Esquina de Ciudad II, Alberto Giacometti, 1948. Bronce. Colección privada.

Giacometti - 1948Giacometti es, junto a Klee y Le Corbusier, uno de los más reconocidos artistas suizos del siglo XX. Destacó enormemente como pintor y, sobre todo, como escultor. Su primera etapa, en los años 30 del siglo XX, se caracterizó por su acercamiento al surrealismo; un acercamiento no demasiado entusiasta ni comprometido, en el que resalta su escultura “La bola suspendida”. Por esa época, Giacometti afirmó que no le interesaba dejar constancia de la materialidad y el proceso constructivo en sus obras; a él sólo le interesaban aquellas imágenes que llegaban “puras” a su espíritu y que realizaba únicamente como una materialización de las mismas. Luego vino el trauma de la guerra y la ocupación de Francia, país en el que se había establecido. Se empezó a relacionar con los grupos de intelectuales parisinos que permanecieron en la ciudad durante los años de ocupación como Jean Paul Sartre y su mujer Simone de Beauvoir, Albert Camús y Maurice Merleau-Ponty. Todos ellos, sobre todo Sartre, se convirtieron en el germen de las nuevas ideas filosóficas, especialmente el existencialismo, del que Giacometti se volvió un entusiasta.  

El existencialismo supuso para Giacometti una especie de revelación en lo que al arte y su actitud ante él se refiere. Basado en el individualismo, la carencia de esencias metafísicas, la soledad y el absurdo de la vida empezó a crear un arte incontestablemente atormentado. De esta época, la postguerra europea, que reconoció con congoja las miserias más grandes que el ser humano es capaz de hacer, nació esta proclama de reivindicación del vacío existencial del cual no se puede escapar.  El ser humano no tiene salvación porque ésta no existe, no hay un propósito para la vida que sea realmente trascendental, tan sólo el propósito que queramos asumir conscientemente para enfrentar esa “náusea” diría Sartre. Aun así, a mí me parece que Giacometti logró trascender el vacío gracias a la lucidez de su arte. “Si el mundo fuese claro, el arte no existiría” dijo Camús y en este sentido, las obras existencialistas de Giacometti nos dan luz sobre esa verdad que subyace detrás de la existencia: una verdad de soledad absoluta.

Esta escultura, que se realizó en la inmediata postguerra, muestra cinco figuras individuales. Digo “individuales” porque, a pesar de ser un conjunto, cada una de ellas muestra, sin mayores detalles, unas esbeltas figuras que asociamos con personas, con seres humanos en definitiva. Pero no son abstracciones, no son meramente arquetipos, no nos podemos identificar con ninguna de sus características intrínsecas que vemos reflejadas en nosotros porque sencillamente no son y no reflejan al “yo”. Cada uno de ellos es un “yo propio”, distinto al mío. Todos esos “yo” van caminando como si no se percatasen de la presencia de los otros, cada uno en su propio ser individual, en un entorno anónimo. Aunque parece que algunos de ellos van a encontrarse en la inexistente esquina a la que nos remite el título, da la sensación de que en realidad cada uno va a pasar de largo sin detenerse a considerar la presencia de los otros. Son como cinco universos invisibles, como cinco dimensiones que nunca van a coincidir. La grande y pesada base, que es una especie de rectángulo irregular (no podría ser un “auténtico rectángulo” porque entonces se volvería un ente abstracto) sujeta a las figuras como el suelo sujeta a las raíces de las plantas; además ninguna de esas formas humanas despega los pies de ese suelo pesado hecho de la misma materia que ellos.

La esbeltez y desproporción vertical de las figuras (otra de las características que diferencian a Giacometti de otros artistas), podrían remitirnos a  la obra de algunos demiurgos manieristas del siglo XVI como Parmigianino o Gianbologna, pero evocan sobre todo a las figuras que pintaba ese gran genio que era El Greco. Sin embargo, en las pinturas de este último, las esbeltas y verticales figuras se elevan como en un éxtasis místico hacia las alturas, hacia la vida ultraterrena donde aguardan los ángeles y santos, mientras que aquí permanecen ancladas a esa base que representa la vida misma, esta vida en la que estamos “irremisiblemente condenados a ser libres” dijo ¡cómo no! otra vez Sartre.

 

Julián González


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