Gian Lorenzo Bernini, “El éxtasis de Santa Teresa”. Mármol, 1652

Ecstasy_St_Theresa_SM_della_VittoriaNunca podría faltar Bernini, pero como pasa siempre que se trata de un genio que ha producido múltiples obras maestras, la pregunta es: ¿cuál de sus obras? La respuesta nunca es fácil y hay que revisar con el debido desapego la trayectoria, los aportes, las vicisitudes y el contexto en el que se desenvolvió, además de la importancia y la universalidad de su legado. Debo confesar que después de realizar tan penosa y a la vez estimulante búsqueda, mi conclusión no deja de ser parcial, limitada y sobre todo sesgada por mi gusto personal. En consecuencia, habrá lectores a los que seguramente les parezca que la obra que aquí se presenta no es la “ópera fundamental” de tan excelso artista. Señalo lo anterior porque se podría alegar que, por ejemplo, el baldaquino de la Basílica de San Pedro reviste una mayor importancia por la influencia estilística que produjo a todo nivel en su época, e incluso hasta los confines de la modernidad; o bien que el diseño de la Piazza de San Pedro originó uno de los más espectaculares y prodigiosos espacios urbanos de toda la historia del arte; incluso habría quien dictaminara que el “David” es su mejor obra escultórica. En fin, las discusiones de altura siempre son beneficiosas y en caso de que la escogencia que he hecho levante voces que claman por su impostura tanto mejor, pues mi cometido no es sólo divulgar, sino crear un medio que promueva el debate.  

Veamos, al principio del proceso a realizar había que diferenciar la obra total del autor: arquitectura, pintura y escultura. Como profesor de historia de la arquitectura he estudiado la obra de Bernini desde hace ya bastantes años y es con total seguridad uno de los maestros más grandes del barroco arquitectónico del siglo XVII, junto a Borromini, Guarini o Mansart por mencionar a los más conocidos. Su obra arquitectónica reviste un elevado gusto clasicista en perfecto balance con el sentido del contraste y el dinamismo espacial del barroco. Como arquitecto y como reformador urbano no tiene parangón en su época y tan sólo el genio de su rival Borromini logró opacarlo, aunque sólo parcialmente. Pero en esta sección no se planteó presentar obras de arquitectura, tan sólo de artes plásticas,  y por ello no consideré incluir al Bernini arquitecto. En este sentido hay que mencionar que el baldaquino de San Pedro es una obra que tiene mucho de escultura, pero en realidad hay más arquitectura en él. En cuanto a su obra pictórica, si bien es de una factura correcta y técnicamente se le puede considerar la obra de un maestro, no reviste más importancia que la de otros destacados pintores de su época y aún se podría decir sin temor a exagerar, que es de menor calidad a la de muchos de ellos.

Bernini era ante todo un escultor y además uno de los más grandes que haya producido la humanidad en toda su historia. El problema entonces era decidir cuál de sus gloriosas obras debía escoger para mostrarla aquí. En esta parte el proceso se convirtió en un laberinto espeso y tortuoso, lleno de falsas salidas y topes sin retorno. ¡La verdad es que a mí me parece que todas sus esculturas, sin excepción, son magníficas, perfectas y geniales! Un portento, unas de las más grandes creaciones del espíritu y del arte: pieles tersas, dedos que aprietan la carne, héroes gigantescos sin ampulosidad, miradas llenas de infinitud, movimiento y acción colmados de intrepidez, proporciones excelentes. Entonces, ante esta disyuntiva, me tuve que inclinar por aquella obra cuya plástica y belleza siempre me ha “elevado” y además me ha parecido la más sublime y acorde al espíritu del barroco, que es al fin y al cabo el período en el cual Bernini trabajó y al cual contribuyó a definir con su genio como uno de sus pilares fundamentales. Por ello escogí el “Éxtasis de Santa Teresa”, dejando de lado al “David”, al “Apolo y Dafne”, al “Rapto de Proserpina” o al otro éxtasis que hizo, el “Éxtasis de la beata Ludovica Albertoni” entre otras.  

El éxtasis de Santa Teresa fue encargado a Bernini por el cardenal Federico Cornaro para ser colocado donde iría su tumba, en la iglesia de Santa María de la Victoria en Roma. Sería el punto focal de la renovación de la capilla y Bernini trabajó en ella entre 1647 y 1651. La elección de erigir una estatua a Santa Teresa de Jesús,  escritora mística y reformadora del siglo XVI devino no sólo de que la iglesia pertenecía a la orden de los carmelitas descalzos, orden fundada por la santa, sino también a la veneración de su figura en plena contrarreforma. Santa Teresa había sido beatificada en el año de 1614 por el papa Paulo V y canonizada en 1622 y era objeto de una especial devoción, al igual que otros místicos como San Carlos Borromeo y San Juan de la Cruz, este último también escritor y amigo personal de la santa. Bernini y su taller reformaron totalmente el espacio de la capilla en el más puro sentido escenográfico, a través de los colores del mármol y el bronce, la decoración suntuosa y los trampantojos por doquier, sobre todo en el intradós de la cúpula. Destaca los dos conjuntos escultóricos a los lados del altar, en los cuales están representados los miembros de la familia Cornaro, que contemplan y comentan el éxtasis desde sendos balcones. Hay ventanas que filtran la luz que penetra en este interior y lo envuelven en un aura mística y sobrenatural. El efecto teatral es soberbio, plenamente barroco en su concepción y resultado en el que se combinan el espacio, la escultura y la pintura. Esta escultura se encuentra en una gran hornacina del altar principal, el cual consiste en un pórtico curvado de  frontón partido y orden corintio, realizado con mármoles de diversos colores y texturas que enriquecen la sensualidad general del ambiente.

La santa está representada en éxtasis místico, en la transverberación que la colmaba de dicha y amor. Bernini la representó de acuerdo al siguiente texto de la propia Santa Teresa que se encuentra en el prólogo del Libro de la Vida:

«Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal… No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan… Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo de a gustar a quien pensare que miento… Los días que duraba esto andaba como embobada, no quisiera ver ni hablar, sino abrasarme con mi pena, que para mí era mayor gloria, que cuantas hayan tomado lo criado».

Santa Teresa aparece recostada, flotando suspendida en una nube que se funde con su ropaje de extraordinarios pliegues. Su expresión está representada como una dulce comunión del amor y el dolor que la están poseyendo, con la boca entreabierta y los ojos entrecerrados: sumisión y entrega total; una Pétite Morte dirían los franceses ante esta manifestación de un sublime arrobamiento. El ángel, que está flotando sobre el cuerpo de la santa, está a punto de clavar el dardo amoroso en su corazón y la contempla con la cabeza ladeada con una expresión de dicha y ternura. Detrás se disponen, como un telón de fondo, los rayos de luz divina hechos en bronce dorado sobre los cuales hay una ventana que filtra la luz exterior y los ilumina en un efecto de difuminado que ensalza la divinidad del acto amoroso.

Contemplando esta obra maestra, uno no puede dejar de pensar que Bernini superó la mera afectación barroca para ingresar a través de ella en el universo que sólo está reservado para los grandes místicos. En este mismo sentido, el poder entrever la gloria a través de la creación y contemplación del arte más sublime también está restringido a unos pocos espíritus que, como Bernini, han trascendido el mundo para convertirse en inmortales.    

Julián González


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