Jean-Auguste-Dominique Ingres, «Retrato de monsieur Bertin». Óleo sobre lienzo, 1832

Julián González Gómez

ingres-monsieur-louis-francois-bertin-1832-dvdbashIngres es un pintor poco comprendido y por lo mismo es en ocasiones infravalorado o bien sobrevalorado, el caso opuesto. Muchos lo relacionan con el frío neoclasicismo academicista, pero durante la mayor parte de su carrera trató de distanciarse de esta escuela, adoptando en cambio muchas de las novedades temáticas del más puro romanticismo, pero con ciertas características especiales que hacen difícil compararlo con el adalid de la pintura francesa de este movimiento: Eugéne Delacroix.

Lo que pasa con este gran artista francés es que su dibujo es de tal virtuosismo y calidad que se destaca sobradamente sobre los aspectos meramente pictóricos de sus obras, incluso los opaca. Ingres era ante todo un excelso dibujante y por debajo de esta cualidad se ubica su matiz, tono y colorido. Por otra parte, sus pinturas muestran una obsesión por el detalle como pocas veces se ha visto a lo largo de la historia. Nada se escapaba a su ojo clínico, hasta el último rizo de un cabello o hasta el más insignificante brillo que se proyecta sobre una superficie. Como ejemplo, notemos en esta pintura el reflejo de una ventana abierta que se proyecta sobre el respaldo de la silla en la que está sentado en personaje retratado. Si uno se acerca lo suficiente podrá ver que el artista reprodujo hasta los detalles del marco de la ventana, exactamente con la pequeña distorsión provocada por la curvatura del propio respaldo.

La cualidad fotográfica de las pinturas de Ingres es producto de un minucioso trabajo, que se prolongaba por muchos meses o años, hasta que el resultado fuera satisfactorio ante su ojo hipercrítico. Esta cualidad, en una época anterior al advenimiento de la fotografía, es aún más notable si tomamos en cuenta que nuestro artista fue imitado en infinidad de ocasiones por la mayor parte de los pintores academicistas de los siglos XIX y XX, pero nunca pudo ser superado, a pesar de que los imitadores contaban con mejores recursos ópticos para reproducir con precisión los detalles, como la propia fotografía.

Los que han criticado a Ingres por considerarlo académico y poco imaginativo no se han detenido a pensar que fue él precisamente el creador de un lenguaje de la más pura objetividad en el arte. La gran diferencia entre Ingres y los academicistas posteriores a él no sólo está en la calidad de su dibujo y la meticulosidad en la reproducción de los detalles, sino además en la economía de los medios y los temas. En ningún cuadro de este maestro vamos a encontrar detalles superfluos, manieristas o pomposos. Era un artista de una notable sobriedad.

Este retrato, de un rico burgués llamado Louis-Francois Bertin fue pintado por Ingres en la plenitud de su carrera, antes de que sus problemas con la vista limitasen parcialmente su trabajo. Ingres consideraba el retrato como un arte menor, pero buena parte de su fama se la debía precisamente a esta labor. Una de las características que hacen que un retrato sea sobresaliente es la penetración psicológica que el artista logró al ejecutarlo y aquí esa cualidad está manifiesta en grado sumo. Este retrato de un hombre maduro tiene en la mirada su principal punto focal. Los ojos, que ven ligeramente a un lado, no entran en contacto con el observador, mostrando un velado orgullo que se acentúa gracias al arco de la ceja izquierda, que se levanta por encima de la derecha, como si en ese momento le viniera una idea interesante a la mente, o tal vez está viendo con interés algo que se nos escapa. Si este personaje nos estuviera mirando directamente a los ojos, probablemente nos sería muy difícil sostener la mirada. Esta actitud vital contrasta con la pesadez del cuerpo y los brazos, la espalda encorvada y las piernas lasas, que dejan ver una vida de duro esfuerzo y trabajo, de la cual en este momento está reposando, cansado y a la vez en guardia para cualquier cosa que se presente. Sus manos, rollizas y de dedos puntiagudos nos dicen, junto con los demás atributos antes mencionados, que este hombre se ha pasado toda la vida realizando un arduo esfuerzo sentado detrás de un escritorio, con el fin de completar una visión largamente ambicionada. Ingres lo retrató con una profundidad tal que su arte lo distancia sobremanera del academicismo amanerado y pomposo, tan en boga en esa época y después.

Jean-Auguste-Dominique Ingres nació en 1780 en Montauban, Tarn-et-Garonne, región del sur pirenaico francés. Era hijo de un escultor de poca monta, que se preocupó por la formación artística de Jean-Auguste desde que era un niño. Cuando su padre ya no pudo enseñarle más, el joven Ingres se inscribió en la Academia de Toulouse con tan solo 11 años. En 1796, en pleno período revolucionario, se marchó a París a estudiar en la Academia, que por ese entonces estaba dirigida por Jacques-Louis David, verdadero dictador de las artes, que propugnaba por un neoclasicismo a ultranza y no permitía la más mínima disidencia entre los estudiantes. Aquí Ingres se topó con una escuela que no le satisfizo en lo más mínimo. Su ideal pasaba más bien por un arte cuya temática se desenvolviese por rumbos menos míticos e irreales, basados totalmente en la antigüedad clásica, mostrando así un primer acercamiento con el incipiente romanticismo. Ingres siempre renegó de David y sus imposiciones, pero también hay que decir que aprendió en la Academia los secretos de la representación naturalista más formal a tal grado que llegó a superar a su maestro.

En 1801 ganó el Prix de Rome, premio que le permitía viajar a Italia a estudiar la pintura de los grandes artistas de la antigüedad, viaje que por diferentes causas postergó hasta 1806. En Italia descubrió toda una nueva gama de recursos que aprovechó con entusiasmo, sobre todo la pintura del Quatroccento y a Rafael. Permaneció en ese país dieciocho años, ganándose una gran reputación pintando sobre todo temas históricos y religiosos. Sin embargo, en Francia era un perfecto desconocido y las obras que mandaba a su país apenas recibían comentarios elogiosos por parte de los críticos y artistas, demasiado embebidos en el neoclasicismo. No fue sino hasta 1824, en que presentó un cuadro de tema histórico: el Voto de Luis XIII, cuando logró triunfar en Francia, convirtiéndose en un artista famoso. En 1834 fue nombrado Director de la Academia Francesa en Roma, cargo que desempeñó durante seis años, para finalmente, en 1841, regresar a su patria con grandes honores.

Su primera exposición en la Galería de Bellas Artes la realizó en 1846, siendo ya un artista maduro. Posteriormente fue nombrado miembro de honor de esta galería, cargo que compartió con Delacroix. En 1849 presentó su dimisión a causa de la muerte de su esposa, con quien se había casado en Italia en 1813. Por esa época empezó a tener problemas con su vista, por lo cual se vio en la necesidad de delegar parte de la ejecución básica de sus pinturas a diversos ayudantes. Se casó por segunda vez en 1852 y, gracias a su arte, se convirtió en el pintor más importante de la Francia de su tiempo. Lleno de honores, en 1862 fue nombrado Senador, cargo que detentó hasta su muerte ocurrida en 1867, a los ochenta y siete años. Fue enterrado en el cementerio de Pere Lachaise de París. Como dato curioso, mencionamos que Ingres destacó no solo como pintor, sino también como músico, siendo un virtuoso del violín y habiendo recibido lecciones del mismísimo Nicoló Paganini, el más importante violinista del siglo XIX.


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