El coloso de Marusi de Henry Miller

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Mi primer contacto con Henry Miller fue en las ediciones Bruguera de bolsillo, en las que tanto Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio tenían unas magníficas y perturbadoras portadas a lápiz, en blanco y negro, con una fuerte carga erótica que por supuesto, eran apenas la puerta de entrada para el mundo de alta carga sexual del escritor estadounidense. A estas alturas de la vida, no sé si tendría la energía de releer los trópicos nuevamente o su Crucifixión rosada (Nexus, Plexus y Sexus), navegar por páginas y páginas de sus diatribas y sus inconexos sueños que registraba para goce del lector joven que fui hace 24 años, pero que ya a mi edad se vuelven cansadas, por no decir exasperantes.

Pero de esas lejanais lecturas, compartidas con Algoth y Sazo, mis queridísimos compañeros de aventuras literarias, en que nos intercambiábamos libros y hablábamos de ellos por horas, agotando citas, recomendándonos pasajes o criticando ferozmente trozos que no llenaban nuestras feroces expectativas de lectores voraces como éramos (y continuamos siendo, pese a los años), me queda aún el consuelo de regresar puntualmente a tres obras de Miller que conservan en sus páginas la frescura y la emoción de esos días de universidad en que los agotábamos. La correspondencia entre Miller y Anaïs Nin, Días tranquilos en Clichy y El coloso de Marusi, son libros a los que regreso de vez en cuando y encuentro el mismísimo goce de cuando los compartimos en voz alta en los corredores de las facultades de Derecho y Humanidades.

 

-II-

En El coloso de Marusi, narra su viaje a Grecia apenas unos meses antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, invitado por su colega escritor Lawrence Durrell, quien a la postre, llevaba viviendo en ese país más de una década. Miller había salido ya de los terribles años de angustia en los que en la casi indigencia se había dedicado a la escritura de sus trópicos y gozaba ya del terremoto que su publicación causó, llevándolo a ser prohibido en los Estados Unidos. Por ese entonces tan sólo Obelisk Press, una editorial francesa que publicaba libros de escritores anglosajones fue la única que se atrevió a publicar dicho libro, con las inevitables consecuencias jurídicas de demandas y contrademandas en defensa de la libertad de imprenta y libertad de expresión de las que salieron con muchos rasguños pero completamente reivindicados, y listos para publicar Primavera negra, y a otros autores igualmente polémicos.

El libro es una delicia desde el mismísimo arranque, cuando cuenta que el viaje inició por culpa de una amiga americana, Betty Ryan que tras regresar del país heleno le narró su estadía en Grecia. Ella vivía en el mismo edificio que él para ese entonces: “…Una tarde, ante un vaso de vino blanco, comenzó a charlar sobre sus experiencias de trotamundos (…) Y luego, de repente, se quedó sola, caminando junto a un río, y la luz era intensa y yo la seguía bajo el sol cegador, pero se perdió y me encontré vagando en una tierra extraña, escuchando un idioma que jamás había oído hasta ese momento…”.

Cualquier libro que tenga esas líneas iniciales merece ser agotado hasta la última página. Es un viaje de un hombre decidido a sorprenderse por el paisaje, tanto geográfico como humano. Toda la desesperanza, toda la sordidez que rezuman sus libros anteriores desaparecen en esta, para mí, su mejor obra. Aquí solo cabe el asombro y la felicidad. No hay amargura en ninguna de sus 275 páginas. De su llegada a Corfú, apunta: “…Se aproximaba la noche; las islas emergían en la distancia, flotando siempre sobre el agua, sin descansar en ella. Aparecieron las estrellas con magnífico brillo, y la brisa era suave y fresca. Comencé a sentir en seguida lo que era Grecia, lo que había sido y lo que siempre será incluso si tiene la desgracia de ser invadida por turistas americanos…”. Porque Miller, aunque más relajado, sigue siendo ese crítico despiadado de la cultura estadounidense, de la que reniega a cada paso, pero de la que nunca logrará desembarazarse pues al estallar la guerra habrá de regresar a su país de origen, en donde permanecerá hasta su muerte. De ese shock del regreso nos dejará un rocambulesco lamento, La pesadilla del aire acondicionado, en donde revisa con un ojo crítico admirable, esa “cultura” estadounidense a la que tanto odiaba. “En lo tocante a mí, he de decir que en ella he encontrado cura y paz para mi espíritu, reponiéndome de las conmociones y cicatrices que había recibido en mi propio país”, afirma Miller, reifiriendose a Francia.

Al desembarcar en Corfú, a donde lo llevó Larry Durrell, su lazarillo, lo impresiona el paisaje y sobre todo la luz, ese intenso sol mediterráneo que en su momento hechizó también a Lord Byron.

“¡Cristo, qué feliz era!, y por primera vez en mi vida me sentía feliz con plena conciencia de mi felicidad. Es bueno ser feliz simplemente; es un poco mejor saber que se es feliz; pero comprender la felicidad y saber por qué y cómo, en qué sentido, a causa de qué sucesión de hechos o circunstancias se ha logrado tal estado, y seguir siendo feliz, feliz de serlo y saberlo, eso está más allá de la felicidad, eso es la gloria…”.

El libro, que ocupa los últimos meses de 1939, es un recorrido por la geografía sur de Grecia, toda la península de Corinto y algunas partes interiores, sin alejarse nunca del mar. Entonces el libro resulta en la suma de hermosas imágenes, como cuando cruza la isla de Poros por un canal: “Navegar lentamente a través de las calles de Poros es como gozar de nuevo el paso a través del cuello de la matriz”; y de personajes que logran construir toda una impresión de su viaje, que para mí, se resume en una de las más hermosas frases de la literatura: “En Kalami, los días pasaban como una canción.” ¡Ah! Un libro con una sola frase así, merece ser tratado como un breviario, tenerlo en la mesa de noche y leer un par de párrafos cada noche hasta el día en que las Parcas nos corten el hilo de la vida.

Pero no solo la geografía le causa una honda impresión a nuestro escritor. La Grecia humana también le deja marcas, como la que le dejó el capitán Antoniou, un viejo marino mercante con el que conversara largamente y que a la sazón recorría el Mediterráneo a bordo del Acrópolis, bajo su autoridad. Fue una noche en Atenas, cuando se sienta con él y con otro grande, George Seferiades, el poeta. Sin embargo, resulta interesante que le dejó más impresión el capitán que el poeta: “…La noche siempre me hace sentir envidia de él, envidia de su paz y soledad en el mar. Le envidio las islas en donde recala y sus solitarios paseos por silenciosos pueblos cuyos nombres no significan nada para nosotros…”, y nos confiesa que antes que escritor, lo primero que ambicionó Henry Valentine Miller fue ser piloto de barco. Por fortuna, la literatura se le interpuso en el camino y tras un largo sufrimiento, lo sentó a escribir en la soledad de su forzoso exilio en Nueva York, este libro precioso.

“Durante largas horas permanecía tumbado al sol, sin hacer nada, sin pensar en nada. Mantener la mente vacía es una proeza muy saludable. Estar en silencio todo el día, no ver ningún periódico, no oír ninguna radio, no escuchar ningún chisme, abandonarse absoluta y completamente a la pereza, estar absolutamente indiferente al destino del mundo, es la más hermosa medicina que uno pueda tomar…”.

La anterior es una frase que me remitió y lo sigue haciendo, a ese melancólico viaje que hace John Steinbeck por el Mar de Cortés en, precisamente, la misma época en que Miller vaga por el Mediterráneo, acompañando a una expedición científica que recoge especímenes marinos de todo tipo en las salvajes aguas abrazadas por la Baja California. Saldrá de allí con otro maravilloso libro bajo el brazo, que bien vale la pena incorporar a nuestra biblioteca. “Sería algo maravilloso vivir en un perpetuo estado de partida, sin partir nunca, sin quedarse nunca, pero permaneciendo suspendidos en esa dorada emoción de amor y deseo; ser echados de menos sin habernos ido, ser amados sin cansancio. ¡Qué hermoso y deseable es uno, porque dentro de pocos momentos habrá dejado de existir!”, dice Steimbeck acodado en la cubierta del Western Flyer, que abre la sirena, despidiéndose del puerto.

El viaje es puro goce, de vagabundeos despreocupados de aquí para allá, sin plan de viaje fijo, acompañado siempre del principal personaje de la novela y del paisaje griego: “La luz adquiere en este lugar una cualidad trascendental; no es solamente la luz mediterránea, es algo más, algo insondable, algo sagrado. Aquí la luz penetra directamente en el alma, abre las puertas y ventanas del corazón, desnuda, expone, aísla en una dicha metafísica que aclara todo sin que se sepa…”.

Así que queda escrito: el libro es puro goce, y su lectura recomiendo, debe ser lenta, para agotar cada una de las palabras que van creando las imágenes que quedarán fijas en nuestra mente para siempre. Es un libro al que se regresa, siempre. De esos que se convierten en verdaderos hijos consentidos, y por eso, no quiero seguirles cortando trozos al deleite que leerlo completo les va a dar, pero sí quiero dejar un par de líneas más para darles el contexto de las circunstancias reales del viaje, investigadas por Michael Haag, en otro fantástico al libro al que volveremos en alguna entrega futura de estas reseñas literarias: The Durrell´s of Corfú, otra maravilla para perderse por horas en sus páginas y fotografías. El viaje griego se interrumpe por el estado de guerra en toda Europa, pues de hecho, había iniciado bajo sus funestos auspicios: “Larry had been trying to get Herny Miller to visit Corfu for years. Now, on the eve of war, Henry decided to take a holiday. Hitler had grabbed the rest of Czechoslovakia in March and Mussolini had occupied Albania in April; in july 1939, Henry sailed from Marseilles for Greece.”

Llama la atención que según Haag, Miller llegó acompañado a Grecia. Una chica británica, con el extraño nombre de Meg Hurd, de quien a pesar de sus encuentros sexuales a plena luz del día en las playas griegas, no queda reastro alguno en las páginas de El coloso de Marusi. Ni una mención se hace de ella… se desvanece en la luz. Quien no se desvanece en el paisaje sino se integra felizmente a él es Miller: “Theodor also noted that Henry was a remarkable success with the locals. ‘Without knowing a word of Greek, he seemed to be able to understand them and make them understand him. Also he was very fond of clowning and had very humorous and mobile features with wich he could send his audience into roars of laughter’”. No nos sorprende entonces, el tono juguetón y luminoso de su libro, puesto que la felicidad fue la emoción imperante en sus vagabundeos helénicos.

De pronto, la guerra irrumpe en Grecia con toda su ferocidad, cuando las fuerzas italianas son incapaces de superar al Ejército británico; que es barrido por los alemanes tras espectaculares operaciones, como la aerotransportada invasión de Creta. De pronto cunde el pandemónium, y Haag narra con buen ritmo la huída de los Durrell hacia Atenas, mientras Miller decide despreocupadamente, permanecer en Corfú. Sin embargo, la crítica situación que enfrenta el Ejército inglés obliga a una reconcentración en Atenas, y el Pireo se llena de gente queriendo abandonar de pronto el paraíso luminoso. Miller regresa a Atenas y recibe órdenes de su gobierno de abandonar Grecia, en donde su seguridad no puede ser garantizada mucho más. Así, “On 28 december 1939, Henry Miller sailed from Piraeusm the port of Athens, for New York, where he inmmediately began writing The Colossus of Marousi…”. Ese fantástico libro, a casi un siglo de haberse escrito y en el que Miller, que nunca más volvería a Grecia, dejó, como si fuera un epitafio, escondido dentro de sus reflexiones, donde parece sonreír al lector: “De mi última visita a Oriente no volvería nunca, pero no moriría, sino que me desvanecería en la luz…”.

 


Tierra de hombres. Antoine de Saint-Exupéry

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Uno de los héroes de mi infancia fue sin duda Antoine de Saint Exupéry, de quien leí sin entender mucho, (debo decir), su cuento infantil El principito, pero de quien me quedó una impresión general de prosa bien pulida, de frases cortas, bien construidas. Me pareció que era un hombre de pocas palabras, lo que se me confirmó luego con la lectura de sus aventuras a partir de un volumen de la magnífica editorial PLESA que publicaba hermosos libros ilustrados, en los que abordaba temas históricos, geográficos y científicos para niños. En un hermoso capítulo tocaban un tema tan cotidiano como el correo, y en un cajón tipo cómic, explicaban que uno de los personajes más importantes para el desarrollo de sus rutas aéreas había sido este piloto y escritor. En la ilustración, un biplano rojo echando humo caía en picada en el desierto bajo la atenta mirada de un beduino.

Esa fue la puerta de entrada para conocer los detalles de este interesante autor y su ajetreada vida, que continuó con la lectura de uno de esos libros condensados en la revista Selecciones, que me parece que fue de la versión inglesa de Tierra de hombres, acompañada de hermosas ilustraciones del desierto. Se sumaron con el tiempo la magnífica novela breve Vuelo nocturno, piloto de guerra; una antología de escritos bajo el evocador título de El sentido de la vida, y el que nos ocupa en esta ocasión, Tierra de hombres. En cada una de las lecturas siempre me atrapó el estilo narrativo de Saint-Ex, como le decimos sus amigos. Sus páginas parecieran más que leídas, contadas a viva voz. Con ese tono intimista con el que narra los detalles de su historia, hace partícipe al lector de una experiencia de la que difícilmente se sale igual. Dentro de un relato de meras aventuras de un piloto aviador en los primeros tiempos, se mezclan reflexiones y recuerdos de otras épocas, logrando crear una atmósfera propia que administra de forma sabia a lo largo de todo el libro.

“Era 1926. Acababa de entrar como joven piloto de línea de la Sociedad Latécoère que aseguró, antes de la Aeropostal –luego la Air France–, la línea Toulouse-Dakar. Allí yo aprendía el oficio. A mi vez, como los demás camaradas, sufría yo el noviciado que los jóvenes soportan antes de tener el honor de pilotear en la línea (…) A los veteranos los hallábamos en el restaurante; bruscos, un poco distantes, dándonos consejos, validos de su superioridad…”[1]

 

Era la época en la que se empezaba a darle utilidad práctica civil a la aviación, luego de las carnicerías de la Gran Guerra. Francia desarrollaba sus líneas de correo de la Metrópoli con sus colonias, y de esas aventuras, se irían materializando en los mapas de navegación aérea, las líneas llenas o punteadas de las distintas rutas de correo que como en Roma, tenían un mismo final: París.

Eran los tiempos de los biplanos y de las cabinas abiertas, en las que era preciso tener un buen ojo y una buena memoria. Sobresale por lo extraño, casi exótico un paraje en el que Saint-Ex, asignado por primera vez a realizar la línea Toulouse-Dakar, se sienta con Guillaumet, un veterano quien despliega sus mapas de la ruta y le va dando una singular clase de geografía al novel piloto:

“…No me hablaba ni de hidrografía, ni de poblaciones, ni de arrendamientos. No me hablaba del Guádix sino de los tres naranjos que cerca del Guádix bordean un campo: ‘Desconfía de ellos, márcalos en el mapa…’ Y los tres naranjos tenían más importancia en el mapa que la Sierra Nevada. No me hablaba de Lorca sino de una simple granja cerca de Lorca. De una granja viviente. Y de su granjero. Y de su granjera. Y esa pareja adquiría, perdida en el espacio, a quinientos kilómetros de nosotros, una desmesurada importancia. Bien instalados en la pendiente de la montaña, semejantes a guardianes en un faro, se hallaban listos, bajo sus estrellas, a socorrer a los hombres (…) Y, poco a poco, la España de mi mapa se transformaba bajo la lámpara en un país de cuentos de hadas. Balizaba con una cruz los refugios y las trampas…”.

Este pasaje me remitió a alguna lectura anterior de la que no logro recordar si fue de Conrad o de London, en donde se narran los avatares de un navío que, dedicado a la navegación de cabotaje en un rincón perdido del planeta, es contratado para levantar los mapas de los contornos de las costas que visita. Porque en estos tempranos años de la aviación, los vuelos más se parecían a la navegación de cabotaje (nunca más allá del punto en el que se pierde de vista la línea de costa), que a los extensos vuelos a los que estamos acostumbrados hoy. O estábamos acostumbrados hasta la irrupción del Covid-19 y sus consecuencias, que aún hoy, estamos muy lejos de poder comprender.

Dada la precariedad de estos vuelos, comprendemos que Saint-Ex tuviera al menos cuatro accidentes aéreos[2], que aportan un tono de serena confesión en ciertas partes de su obra, que es en esencia, la fugacidad de la vida del hombre en la tierra, y el reto humano de vivir ese tiempo acorde a valores universales. Su obra es un discurso vital y ético, de cómo el hombre debe de asumir su existencia, pues desde su perspectiva, vista la humanidad desde miles de pies de altura: “…navegar (…) por encima de mares de nubes, es muy elegante, pero… pero recuerde: por debajo de los mares de nubes está la eternidad…”, máxima que le van recordando las muertes de sus compañeros que van dejando en distintos párrafos la amargura del veterano que aún no ha encontrado su cita con el destino. Estos recuerdos aparecen desperdigados y son breves, casi lacónicos, “…recuerdo un regreso de Bury, que se mató, tiempo después en Corbières…” o bien, “…Lécrivain no solamente no había aterrizado sino que jamás aterrizaría en ninguna parte…” o, por último ese hermoso homenaje a su maestro Mermoz, el hombre que abrió las rutas de correo desafiando por aire los mismos Andes que San Martín, un siglo antes, había desafiado por caminos de cabras, transportando todo un ejército. El discurrir de la prosa de Saint-Ex no carece de emoción, como los varios sucesos que narra cuando cruza tormentas de arena sobre el Sahara o tormentas de hielo en Sudamérica, pero es en esencia una reflexión, en la que continuamente hace de lado la faceta heroica de su trabajo civil: “Alguna vez te fastidiarán las tormentas, la bruma, la nieve. Piensa entonces en todos los que han conocido eso antes de ti y dite simplemente: ‘lo que otros han logrado siempre se puede lograr´…” Así, las angustiosas páginas de su recuento de un vuelo en el que se extravían buscando Casablanca, terminan con unas líneas tranquilas, sin afectación alguna, en las que él y su mecánico, Néri, descienden por fin en la ciudad y “… al alba, ya se encuentran pequeños bares abiertos… Néri y yo nos sentaríamos a la mesa, ya en seguridad, riéndonos de la pasada noche ante las medias lunas calientes y el café con leche. Néri y yo recibiríamos ese regalo matinal de la vida…”.

Los accidentes aéreos que sufrió Saint-Ex, a lo largo de su carrera como piloto de aviación, tuvieron diversas causas, mecánicas algunas, humanas otras, accidentes que obvio decirlo, tuvieron un serio impacto en la vida del piloto, del que saldrá con heridas y cicatrices, pero en el penúltimo de ellos saldrá con una idea genial que lo haría famoso internacionalmente.

 

-II-

Relata su autor en Tierra de hombres, que realizaba un vuelo París-Indochina en 1935, en compañía de su amigo y colega Prévot, cuando su avión es envuelto por una tormenta y lo estrella contra una duna en el desierto de Libia, cerca de la frontera con Egipto. “Ni creo haber sentido otra cosa que un formidable crujido que sacudió nuestro mundo sobre sus bases. A doscientos setenta kilómetros por hora habíamos martillado contra el suelo.” Saint-Ex hace un interesante recuento de las circunstancias que sufre un piloto que ha caído en tierra incógnita, en donde todo puede pasar. El avión ha quedado destrozado, y el agua, como en todo buen relato de aventuras en el desierto, es escasa. “¡El agua vale un peso en oro, el agua cuya menor gota extrae la arena la chispa verde de una brizna de hierba! Si ha llovido en algún lugar un gran éxodo anima el Sahara. Las tribus van hacia la hierba que brotará trescientos kilómetros más lejos…”.

Durante tres días deambularán por el desierto entre la fatiga, la sed y angustiosos espejismos. Como no tienen la menor idea de en dónde se encuentran, usan el avión como centro de operaciones y parten de él hacia los puntos cardinales para buscar ayuda. En total, Saint-Ex hará el recuento de merodear sin rumbo en el desierto por casi 350 kilómetros, experiencia angustiante, pero que luego le servirá de excusa ideal para hacerse necesario a las Fuerzas Francesas Libres y regresar al Ejército durante la Segunda Guerra Mundial. “He amado mucho el Sahara. He pasado noches en terreno rebelde. He despertado en esa extensión rubia donde el viento marca su oleaje como sobre el mar. He esperado allí el auxilio durmiendo bajo las alas…”. A cada tanto ven una silueta, alguien que les ofrece ayuda, que se aleja a medida que avanzan, hasta desvanecerse. Son los espejismos. “Los beduinos, los viajeros, los oficiales coloniales enseñan que se resisten diecinueve horas sin beber. Después de veinte horas los ojos se llenan de luz y el fin comienza: la marcha de la sed es fulminante”.

Porque cabe decir, haciendo un paréntesis, que Saint-Ex es un experto en el desierto. Es un hombre que sabe leer los menores indicios para interpretar el enorme silencio caprichoso de estos infinitos parramos. En este sentido, de estos hombres que en la paz estudiaron la geografía de la tierra y pusieron sus conocimientos al servicio de sus naciones en la Segunda Guerra Mundial, recuerdo la enigmática figura del Barón Lazlo de Álmasy, que trabajó en varias expediciones como piloto y fotógrafo de la Real Sociedad Geográfica del Reino Unido, y del que el ceilandés Michel Ondaatje escribió una hermosa novela, superada con creces por su versión cinematográfica.[3] Fue acusado de vender mapas e información a la Alemania Nazi, supuestos aportes para la sorprendente campaña del desierto desarrollada por el mariscal Rommel y sus Afrika Korps.

Decíamos que Saint-Ex era un experto en el desierto, gracias a las largas jornadas compartidas con los beduinos y los bereberes de las aldeas de Marruecos y de Mauritania. También gracias a sus vuelos de abastecimiento de los fuertes coloniales franceses dispersos por el inmenso mar de arena. Ante estas experiencias, el menor suceso hace saltar las alarmas, como ese día en que se está rasurando, ritual previo a salir en vuelo:

“… Pero oigo un chasquido: una libélula ha chocado contra mi lámpara. Sin que sepa por qué siento una punzada en el corazón.

Salgo otra vez y miro: todo es puro. Un murallón que bordea el terreno se destaca sobre el cielo como si fuera de día. En el desierto reina una gran mariposa verde y dos libélulas que tropiezan contra mi lámpara y experimento, nuevamente un sordo sentimiento que es quizás alegría, quizás temor, pero que llega desde lo hondo de mí mismo aún tan oscuro que apenas se anuncia. Alguien me habla desde muy lejos. ¿Es instinto? Salgo otra vez: el viento ha desaparecido totalmente. Continúa el fresco. Pero he recibido una advertencia. Adivino, creo adivinar lo que aguardo: ¿tengo razón? Ni el cielo ni la arena me han hecho ninguna señal, pero las dos libélulas me han hablado y asimismo una mariposa verde (…) esos insectos me muestran que una tempestad de arena está en marcha, una tempestad del Este y que ha expulsado a las verdes mariposas de sus palmerales lejanos. Su espuma me ha rozado…”.

En este fragmento uno casi puede sentir esa calma siniestra que impera antes de que llegue la tormenta. Ese silencio profundo del desierto más allá del muro. Estas señales del desierto bien pudieron detonar la creatividad del escritor, durante sus largas caminatas  por el desierto, en busca de ayuda. Para engañar a la sed y al cansancio piensa, imagina, recuerda, entreteniendo al cerebro para que no se dé por vencido, que no se desconecte. Así, se fija en un detalle curioso:

“¿De qué viven esos animales en el desierto? Se trata, sin duda, de ‘fenechs’ o zorros de arenales, pequeños carnívoros gruesos como conejos y con enormes orejas. No resisto mi deseo de seguir las huellas de uno de ellos. Me llevan hasta un estrecho río de arena donde todos los pasos se imprimen claramente. Admiro la linda palma que forman tres dedos en abanico. Imagino a mi amigo trotando suavemente al alba y lamiendo el rocío de las piedras. Aquí las huellas se espacian: mi fenech ha corrido. Aquí un compañero ha venido a juntársele y han trotado juntos. Asisto, así, con extraña alegría a ese paseo matinal. Amo estas señales de vida. Y olvido un poco que tengo sed…”

Uno casi puede asegurar que ese fenech es ese peculiar zorro que se cuela entre las páginas del cuento posterior de Saint-Ex, que le pide a su joven amigo que lo domestique. Otros símbolos y significados más densos se pueden encontrar en el interesante estudio escrito por Luz Méndez de la Vega, Saint-Exupéry: Secretos de Amor y de Guerra en El Principito, que de seguro le cambiarán por completo la lectura de este cuento infantil, enriqueciéndola y surgiendo nuevas dudas, que es lo más importante del aporte de doña Luz.

Al calor y a la sed del desierto hay que sumarle el frío. Por las noches, las temperaturas se derrumban hacia las cercanías del 0, sumando un terror más a la pesadilla del accidente. “El viento carga sobre mí como una caballería en terreno abierto. Giro en redondo para huirle. Me acuesto y me vuelvo a levantar. Acostado o de pie estoy expuesto a este látigo de hielo…”

Como no es un secreto para nadie dada su obra posterior, y su muerte por accidente aéreo en el Mediterráneo en 1944, puedo adelantar que, en el desierto de Libia, en 1935 los salva un beduino. Un hombre del desierto los encuentra a punto de desvanecerse en la arena y entregarse a la muerte. Con esa solidaridad esperada entre los hombres en las tierras de climas extremos, y además por orden de su propia religión el hombre los resucita dándoles de beber.

“Agua: no tienes gusto, ni color, ni aroma, no se te puede definir, se te gusta sin conocerte. No eres necesaria para la vida: eres la vida misma. Nos penetras de un placer que no se explica por los sentidos. Contigo vuelven a nosotros todos los poderes a los que habíamos renunciado. Por tu gracia se abren en nosotros todas las fuentes secas de nuestro corazón…” 

Aunque el libro no termina aquí, pues siguen otros recuerdos y meditaciones. Pero para no alargar más esta reseña, termino con las últimas líneas del capítulo VII, que contiene su recuento del avionazo en Libia, dedicadas al anónimo beduino que los salvó de morir en el desierto: “Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un solo enemigo en el mundo.”

[1] Saint-Ex no era en realidad un piloto primerizo como afirma con toda modestia en su libro. Para cuando ingresa en Aéropostale, ya había terminado su servicio militar en el ala de aviación, de donde es dispensado del servicio con el grado de subteniente, el 5 de junio de 1923; luego de haber estado destacado desde 1921 en el 37 regimiento de aviación, acantonado a pocos kilómetros de Casablanca, Marruecos.

[2] El biógrafo de Saint-Ex, Virgil Tanase, informa de esta época, en que el escritor se suma al plantel de la Aéropostale: “…Didier Daurat necesita pilotos: sobre los ciento veintiséis contratados por la Compañía, entre 1923 y 1926, cincuenta y cinco la habían abandonado, y siete estaban muertos…”

[3] The English Patient, film de 1996 dirigido por Anthony Minghella, protagonizada por Ralph Fiennes, Christine Scott Thomas, Juliette Binoche, Willem Defoe y Collin Firth, ganadora de 4 premios Óscar de la Academia.


«Arabia deserta» de Charles M. Doughty

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

ISBN: 9788493477837 Editorial: Ediciones del Viento Fecha de la edición: 2006 Lugar de la edición: La Coruña Número de la edición: 1ª Colección: Viento simún nº 19 Encuadernación:Rústica con solapa Nº Pág.:370 Idiomas: castellano

No logro recordar otro libro de viajes que me haya dejado en tal estado de ensoñación. A ese estado de alucinamiento, (esa secreta y profunda certeza de haber leído algo completamente excepcional o genial), se le mezclaba también el sentimiento encontrado de tristeza por haberlo terminado de leer, el arrepentimiento de haber forzado las jornadas de lectura para seguir agotando las aventuras de este singular viajero que fue el doctor Doughty.

Quizás el que me haya dejado con un sentimiento parecido fuese El coloso de Marusi de Henry Miller, que dentro de tanta verborrea alcanza momentos geniales en su narración de los viajes que realizó por Grecia antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, conflicto que por cierto, es el que lo obliga hacer maletas y regresar a los Estados Unidos. Volveremos en algún otro momento a Miller y a “esos días que pasaban como una canción”, pero hoy, amigos lectores, regresaremos a las arenas ardientes.

 

-II-

 

La obra de Doughty, en palabras de su prologuista (en la edición que tengo en mis manos) T.E. Lawrence o Lawrence de Arabia, es: “…La primera obra indispensable sobre los árabes del desierto, y si no siempre se ha hecho referencia a él o no se ha leído lo suficiente, ha sido porque era una obra difícil de encontrar. Cualquier estudioso de Arabia anhela poseer un ejemplar.” Si esta es la opinión de otro consumado aventurero, arabista y autor del formidable Los siete pilares de la Sabiduría, ya se podrá imaginar el impacto que su lectura puede tener para un lector común y corriente, como el que esto escribe. El libro es un cúmulo de sorpresas y bellas descripciones, escrito con una cadencia poética que su autor trabajó meticulosamente, combinando el inglés antiguo y el árabe. Su traductor al español explica que se alcanza el estilo de la Biblia del Rey Jacobo, (cualquier cosa que esto signifique), pero el resultado es soberbio.

El libro es el resumen de las andaduras de este médico inglés, Charles Montagu Doughty que un buen día del último cuarto del siglo XIX decide viajar a Arabia con lo puesto, para practicar la medicina en un territorio dominado por la ignorancia y la superstición. El producto es un largo y emocionante relato de sus aventuras cruzando la península arábiga de punta a punta. Recordemos que para ese entonces las tierras musulmanas sagradas estaban cerradas a los infieles. Era territorio prohibido, así que Doughty arriesga el pellejo a cada momento. Pasa hambre; sed, por supuesto; prisión, alguien lo trata de vender como esclavo, lo estafan, le roban y encima debe ir enterrando de a pocos sus libros en el desierto, desprendiéndose dolorosamente de esos fieles y silenciosos compañeros.

Un hombre solo en el desierto es como una hoja en la tormenta, como el título de la famosa novela de Lin Yu Tang, y cuesta entonces comprender el amor con el que este viajero narra los paisajes, áridos y terribles en apariencia.

“Peligrosos vagabundos en campo abierto, los pastores del desierto son reyes en su hogar, patriarcas de la hospitalidad para quien busque un cobijo donde pasar la noche: ‘¿Acaso no somos todos huéspedes de Alá’?, dicen los desdichados nómadas. Lo que Dios les ha dado, lo compartirán con el huésped de Dios: de no hacerlo no estarán obrando bien…”.

Pero esta ley del desierto es engañosa y de pronto nos enteraremos que se es huésped de Dios, solo por el lapso de tres días. El tiempo que tarda en el cuero la primera comida y bebida que le da el anfitrión cuando lo recibe en su tienda, en su casa o en su palacio. Pasados esos tres días, se queda a merced de la bondad del hombre, que como en todos los rincones del planeta resulta escasa en estos ardientes escenarios. Es decir que el autor mantiene en mente de forma casi obsesiva este conteo, para no perder nunca esa sombra de protección. Llegado el cuarto día, la fatídica sombra de la muerte parece acariciar los tobillos de su víctima. Al día de hoy nos resulta una terrible materialización del dicho común de las abuelas que decía que “el muerto y el arrimado al tercer día apestan”.

Asombrosa escena es aquella en la que nuestro viajero camina bajo un sol de plomo y ve a lo lejos una tienda y hace sus últimos esfuerzos para alcanzarla. Dramático momento ese en el que abre la puerta de la tienda y se abalanza sobre un plato de comida a medio terminar, toma un pedazo de pan y se lo traga de inmediato y triunfante grita a los ocupantes: “¡He comido de vuestro pan! ¡Deberán acogerme por tres días!”. Asombroso y patético viaje.

Mucho menos dramático, aunque igual de peligroso fue ese en el que Sir Richard Burton se infiltra en una caravana hacia La Meca, haciendo la peregrinación sagrada. Se jugó el pellejo también, pero disfrazado de pachá turco, con toda la lujosa y cómoda parafernalia necesaria para convencer a los demás peregrinos. Doughty no engaña a nadie. El va a pie, saltando de tres en tres las terribles jornadas del desierto para lograr la sombra protectora de alguien que lo salve en medio de este mundo primitivo y salvaje, en donde también debe con toda habilidad reconocer y jugar según las reglas. Debe aprender sobre la marcha el protocolo del desierto, pues un error, una ofensa injustificada por un descuido, podría costarle un corte profundo en la garganta y morir desangrado en el páramo ardiente. Así el gesto más insignificante debe ser cuidado, por ejemplo:

“Cuanto más hacia el fondo de la tienda se sienta uno, más hermoso es el lugar que ocupa; ahí es donde se sientan los jeques y los extranjeros. En el círculo que hay fuera y enfrente a la tienda se sienta el populacho. Los recién llegados se presentan donde les corresponde  por derecho o, en todo caso, en un lugar un poco más humilde donde sus pretensiones sean bien recibidas; en la correcta observación de estas normas radica el honor del nómada ante los hombres de su tribu. Lo que puedan pensar de él el resto de los hombres es lo más parecido a la conciencia de un nómada.”

Brutal ese mundo del desierto en el que vimos como primera escena del largometraje a un soberbio Omar Shariff, despacharse de un disparo de fusil a un hombre que osa tomar agua de su pozo sin pedir permiso, ante los estupefactos ojos de Peter O’Toole al arrancar Lawrence de Arabia. Ese es el mundo en el que sobrevive Doughty. Ese mundo en donde la vida no vale nada, en donde el hombre nace, crece, se reproduce (si lo logra) y muere en el más completo anonimato. Es ese mundo terrible en el que se pelea a muerte por una trivial taza de café en otra enervante escena del libro, que resultaría absurda si no se comprendiera que esa taza sirve para insultar o para ensalzar a su huésped y por eso seguimos con toda su tensión el escándalo que monta el autor hasta que lo honran con un café adecuado a su rango. Respiramos tranquilos cuando tomado el amargo líquido, el huésped se acurruca a dormir en una esquina de la tienda.

No quiero ser aguafiestas y arriesgar al lector a perder la emoción de su lectura y alcanzar el final. Quede escrita la más entusiasta recomendación de este formidable libro-monumento, para aquellos que sueñan que viajan desde sus sillones o también para aquellos que se deciden a salir a la aventura y pisar esos hermosamente terribles paisajes.


Max Ernst, «Napoleón en el desierto». Óleo sobre tela, 1941

Julián González Gómez

Napoleon en el desierto 1941En un extraño paisaje, con un cielo neutral y un mar en calma donde flota una criatura que recuerda a un pez, hay dos figuras que están colocadas cada una a cada lado de una columna. El suelo está plagado de plantas de pequeño tamaño que de lejos recuerdan a un arrecife de coral. Pero nos podríamos preguntar si lo que estamos viendo es en realidad lo que estamos interpretando y no es así. No hay ningún elemento que sea totalmente interpretable aunque nos parezca familiar.

La figura de la izquierda porta una extraña vestidura sobre su cuerpo y tiene lo que parecería ser una máscara sobre su rostro, mientras que sobre la cabeza lleva un misterioso tocado o quizás es su pelo. La figura de la derecha es evidentemente femenina y está vestida también con un extraño ropaje que permite ver parcialmente su anatomía. Lleva también un tocado sobre su cabeza y además, porta algo que parece ser un instrumento musical que termina en la cabeza de lo que pudiera ser una gárgola, un ser monstruoso. No parece haber un diálogo entre ambas figuras, pero es posible que la relación se verifique a través de la columna que está en medio.

La organización del cuadro es bastante simple y es equilibrada a pesar de que la columna establece una línea central que determina el balance asimétrico de la composición. El colorido, aunque muy variado y relativamente armónico, sobre todo en la sección inferior y la columna, resulta apagado y connota un escenario poco luminoso y al final, triste y hasta deprimente.

La imagen es sórdida y desconcertante, es difícil establecer las relaciones entre los elementos porque en realidad estas no existen. Tampoco el título describe nada relacionado con el cuadro ni con ningún programa. Se trata de una imagen onírica, expresión del arte surrealista que fue hecha por uno de los más destacados miembros de este movimiento, Max Ernst.

El surrealismo surgió en los años 20 del siglo pasado a través de la asociación de un grupo de artistas plásticos y poetas alrededor de la figura de André Bretón, un psicoanalista seguidor de las teorías de Freud. Bretón impulsó una expresión personal y única de cada creador basada en las imágenes del subconsciente y el automatismo psíquico. Muchos de los artistas y poetas de este grupo provenían del movimiento Dadá y por lo mismo, estaban fuertemente influenciados por los gestos irracionales, la explosión instintiva y un decurso iconoclasta en lo que se refiere a los términos del arte, la cultura y la sociedad. El surrealismo proponía una nueva expresión y esta tenía que ver con la liberación de aquellos elementos que subyacen debajo de la consciencia y el juicio. No mediaba ningún filtro racional para expresar algo y tampoco contenía, en general, aspectos simbólicos que deberían interpretarse. Un factor esencial para revelar estos contenidos son las imágenes de los sueños, en los que no median ni la razón ni ningún otro filtro que tenga que ver con la realidad fenomenológica de la vida. La expresión surrealista es entonces una imagen visual o literal del subconsciente que se manifiesta tal cual, aunque no tenga sentido.

Max Ernst nació en Brühl, Alemania en 1891. Era hijo de un pintor aficionado y seguramente dio sus primeros pasos en el arte al lado de su padre. En 1909 ingresó a la Universidad de Bonn donde estudió varias carreras, entre ellas Filosofía, Historia del Arte y Psiquiatría, aunque no se graduó en ninguna de estas disciplinas. Por esa época empezó a pintar con una fuerte influencia del expresionismo. En 1914 se enlistó en el Ejército para combatir en la Primera Guerra Mundial. Se sintió atraído por el movimiento Dadá y empezó a experimentar con la técnica del collage creando obras de un fuerte contenido satírico e irracional. En 1922 se instaló en París donde empezó a relacionarse con el recién surgido grupo de los surrealistas, al que aportó la técnica del frottage que consistía en obtener una serie de texturas inéditas frotando diversos materiales en la tela. Como miembro activo del grupo surrealista, participó en numerosas exposiciones y actos de esta tendencia, incluyendo una aparición en la película La edad del oro de Luis Buñuel.

Cuando las tropas nazis invadieron Francia en 1940 fue encarcelado y luego, logró evadirse para marchar a los Estados Unidos donde se asentó en Nueva York. En 1953 se fue de Los Estados Unidos y se afincó definitivamente en París, aunque realizaba constantes viajes a diversos países, en especial a su patria Alemania. Reconocido internacionalmente, continuó fiel a los principios del surrealismo y ejerció un notable influjo sobre gran cantidad de artistas de las décadas de los 50, 60 y 70 del siglo pasado. Durante esta época empezó a desarrollar nuevas técnicas y su afán de experimentación nunca terminó. Entre las novedades que presentó a partir de los años 60 estuvo la instalación de objetos. Murió en París a los 84 años en 1976.


La guerra olvidada (II)

Rodrigo Fernández Ordóñez

-III-

Las primeras acciones

La primera noticia que destaca del New York Times (NYT) sobre el inicio de acciones en el Caribe es publicada el 3 de marzo de 1940, reportando el hundimiento de un barco noruego torpedeado por un submarino alemán. En la misma nota se relata la persecución de tres buques mercantes alemanes en aguas de las Indias Occidentales, que partiendo de Aruba trataron de romper el bloqueo inglés. El primero, el Troja, fue hundido por un submarino holandés cerca de su puerto de salida, y sus tripulantes fueron rescatados por una nave de guerra británica. Los otros dos, el Heidelberg y el Antilla, fueron interceptados cerca de la isla de Curazao y remolcados a Trinidad.

. Barco petrolero aliado se hunde luego de un exitoso ataque por parte de un U-Boot alemán, octubre de 1942.

Barco petrolero aliado se hunde luego de un exitoso ataque por parte de un U-Boot alemán, octubre de 1942.

En Guatemala mientras tanto, pese a la inicial oposición del presidente Jorge Ubico, en enero de 1940, se instalaron dos bases aéreas en territorio nacional; una en la costa del Pacífico y otra en el aeropuerto La Aurora, que al parecer eran parte de una estructura de “apoyo” o “emergencia” en la que funcionaban como principales bases las de Guantánamo, Gonaïves, Vieques y Balboa, en la Zona del Canal. Aunque la información es escasa y dispersa, se puede reconstruir en líneas generales que se establecieron en el país dos flotillas aéreas de la Marina de Estados Unidos, para asistir a naves de superficie y submarinas en sus patrullas en la costa pacífica del istmo. Una flotilla de bombarderos y otra de aviones de caza, estarían listas para proteger el Canal de Panamá y para reforzar militarmente a Guatemala, que contaba con una gran colonia alemana. La presencia de soldados y aviadores norteamericanos también implicó nuevo material bélico para el ejército de Guatemala, como los 12 tanques Sherman asignados a la Guardia de Honor y una batería de cañones Howitzer, asignada a Matamoros.

El año de 1940 resultó uno de los peores años para la historia británica, pues estuvo completamente sola frente a la amenaza nazi que parecía imparable. Con Francia derrotada, durante los días del 26 de mayo al 4 de junio se dieron los dramáticos hechos de la evacuación de Dunkerque, que pese a resultar exitosa por la casi total recuperación de la Fuerza Expedicionaria Británica (FEB) y otras tropas aliadas, Churchill, el primer ministro británico durante su discurso al pueblo británico pidió no dejarse llevar por el optimismo, “pues las guerras no se ganan con evacuaciones.” Pese al duro recordatorio, el líder británico tuvo un mensaje con un tono más seguro en su discurso ante el Parlamento, pronunciado meses después, el 20 de agosto de 1940: “…Hago un repaso de todos estos hechos pues la gente tiene el derecho a saber que tenemos bases sólidas para el optimismo que sentimos, y que tenemos una buena razón para saber que somos capaces, como lo he repetido incluso en las horas más oscuras dos meses atrás, de continuar la guerra, solos si es necesario, y si es necesario, por años…”.

Con Inglaterra fuera del continente, la guerra se trasladó a otros escenarios, resultando el Mar Caribe uno de ellos. En sus aguas se luchó una especie de duelo entre Alemania y el Reino Unido por dominar las líneas de suministro con América. El escenario fue cobrando tal importancia que incluso los Estados Unidos tomaron medidas preventivas para asegurar su primacía en la zona, como la ocupación de bases navales inglesas. El Canal de Panamá seguía siendo focal para la estrategia de defensa y con esto en claro, el 6 de diciembre de 1940 el NYT reportaba el viaje del secretario de Marina Knox a Panamá en un vuelo de 9 horas desde Cayo Largo, en la Florida, para inspeccionar las defensas aéreas, marinas y submarinas. El viaje de Knox resultó ser la preparación para una gira de inspección que una semana después inició el mismo presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, en el que visitó Las Bahamas, Cuba, República Dominicana y Puerto Rico. 

-IV-

La guerra en Centroamérica

En el primer número de la revista Selecciones publicado en español y puesto a la venta en Guatemala durante el mes de diciembre de 1940 (Q. 0.10), destaca un artículo titulado ‘Curioseando por el Caribe’, firmado por Leicester Hemingway y Anthony Jenkinson, en el que ambos periodistas relatan sus aventuras a bordo de la goleta de 12 toneladas Río Azul, en un viaje de tres meses haciendo navegación de cabotaje por las costas del istmo. Escribían los periodistas: “… [Navegando] por las aguas poco frecuentadas del Caribe occidental, que ni los buques mercantes, ni los barcos de guerra cruzan jamás, encontramos señales evidentes de la existencia de todo un sistema de abastecimiento de combustible a los submarinos nazis (…) vimos depósitos de petróleo para los motores Diesel en islas olvidadas y remotas desde las cuales puede fácilmente amenazarse al Canal de Panamá…”.

De acuerdo a sus investigaciones, en las costas centroamericanas se había construido una red de colaboradores, que en su mayoría había sido tejida por agentes oficiales de Alemania en estos países, como los cónsules o empresarios, que se apoyaban en “…contrabandistas de bebidas, prófugos de presidio de otros países y traficantes de narcóticos, que ganan mucho dinero por transportar barriles de combustible a los abrigados puertos de ciertos cayos desiertos, en cuyas aguas pueden darse cita, sin ser vistos, los submarinos y sus abastecedores…” De acuerdo a Hemingway y Jenkinson, la red de suministro iniciaba en la isla de Cozumel, México en donde encontraron un almacén con al menos 30,000 galones de combustible, pasando por las costas hondureñas, hasta la isla Providencia y San Andrés, remotas posesiones colombianas y las Corn Islands, frente a la costa atlántica de Nicaragua, estas últimas habían sido alquiladas a los Estados Unidos desde la Primera Guerra Mundial para proteger la salida atlántica del Canal. De acuerdo a los periodistas, en caso de estallar la guerra con Alemania, la marina nazi podría desde estos puestos, interferir seriamente con las líneas de comercio que iban de Nueva York y Nueva Orleans a Panamá. Según ellos, la base más importante de operaciones clandestinas parecía ser Puerto Limón, en Costa Rica, en donde ubicaron un gran almacén propiedad de una empresa alemana repleta de toneles de Diesel. “…La táctica de la organización nazi en el Caribe era operar, no a través de los gobiernos centroamericanos, sino a través de individuos privados y oficiales aislados reconocidos por simpatizar con el eje y listos a colaborar por dinero…”, aseguraban los autores en su artículo citado. Y dentro de esta particular estructura resaltaban los “…los dueños de botes que desde los días de la prohibición han estado traficando con drogas o personas. Estos no tienen filiaciones políticas definidas, pero hoy en día parecen haber encontrado que la mejor fuente de ingresos es transportar combustible para los nazis…”.

IV

Llega la guerra

El año de 1942 es definitivamente cuando empieza la que podríamos llamar la “Batalla del Caribe”, que se desata con una audaz operación sorpresa en contra de Aruba. La madrugada del 17 de febrero, dos tanqueros venezolanos, provenientes del lago de Maracaibo fueron torpedeados frente a las costas de ésta: “…Hubo un gran destello y luego una fuerte explosión, del primer torpedo, que casi parte en dos al tanquero. Momentos antes que el segundo buque fuera alcanzado, las aceitosas aguas de la bahía Nicholas se incendiaron, iluminando el puerto…”, apuntaba el periodista C. H. Calhoun, testigo de los sucesos: “…Los gritos de las tripulaciones se escucharon en la costa, pero los hombres que se lanzaban al agua tenían poca oportunidad de sobrevivir entre el fuego y los tiburones que infestan las aguas…” En total cuatro oficiales y 36 marineros murieron.

Oficiales británicos vigilan el paso de un convoy desde el puente de un destructor. Octubre de 1941.

Oficiales británicos vigilan el paso de un convoy desde el puente de un destructor. Octubre de 1941.

Pero el ataque fue aún más allá. Al menos un submarino alemán entró en la bahía y ametralló las instalaciones de una refinería propiedad de la Estándar Oil. Según las autoridades holandesas, al menos un submarino fue hundido en la boca del puerto con cargas de profundidad, pero otros dos lograron escapar, torpedeando cuatro barcos mercantes, dañándolos seriamente. Según relata el almirante Karl Donitz, en sus memorias, el responsable del ataque a Aruba fue el teniente Hartenstein, comandante del submarino U-156, acompañado del U-161 del teniente Achilles y el U-126 del teniente Bauers. Según Donitz, estas naves llevaron una campaña de hostigamiento en contra del comercio de la Antillas, bombardeando además, Puerto España (Trinidad), Puerto Castries (Santa Lucía) y el Canal de Bahamas. Los submarinos eran repostados por el U-459, uno de los submarinos cisterna apodados “vacas lecheras”, al mando del capitán de corbeta Von Wilamowitz Mollendorf, que transportaba provisiones y petróleo con capacidad para abastecer a 12 submarinos medianos y 2 grandes.

Donitz apunta que ese año de 1942 destacó 4 submarinos hacia el Atlántico Occidental norte, uno de ellos llegó incluso a entrar al Puerto de Nueva York, y 5 naves al Caribe, para bloquear la importante ruta de petróleo del corredor Aruba-Curazao-Trinidad. Dice Donitz: “…De 16 a 18 submarinos medianos se estacionaron entre Cabo Sable y Cayo Hueso. Otros 9 operaron en la zona del Canal de Bahama hasta el Golfo de México, al sur de Cuba, junto al estrecho de Yucatán, junto a Curazao, Aruba y Trinidad, hasta la costa de la Guyana…” Estas operaciones fueron apoyadas por submarinos italianos, que operaron en el Caribe hasta las costas de Brasil, “…siempre en operaciones aisladas, casi siempre contra el tráfico de vapores solitarios…”

A partir de entonces, las noticias se multiplican. Son atacadas naves con banderas de Estados Unidos, Panamá, Noruega, Suecia, Gran Bretaña, Grecia, Egipto, Brasil y un hondureño. Para el mes de julio de 1942, el NYT hacía un recuento extraoficial, señalando que al menos 369 naves habían sido hundidas en el escenario del Atlántico Occidental.

Un tal capitán Shaw, de un buque norteamericano en junio de 1942, narra su testimonio: “…Un torpedo golpeó al barco mientras los hombres estaban teniendo su cena dominical. La onda de la explosión aventó el jugo en el rostro de los comensales. En cinco minutos él y su tripulación abandonaron el barco, y cuando se encontraban a unas 200 yardas un segundo torpedo lo golpeó en el cuarto de máquinas, enviándolo al fondo del mar…” El diario rescata otro testimonio, esta vez de un barco torpedeado frente a Costa Rica, narrado por su capitán, Hugh Bradford Bentley: “…un periscopio fue visto a una media milla del barco y dos o tres segundos después el primer torpedo golpeó la nave. La explosión incendió al barco y cortó las comunicaciones, por lo que no se pudo lanzar una alerta ni sonar las alarmas (…) El submarino emergió cerca de nosotros pero no hizo intento de comunicarse con los sobrevivientes que lograron subir a un bote salvavidas…” En otro testimonio de un marino de un barco estadounidense, hundido en julio del mismo año, relató: “…El comandante del submarino y unos de la tripulación, todos en calzoneta, aparecieron en la cubierta del submarino, luego que el barco se hundiera y dieron a los sobrevivientes su posición y dirección exacta de las millas hacia la tierra más cercana. El submarino tomó algunas cajas de la carga que flotaban y se sumergió…” En otro barco hundido el 15 de julio, el jefe de ingenieros relató al NYT que un submarino alemán lo recogió del mar y llevado a bordo: “…allí el comandante, un joven de 25 años sin afeitar, me extendió dos hogazas de pan negro, tres latas de agua y me pidió disculpas por lo sucedido. Me extendió la mano, pero yo la rechacé…” La presencia italiana la confirma otro testigo, el marino canadiense William Hicks: “…un torpedo nos había golpeado cerca de las 18.30 horas, y el barco se hundió en apenas cuatro minutos. Casi de inmediato el submarino emergió a la superficie y un hombre salió a cubierta, enarbolando una bandera italiana. El comandante hablaba un inglés perfecto y estuvo preguntando insistentemente si necesitábamos algo. El comandante se disculpó con ellos, diciendo ‘Lamento que los haya tenido que torpedear’, luego nos deseó suerte y dio órdenes al submarino de retirarse…”.

Interesante mapa de la Batalla del Atlántico que cubre el período de enero de 1942 a julio de 1942, representando en puntos negros pequeños los buques aliados hundidos en la cuenca atlántica, publicado por http://history-peru.blogspot.com/.

Interesante mapa de la Batalla del Atlántico que cubre el período de enero de 1942 a julio de 1942, representando en puntos negros pequeños los buques aliados hundidos en la cuenca atlántica, publicado por http://history-peru.blogspot.com/.

Un último incidente vale la pena ser mencionado. El 10 de noviembre de 1942, la guardia costera costarricense disparó preventivamente en contra de miembros de una tripulación de un submarino alemán que intentaba desembarcar en un punto indeterminado de la costa cercana a Puerto Limón. Según informó NYT, los alemanes hicieron tres intentos de alcanzar la playa, siendo rechazados por los guardias costarricenses, quienes mataron e hirieron a varios.

Según Donitz, la campaña del Caribe de 1942 casi logró interrumpir las líneas de comercio de los Estados Unidos e Inglaterra con sus fuentes de suministro. Apunta en sus memorias: “…Mucho más favorables se mostraron las condiciones en el Mar Caribe. Las pérdidas del adversario fueron aquí extraordinarias. Cada uno de los submarinos allí apostados hundió entre 6 y 10 barcos. Al parecer, los americanos no habían contado con la presencia de submarinos en las zonas más alejadas del Mar Caribe ni del Golfo de México (…) El éxito de los submarinos en el Mar Caribe y la economía de intervención en aquella zona fueron muy grandes. Se distinguió especialmente el U-159, bajo el mando del teniente Witte. En mayo y junio de 1942 hundió el solo, en el Mar Caribe, 148 barcos, con 725,009 toneladas…”.

En 1943, las noticias de ataques y hundimientos empiezan a declinar. Se implementó la política de convoyes, se dotó de armas de cubierta a los buques mercantes y se coordinaron acciones de identificación de submarinos alemanes entre aviones y barcos de superficie, hostigándolos y acechándolos con cargas de profundidad. La última nota que reporta un barco mercante hundido en el Caribe es del 20 de marzo de 1943, tras 2 meses sin percances. La víctima, un pequeño barco hondureño, fue torpedeado y hundido, sobreviviendo únicamente 7 tripulantes. Ese año, la guerra daba un giro en Europa. Tras la entrada de los Estados Unidos a la contienda, el 7 de diciembre de 1941, los aliados habían logrado derrotar a los nazis en las puertas de El Cairo, en la batalla de El-Alamein, y desembarcado tropas en Sicilia e Italia continental. Los submarinos regresaron al escenario principal de la contienda.

 

Bibliografía

Donitz, Karl. Diez años y veinte días. La esfera de los libros. Madrid: 2005.

Hemingway, Leicester y Anthony Jenkinson. Curioseando por el Caribe. Revista Selecciones. Diciembre, 1940.

Sabino, Carlos. Tiempos de Jorge Ubico en Guatemala y el mundo. Fondo de Cultura Económica. Guatemala: 2013.


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