Una de exploradores (II). Arturo Morelet en la ciudad de Guatemala de la Asunción.

Rodrigo Fernández Ordóñez

En un ameno artículo publicado hace algunos años por el historiador Oscar Guillermo Pelaez Almengor[1], en la Revista Estudios, publicación de la Escuela de Historia de la USAC, el académico bautizaba a la ciudad de Guatemala del período de 1821 a 1871, como “La Fortaleza Conservadora”, y la descripción que hace de la ciudad, que raya en la fotografía por su minuciosidad, construye su afirmación a la sombra de los altos muros de los conventos y las iglesias que dominaban el paisaje urbano de la época. En las calles de esa fortaleza conservadora se paseó durante su visita al país el viajero y científico Arturo Morelet, de cuyo relato Viaje a América Central,  tomamos algunos datos como base para reconstruir esa antañona ciudad de la que aún sobreviven no pocos muros.

 Morelet1

 

-I-

Como es sabido, la actual ciudad de Guatemala fue construida como consecuencia directa de los llamados terremotos de Santa Marta, que el 29 de julio de 1773 destruyeron a la antigua capital, asentada en el Valle Panchoy y que nosotros llamamos La Antigua. Pasados los temblores que destruyeron la ciudad, se iniciaron las discusiones sobre qué hacer a continuación. Unos eran partidarios de reconstruirla, y otros eran partidarios de trasladarse a fundar un nuevo asentamiento. Dentro de las múltiples razones esgrimidas (de las cuales las económicas tenían un gran peso) se argumentó que la cercanía del volcán de Fuego era una amenaza permanente para la ciudad, pues los terremotos se le atribuyeron erróneamente.

Así las cosas, y por disposición del rey, contenida en Cédula Real, a finales de 1775 se traslada oficialmente la ciudad de Guatemala al valle de La Ermita, distante a 28 kilómetros, en donde se levantaron los alojamientos provisionales para quienes se mudaron al nuevo asentamiento. Informe Guisela Gellert, que en un censo levantado en 1778, se contabilizó a 11,000 habitantes en el Valle de Las Vacas, mientras que en la ciudad de Santiago permanecían 12,500.[2] Oficialmente se considera trasladada la ciudad a su nuevo asiento hasta el 2 de enero de 1776, “fecha en la cual celebró el ilustre Ayuntamiento su primera sesión en el nuevo asentamiento, en cumplimiento con las órdenes reales que así lo dispusieron…”[3]

La nueva ciudad, llamada Guatemala de la Asunción siguió el trazado establecido en las ordenanzas de Felipe II, que databan de 1573, y cuyas características resume Gellert en su ensayo citado, en cuatro puntos, a saber: plano damero con la Plaza Mayor al centro, (también llamado trazo de parrilla de San Lorenzo), pero con inclusión de ciertos elementos asimétricos para liberarlos de monotonía[4], calles divididas en manzanas y solares, viviendas de un nivel con patio interior y marcado declive central-periférico en el status social, de acuerdo al cual, la importancia social de las familias determinaba su ubicación con respecto a la Plaza Mayor. A mayor distancia, menor importancia.

Como características importantes del diseño de la nueva capital, señala Gellert se puede mencionar una gran amplitud de área de la Plaza Mayor, que dobla en extensión a la de Santiago, las calles de la nueva capital se trazaron más amplias, el área urbana se proyectó muy espaciosa “…para evitar el problema de las primeras capitales, cuyos ejidos nunca estuvieron en concordancia con el crecimiento de la población…”,[5] que permitió que el trazo de nuevos barrios producto de la expansión de la ciudad y su densificación demográfica se pudiera realizar dentro de los límites del proyecto original, hasta mediados del siglo XX.

En 1791 se divide a la ciudad en seis cuarteles con dos barrios cada uno, y para cada barrio se nombró un alcalde por período de un año, a quien le correspondía el orden público. En el trazo de este nuevo espacio urbano llama la atención una situación que es bien comentada por muchos y que pone de manifiesto la importancia del personaje en la vida política, social y económica en el Reino de Guatemala:

“Cuadra al sur de la Plaza se planearon los edificios del correo y administraciones del tabaco y aduana, pero en realidad se construyó solamente la aduana y, como privilegio único, las autoridades permitieron la ocupación de la mayor parte de esa cuadra con una casa particular, la del Marqués de Aycinena e Irigoyen, uno de los personajes más influyentes de la élite guatemalteca…”[6]

La ubicación de la casa del Marqués de Aycinena constituía toda una declaración en aquella sociedad, aunque muchos historiadores hayan debatido sobre las razones por las cuales se concedió a este personaje tal privilegio, y sobre el que quizá en algún momento regresemos en algún momento en estas cápsulas. A diferencia del Valle de Panchoy, y que incidió en que se fundara allí la ciudad de Santiago, el nuevo valle escogido para nuevo asiento de la ciudad no contaba con fuentes abundantes de agua, aunque sí corrían por sus alrededores ríos, por lo que el inconveniente se superó con la construcción de dos acueductos, de uno de los cuales aún queda testimonio en las zonas 13 y 14. Pesó en la elección del Valle de Las Vacas su extensión de 30 leguas, que casi cuadruplicaba la extensión del Valle de Panchoy, de tan sólo 8 leguas y que el Valle no estaba desierto, sino por el contrario, había plantaciones de caña de azúcar y labores de trigo, lo que nos hace presumir la existencia de ciertos intereses económicos en el nuevo asentamiento. Para el nuevo asentamiento de la capital fue necesario comprar las tierras. Los funcionarios reales desembolsaron la cantidad de 21,506 pesos.[7] En la construcción de la ciudad intervinieron tres profesionales: el ingeniero Luis Diez de Navarro, el arquitecto Marcos Ibáñez y su dibujante Antonio Bernasconi.

-II-

Arturo Morelet llega a la ciudad de Guatemala en 1846, era entonces una ciudad relativamente nueva, con medio siglo de existencia. De su aproximación al Valle de Las Vacas, nos ha dejado estas hermosas líneas:

“Hacia mediodía vimos a lo lejos la perspectiva de Guatemala: las montañas se habían oscurecido hacia el oeste, y se distinguían algunas manchas luminosas en la uniforme llanura del horizonte. Nuestros guías nos hicieron observar la iglesia de San Francisco, uno de los edificios más altos de la ciudad, y el volcán de Agua, cuyo cono aislado se elevaba hasta la región de las nubes. Perdimos de vista este cuadro internándonos en los bosques.”[8]

Más adelante nos regala otra descripción que se nos antoja idílica, casi como una fantasía, dado el estado actual de esos lugares, y me disculpo por citar al viajero en extenso, pero vale la pena:

“Un tercer curso de agua, el Río de las Vacas, nos opuso nuevas dificultades, que vencimos con la misma felicidad. El lecho de este torrente es ancho y poco profundo; se divide  en varios brazos y ocupa el hueco de un valle dominado por colinas arenosas, pintorescas, variadas en su aspecto y sombreadas por pinos. Más adelante se encuentra la aldea de Chinautla, por la que pasamos sin detenernos…”[9]

 Morelet, que venía de Petén y de las montañas de Alta Verapaz, entra al valle de la ciudad por el rumbo de Chinautla, que a la altura del actual barrio de La Parroquia entroncaba con el camino real que partía hacia Omoa[10], y que aún hoy en día identificamos como “Carretera al Atlántico”, y queda como testimonio de la ruta colonial el nombre del municipio San José del Golfo. Este era uno de los caminos de ingreso a la ciudad, llamado camino del Golfo, ruta por la cual se debía transitar si el viajero quería llegar al Océano Atlántico para conectarse con el mundo. Cabe mencionar que en el trazo de la ciudad, el primer asentamiento urbano se levantó alrededor del poblado llamado La Ermita, que Geller en su ensayo citado anteriormente, ubica en el actual barrio La Parroquia, en la zona 6 de la ciudad capital y en cuyos alrededores, siguiendo el esquema que Peláez Almengor llama “ciudad Ilustrada”,[11] fueron ubicados los rastros de la ciudad para el abasto de carnes, pues el grueso del ganado vacuno venía de los corregimientos de Guazacapán y Chiquimula o bien de la provincia vecina de Comayagua (Honduras) y para mantener a la ciudad libre de la suciedad y del hedor del matadero se ubicó en este sector. También se ubicaron en esos rumbos pueblos de indios para servir como población de apoyo para la ciudad, siendo Chinautla uno de ellos.[12]

Puente de la Gloria. Construcción colonial tendida sobre el río Michatoya, cerca de la población de Amatitlán. Dibujo de Arturo Morelet.

Puente de la Gloria. Construcción colonial tendida sobre el río Michatoya, cerca de la población de Amatitlán. Dibujo de Arturo Morelet.

 

La entrada de Morelet a la ciudad refleja el estado de ánimo y la impresión general de desolación que le dejó el país tras su largo viaje:

“Una calle ancha y espaciosa se perdía de vista, las construcciones tenían poca apariencia y la yerba crecía libremente por todas partes. Esta perspectiva añadía al estado del cielo un grado mayor de tristeza. Por otra parte la lluvia caía incesantemente con la misma violencia: ¿por dónde dirigirme en una ciudad desconocida y cuyas calles no tenían nombre? ¿y cómo descubrir el asilo que me habían indicado? En vano pedí me informasen en varias puertas; me vi tratado con muy poca caridad…”[13]

 He tratado de reconstruir el punto exacto de entrada de Morelet a la ciudad de Guatemala y creo identificar esa calle “ancha y espaciosa” de la que habla con la actual sexta avenida, o Calle Real como se le llamaba entonces y que cruzaba la ciudad de sur a norte para conectarla con el vecino poblado de Jocotenango, y que era la calle principal de la ciudad. Asumo que se trata de ella, pues a la altura de ese poblado los caminos de Chinautla y Omoa ya se habían unido en uno solo, adentrándose a continuación en la ciudad por el rumbo norte.

Del relato de don Arturo me llama la atención una información que nos da casi por casualidad y que a la fecha aún no he podido corroborar. Cuenta don Arturo que él entra a la ciudad solo, sin “su escolta”, y que se las ve a palitos para conseguir un albergue, quedándose al final en una casa de huéspedes, establecida en la casa que fuera del historiador Domingo Juarros y que para esa época nos informa, todavía se conocía como la casa Juarros. Bueno, pero me llama la atención que narra al día siguiente: “…muy temprano apareció Morin con los indios. Había pasado la noche en una especie de posada para uso de los viajeros indígenas…”, lo que implica que había una clara separación entre los alojamientos de indígenas y la población que se consideraba “blanca”. No he encontrado a la fecha noticias de si estaban vigentes aún, para el viaje de Morelet, las prohibiciones coloniales de los indígenas de permanecer dentro de la ciudad fuera de cierto horario, pero el hecho de que el viajero haya proseguido su viaje en busca de alojamiento solo una vez arribado a la capital, haría sospechar que las mismas seguían aplicándose.

El vagabundeo bajo el aguacero en busca de hospedaje se debió a que para la fecha en que el francés llega a la ciudad, en Guatemala no había hoteles. Al respecto apunta, casi con desesperación: “El extranjero carece también del recurso de una posada; tiene que resignarse, cuando no está provisto de buenas cartas de recomendación a buscar provisionalmente en un mesón, verdadero parador oriental, dividió en cuartitos oscuros, decrépitos, fétidos, infestados de pulgas y niguas…”[14]

La descripción de la ciudad parte de su observación, digna de una mente científica, de sus alrededores para hacerse antes de caminar por ella, de una idea general. Con tal propósito sube al Cerrito de El Carmen, desde donde ve la extensión del valle, al que describe como una meseta vasta, desnuda y monótona, rodeada por tres imponentes volcanes cuyos “…perfiles se dibujan con admirable limpieza; sin embargo, se puede decir que el aspecto general de la comarca tiene algo de vago y de grandioso que habla más al alma que a los ojos.”  La imagen que se habrá desplegado ante sus ojos, habrá sido idéntica o más bien con pocos cambios, a la pintada por Augusto de Succa, en una de sus famosas panorámicas de la ciudad pintadas en 1870:

 

Augusto de Succa, pintor y fotógrafo realizó dos pinturas panorámicas de la ciudad, una vista desde el Cerro del Carmen (imagen arriba) y otra vista desde las alturas de San Gaspar (aproximadamente donde se levanta actualmente el Colegio Don Bosco). Se presume que ambas pinturas fueron realizadas a partir de fotografías, y estuvieron expuestas en el vestíbulo del Teatro Colón.[15]

Imagen. Augusto de Succa, pintor y fotógrafo realizó dos pinturas panorámicas de la ciudad, una vista desde el Cerro del Carmen (imagen arriba) y otra vista desde las alturas de San Gaspar (aproximadamente donde se levanta actualmente el Colegio Don Bosco). Se presume que ambas pinturas fueron realizadas a partir de fotografías, y estuvieron expuestas en el vestíbulo del Teatro Colón.[15]

Imagen. [15]

 O bien a esta imagen tomada por Eadward Muybridge desde el mismo punto, en el año de 1875:

Morelet4 

La ciudad, que no le causa una impresión favorable a Morelet, contaba para ese entonces con 30,000 habitantes, según el dato que provee el propio naturalista, y pasa a describir a continuación la vista desde el lugar alto en el que se encuentra:

“Como las casas tienen poca elevación, sólo se ven sus tejados, cuya perspectiva uniforme solamente está variada por alguna bóveda o campanario de iglesia (…) el mismo aspecto de soledad y abandono reina en las cercanías de la ciudad; no se ven jardines, ni alquerías, ni casas de campo, ni ninguno de estos establecimientos industriales o de utilidad general que nuestras capitales relegan fuera de su recinto.”[16]

 Quizás el único cambio en el paisaje urbano que detectaría Morelet si hubiera podido ver la pintura de de Succa o las fotografías de Muybridge tomadas tres décadas después, sería la mole del Teatro Colón[17] que se levantaba en la Plaza Vieja, en el rumbo sur de la ciudad. El Teatro, inaugurado el 23 de octubre de 1859, era la construcción civil que rivalizaba en la época con las demás construcciones religiosas. Hasta la inauguración de dicho teatro, los principales entretenimientos de la ciudad eran los juegos de naipes, peleas de gallos y corridas de toros, principalmente organizadas en el verano[18], y los bailes y tertulias organizadas en las residencias particulares. Esta escasez de oferta de entretenimiento nos da fe el naturalista cuando apunta en su libro: “La ciudad de Guatemala carece de paseos públicos, cafés, gabinetes literarios, en una palabra, de todos los lugares de reunión y diversión; carece también de teatro, poseyendo únicamente una plaza para las corridas de toros…”[19]

Como respondiendo a las quejas de Arturo Morelet, José Milla y Vidaurre escribía en el año de 1862, en una columna periodística incluida más tarde en su libro Cuadro de Costumbres[20], una argumentación deliciosamente irónica:

“Así, cuando oigo a los extranjeros quejarse de que aquí no hay buenos caminos, de que aquí no hay puertos, de que aquí no hay reuniones, de que aquí no hay paseos, de que aquí… quisiera yo cerrar esa interminable letanía de aquí no hay, con un ‘aquí no hay paciencia para aguantarlos a ustedes (…) ¿se necesitan caminos en donde nadie viaja, los que pueden porque no quieren, y los que quieren porque no pueden? ¿Hay necesidad de puertos en donde nada entra y nada sale? ¿Ha de haber reuniones si no hay quien se reúna, ni en donde reunirse, ni de qué hablar? ¿Se han de hacer paseos para que nadie vaya a ellos, como lo tiene acreditado la experiencia, y lo gritarían, si pudieran, los solitarios naranjos y las abandonadas banquetas de la Plaza Vieja?”

 

Del centro de la ciudad nos describe Morelet la siguiente imagen, por demás interesante:

“El centro de la ciudad está ocupado por la plaza de gobierno, vasto rectángulo de ciento noventa y tres metros de longitud por ciento sesenta y cinco de ancho; allí están reunidos la mayor parte de los edificios nacionales: el palacio de gobierno, antigua residencia de los capitanes generales; el de la municipalidad; el juzgado, donde estaban depositados los archivos de la Confederación (…) Estas construcciones bajas y uniformes, ocultas por una galería cubierta, sin el menor lujo arquitectónico, se llaman pomposamente palacios…”[21]

El desolador paisaje que nos describe Morelet, debemos tener en mente, obedece a la descripción de una zona arrasada por la guerra civil, que en esos tiempos, apenas empezaba a  gozar de paz y tranquilidad luego de las terribles guerras de la década de los 30. Guatemala, para las fechas en que el naturalista nos visita, de hecho, mientras languidecía de una enfermedad tumbado en una hamaca en la Isla de Flores, era una creatura recién nacida. El pacto federal se disuelve definitivamente al momento en que el general Rafael Carrera funda la república como entidad política soberana e independiente el 21 de marzo de 1847.

Pero regresando a la descripción de Morelet, ni siquiera la Plaza Mayor se liberaba de la fealdad, pues el mercado se levantaba sobre su extensión: “Muchas series de barracas, de la apariencia más miserable, turban la buena armonía de esta plaza; véndese en ellas loza, instrumentos de hierro, objetos de pita y otras mercancías de poco valor…”[22]

 

Morelet5

Cajones del Mercado. Interesante fotografía atribuida a Eadward Muybridge, en la que se aprecian las “barracas, de la apariencia más miserable”, de las que habla Morelet, instaladas en la Plaza Mayor. No podemos dejar de comentar que nos parece poco probable que sea de Muybride, puesto que de las que están reconocidas como de su autoría, contamos con dos imágenes tomadas desde los campanarios de la Catedral en la que se puede apreciar la Plaza Mayor ya jardinizada y limpia de estas construcciones, salvo claro, que Muybridge haya llegado en el justo momento en que pudo constatar el “antes y el después” de la Plaza Mayor.

 

De lo poco que habría cambiado la ciudad desde el viajero francés hasta la entrada de la Revolución Liberal en 1871 nos deja un claro ejemplo el escritor José Milla y Vidaurre, quien en un artículo publicado en su Libro sin nombre,[23] escrito en 1870 dejaba consignado, con su humor característico:

“…entre ella [la fuente] y la iglesia los famosos cajones, tiendas de madera cubiertas de teja, cuyo contenido merece descripción por separado. Al oeste, como también al sur y al norte de la fuente, se instala todos los días el mercado, bajo una especie de quitasoles formados de petates sobre varas, que vulgarmente se llaman sombras. Los cajones y las sombras producen al Ayuntamiento cierta renta anual, pudiéndose ver aquí cómo hay quien pueda sacar dinero aun de una sombra…”

No nos parece exagerado entonces, afirmar que la Fortaleza Conservadora efectivamente había sido tal. El largo período conservador había implicado pocos cambios tangibles en el panorama urbano de la ciudad, aunque políticamente trajo paz y tranquilidad, no deja de sorprender la atmósfera de inmovilidad que se cuela en nuestro ánimo cuando leemos los pasajes de Morelet y los contraponemos con los de Milla, escritos 24 años después.

Acerca de la Fuente de Carlos IV, que ahora decora un amplio redondel adornado del verde de los árboles sembrados a su alrededor en la Plaza España, zona 9, nos explica don Arturo, siempre sombrío, pero no ajeno a una suave ironía:

“…en el centro se ve una fuente octógona, de arquitectura pesada y de gusto bastante malo, coronado en otro tiempo por la estatua ecuestre del rey Carlos IV, que fue derribada y hecha pedazos, en aquellos tiempos tempestuosos en que las colonias españolas proclamaron su independencia. Sólo el corcel ha quedado en pie, como para hacer sentir mejor la nada de las cosas humanas; por otra parte, la ejecución del cuadrúpedo no hace sentir, al menos desde el punto de vista artístico, la pérdida del real jinete…”

Nota que parece haber sido escrita con un asomo de sonrisa en el rostro de Morelet, más adicto a los paisajes naturales, en los que se regodea y goza, y más bien ajeno a los paisajes urbanos, de los que nos habla casi llegando al hastío, al menos cuando se pasea por esta provinciana ciudad de Guatemala. Como siguiéndole el juego a Morelet, muy probablemente sin saberlo, José Milla cierra la broma del francés, cuando en su Libro sin nombre, en 1870, apunta, abiertamente divertido:

“El rey desapareció; era justo. ¿Cómo había de presidir un monarca a una plaza independiente, como la llama con gracia la lápida que está delante de la puerta principal del Ayuntamiento? Un caballo es otra cosa. Allí ha estado desde 1821 hasta 1870, con la cara hacia la catedral y las ancas hacia la antigua audiencia, viendo correr el agua de la fuente, ocupación a que son dados todos los tristes…”

La ciudad le habrá parecido tan carente de interés para el visitante común que luego de describir el edificio de la Catedral, a un costado de la Plaza Mayor, cierra el paseo con una frase corta, casi exasperada: “Seguramente no tengo la intención de hacer pasear al lector por las veinticuatros iglesias que posee la ciudad, y por tanto limitaré mi elección a las principales: Santo Domingo, La Merced y San Francisco”, como advirtiendo al curiosos que fuera de las iglesias en gran número desperdigadas por la ciudad, no hay nada más digno de ser descrito. No podemos dejar de simpatizar con Morelet, y comprender su frialdad ante esta ciudad que parece languidecer recostada en el valle bucólico: conocía París y Londres, y había pasado por La Habana antes de adentrarse por los bosques guatemaltecos. Poco interés podía ofrecerle esta ciudad encerrada tras altos muros, en la que la vida se hacía del zaguán para adentro. De allí el resumen que de la ciudad nos hace el naturalista:

“El aspecto de Guatemala es triste; la uniformidad de las construcciones, la ausencia de carruajes, el silencio y abandono de las calles, penetran en el extranjero de un sentimiento de hastío mortal, desde que no le estimula la curiosidad.”[24]

 Y a tono con el comentario anterior, nos describe la tristeza del día a día de la ciudad, teñido de un aire monacal, de retraimiento y nostalgia, tal y como uno se imagina una ciudad francesa del alto medioevo: “Pero si el ruido de los carruajes y el movimiento de la circulación no turban la quietud de los habitantes, en cambio ensordece los oídos el sonido melancólico de las campanas que se propaga de convento en convento y de iglesia en iglesia durante todo el día.”[25] Descrita así, la ciudad de Guatemala se antoja al espacio en donde únicamente cabe el diálogo de los hombres con Dios, en donde todo asunto terrenal es ajeno. Sin embargo, unos párrafos más adelante, toda imagen ideal se desvanece para encontrarse cara a cara con la realidad política en la que se debate la nueva república. Es una imagen por la que vale la pena leerse todo el libro de Morelet, y tiene una virtud casi cinematográfica, como de película muda proyectada a velocidad lenta:

“…De repente, la guardia toca llamada, un hombre de mediana estatura, todavía joven, de cabellos negros y atezado rostro, atraviesa los arcos que conducen al palacio de gobierno. Es el presidente Carrera, ese indio temible (…) que hoy personifica la fuerza material del Estado. Viste el traje de particular, sin ninguna insignia distintiva: la gente de mal aspecto que le sigue y que podrían tomarse por lacayos son los ayudantes de campo de su excelencia, tristes personajes salidos como ella, de la ínfima clase, sujetos a su fortuna y que por conservar su protección no retrocederían ante ningún género de servicio. El presidente marcha silenciosamente, con la cabeza inclinada, los ojos fijos en el suelo; apenas se digna contestar el saludo que le dirige un transeúnte; desaparece bajo la bóveda del palacio, sin que la población se haya conmovido por un incidente que se reproduce todos los días…”[26]

Este indio temible, como lo llama Morelet, con el paso del tiempo habría de lograr lo impensable. La paz y la estabilidad que dio su régimen, sancionado por la élite para ser ejercido de forma vitalicia, sentó las bases para un crecimiento económico modesto, pero sostenido. Morelet calcula que para su visita, las importaciones y exportaciones que se hacían por el camino de Belice, llegaban a los 25 millones de pesos, datos que se confirman con esta panorámica general que escribe Peláez Almengor: “El comercio en realidad empezó a crecer a partir de la década de los cincuenta, debido a la estabilidad política muchas tiendas abrieron sus puertas para proveer de artículos de lujo a los pudientes. Pero, aún en los años sesenta la ciudad era más colonial que moderna.” [27]

Para terminar, cierro con las conclusiones que sobre el período elabora Guisela Gellert, citada por Peláez Almengor[28] en el artículo que hemos citado en el párrafo anterior y que pueden resumirse en estos puntos: primero, la población durante el período llamado Régimen Conservador, tuvo un crecimiento de carácter vegetativo, y la inmigración no fue significativa sino hasta más adelante; segundo, que la ciudad conservó intactas sus características coloniales como centro del poder político y administrativo y fue el núcleo de la sociedad urbana formado por la élite tradicional; tercero, que la élite tradicional urbana no tuvo interés en desarrollar actividades económicas más dinámicas en la ciudad y cuarto, que el proceso de construcción tanto de edificios públicos como particulares fue lento debido a la carencia de fondos, a causa del estancamiento económico.

Aunque nos puedan parecer discutibles al menos un par de las conclusiones a las que arriba la investigadora, nos sirven al menos para sintetizar y esquematizar el desarrollo urbano de una ciudad, que a la lejanía del tiempo, nos parece más bien el mal sueño de un viajero que un paisaje bucólico como el representado por de Succa en sus pinturas.



[1] Peláez Almengor, Oscar Guillermo. La Fortaleza Conservadora: la Ciudad de Guatemala (1821-1871). Revista Estudios. Escuela de Historia de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Guatemala: 1997.

[2] Gellert, Guisela. Desarrollo de la estructura espacial en la Ciudad de Guatemala desde su fundación hasta la revolución de 1944. En: Gellert, Guisela y Pinto Soria. J. C. Ciudad de Guatemala. Dos estudios sobre su evolución urbana (1524-1950). Editorial Universitaria. Universidad de San Carlos de Guatemala. Guatemala: 1992. Página 9.

[3] Polo Sifontes, Francis. La ciudad de Guatemala en 1870, a través de dos pinturas de Augusto de Succa. Publicación especial del Ministerio de Educación. Guatemala: 1985. Página 2.

[4] Peláez Almengor, Oscar Guillermo. En el corazón del reino. En: Peláez Almengor, Oscar Guillermo, Et. Al. La Ciudad Ilustrada. Centro de Estudios Urbanos y Regionales –CEUR-, de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Guatemala: 2007. Página 34.

[5] Gellert. Op. Cit. Página 10.

[6] Gellert. Op. Cit. Página 11.

[7] Peláez Almengor. En el corazón del Reino. Página 33.

[8] Morlet, Arturo. Viaje a América Central (Yucatán y Guatemala). Academia de Geografía e Historia de Guatemala. Guatemala: 1990.  Página 289.

[9] Morelet. Op. Cit. Página 290.

[10] Ver el mapa que Geller incluye en su ensayo, a la página 41 de la publicación citada, en la que se ilustran los diferentes caminos que salían de la ciudad.

[11] Para más información ver el libro de ensayos La ciudad Ilustrada, de Oscar Guillermo Peláez Almengor y colaboradores, ya citado en este documento, a partir de la página 132.

[12] Para más información ver el libro del historiador Francis Polo Sifontes, Nuevos Pueblos de Indios Fundados en la Periferia de la ciudad de Guatemala (1776-1879). Editorial José de Pineda Ibarra. Guatemala: 1982.

[13] Morelet. Op. Cit. Página 291.

[14] Morelet. Op. Cit. Página 313.

[15] Para más información ver: Polo Sifontes, Francis. La ciudad de Guatemala en 1870, a través de dos pinturas de Augusto de Succa.

[16] Morelet. Op. Cit. Página 296.

[17] Muy a tono con la época, el teatro fue llamado Teatro Carrera hasta la llegada al poder de la Revolución Liberal, que lo rebautizó como Teatro Nacional, hasta que en 1892, conmemorando el cuarto centenario del descubrimiento de América, fue bautizado como Teatro Colón. La estatua del ilustre navegante, donada por la colonia italiana radicada en el país, aún permanece en el sitio en el que se levantaba el Teatro, en el ahora remozado Parque Colón.

[18] Pinto Soria, J. C. Guatemala de la Asunción: una semblanza histórica. En: Gellert, Guisela y Pinto Soria. J. C. Ciudad de Guatemala. Dos estudios sobre su evolución urbana (1524-1950). Editorial Universitaria. Universidad de San Carlos de Guatemala. Guatemala: 1992. Página 56.

[19] Morelet. Op. Cit. Página 313.

[20] Milla y Vidaurre, José. Cuadros de Costumbres. Editorial Piedra Santa. Guatemala, 1983.

[21] Morelet. Op. Cit. Página 297.

[22] Morelet. Op. Cit. Página 297.

[23] Milla y Vidaurre, José. Libro sin nombre. Editorial Piedra Santa. Guatemala: 1982.

[24] Morelet. Op. Cit. Página 303.

[25] Morelet. Op. Cit. Página 304.

[26] Morelet. Op. Ci. Página 305.

[27] Peláez Almengor. La Fortaleza Conservadora… Op. Cit. Página 124.

[28] Peláez Almengor. Op. Cit. Página 125.


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