Lectura para el feriado: «La muerte de Montaigne», Jorge Edwards

Rodrigo Fernández Ordóñez

Para este fin de semana largo que se nos viene, traemos una recomendación que es mitad historia, mitad literatura. Una magnífica novela que coquetea con la reconstrucción histórica, con la biografía, la autobiografía, libro de viajes y que es por encima de todo, crítica literaria y un manual sobre cómo se escribe una novela inclasificable como ésta, del chileno Jorge Edwards. Novela que hecho el experimento, puedo asegurar se lee en el tiempo que abarcan tres días de descanso y constituye un verdadero goce de lectura, que nos pilla al final de sus páginas con una irreprimible sonrisa en el rostro y el pensamiento nostálgico de que tal vez nos hubiera convenido leerla más despacio, pero con la seguridad de que es un libro al que uno volverá luego, en más de una ocasión, para sumergirse nuevamente en sus páginas.

Estatua del escritor Michel de Montaigne en la entrada principal a la Universidad de la Sorbona, en París, sobre la Rue des Écoles, frente a un pequeño parque. “Yo no veo a ninguno de los labriegos vecinos míos entrar en reflexiones sobre la manera y actitud con que pasarán esta última hora; la Naturaleza les enseña a no pensar en la muerte sino cuando mueren, y entonces ellos lo hacen con mejor gracia que Aristóteles”, escribía en uno de sus ensayos.

Estatua del escritor Michel de Montaigne en la entrada principal a la Universidad de la Sorbona, en París, sobre la Rue des Écoles, frente a un pequeño parque. “Yo no veo a ninguno de los labriegos vecinos míos entrar en reflexiones sobre la manera y actitud con que pasarán esta última hora; la Naturaleza les enseña a no pensar en la muerte sino cuando mueren, y entonces ellos lo hacen con mejor gracia que Aristóteles”, escribía en uno de sus ensayos.

Michel de Montaigne, contemporáneo de Miguel de Cervantes, e inventor del género literario del ensayo, es testigo de la historia. Desde el tercer piso de su torre en Burdeos, en la propiedad familiar en el área rural de la gascuña francesa, ve con sus ojos los terribles sucesos de la guerra de los treinta años que arrasa a Europa por motivos religiosos. Gracias a Edwards, no es difícil imaginarse a Montaigne, escribiendo “…con serenidad, desde la paz de su retiro, desde sus campos, que ahora, después de los años peores de la guerra civil, estaban bien cultivados, desprovistos de la maleza que había crecido con el conflicto, con el abandono, con las bandas de maleantes armados de una que otra escopeta, de tridentes, de espadas mohosas, de cuchillos improvisados, que asolaban los campos…”.

La religión, convertida en móvil político, enfrenta en Europa a la todopoderosa Iglesia católica con las nuevas Iglesias surgidas de la Reforma, tras ese terremoto doctrinario que planteara Martín Lutero con sus tesis. En Francia, dos facciones se pelean la preeminencia religiosa: por un lado, los partidarios del papa y por el otro, los reformados, llamados hugonotes. Así seremos testigos, de pasada, (pero se nos involucrará en ella), en la terrible Noche de San Bartolomé y las ejecuciones masivas de hugonotes. Pasan también por sus páginas la Armada Invencible y su vergonzoso final, el atormentado rey Felipe II, emperador de medio mundo conocido pero asediado por fantasmas, los reyes Enrique III y Enrique IV de Francia y Navarra que luchan por hacerse del trono francés y terminan ambos, irónicamente, asesinados a puñaladas. De la casa Valois se pasa a la casa Borbón, y mientras tanto se nos reconstruye un París laberíntico, del que se aprovechará el asesino de Enrique IV, Francois Ravaillac, para saltar sobre la carroza real y asestarle una puñalada en el medio del pecho, matándolo al instante. Esta es la gran fotografía que sirve de decorado al biógrafo para poner en escena la vida del escritor.

 

Portada de una edición francesa de 1727 de los Ensayos de Montaigne. Según Edwards, su autor había cambiado la forma de ver la vida a medida que fue envejeciendo: “…Había pensado muchas veces que la muerte era la finalidad de la vida, que se vivía para morir, pero más tarde, en años maduros, se había dicho que lo mejor era no pensar tanto: vivir, poner atención en cada minuto, en cada rama de árbol, en cada pájaro que volaba por encima de su cabeza, en cada rebuzno lejano, en cada pantorrilla hermosa, y después, en un momento cualquiera, sin darle mayor jerarquía que a otro momento cualquiera, morir”.

Portada de una edición francesa de 1727 de los Ensayos de Montaigne. Según Edwards, su autor había cambiado la forma de ver la vida a medida que fue envejeciendo: “…Había pensado muchas veces que la muerte era la finalidad de la vida, que se vivía para morir, pero más tarde, en años maduros, se había dicho que lo mejor era no pensar tanto: vivir, poner atención en cada minuto, en cada rama de árbol, en cada pájaro que volaba por encima de su cabeza, en cada rebuzno lejano, en cada pantorrilla hermosa, y después, en un momento cualquiera, sin darle mayor jerarquía que a otro momento cualquiera, morir”.

El otro nivel narrativo se concentra en la propia vida de Montaigne, o más bien en sus últimos cuatro años de vida, incluyendo un amor crepuscular, particularmente intenso, con una admiradora. Aquí, el tono de estos fragmentos es nostálgico, más reflexivo, con digresiones sobre los escritos y cartas del biografiado. Una escena me parece particularmente deliciosa, que refleja el tono general del libro. Ocurre una tarde de verano, en el campo francés: “…Y esa tarde, a causa, como ya se dijo, del calor, se encontraban descubiertos, desnudos. La desnudez, en aquella época, sería más afectiva, más rotunda, por decirlo de alguna manera, que la de ahora. Menos frecuente, en cualquier caso…” En esta narración cobra importancia el narrador, pues él, Jorge Edwards participa directamente en la historia, interviniendo para contarnos de su relación personal con el biografiado:

“…me parece que en el París de la década de los sesenta, empecé a leerlo de a poco. He terminado por leer todo lo que encuentro de él y acerca de él. Si quisiera conocerlo todo más o menos bien, tendría la necesidad de una reencarnación. Escribo, pues, por intuición, por capricho, por afecto. Si cometo errores, pido disculpas de antemano…”.

 

El narrador se permite largas interrupciones, en las que se apoya en las propias reflexiones Montaigne para abundar las suyas. El efecto es de sobra interesante, pues la novela no da tregua al aburrimiento, pues además está estructurada en capítulos cortos, en los que se traslapa el presente, el pasado y el futuro, desde el que habla Edwards. Así, se permite hablar desde los deseos más íntimos de su espíritu, sin resultar discordante con el resto de la novela, armonizando todas las voces que confluyen en ella. Sin mayor sorpresa pasamos de la Gascuña del siglo XVI al Chile del siglo XXI sin alterar el ritmo narrativo del libro.

“El cementerio de Zapallar es uno de los lugares que amo en este mundo: cementerio marino, modesto, lleno de árboles magníficos, situado en una punta donde el océano golpea con fuerza en calcetones de roca, donde el ruido del oleaje es intenso, bronco, incesante (…) Pues bien, a estas alturas de la vida, me gustaría tener un espacio asegurado, propio, en ese hermoso cementerio. Poder ingresar por ese camino conocido, de belleza única, arrebatadora, frente a las olas inmensas, estruendosas, del océano mal llamado Pacífico, al otro mundo…”.

 

Por último, el libro también es una luminosa crónica de viaje, en la que el autor nos hace partícipe de sus investigaciones en la Gascuña, cuando saliendo de París busca en los campos de los alrededores de Burdeos, el castillo de los Montaigne, y con sorpresa descubre que los franceses, ese pueblo que uno cree culto hasta el exceso, confunden a su gloria literaria con el barón de Montesquieu, y lo mandan a conocer el caserón del pensador de un libro igual o más famoso que los ensayos pero menos hermoso, El Espíritu de las Leyes. Es la dueña de un cafetín rural el que descubre el error y lo encamina hacia la población correcta y le consigue un taxi que lo deja al pie de una callejuela empinada de Saint Émilion. Desde ese poblado, paseándose por la propiedad del escritor francés, escribirá Edwards unas páginas hermosas que se nos antojan ardiendo bajo el sol del verano, con ruidos de cigarra y aroma de lavanda de los campos vecinos.

“Después de visitar los tres pisos de la torre, caminé por el campo y me encontré con los burros que ya he mencionado en un capítulo anterior: burros indiferentes, pero mirones, trastornados y hasta paralizados por su curiosidad. Y en la distancia, los muros blancos del de Trans, la espesura de los bosques, los viñedos sobre las colinas, la lejanía, el viaje, ¡la invitación al viaje!”. 

 

La torre del castillo de los Montaigne, en la población francesa de Saint-Émilion.

 

La torre del castillo de los Montaigne, en la población francesa de Saint-Émilion, desde cuyo tercer nivel, Montaigne escribiría sus famosos ensayos. “Nos cuenta que el primer piso de la torre es su capilla (y su invocación de los grandes nombres, de las grandes casas de la región, con sus escudos de armas, fieles a la historia o ficticios, imaginados); el segundo, su dormitorio y su antesala, donde se acuesta con frecuencia, para estar solo (lejos de la familia); el tercero es la biblioteca y estudio de los que ya hemos hablado, el de las vigas escritas. De acuerdo con diversos testimonios, también había libros en el dormitorio del segundo piso…” Desde esa torre escribía el propio ensayista, con toda naturalidad, casi moderno: “…Estoy encima de la entrada, y veo debajo mi jardín, mi patio trasero, mi patio principal, y por todas partes a miembros de mi familia. Ahí hojeo a esta hora un libro, a esta hora otro, sin orden ni concierto, a piezas descosidas. A veces sueño, a veces registro y dicto, paseando, los sueños que figuran aquí…”.

No había tenido aun el placer de leer a Edwards, aún y cuando su novela-biografía, El inútil de la familia, ha estado esperando su turno en un anaquel. Sin embargo esta novela me cayó en las manos hace poco y no logré desprenderme de ella, apenas pude posponer su lectura un par de semanas para terminar mis obligaciones académicas. Intuía un libro maravilloso, y anoche, mientras cerraba su última página me sentí pagado con creces, lamentando apenas, la urgencia con que la voz narrativa demanda su lectura, pues una vez en sus manos, querido lector, no querrá dejarlo hasta haberlo agotado. Feliz lectura.

 

 

El libro:

Montaigne4Edwards, Jorge. La muerte de Montaigne. Tusquets Editores. México: 2012.


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