuatro gatos» se viene para América, específicamente a Guatemala estableciéndose en Quetzaltenango en donde dirige un periódico. Y el lazo con este país se hace aún más fuerte cuando en 1908 Sabartés se casa con una chapina, doña Rosa Robles con quien tuvo un hijo que nació con problemas mentales y moriría al llegar a la adolescencia. Durante su estancia en Guatemala, un grupo de artistas nacionales lo buscaron para formar tertulia, Carlos Wyld Ospina, Rafael Rodríguez Padilla, Rafael Arévalo Martínez, Rafael Yela Günther, los hermanos de la Riva, Carlos Mérida y Carlos Valenti. La amistad de Valenti con Sabartés inspiró en el primero la evolución de su pintura, dejando atrás la atrasada pintura guatemalteca que se dedicaba a pintar ranchitos y volcanes e impulsándolo a la vanguardia de la pintura europea. Pues bien, caminemos, en 1935 Sabartés se instala en París donde se reencuentra con el extraordinario y genial malagueño Pablo Picasso a quien ya conocía desde 1899 durante sus incursiones a los bares barceloneses. Pues resulta que Sabartés se convierte en secretario particular de Picasso volviéndose su más fiel e incondicional propagandista[3]. Así que, como la ven, por una larga cadena de personas Picasso se une a Enrique Gómez Carrillo.
Y ya que estamos rondando por el mundo del arte y trajimos a colación al gran pintor Carlos Mérida, conviene aquí sacar otra línea que nos conecte a los gigantes de la plástica contemporánea, como Isamu Noguchi, Alexander Calder, Edward Hopper y Mark Rothko. ¿Y qué tienen que ver estos señores, expuestos en los principales museos de arte moderno del mundo, con nuestro olvidado escritor? ¡Ah, querido lector!, este es uno de los placeres que se tienen de andar investigando cosas que a nadie le importa un comino: el dominio de los detalles. Carlos Mérida, el que viajara a París jovencito para aprender de las nuevas tendencias del mundo del arte y que se dejara caer por los sitios comunes de la comunidad extranjera en París para conocer a nuestro escritor, tuvo una importante y apasionada relación con una reconocida galerista, experta de arte moderno: Katharine Kuh. En el prólogo de sus memorias nos cuenta Avis Berman: “…En 1938, inició un apasionado romance con el pintor Carlos Mérida, cuyos cuadros exponía en su galería. El artista, que estaba casado, residía en México. Se enamoraron en el transcurso de aquella exposición. Para poder verse más a menudo, ella decidió alquilar una casa en San Miguel de Allende y enseñar en la misma escuela que él durante los veranos. Vivían juntos durante los meses de verano, y también cuando él acudía a Chicago. Era una relación seria. Mérida, que la llamaba ‘Kata’, le dedicó un buen número de cuadros, dibujos y acuarelas…”[4].
En el grupo de amigos que iban a visitar a Jaime Sabartés mencioné a Rafael Arévalo Martínez un escritor interesantísimo cuya obra se alimenta tanto de Platón como del teosofismo y de su principal figura Madame Blavatsky, la autora entre otros libros del tan sonado Isis sin velo[5]. Pues bien, don Rafael fue un férreo crítico de Gómez Carrillo, pues éste con tal de sacarle dinero al estado guatemalteco se convirtió en un verdadero «soba levas», primero de Manuel Lisandro Barillas, presidente que le otorga una beca para que se vaya a Madrid a cosmopolitizarse y de paso hacer buena propaganda de su protector y luego continuó con la ardua tarea de cantar loas al infame Manuel Estrada Cabrera, irresponsabilidad que le habría de acarrear merecidas críticas por todas partes. Particularmente de Arévalo Martínez, quien le dedica solapadamente el cuento Ave de rapiña, que trata de un escritor que en su afán de avanzar socialmente elogia al tirano de turno de su país. Bueno, tal vez «solapadamente» no sea el término justo que más bien sería: descaradamente.
También lo criticaría en Ecce Pericles[6] la monumental biografía de la oscura dictadura de Estrada Cabrera y del movimiento unionista que le derrocó. Incluso cita un discurso zalamero que Gómez Carrillo pronunció en la Sorbona de París en relación a las fiestas minervalias: «…abrió de par en par las puertas del palacio de la diosa en cuyos azules ojos el maestro Renán aprendió la suprema sabiduría…». Como ven, Carrillo era un verdadero «mamón». Y disculpe usted la palabra pero en verdad no encuentro otra que lo describa mejor. No hay otra, de verdad.
Para terminar con las críticas de Arévalo Martínez en contra del cronista cito éste episodio contenido en su arriba citada obra:
«Enrique Gómez Carrillo ha aprovechado esta ocasión para ensalzar a su benefactor. Representa a Guatemala en Hamburgo; pero se da largas escapadas a París. Desde allí envía recortes de periódicos al «Benemérito» en los que cuentan cómo se ha batido en defensa del buen nombre y de la gloria del presidente centroamericano, a quien algunos emigrantes calumniaban. Los duelos son de mentirijillas y al beberse con sus amigos, los dineros guatemaltecos el propio Gómez Carrillo se ríe de aquéllos. Don Manuel llega a saber la artimaña y escribe a Enrique:
-¿En donde se publican esos periódicos de los que usted me envía recortes? Son desconocidos para la generalidad; ninguno de ellos representa dignamente a la prensa gala; y además, entiéndalo bien, yo lo he mandado a representar a Guatemala en Hamburgo y no a batirse por mí en París».
¡Ay! Pero nuestro admirado Arévalo Martínez ignoró la máxima esa de que en «boca cerrada no entra mosca» y critica el poco valor de Carrillo cuando él años más tarde también habría de carecer de él y cometería el mismísimo pecado que tanto le achacó a nuestro cronista. Fíjese usted, mejor quedarse calladito y no hablar babosadas, porque figúrese que en el exhaustivo libro que le dedica Francisco Nájera, «El pacto autobiográfico en la obra de Rafael Arévalo Martínez«, interesantísimo por cierto, he encontrado el siguiente extracto de las culebreadas de don Rafael:
«Una de las pocas fechas en que un pueblo ha podido celebrar dignamente el cumpleaños de su Mandatario es ésta del diez de noviembre en Guatemala. La actuación del Presidente Ubico es ostensible. Con fuerte vocación de estadista vivió y vive para Guatemala, a la que ama. Sólo así se explica su fructuosa labor en todo orden de cosas».
¡Puaj! No le digo, mejor callarse y hacerse el loco de los errores ajenos, no vaya a ser que se nos ensarte una viga en el ojo. Pobre Arévalo Martínez, sus palabras y sus actos fueron tan contradictorios que nos recuerdan al tristemente célebre, por su demagogia, Alfonso Portillo en cuyo período presidencial se cerró el consulado guatemalteco en Hamburgo, en el que fungió Carrillo a distancia desde París y que resultaba ser uno de los consulados más antiguos del mundo sino es que el más antiguo. Ya ve usted como siempre regresamos a él aunque le demos largas a la madeja.
Pues bien, para dejar ya tranquilo a don Rafael, sólo le cuento que tuvo un conocido común con Carrillo, imagino que en realidad fueron centenares, claro, pero éste nos interesa mucho. Es el enigmático personaje apellidado Sierra Valle[7], a quien Arévalo Martínez cita en unos ensayos y a quien conoció Gómez Carrillo en la capital francesa, pues Sierra Valle lo fue a buscar al nomás bajarse del tren que lo llevó a la «Ciudad Luz». Pues bien, rara la historia de este personaje que entra y sale de la historia literaria casi de puntillas, a pesar que, según Arévalo M. y Gómez Carrillo, por única vez de acuerdo, aparte de las culebreadas, opinan que fue un genio literario, fugaz, pero geniecillo al fin.
La historia de Sierra Valle es escueta. Edelberto Torres[8] nos cuenta en la biografía que escribió de Gómez Carrillo que Sierra Valle era un vividor como su admirado cronista y que en una supuestamente hábil jugada se casa con una mujer rica y mayor que él, con la firme intención de ser un mantenido. Pero como el ser humano es imprevisible y su vocación es desbaratar los planes del prójimo, resulta que la esposa en un arranque de celos envenena a Sierra Valle y le trunca, así, de golpe su maravilloso plan de bohemia Acomodada. Mala mujer.
Y ahora que estamos hablando de mujeres les cuento que Carrillo se casó con una artista española, famosísima en su época, cantante brillante y según consta en una fotografía de ella que tengo ante mis ojos en este momento era hermosa. Su nombre verdadero era Francisca Marqués López, lo cual justifica que no haya dudado en tomar un nombre artístico tan hermoso y sonoro como Raquel Meller. Es que figúrese usted, se ahorró el desagradable apodo de «Pancha» o bien, ya en confianzas de «la Pancha».
Pues esta mujer talentosa provenía de los orígenes más humildes y se convirtió en una estrella afamada, que grabó numerosísimos discos, actuó en películas y en centenares de teatros alrededor del mundo. Pues don Enrique se casó con ella, que se hizo famosa por el cuplé «La violetera», ese que dice algo así: «cómpreme usté este ramito, que no vale más que un reaaal…». Y hace muchisísimos años también hicieron la película de «La violetera» interpretada por Sara Montiel. De ese largometraje únicamente recuerdo una escena conmovedora, un bebé que inocentemente juega agua en la cubierta de un trasatlántico que de pronto se ha vuelto un pandemónium. No era para más, imagínese usted, si está naufragando de noche y en aguas heladas.
Pero bueno, regresemos al punto. Raquel Meller la super-estrella fue portada el 26 de abril de 1926 de la revista TIME, quien reserva este honor únicamente a los personajes sobresalientes del mundo, como Sadam Hussein, Muhamad Kadaffi, Fidel Castro, Henry Kissinger, Slovodan Milósevic y demás joyitas… ¿pondrán alguna vez a gente honorable?… y el artículo de portada, que es un homenaje a su preciosa voz y describe con todo detalle una de sus presentaciones, nos regala una joya de desinformación que ni la misma CIA podría igualar:
“… Meller has been married. Gómez Carrillo, her husband, was a powerfull South American journalist. Jealous of her success, he had her arrested and almost succeeded in having her detained in an asylum for alleged insanity. The Pope annulled their marriage…”
Esto se parece más a la trama de una mala novela rosa que lo que en realidad sucedió, pues la mayoría de biógrafos de la Meller están de acuerdo en que la causa de la ruptura matrimonial (se casaron en la soleada Biarritz el 17 de septiembre de 1919 y se divorciaron en febrero de 1922) fue la “volubilidad del carácter y los desplantes de Raquel”, pues el matrimonio coincidió con el éxito de la cantante, que días antes había debutado en el teatro Olimpia de París y al parecer a la guapa artista se le subieron los humos, tanto que en una ocasión el mismo rey Alfonso XIII le dijo “¡Ay Raquel! Cuando en verdad que cuando se te sube eres insoportable”. ¡Y lo dice un rey! Y la cosa no habrá ido muy bien ya que Raquel no fue al entierro de su ex-marido ocurrido en el Pére-Lachaise un año después de ser portada de revista. Aunque en justicia, la Meyer se arrepintió tanto, tanto, que mandó a incrustar en la tumba de Carrillo una discreta plaquita que reza simplemente “Nunca te olvidaré” y se preocupó porque hasta el día de su propia muerte no faltaran flores frescas sobre la última morada de nuestro cronista.
Bueno, pues la revista TIME es de los Estados Unidos, y de ese país era también originario el general Eisenhower, quien también fue portada de dicha publicación, general que comandó a los ejércitos aliados que habrían de invadir Francia en el lejano 1944, desembarcando en las costas de Normandía para el famosísimo «Día-D», que si no recuerda por sus clases de historia, seguro recordará por la carnicería con que inicia la película Salvando al soldado Ryan, de Steven Spielberg.
Pues resulta que como siempre, la historia conspira para girar alrededor de Gómez Carrillo. Imagínese usted, él ya llevaba muerto 18 años, pero su espectro seguía omnipresente en el mundo. Le cuento para que no se ría. Uno de los primeros amigos europeos de nuestro sujeto fue el poeta francés Paul Verlaine, gran protagonista de la bohemia parisina, amante del ajenjo y de los hombres apuestos como Arthur Rimbaud, (al que le pegaría un tiro en el pecho durante un incontrolable arranque de celos). Pues qué le parece que Carrillo se vuelve miembro de su séquito trasnochador, ése que de café en café recorre la ciudad hasta el amanecer. Y si le hemos de creer a Carrillo, en su segundo tomo autobiográfico En plena bohemia[9], Verlaine actúa hasta de mediador de los lances amorosos del guatemalteco, pues apadrina su relación con una francesita que perdidamente enamorada del chapín lo iba a seguir con todo y miserias a Madrid, pero que la historia la va difuminando cual neblina hasta hacerla desaparecer.
Pero al final de cuentas ganó Alice, (que así se llamaba la jovencita) pues quedó inmortalizada en las memorias de nuestro cronista en ese hermoso momento de juventud en que se hace todo por amor, se renuncia a todo, incluso al cautivante París…
Pero regreso otra vez a lo que nos ocupa. En este embrollo en que repentinamente nos hemos juntado con Verlaine, Eisenhower y Gómez Carrillo. Pues resulta que Eisenhower que sesudamente planeaba la complejísima invasión a Normandía dispuso que el mensaje cifrado que iba a soltar los demonios en Europa para aniquilar al demoníaco Hitler, fuera precisamente un poema de Paul Verlaine, el hermoso poema «Canción de otoño».
Así el 1 de junio de 1944 a las 9 de la noche el sargento Walter Reichling del servicio de radio de la BBC envió al viento una voz que recitaba: «Les sanglots longs des violons de l’automme» (Los largos sollozos de los violines de otoño).
La segunda parte del mensaje sería el segundo verso del poema, cuya retransmisión significaría, (según había logrado averigüar el servicio secreto alemán), el inicio de la invasión: «veinticuatro horas a partir de las 0 horas del día siguiente a la retransmisión», según cuenta el periodista estadounidense Cornelius Ryan en su exhaustiva investigación sobre el desembarco que tituló El día más largo del siglo[10] (libro del cual se hizo una película imperdible con los mejores actores del momento como John Wayne, Richard Burton, Paul Anka y un jovencísimo Sean Connery).[11]
El segundo verso flotó en el éter: «Blessent mon coeur d’une langueur monotone» (Hieren mi corazón con una monótona languidez). Ya ven ustedes, hasta los generales gringos de cinco estrellas tienen su corazoncito y hasta buen gusto para escoger poemas. ¿Con qué poema de Whitman o de Neruda habrá marchado la «coalición» a invadir Irak?
¡Ah! pero la cosa no se queda allí, no señor. Pues es Eisenhower quien autoriza la operación «triunfo» en que la CIA habría de ayudar logística y financieramente a las tropas de Castillo Armas para que invadieran Guatemala y derrocaran a Jacobo Arbenz. Imagínese por donde nos juntamos otra vez, con vuelos rasantes de los «sulfatos» y disparos de fusiles viejos que pusieron en desbandada al rimbombante «Ejército de Guatemala», casi sin dar batalla. Así que allí tenemos: Arbenz sale al exilio a la media noche del 9 de septiembre de 1954, luego de buscar durante dos meses un salvoconducto que le permita salir del país y es innecesariamente humillado en el aeropuerto La Aurora, en donde le hacen quedar en calzoncillos y camiseta para fotografiarlo. Castillo Armas se sienta en el sillón presidencial todavía tibiecito y vea usted, tengo ante mí otra fotografía: Nixon y Castillo Armas están comiéndose un delicioso tamalito en la Casa Presidencial[12]… y Richard Nixon, el mentiroso de Watergate, era en esa época vice-presidente de Eisenhower. ¿Cómo la ve? ¿no está siempre presente Carrillo, aunque sea de lejitos?
Bueno, bueno, pero dejemos la guerra, la pólvora y el estruendo de los cañonazos y ahora vamos a la diplomacia, ese arte del sutil enredo y verdades a medias que tanto han amado los intelectuales. Pero que al final una conduce a la otra ¿o no?
Pues ya hemos visto cómo por medio de chaquetazos Carrillo se aseguraba la permanencia en París ordeñando la inagotable vaca del presupuesto nacional. ¿Pero que haría Carrillo si la vaca guatemalteca se secare? No irá a creer usted que el sagaz de Enrique no tenía ya su as bajo la manga, un plan B, ¡ah no, si poco previsor no era nuestro amigo! El as bajo la manga se llama Argentina.
Sí, no se sorprenda, ¿no le dije ya arriba que Gómez Carrillo fue uno de los escritores latinoamericanos más leídos de su época? Desde «El diario de la Marina» de La Habana, a «El Imparcial» de Guatemala hasta «La Nación» de Buenos Aires se publicaban fielmente sus crónicas, y de esos trabajos literarios salió su libro «El encanto de Buenos Aires» y así se metió en la bolsa a la Argentina entera nuestro insigne compatriota. ¡Si tonto no era!
Pues le cuento. La República Argentina, que no ha de estar llena de cangrejos, como nuestro suelo patrio, valorando en su justa medida la genialidad del escritor decide hacerlo cónsul de ese país en la capital francesa, con un muy buen sueldo además, así que le otorga la nacionalidad argentina para facilitarse los trámites y le da el trabajo… ¿y quién no lo hubiera aceptado, si su propio país, que debiéndose sentir honrado por tan brillante representante le pichicateaba el puesto? Algún burócrata en busca de hueso que roer le habrá comido el mandado a Carrillo, lo que nos enseña no poner nuestras esperanzas en un puesto público más de lo que puede durar un suspiro.
Pues así está la cosa, Gómez Carrillo es el cónsul del país sudamericano en París y ese lazo afectivo y de gratitud que lo une con el país austral también lo compartió otro guatemalteco de calidad intelectual inmensa: Juan José Arévalo, quien ejercía magisterio en ése país por estar autoexilado de la tierna Guatemala. Tierra que se come a sus hijos, como la revolución, pues. Así que Arévalo en Argentina también se dedica a pensar y a escribir, postula las mejorías que se han de hacer en los sistemas educativos y escribe un libro sobre el Estado propuesto por Platón. Con esto último, con admirar a Platón coincide con el arrastrado de Arévalo Martínez, que ya leímos arriba que era neo-platónico. Pues el resto de la historia de Arévalo ya lo saben, y si no, busquen un libro de historia y averígüenlo, que no los quiero aburrir más de lo que dure la prueba de mi hipótesis que continúa con su venia.
En Argentina hay un nudo de guatemaltecos ya ve, allí publicó la editorial Losada Hombres de Maíz de Miguel Ángel Asturias, quien también le tuvo mucho cariño a ese país tan generoso. ¿Y «El Señor Presidente»?, mire, no me jorobe, pero por cortesía le contesto, ese libro lo publicó en México en 1946, un sábado 23 de noviembre… ¿algo más? Bueno aquí le va, ahórrese la aburrida lectura del «Hombres de Maíz» y mejor cómprese sus «Leyendas de Guatemala», elogiadas por Paul Válery en su carta-prólogo y la maravillosa novela «Viernes de dolores», que estos dos sí que valen la pena y no lo desesperarán a base de redundancias rebuscadas.
Bueno, ya que contesté a su pregunta, sigo con este escrito que ya se está volviendo aburrido, y eso me provoca que les conteste mal, así que sírvanse perdonarme y sigamos con la historia.
Fíjese que en Argentina trabajaba un francesito de nombre Antoine de Saint-Exúpery como piloto y jefe de la Aeroposta Argentina, o sea del correo aéreo recién fundado. ¿Y qué me importa a mí el franchute éste?, se preguntará usted con toda justicia. Pues ya verá. Saint-Exúpery, trabajando en la aeroposta conoce en el año de 1930 a María Consuelo Suncín viuda de Gómez Carrillo, que ha viajado a Buenos Aires para arreglar algunos asuntillos de herencia, pues su difunto marido Enrique la ha dejado llorando en Niza pero convertida en su heredera universal, que no es poca cosa si se pone a pensar que Carrillo al fin de cuentas había logrado amasar una considerable fortuna. O sea que nadie sabe para quién trabaja, tanto escribir y viajar y trasnochar para que un piloto aviador se goce el dinero de uno.
Porque Saint-Exúpery se enamora de ésta Suncín, una salvadoreña que algo debería de tener pues los hombres caen rendidos a sus pies, mansitos, mansitos. Y qué le parece que se casan en 1931 y se van a vivir a París. Pero para el año de 1935, nos cuenta Jorge Carro, ¡otro argentino! ¿ya ve?, en su lastimosamente breve libro La Antigua Guatemala es el asteroide B-612 donde nació El Principito[13], el matrimonio ya cojeaba, sobre todo porque la Suncín comparaba insistentemente a Saint-Exúpery con su difunto marido y eso sí que no hay quien lo aguante. Así que deciden separarse y Consuelo le informa a su piloto que se marcha a América. Antoine se va también, le dice, y también a América. Ella, se va El Salvador y él a Nueva York. En esa «ciudad que nunca duerme», planea un vuelo de 14,000 kilómetros, que terminaría en Punta Arenas. Pero, nos cuenta Jorge Carro:
«Una de sus escalas para abastecerse de gasolina, fue precisamente Guatemala, pero debido a un error de cálculo- el galón guatemalteco de gasolina, contenía en aquellos años, más cantidad que el estadounidense- el avión, demasiado cargado, no se sabe si despegó mal o no pudo despegar y se estrelló al final de la pista».
Ya ve usted, desde esos dorados años se accidentaban ya los aviones en La Aurora, no es cosa nueva. También Chinto Rodríguez Díaz se cayó sobre la ciudad «dejándonos tristes para siempre», como diría Hugo Arce. Pues todo descalabrado sacan a Saint-Exúpery del avión y se lo llevan… ¡terror! al Hospital San Juan de Dios, pero cálmese usted, al parecer en ese tiempo no acostumbraban aún dejar morir a la gente en las bancas de la emergencia del hospital. Así que para suerte el francés se estrelló en 1938 y no en el 2004.
Bueno, la cosa es que en el hospital lo atiende el doctor José Méndez Valle quien es el señor padre de la famosa poetisa guatemalteca Luz Méndez de la Vega, así que ya ve usted, al final todo es literatura. Luego del San Juan lo mandan al Hospital Militar para que se recupere y es allí en donde lo encuentra postrado su esposa Consuelo quien se bajó del barco en que andaba para irlo a curar.
Ya recuperado del susto y de las fracturas se van a pasear a la Antigua Guatemala y allí sucede el flechazo que propone Jorge Carro: que Saint-Exúpery se enamora de tal forma de la ciudad que cuando años después escribe su inmortal libro El Principito, hace nacer a su personaje en un asteroide en donde sólo hay tres volcanes y una rosa. Para Carro la cosa es obvia no puede ser más que la Antigua, tres volcanes; Agua, Acatenango y Fuego y la Antigua es «la ciudad de las rosas». ¿Cómo la ve desdiay?
Sin embargo, para otros las cosas no son tan claras. Argumentan ellos que la rosa es la Suncín (¡que cursi por Dios!) y los tres volcanes son en realidad una abstracción de El Salvador, conocido en esa época como «el faro de América», pues siempre tenía algún volcán en erupción. El Izalco por ejemplo. Pero yo, como buen chapín que soy le agradezco al cascarrabias de Jorge Carro su teoría y me quedo con su explicación. Tanto si está en lo correcto como si no.
Antes de olvidarnos de la Suncín es justo que les cuente que luego de la muerte de Carrillo, ella fue amante de Gabrielle D’Annunzio, el facista, el admirador de Mussolini, que no sólo se acostó con la viuda de su ídolo sino que además la introdujo en el sado-masoquismo según cuentan las malas lenguas…
Pero yo no dejo cabos sueltos así que le cuento que Jorge Carro también es admirador de Enrique Gómez Carrillo y hace no mucho tiempo publicó una serie de cartas hermosísimas que el cronista le escribió al doctor Federico Murga, también guatemalteco y amigo suyo y que tenía su consultorio en París, en la aristocrática Place Vendome[14]. ¿Le conté ya que Carro es argentino verdad? Sí, tan argentino como Borges, quien en el poema «Fundación Mítica de Buenos Aires» de su Cuaderno San Martín dice:
Una manzana entera pero en mitá del campo
Expuesta a las auroras y lluvias sudestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio;
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga[15].
¿Lo ve usted? La sombra de Carrillo está por todas partes si lo sabemos ver. ¿Casualidad dice usted? La casualidad sólo existe para los descreídos, descreidotes, bola de cerotes (barroquismo puesto de moda por Miguel Angel Asturias y que inspiraría luego a los estudiantes de la USAC en la elaboración de sus boletines huelgueros). Otra vez el mal humor, disculpe usted.
Pero regresemos a Carro. En esas cartas que le digo, publicadas en la revista «Cultura de Guatemala», de la Universidad Rafael Landívar, se nos muestra Enrique más humano, ilusionado por la compra de un carro o bien por las remodelaciones que le está haciendo a su «casita» que tiene en Niza. Esta casa la encontró después de mucho buscar el también guatemalteco y también escritor y también residente en París, Pepe Mejía, quien nos cuenta que no hay tal «casita», que se trataba en realidad de una mansión con diecisiete habitaciones. La encontró encajonada entre dos grandes construcciones y quizás condenada a muerte.
A juzgar por su crónica «Mi casita de Niza» que publicó en su libro En el reino de la frivolidad[16] su inmueble le era muy querido, y son a mi juicio, las mejores páginas suyas, las más logradas, las más llenas de sentimiento e ilusión. Desde allí, nos cuenta, se ve la forma perfecta de herradura de la bahía.
Y fue allí, un infame día de 1927, en donde recibió nuestro escritor una llamada urgente de París solicitando su presencia en la capital. Carrillo toma su automóvil y sin compañía maneja los más de 1,000 kilómetros que lo separan de la ciudad, a donde llegará agotado. Al cabo de pocos días cae enfermo y muere la fría madrugada del 29 de noviembre de 1927, pronunciando la frase que le atribuye Arqueles Vega: «Laissez moi tranquil…» (dejadme tranquilo)[17]. Contaba con 53 años vividos a plenitud y sin miserias.
Sería enterrado en el cementerio Pére Lachaise en la misma manzana que su amigo Jean Moreas y Oscar Wilde, a quien conoció en París mientras éste escribía su obra «Salomé» y con quien compartió amistad y quien escribió La importancia de llamarse Ernesto, de quien tomamos el título de este recorrido por las redes de la historia.
Y si no está convencido de mi teoría, si aún no cree que nuestro cronista sea el centro mismo de la historia será su problema, porque fíjese que a mí el asunto hasta miedo me está dando ya. Le cuento lo último: Gómez Carrillo se llevaba a sus viajes una imprescindible guía turística conocida entonces como «la Baedeker», lo que hoy sería «la Planeta Solitario». Pues bien, en una de esas Baedeker el personaje de una novela del inglés J. K. Huysmans, lee la información que cree necesitar para conocer Londres en un viaje que está planeando, y esto lo narra Alain de Botton un filósofo británico que escribió El arte de viajar[18], libro que justamente antes de sentarme a escribir esto estaba leyendo yo. ¿No ve lo que le digo? Enrique Gómez Carrillo está en todas partes.
Enrique Gómez Carrillo en los ojos de Toño Salazar.
En la pequeña pero bien surtida librería del MARTE (Museo de Arte Moderno de El Salvador), me topé con dos valiosos libros. El primero, un catálogo dedicado a la obra del caricaturista salvadoreño Toño Salazar, con una pequeña reseña bibliográfica y anécdotas de quienes le conocieron y el segundo, titulado “Caricaturas Verbales”, una larga entrevista de Luis Gallegos Valdés a Toño Salazar, en donde en pequeños párrafos, cual instantáneas, el artista desgrana anécdotas sobre las distintas personas que conoció a lo largo de su vida, destacando, entre otros José Vasconcelos, Porfirio Barba Jacob, Alfonso Reyes, Rufino Tamayo, Diego Rivera, Miguel Asturias y Enrique Gómez Carrillo, quien fue su padrino en la Ciudad Luz y quien lo bautizó como el “príncipe de los caricaturistas”. Como anexo a este último volumen hay 100 caricaturas de los personajes descritos en el libro y muestras de su caricatura política. Destacan para mí, claro está, dos caricaturas muy interesantes de Gómez Carrillo. La tercera, que ilustra esta página y que reproduzco sin autorización, irresponsablemente, flota en el éter artificial de bytes y megabytes de internet sin mayor explicación que la nota de su autor. Ambos libros fueron de mucha utilidad para la elaboración de estos ensayos, pues aportan datos de la vida artística latinoamericana en el París de principios de siglo.
[1] Fernando Vallejo. Almas en pena, chapolas negras. Suma de Letras. Bogotá, Colombia: 2002.
[2] Walda Valenti. Carlos Valenti. Aproximación a una biografía. Serviprensa Centroamericana, Guatemala: 1983. En esta obra se encuentran los detalles del círculo artístico del cual Valenti formaba parte y de la importancia que para ellos tuvo Jaime Sabartés.
[3] Una interesante descripción de la compleja relación de Jaime Sabartés con Pablo Picasso ofrece la obra de François Gilot y Carlton Lake. Vida con Picasso. Ediciones B, S. A. Barcelona, España: 1996.
[4] Katharine Kuh. Mi historia de amor con el arte moderno. Fondo de Cultura Económica, México: 2010. En el mismo prólogo encontramos dos párrafos más abajo la siguiente noticia: “… Katharine ingresó en el Instituto de Arte en 1943, contratada por Daniel Catton Rich, que lo dirigió entre 1938 y 1958. Para entonces, su relación con Mérida había pasado prácticamente a mejor vida…” Sobre Mérida escribe Kuh en sus memorias: “… A pesar de su sordera, Mérida reaccionó entusiastamente al jazz, con todo su ritmo y complejidad. Admiraba sobre todo a Duke Ellington. Recuerdo que, estando él en Chicago, lo convencieron para que acudiera a un famoso especialista, el cual le dijo que la cirugía de perforación podría mejorar sensiblemente su audición y su capacidad para apreciar la música. Tras meditarlo detenidamente, decidió no someterse a la operación: la sordera protegía su intimidad y le permitía vivir en un mundo onírico e idealizado. Veía su anomalía como algo positivo, que aceptaba de buen grado…” (Op. Cit. Pág. 36.) Más adelante cuenta la siguiente anécdota: “Carlos fue también mi cicerone de la vida cotidiana de México. Una mañana en que estábamos sentados en la plaza de la ciudad [San Miguel de Allende], pasó lentamente por delante de nosotros un carromato tirado por un caballo. Transportaba el cadáver de un niño indio que había sido sorprendido al parecer robando un pollo. Carlos me explicó: ‘En tu país, la muere es accidental. En el mío, es incidental’. De esto hace más de sesenta años…” (Pág. 40)
[5] Para un análisis exhaustivo de la obra de Arévalo Martínez ver: Francisco Nájera. El pacto autobiográfico en la obra de Rafael Arévalo Martínez. Editorial Cultura. Guatemala: 2003.
[6] Los fragmentos han sido tomados de la edición de Editorial Universitaria Centroamericana. Centroamérica: 1983.
[7] Cuenta Epaminondas Quintana: “…Allá en París nos reunimos una cohorte de guatemalenses de pro: Federico Mora, Rafael Pérez de León, Juan Olivero, César Brañas, Clemente Marroquín, Carlos Samayoa Aguilar, Alfredo Balsells Rivera, Rafael Leal, Carlos Mérida, los Cardoza (el Lic. Don Goyo y sus dos hijos Luis y Rafael), aunque el primero era un poco alejado, un poco desdeñoso; don José Matos, el gran Ministro de Guatemala en Francia; José María Palacios (Dr. también), Julio Fuentes Novela, Paco Azurdia, José Arzú, Carlos Zachrisson, Eugenio Silva Peña, Daniel Armas, Juan Elías Morales, sin contar con los cuasirresidentes: como Alfredo Sierra Valle (hijo de don Isaac Sierra, primer químico de Guatemala), José Piñol y Batres, el Dr. Crescencio Orozco y el Dr. Rafael Pacheco Luna…” (La Generación de 1920. Tipografía Nacional, Guatemala: 1971. Pág. 287).El énfasis es propio: vaya si la vida sabe ser irónica… el hijo de un afamado químico, muere envenenado…
[8] Edelberto Torres. Enrique Gómez Carrillo. El Cronista Errante. Editorial Nueva Editora Ibero-Mexicana. México: 1956.
[9] Enrique Gómez Carrillo. Treinta años de mi vida. Editorial José de Pineda Ibarra. Guatemala: 1974.
[10] Cornelius Ryan. El día más largo del siglo. Editorial Grijalbo Barcelona. España: 1961.
[11] La versión cinematográfica, del estudio de la Tweintieth Fox, fue estrenada el 4 de octubre de 1962.
[12] La fotografía puede verse en la página 121 del libro de Héctor Gaitán, Los Presidentes de Guatemala, Ediciones Artemis-Edinter, Guatemala: 1992.
[13] El libro fue publicado por Editorial Palo de Hormigo dentro de la Serie Xequijel, correspondiéndole el número 22. Guatemala: 2004.
[14] Una serie interesante de cartas escritas por Gómez Carrillo al Dr. Murga fueron publicadas en el número especial dedicado a este escritor de la revista Cultura de Guatemala de la Universidad Rafael Landívar. Segunda Época, año XXIV, volumen 1, enero-abril 2003.
[15] Jorge Luis Borges. Obra Poética. Tomo 1. Alianza Editorial, Barcelona, España: 2005.
[16] La crónica fue recogida en la antología titulada Páginas Escogidas, segundo tomo, editada por el Ministerio de Educación Pública, Guatemala: 1954.Dirigida por Edelberto Torres.
[17] La frase la rescata Eloy Amado Herrera en su Enrique Gómez Carrillo. Biografía Mínima, publicada por la editorial José de Pineda Ibarra, Guatemala, 1973. Amado Herrera hace la aclaración que la misma pertenece a Arqueles Vela, (escritor radicado en México perteneciente al grupo de los estridentistas y hermano del brillante intelectual David Vela), en la crónica Los últimos momentos de Gómez Carrillo.
[18] Alain de Botton. El arte de viajar. Cómo ser más feliz viajando. Suma de Letras, Madrid: 2002.