Sin duda «Wilt» es la mejor de las obras del escritor inglés Tom Sharpe (1928/—-). La novela fue escrita en 1976 y está llena de situaciones cómicas cercanas a la farsa, personajes inverosímiles, giros argumentales inesperados y bromas de tipo sexual. La novela ridiculiza el estereotipo de la educada sociedad británica, y plantea la idea de que por debajo de su fachada de represión late un mar tumultuoso de engaño y anarquía sexual.
En esta novela, Tom Sharpe presenta una divertida y disparatada comedia de enredo, llena de escenas surrealistas, con toques de buen humor ácido y realista. Desde el mismo inicio de la lectura y hasta su final se ve uno obligado a sonreír prácticamente de continuo, además de provocar alguna que otra carcajada en momentos puntuales, por lo que hay que tener cuidado dónde se lee para evitar ese “ridículo” que tanto cuesta superar. Hoy en día todavía llama la atención ver reírse a la gente con un libro.
Es una novela de fácil lectura, en la que a través de un humor depurado e inteligente somete, tanto a la sociedad inglesa (y no inglesa) como a sus estereotipos, a la crítica del lector. Nos llevará por situaciones que se pueden entender más o menos normales, y que según va avanzando la lectura se irán complicando hasta momentos inimaginables, haciéndonos partícipes de la particular aventura que vive el matrimonio Wilt.
El protagonista, Henry Wilt, lleva una vida gris y anodina. Encadenado durante años a un empleo decadente, consume su existencia como profesor auxiliar en un Instituto Politécnico viendo como es postergado su ascenso una vez más. Las cosas en el hogar no marchan mucho mejor, su esposa, Eva, se entrega a infinitos e imprevisibles arrebatos de entusiasmo por la meditación trascendental, el yoga o la última novedad que se cruce en su camino. Wilt, mientras pasea a su perro diariamente, planea el asesinato de su esposa entregándose para ello a las fantasías más extravagantes. Mientras, en la vida de Eva aparecerá Sally con sus ideas liberales, circunstancia esta que pondrá en marcha una bomba de relojería que iniciará la cadena de enredos. Tras una fiesta pseudointelectual a la que fue invitado el matrimonio, Wilt, bajo la inspiración de la ginebra, decide probar la viabilidad de su fantasía con la colaboración de una espectacular muñeca hinchable. La aparente desaparición de Eva, y una serie de equívocos en cascada, provocarán que Wilt se vea envuelto en una farsa policiaca que le enfrenta al comisario Flint, convencido de que efectivamente ha asesinado a su esposa, arrojándola entre los cimientos de la ampliación de su escuela.
Una novela, sin duda, muy divertida…
» Siempre que Wilt sacaba al perro a pasear o, para ser más precisos, cuando el perro le sacaba a él o, para ser exactos, cuando la señora Wilt les decía a ambos que se fuesen de casa para que ella pudiese hacer sus ejercicios de yoga, Henri siempre seguía la misma ruta. De hecho, el perro seguía la ruta y Wilt seguía al perro. Bajaban hasta la oficina de correos, cruzaban el campo de juegos, luego el puente del ferrocarril y seguían por el sendero que bordeaba el río. Continuaban, siguiendo el río, poco más de kilómetro y medio y luego cruzaban otra vez por debajo de la vía férrea y volvían recorriendo calles cuyas casas eran mayores que la de Wilt y donde había árboles grandes y jardines y los coches eran todos Rovers y Mercedes. Era allí donde Clem, un labrador de raza, se sentía evidentemente más a gusto, y hacía sus cosas mientras Wilt esperaba mirando alrededor un poco inquieto, consciente de que aquél no era su tipo de barrio y deseando que lo fuese. Era prácticamente el único momento de su paseo en el que él tenía cierta conciencia de su entorno. Durante el resto del trayecto el paseo de Wilt era un paseo interior y seguía un itinerario completamente distinto de su propia apariencia y de la de su ruta. Era en realidad una jornada de pensamiento ávido, un peregrinaje por sendas de posibilidad remota que implicaban la desaparición irrevocable de la señora Wilt, la adquisición súbita de riqueza, de poder, lo que haría él si le nombrasen ministro de educación, o, aún mejor, primer ministro. Era algo urdido en parte con una serie de recursos desesperados y en parte con un diálogo mudo, de tal modo que quien reparase en Wilt (y la mayoría de la gente no lo hacía) podría haber visto que sus labios se movían de vez en cuando y que se le fruncía la boca en lo que él suponía cariñosamente una sonrisa sardónica cuando abordaba cuestiones o respondía a argumentaciones con una agudeza de ingenio devastadora. Fue precisamente durante uno de esos paseos, bajo la lluvia, tras un día especialmente penoso en la escuela, cuando Wilt consideró por primera vez la idea de que solo podrían cristalizar sus esperanzas y podría considerar su vida algo propio si su mujer era víctima de algún desastre no del todo fortuito. «