Curso Preuniversitario Lenguaje y comunicación

 

Objetivos

 

Que el estudiante comprenda el propósito de la comunicación, los diferentes canales en los que se expresa y cómo utilizarlos de forma óptima, cumpliendo tanto con su intención comunicativa como con el formato que se requiera en cada uno de ellos.

 

Descripción

 

  • Durante el curso se trabajará en diferentes actividades, que ayudarán a los alumnos…

    • a expresarse en voz alta, de forma pertinente, clara y precisa;
    • a adquirir nuevos conocimientos mediante la lectura;
    • a escribir textos con claridad gramatical, corrección ortográfica y suficiencia temática, siguiendo la estructura requerida para el tipo textual (específicamente, de los textos académicos) de que se trate;
    • a comunicarse de forma congruente y correcta en los diferentes medios, logrando obtener la información, tanto de forma escrita como oral.

 

Estructura de una clase:

 

  • trivia ortográfica;
  • reporte oral de lectura (el escrito es entregado previamente);
  • tema de comunicación o expresión escrita;
  • discusión grupal o revisión de pares.

 

Programa

Sesión 1

Presentación de PAA. Comunicación y etiqueta

  • Reconocimiento de la estructura y los desafíos de una prueba PAA.
  • Identificación de las conductas comunicativas socialmente aceptadas y cómo ajustarse a ellas.

 

Sesión 2

Puntuación básica y organización de las ideas

  • Corrección de puntuación y organización de textos escritos.

 

Sesión 3

Opiniones, hechos y fuentes confiables

  • Distinguir la información objetiva y confiable de la que no lo es.

 

Sesión 4

Artículo de opinión

  • Exposición de argumentos, y aporte de datos y ejemplos para respaldar una opinión.

 

Sesión 5

Narración (tanto oral como escrita)

  • Estrategias narrativas para mantener la atención de la audiencia y tejer un discurso coherente.

 

Sesión 6

Ensayo académico

  • Construcción de una plantilla que cumpla con todos los lineamientos de formato del Manual de estilo Chicago-Deusto y otra con los de APA.
  • Escritura de un ensayo breve en el que se demuestre, en una copia, la aplicación de las normas del Manual de estilo Chicago-Deusto; y en otra, las de APA.

 

Actividades: seis reportes semanales de lectura y seis ejercicios ortográficos. (Todos consolidados).

 

 

Metodología

 

La metodología del curso consta de sesiones magistrales, en las que el docente presentará el tema por abordarse. De igual manera, se complementará con videos y lecturas opcionales. En los últimos minutos de cada sesión se dispondrá de tiempo para discutir sobre los temas y aclarar las dudas que hayan surgido.

 

Duración

 

  • Seis sesiones de una hora cada una. Una vez por semana.

 

Fecha y hora

 

  • Los sábados, del 06 de abril al 11 de mayo del 2024

  • De 11:00 a. m. a 12:00 p. m.

 

Inversión

 

  • Q1200 por participante

 

Estacionamiento, tarifa especial por sesión: Q40

 

Requisitos y procedimiento para inscripción

 

  1. Solicitar y llenar la ficha de inscripción, al correo educacion@ufm.edu
  2. Realizar el pago correspondiente.
  3. Enviar la siguiente información escaneada:
    • Fotocopia de DPI, pasaporte o partida de nacimiento.
    • Ficha de inscripción.
    • Constancia de pago.

 

 

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Curso Preuniversitario Biología

 

Descripción

El curso cuenta con seis ejes de enfoque. Estos son: método científico, introducción a la biología, teoría celular, genética, ecología y evolución. Durante el desarrollo del curso, el estudiante aprenderá la base teórica de cada uno de estos ejes, igual que sus aplicaciones en distintos campos.

 

Objetivos

 

Generales: 

 

Contribuir a que los participantes tengan un mayor conocimiento de los temas fundamentales de la biología y sean capaces de analizar datos para tomar decisiones sobre temas de las ciencias de la vida.

 

Específicos:

 

Que los participantes:

  • apliquen el método científico en sus investigaciones;
  • conozcan la historia, desarrollo y fundamentos de la biología;
  • conozcan las bases teóricas del funcionamiento de los genes y células;
  • expliquen los procesos biológicos fundamentales para la vida;
  • identifiquen el impacto del humano sobre su ambiente;
  • demuestren habilidades de pensamiento crítico.

 

Temas

 

 

  1. Método científico
  • Propiedades de la investigación científica y el sesgo
  • Breve historia y pasos del método científico
  • Comunidad científica (peer review)
  • Críticas
  1. Introducción a la biología
    • Historia de la biología
    • Bases químicas de la vida
    • Características de los seres vivos
    • Clasificación de los seres vivos
    • Mecanismos evolutivos y equilibrio Hardy-Weinberg
  2. Teoría celular
    • Estructura celular
    • Metabolismo
    • Respiración celular
    • Fotosíntesis
    • Comunicación celular
    • Ciclo celular
      • Fases
      • Regulación
      • Formación de tumores
      • Meiosis y formación de gametos
      • Diferencias entre células procariotas y eucariotas
  1. Genética
    • Herencia y leyes de Mendel
    • Bases moleculares de la herencia
      • Cromosomas y ADN
      • Reproducción sexual y asexual
    • Expresión genética
      • Regulación
      • Interacción gen-ambiente y epigenética
    • Cambios genéticos
      • Mutaciones: causas y tipos
      • Evolución y genética de poblaciones
      • Genómica y demás ciencias [¿…’]
    • Usos y aplicaciones
      • Organismos genéticamente modificados
      • CRISPR
      • Terapia génica
  1. Ecología
    • Biodiversidad
    • Nichos
    • Biomas
    • Nivel trófico
    • Especies clave
    • Poblaciones y migraciones
    • Ecología evolutiva
    • Relación con el medioambiente
      • Ciclos biogeoquímicos
      • Clima e impacto antropogénico
      • Conservación
  1. Evolución, aplicaciones y efectos culturales

 

Metodología

 

La metodología del curso consta de sesiones magistrales en las que el docente presentará el tema por abordarse. De igual manera, se complementará con videos y lecturas opcionales. En los últimos minutos de cada sesión se dispondrá de tiempo para discutir los temas y aclarar dudas.

 

Duración

 

  • Seis sesiones de una hora cada una. Una vez por semana.

 

Fecha y hora

 

  • Los sábados, del 06 de abril al 11 de mayo del 2024

  • De 12:00 m. a 1:00 p. m.

 

Inversión

 

  • Q1200 por participante

 

Estacionamiento, tarifa especial por sesión: Q40

 

Requisitos y procedimiento para inscripción

 

  1. Solicitar y llenar la ficha de inscripción, al correo educacion@ufm.edu
  2. Realizar el pago correspondiente.
  3. Enviar la siguiente información escaneada:
    • Fotocopia de DPI, pasaporte o partida de nacimiento.
    • Ficha de inscripción.
    • Constancia de pago.

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Curso Preuniversitario Estadística

 

Descripción

Durante el curso se formarán y desarrollarán los conceptos básicos de estadística descriptiva y la teoría de probabilidades y sus aplicaciones, con el fin de proporcionar a los estudiantes las herramientas para establecer modelos matemáticos que ayuden al proceso de toma de decisiones en diversas áreas.

 

Objetivos

 

Generales: 

 

Reforzar conceptos probabilísticos básicos que expliquen fenómenos aleatorios.

 

Específicos:

 

Al finalizar el curso el estudiante será capaz de:

  1. construir e interpretar tablas y gráficas;
  2. establecer de tendencia central, no central y de dispersión;
  3. utilizar técnicas de conteo;
  4. resolver problemas de probabilidad de un evento simple.

 

Temas

SESIÓN 1 – INTRODUCCIÓN A LA ESTADÍSTICA
Conceptos básicos: población, individuo y muestra
Tipos de variables
Representación gráfica de datos: gráficas de barras, de pastel, lineales, de puntos, histograma, polígono de frecuencias, de tallo y hoja

SESIÓN 2 – TABLAS DE FRECUENCIAS
Simple
Regla de Sturges
Agrupada en intervalos

SESIÓN 3 – MEDIDAS DE TENDENCIA CENTRAL
Media aritmética
Mediana
Moda

  • MEDIDAS DE TENDENCIA NO CENTRAL
    Deciles
    Cuartiles
    Percentiles
  • MEDIDAS DE DISPERSIÓN
    Varianza y desviación

SESIÓN 4 – TÉCNICAS DE CONTEO
Permutaciones lineales

  • RAZÓN, PROPORCIÓN Y PORCENTAJE
    Proporción directa, inversa y compuesta

SESIÓN 5 – LEYES DE PROBABILIDAD
Ley de La Place (un evento simple)
Ley de un evento independiente
Ley de un evento dependiente

SESIÓN 6 – EXAMEN DE PRUEBA
Evaluación de los temas vistos en el curso

 

Metodología

 

Docencia presencial una vez por semana. La metodología utilizada es participativa, a través de la resolución de ejercicios en clase y tareas en casa entregadas en clase. Además se realizará un examen prueba que ayudará al estudiante a evaluar su desempeño y comprensión de los temas vistos.

 

Duración

 

  • Seis sesiones de una hora cada una. Una vez por semana.

 

Fecha y hora

 

  • Los sábados, del 06 de abril al 11 de mayo del 2024

  • De 9:30 a. m. a 10:30 a. m.

 

Inversión

 

  • Q1200 por participante

 

Estacionamiento, tarifa especial por sesión: Q40

 

Requisitos y procedimiento para inscripción

 

  1. Solicitar y llenar la ficha de inscripción, al correo educacion@ufm.edu
  2. Realizar el pago correspondiente.
  3. Enviar la siguiente información escaneada:
    • Fotocopia de DPI, pasaporte o partida de nacimiento.
    • Ficha de inscripción.
    • Constancia de pago.

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Curso Preuniversitario Matemática

 

Descripción

Durante el curso se formarán y desarrollarán los conceptos fundamentales necesarios para que el estudiante refuerce su razonamiento matemático: mediante clases presenciales, ejercicios en clase y tareas que requieren que demuestre su habilidad para procesar, analizar y utilizar toda la información brindada, en la solución de problemas de aritmética y álgebra.   

Los conceptos y ejercicios incluidos en este curso están dirigidos a los estudiantes que desean poner en práctica estrategias de solución de problemas matemáticos que le ayuden a potenciar sus habilidades.

 

Objetivos

 

Generales: 

 

Procesar información, inferirla, demostrar y probar la solución, concluir, contrastar, argumentar y evaluar su razonamiento.

 

Específicos:

 

Al finalizar el curso el estudiante será capaz de:

  1. manejar los conceptos básicos de la matemática;
    2. usar las propiedades de los números y de las operaciones;
    3. usar ecuaciones o fórmulas;
    4. resolver un problema similar más simple y un problema equivalente;
    5. trabajar de atrás hacia adelante;
    6. identificar submetas.

 

Temas

 

  1. SESIÓN 1 – NÚMEROS REALES
    Propiedades
    Valor posicional
    Jerarquía de operaciones
    Factorización prima
    Criterios de divisibilidad
  1. SESIÓN 2 – CONCEPTOS BÁSICOS DEL ÁLGEBRA
    Expresiones algebraicas: evaluación, factorización y simplificación
    Inecuaciones/desigualdades lineales: propiedades, representaciones
  1. SESIÓN 3 – ECUACIONES
    Definición y grado de una ecuación
    Propiedades y reglas
    Ecuaciones lineales y sus diferentes tipos
  1. SESIÓN 4 – ECUACIONES DE SEGUNDO GRADO
    Factorización por diferencia de cuadrados
    Factorización de trinomios (binomio al cuadrado perfecto)
    Ecuaciones cuadráticas: cuando C es cero
    Ecuaciones cuadráticas: cuando B es cero
    Ecuaciones cuadráticas: cuando ninguno es cero (fórmula cuadrática)
  1. SESIÓN 5 – SISTEMA DE ECUACIONES
    Método de suma y resta
    Problemas de aplicación
  1. SESIÓN 6 – GEOMETRÍA
    Coordenadas cartesianas
    Área y perímetro de superficies planas
    Tipos de triángulos
    Teorema de Pitágoras
    Tipos de ángulos

 

Metodología

 

Docencia presencial una vez por semana. La metodología utilizada es participativa, a través de la resolución de ejercicios en clase (individual y en grupo) y tareas en casa entregadas en clase.

 

Duración

 

  • Seis sesiones de una hora cada una. Una vez por semana.

 

Fecha y hora

 

  • Los sábados, del 06 de abril al 11 de mayo del 2024

  • De 8:30 a. m. a 9:30 a. m.

 

Inversión

 

  • Q1200 por participante

 

Estacionamiento, tarifa especial por sesión: Q40

 

Requisitos y procedimiento para inscripción

 

  1. Solicitar y llenar la ficha de inscripción, al correo educacion@ufm.edu
  2. Realizar el pago correspondiente.
  3. Enviar la siguiente información escaneada:
    • Fotocopia de DPI, pasaporte o partida de nacimiento.
    • Ficha de inscripción.
    • Constancia de pago.

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«Los informantes » de Juan Gabriel Vásquez

 

 

 

 

La novela «Los informantes» de Juan Gabriel Vásquez ahonda en una complicada relación triangular entre el hijo periodista, el padre académico y la escritura. La trama es un intento de comprender las secuelas de la Segunda Guerra Mundial y cómo afectó a cierta parte de la sociedad colombiana. El conflicto entre el hijo y el padre se ve mediado por una mujer, que también contiene las claves de su origen y solución. 

La trama de «Los informantes» se desplaza con solvencia entre la vida imaginada de los personajes centrales y cierta parte de la historia de Colombia. Pareciera una exploración a profundidad de estas rivalidades y conflictos personales que sustentan cierta parte de la historia. En lo particular, me pareció curiosa la búsqueda de redención o condena del padre en el hijo. 

«Era ese el proceso el que me interesaba dejar por escrito: las razones por las que un hombre que se ha equivocado de joven intenta de viejo subsanar su error, y las consecuencias que ese intento puede tener en él mismo y en los que lo rodean: sobre todo, por encima de todo, las consecuencias que tuvo en mí, su hijo, la única persona en el mundo susceptible de heredar sus faltas, pero también su redención (p. 161)». 

Vásquez, Juan Gabriel. Los informantes. Barcelona, Alfaguara, 2016.  242 pp.

 
Reseña por Ronald Flores

 


«Coleccionista de polvos raros » de Pilar Quintana

 

 

La novela «Coleccionista de polvos raros» es una suerte de crónica de la educación sentimental de una chica que por una serie de vicisitudes intenta escapar de la clase baja de la que procede. El intento de ascenso social de Flaca sirve para explorar Cali y su cultura urbana, no limitada pero circunscrita al narcotráfico y su impacto sociopolítico.  

Esta novela parece formar parte de la primera etapa creativa de Quintana. La novela también narra una especie de triángulo amoroso entre los pretendientes de la Flaca, que simbolizan casi de una manera esquemática, las clases sociales en cuestión. A pesar de su aparente ligereza, es entretenida y tiene un lenguaje simple.  

«Para qué. La historia me la conocía como si la hubiera vivido en todas las otras vidas. Ser alguien, labrarse un futuro, conseguir un empleo, hacer unos pesos, tener lo que siempre he querido, ropa de marca, TV con pantalla plana, lo último en juguetes y tecnología, un marido, apartamento propio, una deuda a veinte años, responsabilidades y cuentas, dos hijos, dolor de cabeza, un perro, quince días al año de terapia desestresante en las apestadas playas de Cartagena…» (p. 41)

Quintana, Pilar. Coleccionista de polvos raros. Bogotá. Alfaguara, 2022. 199 pp.

 

Reseña por Ronald Flores.


«La perra» de Pilar Quintana

 

 

“La perra” de Pilar Quintana es una novela breve, intensa, inolvidable. Situada en un pueblo costero, parece la simple trama de una mujer que ha buscado quedar embarazada y sus relaciones con su pareja, otras personas y una perra. Además es una suerte crónica personal y crítica social acerca de las divisiones sociales en una playa que sirve tanto a los locales que viven ahí como a las familias acomodadas que llegan a recrearse. Por fortuna, no es sólo eso. 

Por un momento, se detiene en la muerte del pequeño Nicolasito, hijo único de una familia acomodada de Bogotá, mientras Damaris lo cuidaba. Es un descuido, un accidente. Pero la mirada de Damaris sobre este entorno es cambiante, como el oleaje. La historia no es como parece. Está poblada de una poderosa subcorriente, oculta bajo una superficie aparentemente en calma.

“En esos días la marea estaba alta de mañana, así que para comprar el pan de la perra Damaris tenía que levantarse a primera hora, cargar el canalete desde la cabaña, bajar las escaleras con él al hombro, empujar el potrillo desde el embarcadero, meterlo al agua, canaletear hasta el otro lado, amarrar el potrillo a una palma, llevar el canalete al hombro hasta la casa de alguno de los pescadores…” (p. 16)

Quintana, Pilar. La perra. España. Penguin Random House Grupo Editorial, 2019. 110 pp.

 


«Tocar a Diana» de Anacristina Rossi

 

 

“Tocar a Diana” de Anacristina Rossi es una provocativa novela que busca descubrir una intriga, que proviene de la infancia profunda. Aunque parece un diario de psicoanálisis y una saga familiar, se trata también de una investigación biográfica, de las motivaciones soterradas que sustentan la identidad de Diana, una mujer aventurera, intrépida, contemporánea. 

Varios de los dilemas existenciales y amorosos que Diana enfrenta se deben al contexto conservador en el que se desenvuelve, haciendo que la novela sea una historia personal y una crítica social a dicho entorno. Aunque se demora en ciertos pasajes eróticos, propios de una trama de educación sentimental, la búsqueda de la protagonista no se limita a la experimentación del placer o la liberación sexual. Es más bien una indagación de fundamentos, de las raíces profundas que sustentan comportamientos reiterados. 

En “Tocar la Diana”, la escritora costarricense Anacristina Rossi acaso ha logrado su novela más introspectiva. 

“Y así funcionan los afectos. Y créeme que es necesario que funcionen así. Una vez le preguntaron a un famoso psicoanalista qué era la salud mental. Y respondió: pasar a otra cosa” (p. 143)

Rossi, Anacristina. Tocar la Diana. México. Alfaguara, 2019. 208 pp.

Reseña por Ronald Flores.


«Lo que no tiene nombre» de Piedad Bonnett

Piedad Bonnett ha escrito un libro deslumbrante que transita entre el testimonio, la crónica familiar y la autobiografía. De alguna manera extraña, es similar pero distinto a esos dos clásicos contemporáneos que son “La ridícula idea de no volver a verte” de Rosa Montero y “The Year of Magical Thinking” de Joan Didion. Estas tres historias parecerían exploraciones acerca de la muerte pero lo son más bien de la más tenaz esperanza.

“Lo que no tiene nombre” de la escritora colombiana Piedad Bonnett narra la historia de una familia y el suceso trágico que los desgarra: la súbita muerte de Daniel, un talentoso artista en proceso de formación universitaria. Por momentos dudé si el protagonista es Daniel o la madre que ha tenido que encontrar el coraje extraordinario para seguir adelante después de la tragedia.

El lenguaje de Bonnett es depurado, el ritmo narrativo trepidante y los sucesos son apabullantes. El libro parece haber sido escrito con la deslumbrante lucidez que brinda el luto más profundo, debatiéndose entre el dolor y la esperanza.

“¿Esta la cotidianidad de Daniel abrumada por todos estos horrores? Me cuesta pensar que sí, porque, salvo en períodos de crisis -y estas fueron pocas, no más de cuatro-, lo recuerdo como un muchacho cualquiera, a veces un tanto adusto, talvez ensimismado, saliendo con sus amigos, riéndose de nuestras bromas, y en en sus tiempos más felices pintando hasta la madrugada en el cuarto que hacía las veces de estudio, mientras oía su música favorita” (p. 47).

Bonnett, Piedad. Lo que no tiene nombre. España; Alfaguara, 2013. 132 páginas.

Reseña por Ronald Flores.


Curso de Ortografía

 

Descripción

La escritura es un medio de comunicación que está presente en nuestras vidas, todo el tiempo. La usamos cuando escribimos un mensaje de texto o una publicación en una red social.Para desarrollar la escritura, redacción, composición o expresión escrita debemos avanzar en el aprendizaje de varios aspectos, tales como:  ortografía, vocabulario, complejidad sintáctica, coherencia y cohesión. 

Impartido por: Raquel Montenegro Muñoz, directora de la Academia Guatemalteca de la Lengua desde el 2018, catedrática de cursos de gramática en el diplomado en Lingüística  y de la maestría en Lingüística de la UFM.

 

Para alumnos de la UFM el curso equivale a 1 UMA  

Pregunta por el proceso de asignación al correo educacion@ufm.edu.

 

Objetivos

Generales

Contribuir a que los participantes apliquen las normas ortográficas y ortotipográficos vigentes.

Específicos

Que los participantes

  • apliquen las principales normas ortográficas para el uso de signos de puntuación, mayúsculas y acentuación en español;
  • conozcan algunos principios ortotipográficos necesarios para la redacción de textos;
  • interactúen con recursos digitales para la producción de textos.

Temas

  1. Normativa del español: la ortografía
    • Asociación de academias y normativa del español
    • Ortografía de la lengua española
    • Principales modificaciones
  2. Signos de puntuación
    • Punto
    • Coma
    • Punto y coma
    • Dos puntos
  3. Mayúsculas
    • Normas para usos de mayúsculas
    • Casos cuando se prefiere la minúscula
  4. Acentuación
    • Normas generales
    • Tilde diacrítica
  5. Números ordinales, cardinales y otros
  6. Abreviaturas, símbolos, siglas y acrónimos
  7. Ortotipografía
    • Tipos de letra
    • Clases de letra: letra redonda, cursiva, versalita, superíndice
    • Estilos tipográficos
    • Usos de espacios
    • Página: margen, encabezado, pie de página, numeración
    • Párrafos: sangría, tipos, interlineado
    • Títulos: formato
    • Notas y llamadas
    • Cuadros y tablas

 

Metodología

La metodología utilizada es participativa, a través de los talleres como procedimiento de trabajo. Además, en el tratamiento de los contenidos se toman en cuenta las herramientas propias de la didáctica de la redacción y la ortografía. Los participantes contarán con un material de apoyo que incluye múltiples ejercicios para desarrollar los temas del curso.

Los talleres se desarrollan en seis sesiones de trabajo; cada estructura en dos partes; una expositiva y la otra, práctica. En la primera, la docente del curso desarrolla los  contenidos y los ejemplifica; en la segunda, cada participante aplica los temas dados. 

 

 

 

Duración

  • Seis sesiones de dos horas y media cada una. Una vez por semana.

Fecha y hora

  • Los sábados, del 03 de febrero al 09 de marzo  de 2024.
  • De 11:00 a. m.  a 1:30 p. m.

Inversión

  • Q1200 por participante

Estacionamiento, tarifa especial por sesión: Q40

 

Requisitos y procedimiento para inscripción

  1. Solicitar y llenar la ficha de inscripción,  al correo educacion@ufm.edu.
  2. Realizar el pago correspondiente. 
  3. Enviar por correo la siguiente documentación:
  • Fotocopia de DPI, pasaporte o partida de nacimiento.
  • Ficha de inscripción.
  • Constancia de pago.
 



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Curso de Redacción

 

Descripción

En este curso se proporcionarán las herramientas para hacer de la comunicación un proceso eficiente que ayude a pensar, producir ideas y expresarlas en diversos formatos (impresos y digitales). El curso incluirá orientación para organizar las ideas según el tipo de texto y la forma de enlazar las ideas expresadas en el escrito. También se practicará el uso de recursos informáticos que ayuden al redactor a resolver dudas sobre escritura. Además, se orientará a los participantes en cómo variar el texto según el lector esperado (legibilidad).

Impartido por: Raquel Montenegro Muñoz, directora de la Academia Guatemalteca de la Lengua desde el 2018, especialista en enseñanza de la lectura y la escritura, lingüista especializada en lexicografía hispánica; además, catedrática de cursos de gramática en el diplomado en Lingüística y de la maestría en Lingüística de la UFM.

 

Para alumnos de la UFM el curso equivale a 1 UMA.

Pregunta por el proceso de asignación y solicita la ficha de inscripción, al correo educacion@ufm.edu

Objetivos

 General: 

Contribuir a que los participantes apliquen los fundamentos de la redacción y de la gramática necesarios para comunicarse por escrito.

Específicos:

Que los participantes

  • practiquen la redacción de párrafos coherentes y cohesionados;
  • redacten oraciones siguiendo el orden lógico del idioma;
  • practiquen la redacción de diversos textos, respetando la estructura correspondiente;
  • utilicen las palabras de enlace en la redacción de párrafos;
  • interactúen con recursos digitales para la redacción de textos.

 

Temas

  1. Introducción a la redacción.
  2. Redacción de párrafos narrativos y descriptivos.
  3. Identificación de la idea principal.
  4. Redacción de párrafos a partir de una idea principal: expositivos y argumentativos.
  5. Redacción de diversos tipos de textos:
    1. Redacción de argumentos.
    2. Redacción de hechos.
    3. Redacción de opiniones.
  1. Estructura de los textos según el propósito del escrito y lector esperado.
  2. Redacción de cartas/oficios en formato impreso y electrónico: estructura, formas de cortesía, propósito, formato.
  3. Combinación de palabras para formar oraciones según el orden lógico del español.
  4. Combinación de oraciones en español.
  5. Aspectos gramaticales necesarios en la redacción clara: 
    1. infinitivo, gerundio y participio;
    2. concordancia;
    3. expresiones con grafías problemáticas: donde/a dónde/adónde; porque/por qué/ porqué; sino/si no.
  6. Utilización de palabras de enlace para unir oraciones y párrafos.
  7. Adecuación del texto según el lector esperado (legibilidad).
  8. Uso de recursos digitales para determinar legibilidad.
  9. Uso de diccionarios y otros recursos en versión digital para redactar.

 

Metodología

La metodología utilizada es participativa, a través de los talleres como procedimiento de trabajo. Además, en el tratamiento de los contenidos se toman en cuenta las herramientas propias de la didáctica de la redacción. Los participantes contarán con un material de apoyo que incluye múltiples ejercicios para desarrollar los temas del curso.

Los talleres se desarrollan en seis sesiones de trabajo; cada estructura en dos partes; una expositiva y la otra, práctica. En la primera, la docente del curso desarrolla los contenidos y los ejemplifica; en la segunda, cada participante aplica los temas dados. Una de las sesiones de trabajo será a distancia para abordar la escritura en medios digitales.

 

 

 

Duración

  • Seis sesiones de dos horas y media cada una. Una vez por semana. Una de las sesiones en modalidad virtual

Fecha y hora

  • Los sábados del 03 de febrero al 09 de marzo del 2024
  • De 8:00 a. m. a 10:30 a. m.

Inversión

  • Q1200 por participante

Estacionamiento, tarifa especial por sesión: Q40

 

Requisitos y procedimiento para inscripción

  1. Solicitar y llenar la ficha de inscripción, al correo educacion@ufm.edu
  2. Realizar el pago correspondiente.
  3. Enviar la siguiente información escaneada:
    • Fotocopia de DPI, pasaporte o partida de nacimiento.
    • Ficha de inscripción.
    • Constancia de pago.
 



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«Los abismos» de Pilar Quintana

Los abismos de Pilar Quintana ofrece una excelente mirada a la vida pública y las pasiones ocultas de una joven mujer casada, narrada de una manera aparentemente sencilla y cautivante. En cierta forma, la novela se construye con las cavilaciones de Claudia, la hija de una Madame Bovary contemporánea, en un tono cercano a las crónicas sociales de la época.

El estilo sencillo de “Los abismos”, y hasta en apariencia inocente, puede resultar engañoso porque la trama aborda una compleja problemática moral, en un contexto de miras sociales estrechas y asfixiantes. Como en la metáfora que da título al libro, la narrativa también transita al borde de ciertos abismos: los sociales, los familiares, los personales.

La narrativa de Quintana es sumamente efectiva para transmitir esa sensación de resquebraje que inunda a los personajes envueltos en una trama social que acaso avanza a toda velocidad hacia el precipicio. La novela “Los abismos” de Pilar Quintana obtuvo el premio Alfaguara en 2021.

“Esa noche el sueño no me agarró con fuerza ni logró hundirme en las profundidades, donde todo es blando y uno se pierde del mundo, sino que me dejó en un limbo, que era como dormir despierta, atrapada en el espacio diminuto entre los párpados cerrados y los ojos” (p. 228)    

Quintana, Pilar. Los abismos. México. Alfaguara, 2021. 248 pp.

Reseña por Ronald Flores.


Los abismos de Pilar Quintana

El estilo sencillo de “Los abismos”, y hasta en apariencia inocente, puede resultar engañoso porque la trama aborda una compleja problemática moral, en un contexto de miras sociales estrechas y asfixiantes. Como en la metáfora que da título al libro, la narrativa también transita al borde de ciertos abismos: los sociales, los familiares, los personales.

La narrativa de Quintana es sumamente efectiva para transmitir esa sensación de resquebraje que inunda a los personajes envueltos en una trama social que acaso avanza a toda velocidad hacia el precipicio. La novela “Los abismos” de Pilar Quintana obtuvo el premio Alfaguara en 2021.

“Esa noche el sueño no me agarró con fuerza ni logró hundirme en las profundidades, donde todo es blando y uno se pierde del mundo, sino que me dejó en un limbo, que era como dormir despierta, atrapada en el espacio diminuto entre los párpados cerrados y los ojos” (p. 228)    

Quintana, Pilar. Los abismos. México. Alfaguara, 2021. 248 pp

Reseña por Ronald Flores.


«21 secuencias poéticas» de Clara Fernández

En el poemario «21 secuencias poéticas», Clara Fernández nos ofrece un intenso viaje emocional, de pasión desbordada y esmerado uso del lenguaje que linda entre la prosa y la poesía. Cada una de las secuencias intenta captar ese fogoso y elusivo instante de emoción. 

Los títulos son cifras que acaso encierran una relación cercana con los eventos personales suscitados en la fecha y en el horario al que aluden, convirtiendo el texto en una suerte de biografía velada. Son textos que en ocasiones parecerían compuestos al fragor de los mensajes instantáneos que buscan registrar emociones perdurables.  
 
Fernández invita a experimentar estas 21 secuencias poéticas, que reclaman singularidad en la multiplicidad de eventos y emociones que conjugan de una manera intensa y memorable.
 
Clara Fernández obtuvo una licenciatura en administración de empresas en la Universidad Francisco Marroquín y una maestría en gestión de proyectos en la Universidad del Valle de Guatemala. Es autora de otros libros de poesía, como «Manual de sombras».
 
Fernández, Clara. 21 secuencias poéticas. Guatemala: Editoriales Capiusa, 2022. 
 
Reseña por Ronald Flores


«Nacido el 20 de octubre. Novela histórica» de Carlos Sabino

La novela «Nacido el 20 de octubre» de Carlos Sabino es una mirada íntima a la vida política de Guatemala durante el siglo XX. Sabino ha escrito abundantemente sobre la historia de Guatemala, particularmente en la de dicho siglo, y esta obra de ficción de alguna manera viene a complementar aquel esmerado trabajo para ahondar en lo que realmente sucedió en nuestra historia.

En la primera parte, la narración sigue las vicisitudes de Hans, quien llega a la ciudad de Guatemala procedente de Suiza, huyendo de la Segunda Guerra Mundial, un 19 de octubre de 1944. Viene en búsqueda de su hija Anna, quien le ha dado tres nietos. Anna llegó a Guatemala siguiendo a Joseph, su prometido, cuyo tío había venido para trabajar en los ferrocarriles y en una finca de café. Acá, Hans experimentará una suerte de segunda vida, por lo cual su arribo también es una especie de renacimiento. 

A semejanza de lo que ocurre con la famosa novela «Los hijos de la medianoche» de Salman Rushdie, ese mismo día, mientras se gesta la Revolución de Octubre, nacen Jorge, Alfredo y Álvaro. La vida de estos hombres, verdaderos hijos de la Revolución, nos servirá para ahondar en algunos de los principales sucesos de la segunda parte del siglo XX, particularmente la clandestina vida rebelde. Cristina, la nieta de Hans, quien se enamora de Alfredo, es el hilo conductor entre estas dos narrativas, entre estas dos mitades de dicho siglo.

El destino de estos jóvenes estudiantes se parece más a la amplia experiencia de la clase media guatemalteca, que la retratada en las novelas de este período histórico que tuvieron algo de fama hace algunos años. Pienso en la épica fallida que intentaron «Los Compañeros» de Marco Antonio Flores o «Los demonios salvajes» de Mario Roberto Morales, cuyos protagonistas no lograron resolver el dilema rebelde de una manera sencilla, como lo hizo la mayoría de la población. Más bien ahondaron en el autoritarismo de la militancia, que se dio en la penumbra de la clandestinidad, antes que adentrarse en la incertidumbre de la democracia. 

Me parece que la historia más íntima de esta novela es la de Hans. Acá el autor se permite detenerse para que el personaje y sus dilemas cobren vida antes nuestros ojos. Este personaje, que se me hace muy cercano, es el principal logro de esta novela. A través de él se descubre cierto «sueño guatemalteco», que para algunos pudo ser esta patria que descubrieron apacible y hospitalaria, detrás de la bruma, en las montañas. 

No podemos olvidar que miles de personas que vinieron a estas tierras huyendo de tantas guerras, buscando un mejor oportunidad económica que la que dejaron atrás, en contextos aún más enfrentados y aún más desesperanzados. Aquí, con nosotros, en nuestras expresiones idiosincráticas, como  «el fíjese que» y «no tenga pena», encontraron «el buen provecho» que nunca pensaron que andaban buscando. 

A veces damos por sentado que lo mejor que nos podría pasar es irnos lo más lejos posible, buscar mejor fortuna en otras tierras. De pronto, olvidamos que habitamos una tierra prometida, para otros. Acaso vivimos en el paraíso, sin darnos cuenta. 

Miles de personas tal vez vinieron para mientras, pensando que iban de paso hacia otra parte. De pronto, casi sin percatarse, se fueron quedando hasta hacer de este rincón en el mundo, su domicilio permanente, su patria adoptiva. Algunos hasta se han adoptado a sí mismos como chapines, guatemaltecos honorarios.

A todos aquellos que encontraron en Guatemala el hogar que andaban buscando, bienvenidos y enhorabuena. Esta historia se parece a la de ustedes. Gracias Carlos por escribirla y dejar constancia.

Reseña por Ronald Flores.


«Mi historia de amor con el arte moderno» de Katharine Kuh

 

Los ensayos que componen “Mi historia de amor con el arte moderno” (2006) de Katherine Kuh (1905-1994) ofrecen una mirada íntima acerca del arte moderno y algunos de sus artistas más reconocidos. Kuh, quien fue una importante curadora y también dueña de galería de arte, mezcla la erudición del ensayo académico con la cercanía del trato personal con los artistas, lo cual brinda un conocimiento profundo y cercano. 

Kuh brinda una perspectiva humana, sin esnobismo o pretensión, que acerca al lector a esta intensa etapa del arte estadounidense, principalmente, aunque siempre atenta a ese permanente diálogo intercontinental que es el arte occidental. Sus intereses artísticos no sólo se centraron en Estados Unidos y Europa. También introdujo algunos destacados artistas latinoamericanos, como el bien recordado Carlos Mérida, al ámbito global del arte moderno.    

Considero que el prólogo y los dos primeros capítulos del libro son los mejores. Aún así, disfruté mucho del resto, en particular los de Van Gogh, Mark Rothko, Isamu Noguchi y Edward Hopper. Sin embargo, no me esperaba descubrir el ensayo sobre Alfred Jensen, un artista de padres europeos, que nació en Guatemala y que no había visto mencionado en la historiografía de arte local. 

“Toda esa historia nos induce a pensar que el estudio del arte se encuentra en una especie de equilibrio inestable entre el conocimiento y la intuición, siendo ambas cosas obligatorias. Ninguna de las dos funciona fidedignamente sin la otra. En materia de arte no existe el absoluto” (p.81). 

Reseña por Ronald Flores.


«Rivalidades. Duelos políticos que han marcado nuestra historia» de Roberto Ardón

«Rivalidades» de Roberto Ardón es un ensayo de interpretación acerca de algunos de los duelos políticos más llamativos de la historia de Guatemala, que abarcan distintas épocas que van desde los primeros años de la república hasta nuestros días. Con una visión objetiva y desapegada, Ardón ofrece un oportuno y valioso análisis de algunos de estos enfrentamientos ideológicos o personales que se dirimieron en la escena política y que tuvieron una repercusión profunda en nuestra sociedad. 

El elegante método expositivo que ofrece Ardón permite comprender el contexto general y los motivos personales, que normalmente fueron librados de manera pública en su momento, que desencadenaron en estos conflictos significativos. La aproximación mesurada y didáctica que brinda el autor facilita la comprensión de estos momentos históricos y las polémicas que generaron. Es de agradecer que no se exponen los conflictos para exacerbarlos sino para comprenderlos, por medio de un abordaje profesional, de altura. 

Roberto Ardón optó por exponer seis rivalidades que marcaron época, desde Rafael Carrera y Francisco Morazán hasta Ivan Velásquez y Alvaro Arzú. Al concluir la lectura del ensayo, la reacción inmediata que se tiene es querer saber más. La aproximación metódica que practica Ardón se convierte en una afortunada motivación a seguir explorando estos conflictos con mayor profundidad o bien extenderse hacia otros duelos que también merecen este tipo de reflexión detenida. Acaso esta es la segunda virtud de este ensayo, la invitación para seguir indagando acerca de nuestra historia. 

En síntesis, «Rivalidades» de Roberto Ardón nos ofrece una lectura interesante de distintos conflictos que marcaron nuestra historia, de una manera adecuada y elegante. 

«La rivalidad es el estado natural de las cosas en el mundo político. Todo proceso de decisión siempre lleva aparejada la discusión y el debate de distintas posiciones, usualmente contrapuestas. Así que ejemplos de luchas políticas son muchas y todas ellas, por supuesto, interesantes. No obstante, este libro selecciona aquellas rivalidades que por la naturaleza de los temas discutidos y por el carácter o la audacia de las actuaciones de los líderes involucrados, han representado un punto de inflexión en nuestra historia» (p.17).

Ardón, Roberto. Rivalidades. Duelos políticos que han marcado nuestra historia. Guatemala: SET, 2023. 200 páginas.

Reseña por Ronald Flores


«Sobre los huesos de los muertos» de Olga Tokarczuk

 

“Sobre los huesos de los muertos” (2009) de Olga Tokarczuk (Polonia, 1962) es una memorable novela, que se desarrolla en una remota aldea rural en la cual se suceden una serie de muertes extrañas que acaso tenga alguna relación con la corrupción local o la defensa del medio ambiente. 

 

La protagonista de la novela, a quien no le gusta su nombre así que no lo mencionaré, es una entrañable ermitaña contemporánea, que vive en una cabaña intentando estar más cerca de la naturaleza que de la civilización. Es ella quien nos presenta a un heterogéneo grupo de aldeanos y personas relacionadas con la aldea, a quienes nombra, y nos guía a través de los bosques circundantes, presentándonos la fauna del lugar, entre la que destaca los corzos y los zorros. Fue ingeniera de caminos y es maestra de inglés en la escuela local. En su tiempo libre, se entretiene ayudando a su amigo a traducir al poeta inglés William Blake y a estudiar astrología.

 

La historia se va complicando a medida que se suceden los crímenes, asumiendo en ocasiones una lógica que se asemeja a la novela policial pero que a la vez podría ser su discreta parodia. De la mejor manera, me recordó a “El nombre de la Rosa” de Umberto Eco, sólo que mejor lograda por la brevedad. Realmente los monólogos de la protagonista son lo extraordinario de esta novela simple y a la vez profunda. 

 

“No, no, la gente en nuestro país no tiene la capacidad de asociarse y de crear una comunidad, ni siquiera bajo la bandera de… Es un país de individualistas neuróticos de los que todos y cada uno de ellos por separado, cuando se encuentran en medio de los otros, empiezan a dar lecciones, a criticarlos, a ofenderlos y a mostrarles su indudable superioridad” (p.167).

 

 Reseña por Ronald Flores.
 


«Todo cuanto amé» de Siri Hustvedt

La novela “Todo cuanto amé” (2003) de Siri Hustvedt (Minnesota, 1955) trata sobre la vida del historiador de arte Leo Hertzberg, su amistad con el artista visual William Weschler, y la vida familiar de ambos. Es una novela compleja, erudita y lírica, que también aborda la escena artística de Nueva York en la última mitad del siglo pasado. De alguna manera, sirve para mitificar aquel espacio y tiempo como especialmente fundamental para comprender el arte contemporáneo.  

 “Todo cuanto amé” de Hustvedt es una memorable novela acerca de la madurez y las ilusiones pérdidas (ese grandísimo tema tan bien abordado en la novela homónima de Balzac). Encuentro razonable que otros lectores la han llamado un “tour de force” narrativo, en especial la manera en que se sumerge en los aspectos difíciles del arte. Es, también, de alguna manera, la educación sentimental del protagonista, aunque pareciera que lo fuera de Mark. Aunque a veces se inclina por narrar la vida profesional, es realmente la historia familiar la que centra el relato, en particular, lo que podríamos denominar la vida secreta de estos personajes.

Destaca la forma en que esta novela aborda este aspecto de la vida de los protagonistas. Como lector, me pareció extraña la proximidad o intimidad entre el historiador del arte y el artista visual, como si fuese una sola persona desdoblada. O esa suerte de transmutación espiritual entre Matt y Mark que sucede en ese momento impreciso entre la niñez y la adolescencia. O esa especie de difuminación o condensación entre Erica y Violet. La escritora Hustvedt sabe aludir a los hechos y situaciones que fundamentan la superficie narrativa y sabe fundirse con la niebla nocturna que rodea esta historia.

La novela fue publicada hace casi dos décadas. La busqué después de la trágica muerte del hijastro de la escritora sucedida en abril de este año, porque de alguna manera actualiza algunas alusiones que críticos consideraron importantes en aquel entonces. Leyendo esta ficción en esa clave, esta historia doméstica resulta aún más conmovedora. 

Siri Hustvedt estudió en la Universidad de Columbia. Ha escrito ensayos y novelas. Sus obras han obtenido premios importantes, entre ellos el Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2019.

Reseña por Ronald Flores


«Seis formas de morir en Texas» de Marina Perezagua

La novela “Seis formas de morir en Texas” (2019) de Marina Perezagua (Sevilla, 1978) es un ingenioso cruce de historias familiares y crímenes, vinculados por un trasplante de corazón. La novela sirve también como una denuncia en contra del tráfico de órganos y la pena de muerte. 

El hecho central de la novela sucede en Austin, capital de Texas, lo cual fue lo que originalmente me llamó la atención, pensando que la trama estaría relacionada con esta peculiar ciudad. No obstante, hay sucesos que ocurren en China. A la vez, parte de la historia se cuenta en forma de epístolas, que Robyn, una prisionera que ha sido condenada a muerte, le escribe a Zhao, alguien con quien supuestamente sostiene una relación romántica. Estas historias, aparentemente disímiles, se atan a partir de una creencia demasiado común: el corazón de una persona alberga su espíritu (o shen, según la novela).

He de reconocer que la novela no era lo que esperaba. Sin embargo, se arriesga a intentar una historia con alcance internacional, escrita en español aunque ninguno de los personajes centrales sea de procedencia hispanoamericana. La novela ahonda en el aspecto oscuro, metafísico, del trasplante de órganos, en especial del corazón. Alguien recibe un trasplante de corazón. Un nuevo corazón palpita en su pecho. Creo que cualquiera que haya estado cerca de una situación de donación o trasplante de órganos se preguntaría acerca de la vida previa de dichos órganos. Es extraño cómo la vida continúa, de cierta forma, después de la muerte (del donante). 

“… era su creencia… pensar que la muerte no se culmina hasta que el corazón entrega su último latido; por tanto, encerrar el alma de una persona en el pecho de otra persona desconocida le parecía una sentencia muy superior en su dureza a la sentencia de muerte. Por ello mi padre, aún antes de llegar a creer del todo la práctica de las extracciones en serie, destinó su vida a un único propósito: encontrar el corazón de mi abuelo, y detenerlo allí donde latiera para poder honrar su corta vida y su largo acabamiento” (p.268).

Marina Perezagua es historiadora del arte por la Universidad de Sevilla y doctora en Filología por la State University of New York. También ha publicado las novelas “Yoro”, que obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, y “Don Quijote de Manhattan”.

Reseña por Ronald Flores


«Seis formas de morir en Texas» de Marina Perezagua

 

 

La novela “Seis formas de morir en Texas” (2019) de Marina Perezagua (Sevilla, 1978) es un ingenioso cruce de historias familiares y crímenes, vinculados por un trasplante de corazón. La novela sirve también como una denuncia en contra del tráfico de órganos y la pena de muerte. 

El hecho central de la novela sucede en Austin, capital de Texas, lo cual fue lo que originalmente me llamó la atención, pensando que la trama estaría relacionada con esta peculiar ciudad. No obstante, hay sucesos que ocurren en China. A la vez, parte de la historia se cuenta en forma de epístolas, que Robyn, una prisionera que ha sido condenada a muerte, le escribe a Zhao, alguien con quien supuestamente sostiene una relación romántica. Estas historias, aparentemente disímiles, se atan a partir de una creencia demasiado común: el corazón de una persona alberga su espíritu (o shen, según la novela).

He de reconocer que la novela no era lo que esperaba. Sin embargo, se arriesga a intentar una historia con alcance internacional, escrita en español aunque ninguno de los personajes centrales sea de procedencia hispanoamericana. La novela ahonda en el aspecto oscuro, metafísico, del trasplante de órganos, en especial del corazón. Alguien recibe un trasplante de corazón. Un nuevo corazón palpita en su pecho. Creo que cualquiera que haya estado cerca de una situación de donación o trasplante de órganos se preguntaría acerca de la vida previa de dichos órganos. Es extraño cómo la vida continúa, de cierta forma, después de la muerte (del donante). 

“… era su creencia… pensar que la muerte no se culmina hasta que el corazón entrega su último latido; por tanto, encerrar el alma de una persona en el pecho de otra persona desconocida le parecía una sentencia muy superior en su dureza a la sentencia de muerte. Por ello mi padre, aún antes de llegar a creer del todo la práctica de las extracciones en serie, destinó su vida a un único propósito: encontrar el corazón de mi abuelo, y detenerlo allí donde latiera para poder honrar su corta vida y su largo acabamiento” (p.268).

Marina Perezagua es historiadora del arte por la Universidad de Sevilla y doctora en Filología por la State University of New York. También ha publicado las novelas “Yoro”, que obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, y “Don Quijote de Manhattan”.

Reseña por Ronald Flores


El Nacimiento de Venus – Paulina Castañon

El Nacimiento de Venus

Paulina Castañon

A lo lejos, en las profundidades del mar, se va creando una espuma; producto de un desgarrador encuentro. Céfiro y su esposa soplan levemente, haciendo levitar el cuerpo de esta creación por las ondas del mar, hasta llevarla a las playas de la isla Chipre, donde la esperan las estaciones coronadas de oro y exultantes de alegría. La visten con un traje perenne, le adornan los rubios cabellos de su melena. La conducen al Olimpo donde es presentada a la asamblea de los dioses. Se genera una gran conmoción y admiración en los presentes, el mundo nunca había presenciado jamás aquella seductora y graciosa hermosura que acababa de nacer. Así fue el nacimiento de Venus.

A continuación, narraré la historia del genio detrás de esta pintura. El nacimiento de Venus marca un antes y un después en la historia del arte, así que contestaremos a la pregunta ¿Por qué es tan famoso El nacimiento de Venus de Sandro Botticelli? Comenzaré dando una introducción al contexto histórico de la época, seguido por la descripción del cuadro, luego se mostrarán las influencias que tiene en la actualidad y por último expondré mis conclusiones.

Era 1945, en Florencia, Italia. Se vivía un cambio de pensamiento, tanto política como artísticamente. Los Médici gobernaban la ciudad; patrocinaban a los mejores artistas para que estos decoraran sus cortes y palacios con su arte. Alessandro di Mariano di Vanni Filipepi, mejor conocido como Sandro Botticelli, quien recibiera el apodo de su hermano mayor, Giovanni, cuya obesidad provocó que se llamara Botticelli (tonelete en español) a todos los miembros de su familia; fue uno de los primeros pintores protegidos de la familia Médici. Su estilo pertenece al Quattrocento italiano y también es parte de la tercera generación cuatrocentista, encabezada por Lorenzo de Médici el Magnífico y Angelo Poliziano.

No se sabe con exactitud cuando fue pintada El Nacimiento de Venus, es muy probable que la obra haya sido encargada por un miembro de la familia Médici. No hay nada escrito sobre la pintura antes de 1550, cuando Giorgio Vasari la describe en la Villa de Castello de los Médici, propiedad de la rama cadete de la familia Medici desde mediados del siglo XV. Esta hipótesis nace de los naranjos del cuadro, considerados un emblema de la dinastía Médici, por la asonancia entre el apellido y el nombre del naranjo, que en ese momento era “mala médica”.

Como su nombre lo indica, El nacimiento de Venus muestra a la recién nacida Venus, la diosa romana asociada con el amor y la belleza. Desnuda en una concha de vieira gigante, está rodeada por tres figuras de la mitología clásica. Céfiro, Cloris y Flora son los otros personajes dentro de la obra. Juntos, Céfiro y Cloris empujan a Venus hacia la orilla con su aliento, mientras Flora espera en la orilla para cubrirla con un manto. El contraposto de Venus se podría comparar con las esculturas helenísticas griegas, lo que nos lleva a recalcar que su importancia en este tiempo se debe a que trae a la mitología griega nuevamente al arte. Antes del Renacimiento, el mundo venía de un arte plenamente cristiano, atado a la religión, pero en este cuadro se muestra la desnudez, la resurrección de la naturaleza y el nacimiento del hombre, ya no de Cristo.

Hoy en día, El Nacimiento de Venus es reconocida como una de las obras de arte más icónicas de la historia. Presente en diversos formatos, desde parodias artísticas, reelaboraciones como la realizada por Tomoko Nagao y por Andy Warhol, videos musicales pop (Lady Gaga, Nicky Minaj, etc.), en series de dibujos animados como Los Simpsons, hasta en tatuajes inspirados en obras maestras. Su papel perdurable en la cultura popular y el arte contemporáneo es tan prevalente como su lugar en la historia del arte.

En conclusión, el Renacimiento siempre está presente, los estándares de belleza griegos regresan cada cierto tiempo, es una belleza idealizada que no puede ser olvidada. Podríamos comparar a esta Venus como la nueva representación de la Virgen, de una manera pagana y mitológica. Elegí analizar este cuadro porque me gusta la manera en que la mujer comienza a ser representada. Es hermosa en cuerpo y alma, es una mujer ideal y bella, pero al final es humana, no una entidad religiosa o un ángel. Esta pintura representa el comienzo de un gran legado en el mundo del arte y un ícono que se continúa replicando en la actualidad.

Anexos:

 

El nacimiento de Venus; Sandro Botticelli.

 

Reinterpretación de Andy Warhol del cuadro “el nacimiento de Venus” de Botticelli

Referencias

 

 


Mañana me verás y seré un extraño: una biografía periférica de Enrique Gómez Carrillo (1873-1927) de Rodrigo Fernández Ordóñez

Este libro de Rodrigo Fernández Ordóñez documenta la investigación minuciosa y documentada que emprendió para comprender la vida y la obra de Enrique Gómez Carrillo, uno de los guatemaltecos más famosos de todos los tiempos. Seguirle la pista a Gómez no es tarea fácil. Ha sido uno de los escritores más prolíficos de Centro América, sin duda de Guatemala. Gómez Carrillo elaboró varios libros de viajes, que comprenden distintos lugares del globo, como Grecia, Japón, Tierra Santa y Buenos Aires. 

 

Como pocos, Gómez Carrillo salió de Guatemala en busca de hacerse un camino por el mundo, un camino propio, en el ámbito de las letras. De alguna manera, fue nuestro primer «Rock Star».  Fue periodista y novelista. Se le ha llamado «Príncipe de los cronistas». Su estela ha intrigado a varios de los escritores más ilustres del país, como Rubén Darío, Miguel Ángel Asturias y ahora Rodrigo Fernández.

 

Fernández nos presenta a Gómez Carrillo en doce ensayos, extensamente documentados, con abundantes citas que lo sustentan. Además ha elaborado una cronología indispensable para el estudio de Gómez Carrillo y la literatura centroamericana de esa época. Estamos ante un trabajo académico de profundidad y de interés. Por ello, recomendamos altamente la lectura de este valioso libro.

Pueden leer acá el primer capítulo:

https://educacion.ufm.edu/la-importancia-de-llamarse-enrique-gomez-carrillo-o-el-cronista-es-el-centro-de-la-historia/

 
 


Maestría en Lingüística y Literatura Contemporánea

 

Es un programa de dos años de duración dividido en ocho de trimestres iniciando en abril del  2022 y completando el pensum de estudios en marzo del 2024. Está conformado por 21 cursos que hacen un total de 44 UMAs.

Este programa ofrece una formación teórica y metodológica en el análisis lingüístico y literario partiendo de la importancia del lenguaje como medio de relación social y medio de transmisión de ideas. Brinda también una ampliación profesional y una familiarización temática para quienes tengan un interés particular en la materia.

El programa académico ofrece la oportunidad para que el estudiante los dos años de estudio pueda obtener triple titulación, cada una en Lingüística y Literatura Contemporánea.

  • Diplomado
  • Posgrado
  • Maestría

 

Horario

Sábados de 7:00 a. m. a 3:00 p. m. 

 

Requisitos y procedimiento para inscripción

  1. Presentar la siguiente documentación al Departamento de Educación, Edificio Académico, cuarto piso, oficina D-406, Universidad Francisco Marroquín. Teléfono 2338-7794.
  • Fotocopia de título de nivel medio aprobado por el Ministerio de Educación de Guatemala.
  • Fotocopia del título de nivel licenciatura.
  • Una fotografía reciente tamaño cédula.
  • Fotocopia de DPI,  pasaporte o partida de nacimiento.
  1. Llenar ficha de inscripción, que se le proporcionará en el Departamento de Educación.
  2. Realizar el pago por primera emisión de carné, en caso de ser estudiante de primer ingreso; o renovación de carné, en caso de ser estudiante activo de la UFM.  

Más información

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Curso Preuniversitario

 

Descripción

Este es un curso creado para brindarle al estudiante un refuerzo, un repaso, una ampliación de las áreas básicas antes de ingresar a la universidad. Con este curso se busca cubrir las necesidades de los conocimientos de las materias básicas como lo son:

  • Matemática
  • Estadística
  • Biología
  • Lenguaje y comunicación

 

 ¿A quién va dirigido?

  1. A personas que quieran ingresar a la UFM
  2. A personas interesadas a reforzar sus conocimientos antes del examen de admisión
  3. A personas que quieran adquirir conocimientos básicos para ingresar con confianza al primer semestre universitario

 

Requisitos y procedimiento para inscripción

1. Presentar la siguiente documentación al Departamento de Educación: Edificio Académico, cuarto piso, oficina D-406, Universidad Francisco Marroquín. Teléfono 2338-7794.

  • Fotocopia de DPI, pasaporte o partida de nacimiento.

2. Llenar ficha de inscripción, que se le proporcionará en el Departamento de Educación o solicitarla de forma virtual al correo educacion@ufm.edu

3. Al momento de completar la inscripción, se le enviará un correo electrónico con la información para realizar el pago correspondiente. 

  Duración

  • 8  sesiones de 1 hora y veinte. Una vez por semana.

  Fecha y hora

  • Los sábados del 11 de junio al al 30 de julio del 2022
  • De 7:00 a. m. a 1:00 p. m. 

  Inversión

  • Q1,000 por área

 Estacionamiento, tarifa especial por sesión Q40

 

 

 

 


Diplomado en Lingüística y Literatura Contemporánea

 

Es un programa de 9 meses de duración dividido en 3 trimestres. Está dirigido a quienes quieran obtener una ampliación profesional sobre los temas de lingüística y literatura contemporánea, así como los que quieran obtener conocimientos teóricos en el ámbito de la lingüística y la literatura que le permitan potenciar la capacidad de análisis y de comparación de obras literarias. 

El pensum está conformado por los siguientes cursos: 

  1. Semiótica: Sintaxis y Pragmática
  2. Gramática y Sintaxis
  3. Lexicología y Semántica
  4. Estudios de Medios
  5. Teoría de la Crítica del Siglo XX
  6. Literatura Hispanoamericana
  7. Literatura Norteamericana
  8. Ética de la Libertad

 

Maestría

 

Al completar y aprobar el pensum del diplomado, los estudiantes que tengan título universitario a nivel licenciatura podrán continuar con el Posgrado y Maestría en Lingüística y Literatura Contemporánea que ofrece la Escuela de Posgrado de esta universidad. 

 

Horario

Horarios sujetos a disponibilidad de cupo:

  • Sábados de 7:00 a. m. a 2:00 p. m.

Se inicia en enero 2024

 

 Requisitos y procedimiento para inscripción

  • Solicitar y llenar la ficha de inscripción,  al correo educacion@ufm.edu
  • Presentar o enviar por correo la siguiente documentación al departamento de Educación: edificio Académico, D407, Universidad Francisco Marroquín. Teléfono 2413-3267. 
      1. Ficha de inscripción.
      2. Fotocopia de título de nivel medio aprobado por el Ministerio de Educación de Guatemala.
      3. Una fotografía reciente tamaño cédula.
      4. Fotocopia de DPI,  pasaporte o partida de nacimiento.
  • Realizar el pago por primera emisión de carné, en caso de ser estudiante de primer ingreso; o renovación de carné, en caso de ser estudiante activo de la UFM.  

Más información

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Diplomado en Escritura Profesional

 

Es un programa dirigido a  quienes buscan aprender más sobre la comunicación profesional y la creación de contenido escrito. Con este diplomado se busca dar una opción más completa a los interesados en los cursos de redacción y ortografía, que por lo general se ofrecen aislados y no como parte de un programa más completo.  Está dividido en tres trimestres con un total de 9 UMAs tomando dos cursos por trimestres. 

El pensum se conforma por los siguientes cursos: 

  1. Introducción. Escritura Profesional
  2. Artes Poéticas
  3. Ficción: Cuento, Novela
  4. No Ficción: Reportajes, Crónicas, Reportes
  5. Ética de la Libertad 
  6. Proyecto Personal Supervisado

 

Horario

Horarios sujetos a disponibilidad de cupo:

  • Sábados de 7:00 a. m. a 2:00 p. m.

Se inicia en enero 2024

 

Requisitos y procedimiento para inscripción

  • Solicitar y llenar la ficha de inscripción,  al correo educacion@ufm.edu
  • Presentar o enviar por correo la siguiente documentación al departamento de Educación: edificio Académico, D407, Universidad Francisco Marroquín. Teléfono 2413-3267. 
    1. Ficha de inscripción.
    2. Fotocopia de título de nivel medio aprobado por el Ministerio de Educación de Guatemala.
    3. Una fotografía reciente tamaño cédula.
    4. Fotocopia de DPI,  pasaporte o partida de nacimiento.
  • Realizar el pago por primera emisión de carné, en caso de ser estudiante de primer ingreso; o renovación de carné, en caso de ser estudiante activo de la UFM.  

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Diplomado en Coaching

Es un programa dirigido a las personas que ejerzan como mentores educativos, entrenadores deportivos, o a los interesados en desenvolverse en estas áreas. El diplomado tiene un enfoque multidisciplinario que busca resaltar las mejores prácticas del coaching educativo y del coaching deportivo para optimizar la experiencia educativa de los estudiantes. 

Está dividido en tres trimestres  con un total de 9 UMAs tomando dos cursos por trimestre. 

El pensum esta conformado por los siguientes cursos:

  1. Introducción al Coaching
  2. Liderando Equipos
  3. Mentoría Personalizada
  4. Entrenando una Mente Competitiva
  5. Ética de la Libertad
  6. Evaluación de Desarrollo Balanceado: Valores, Performance, Resultados

Horario 

Se puede elegir una de las siguientes dos opciones:

Martes y Jueves de 17:30 p. m. a 20:30 p. m.

Sábados de 7:00 a. m. a 14:00 p. m.

Inicia en enero 2023

Requisitos y procedimiento para inscripción

  • Solicitar y llenar la ficha de inscripción,  al correo educacion@ufm.edu
  • Presentar o enviar por correo la siguiente documentación al departamento de Educación: edificio Académico, D407, Universidad Francisco Marroquín. Teléfono 2413-3267. 
      1. Ficha de inscripción.
      2. Fotocopia de título de nivel medio aprobado por el Ministerio de Educación de Guatemala.
      3. Una fotografía reciente tamaño cédula.
      4. Fotocopia de DPI,  pasaporte o partida de nacimiento.
  • Realizar el pago por primera emisión de carné, en caso de ser estudiante de primer ingreso; o renovación de carné, en caso de ser estudiante activo de la UFM.  

 


Licenciatura en Historia del Arte y Gestión Cultural

 

Es un programa con duración de  2 años, dividido en 4 semestres, para los estudiantes que hayan cursado el Profesorado de Enseñanza Media en Lenguaje y Ciencias Sociales en el Departamento de Educación de la UFM. Para estudiantes que posean cierre de pensum de una carrera universitaria o el título de profesorado o técnico de cualquier otra universidad, la duración será de dos años y medio, dividido en 5 semestres.

La Licenciatura en Historia del Arte con especialización en Gestión Cultural está destinada para todas aquellas personas interesadas en la disciplina histórico-artística, que les guste el arte y la historia, y que además deseen encontrarle a la carrera una aplicación práctica o desarrollar un proyecto dentro del marco artístico-cultural. Esta Licenciatura puede resultar fundamental para la educación integral de un artista, al brindarle una formación teórica que complemente su práctica personal.

El pensum se conforma por las siguientes áreas:

 

Estructura del Programa

Esta licenciatura tiene un valor de 67 UMAS  para quienes tengan el  profesorado y  85 UMAS  para egresados de otras universidades.

                                                                                             

Horario:

Se puede elegir una de las siguientes dos opciones:

Jornada Mixta: de miércoles a viernes de 4:30 a 8:30 p.m. y sábados de 7:00 a 11:15 a.m.

Jornada Vespertina: de lunes a vieres de 4:30 a 8:30 p.m.

 Requisitos de admisión

  • Realizar el examen de admisión de la UFM.
  • Presentar la siguiente documentación en las oficinas del Departamento de Educación de la UFM. 
  1. Fotocopia del título de nivel medio aprobado por el Ministerio de Educación de Guatemala.
  2. Una fotografía reciente tamaño cédula.
  3. Fotocopia del DPI, pasaporte o partida de nacimiento.

Requisitos de graduación

  • Presentar el certificado de cierre de pensum de la carrera.
  • Presentar constancia de haber aprobado el examen  TOEFL.

Más información

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Licenciatura en la Enseñanza del Lenguaje y la Literatura

 

Es un programa con duración de 2 años, dividido en 4 semestres, para los estudiantes que hayan cursado el Profesorado de Enseñanza Media en Lenguaje y Ciencias Sociales en el Departamento de Educación de la UFM. Para estudiantes que posean cierre de pensum de una carrera universitaria o el título de profesorado o técnico de cualquier otra universidad, la duración será de dos años y medio, dividido en 5 semestres. Ofrece una especialización en Lingüística y en Literatura Crítica. Ambas experiencias se combinan con la adquisición de las competencias a desarrollar emprendimientos en el campo de la educación. 

La Licenciatura en la Enseñanza del Lenguaje y la Literatura está dirigida a quienes se desempeñan como docentes de lenguaje y literatura, a quienes desean una formación sólida en la práctica educativa orientada a las letras. A quienes deseen desarrollarse profesionalmente como formadores de opinión, escritores y artistas.

El pensum se conforma por las siguientes áreas:

 

 

Estructura del Programa

Esta licenciatura tiene un valor de 67 UMAS  para quienes tengan el  profesorado y  85 UMAS  para egresados de otras universidades.

                                                                                             

Horario:

Se puede elegir una de las siguientes dos opciones:

Jornada Mixta: de miércoles a viernes de 4:30 a 8:30 p.m. y sábados de 7:00 a 11:15 a.m.

Jornada Vespertina: de lunes a vieres de 4:30 a 8:30 p.m.

 

 Requisitos de admisión

  • Realizar el examen de admisión de la UFM.
  • Presentar la siguiente documentación en las oficinas del Departamento de Educación 
  1. Fotocopia del título de nivel medio aprobado por el Ministerio de Educación de Guatemala.
  2. Una fotografía reciente tamaño cédula.
  3. Fotocopia del DPI, pasaporte o partida de nacimiento.

Requisitos de graduación

  • Presentar el certificado de cierre de pensum de la carrera.
  • Presentar constancia de haber aprobado el examen  TOEFL.

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Profesorado de Enseñanza Media en Lenguaje y Ciencias Sociales

 

Es una carrera de dos años y medio de duración, dividida en cinco semestres con seis cursos. Ofrece doble titulación docente: profesor de Lenguaje y Literatura y profesor de Historia y Ciencias Sociales.  El graduado adquiere acreditación (título) de profesor de Enseñanza Media. 

El profesorado de Enseñanza Media en Lenguaje y Ciencias Sociales está dirigido principalmente a quienes se desempeñan como docentes de comunicación, literatura, ciencias sociales, sociología y áreas afines. También a quienes buscan una base técnica que les permita continuar con las licenciaturas en Historia del Arte y Literatura; a los que persiguen una formación cultural integral sólida en el mundo de las humanidades o la educación.

El pensum se conforma por las siguientes áreas:

  • Educación y Psicología 
  • Lenguaje y Literatura 
  • Historia 
  • Historia del Arte 
  • Economía y Filosofía 

Estructura del Programa

Este profesorado tiene un valor académico de 90 UMAs distribuidas en 30 cursos.

Horario:

Se puede elegir una de las siguientes dos opciones:

  • Jornada Vespertina: de lunes a viernes de 4:30 p. m. a 8:30 p. m. 

 

Requisitos de admisión

  • Realizar el examen de admisión de la UFM.
  • Aprobado el examen, solicitar y llenar la ficha de inscripción,  al correo educacion@ufm.edu
  • Presentar o enviar por correo la siguiente documentación al departamento de Educación: edificio Académico, D407, Universidad Francisco Marroquín. Teléfono 2413-3267.
        1. Ficha de inscripción.
        2. Fotocopia de título de nivel medio aprobado por el Ministerio de Educación de Guatemala.
        3. Una fotografía reciente tamaño cédula.
        4. Fotocopia de DPI,  pasaporte o partida de nacimiento.
  • Realizar el pago por primera emisión de carné, en caso de ser estudiante de primer ingreso; o renovación de carné, en caso de ser estudiante activo de la UFM.  

 

 Requisitos de graduación

  • Presentar el certificado de cierre de pensum de la carrera.

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Diferencias etimológicas entre socavar y hundir

Este breve artículo discute la curiosa diferencia entre socavar y hundir, para esclarecer algunas dudas del idioma que trae la época lluviosa. Con las lluvias, los llamados socovamientos, hundimientos, derrumbes, deslaves, gritas, hoyos afectan las vías de comunicación. Acaso esta exploración etimológica sirve para despejar algunas dudas comunes acerca del uso casual de estos términos que con frecuencia se utilizan de manera intercambiable. 

Es común que los términos «socavamiento» y «hundimiento» se utilicen para denominar algunos fenómenos similares. Los medios y las redes sociales usan los dos términos de manera intercambiable. Al explorar la raíz etimológica de estas palabras podemos encontrar cuál es la adecuada según la situación.

Socavar es una palabra compuesta por el sufijo «so» (que significa «debajo») y el verbo «cavar» que viene de la palabra latina «cavus«, que significa «cavidad, agujero, hoyo». De tal manera que podría decirse que se refiere a una persistente erosión que forma una cavidad debajo de la superficie. Otros socavamientos son en realidad derrumbes, que proviene del prefijo «de» (que significa «de arriba a abajo») y la palabra latina «rumpere» que significa «romper, hacer pedazos». Otra palabra linda es desmoronamiento, que viene de una antigua palabra castellana «desboronar«, que tiene raíces celtas (borona: migaja), que simplemente significa desintegrarse o deshacerse. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hundimiento viene de la palabra latina «fundere«, que significa «asentar, sumergir, fundamentar».  Es decir, podría referirse a un fenómeno que lleva a una superficie a su fundamento. Si nos detenemos a analizar la imagen que ilustra este término, podríamos darnos cuenta por qué es tan difícil designar adecuadamente a cada uno de estos fenómenos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De hecho, algunos hundimientos son causados por un persistente socavamiento.

Pero no todos los hundimientos son provocados por socavamientos, pues en algunos casos la superficie simplemente se compacta y se hunde.

Agradezco que hayas hundido tu atención en este tema, que acaso socava o derrumba conceptos previos.

 


Lincoln en el bardo. George Saunders.

Confesiones de un devorador de libros

 Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

El contacto con la muerte más remoto que recuerdo, fue fugaz e impreciso. Apenas unas piernas asomadas entre un apretado círculo de policías, bomberos y mirones en un arriate del bulevard Vista Hermosa. Más tarde en el noticiero Aquí el mundo, el cuerpo se mostró con más detalle y en la espalda, engrapada a su camiseta azul un cartel con dos letras J claramente dibujadas. Eran los años de los estertores de la guerra interna; de los asesinatos del último o penúltimo escuadrón de la muerte que operó en la Guatemala de la violencia política. El grupo clandestino Jaguar Justiciero (JJ), había ejecutado a esa persona y la justificación de su muerte, o de su asesinato estaba escrito en ese cartel.

El segundo fue directo. Mi tío Héctor, hermano de mi padre y a quien yo le tenía especial afecto, falleció luego de una larga y compleja dolencia, causada por una paliza que miembros del EGP le dieron en Playa Grande cuando intentaron robarle el camión que manejaba, transportando bienes por la entonces, (y ahora) incompleta Franja Transversal del Norte. De la golpiza le causaron insuficiencia renal que, pese a los medicamentos, las diálisis y las operaciones se fue llevando su vida de a pocos. Hasta que terminó por despedirse de la vida. El momento dramático de su entierro en el cementerio de San Pedro Carchá lo recordaré como uno de los más tristes de mi vida. El ambiente de tristeza, subrayado por el entonces infaltable chipi-chipi de las verapaces y los llantos sentidos de mis primas se me quedaron grabados en el recuerdo hasta el día de hoy.

De allí perdí la cuenta, no porque no fueran importantes sino porque la noción de la muerte se hace sentir con toda su fuerza e inevitabilidad. Partieron amigos, conocidos y familiares y la muerte se volvió una constante a la cual aceptar con resignación. No obstante todo esto, recuerdo un encuentro literario con la muerte que me marcó, por la delicia de su narración y las implicaciones en el texto. Lector tardío de las obras clásicas, pasé arremetí la lectura de La Odisea hará cuestión de un par de años, con la edad suficiente para maravillarme con sus escenas alucinantes y la hermosura de la cadencia de sus palabras, casi musical, lograda por la traducción de Luis Segalá Estalella. En uno de los momentos más bellos del viaje de Ulises, éste viaja al Hades, con el objeto de visitar a sus antiguos compañeros, caídos en la guerra contra Troya, pero sucede un evento inesperado: “Vino luego el alma de mi difunta madre Anticlea, hija del magnánimo Autólico, a la cual había dejado viva cuando partí para la sagrada Ilión. Lloré al verla, compadeciéndola en mi corazón…”

Párrafos adelante continúa Odiseo su relato:

“… Así morí yo también, cumpliendo mi destino: ni la que con certera vista se complace en arrojar saetas me hirió con sus suaves tiros en el palacio ni me acometió enfermedad alguna de las que se llevan el vigor de los miembros por una odiosa consunción; antes bien, la soledad que de ti sentía y la memoria de tus cuidados y de tu ternura, preclaro Odiseo, me privaron de la dulce vida.

Así se expresó. Quise entonces efectuar el designio, que tenía formado en mi espíritu, de abrazar el alma de mi difunta madre. Tres veces me acerqué a ella, pues el ánimo incitábame a abrazarla; tres veces se me fue volando de entre las manos como sombra o sueño…”

Hermosa y dolorosa escena que nos recuerda a casi tres mil años de escrita, la fugacidad de la vida. No sé si emociona la escena por el dramatismo con que se expresa Odiseo a la vista de su madre, a quien dejó viva en Ítaca, o si arranca emoción el saber que ese duro hombre de la Edad de Bronce se ablanda ante la visión de su madre y se duele de no poder abrazarla. Este dolor que ataca a Odiseo en el mismo Hades nos recuerda la inevitabilidad de la muerte, pero también de su arbitrariedad, pues el hijo, que partió a la guerra, que participó en años de combates atroces, que naufraga innumerables veces en su viaje de regreso al hogar, que lucha contra el destino y los dioses y los hombres, está vivo, mientras que su madre, muere de tristeza. El lastimero discurso de Anticlea también nos pone en alerta al igual que el poema de Mario Payeras, sobre que las despedidas que nos parecen rutinarias pueden en cualquier momento ser definitivas. Destino terrible el de Odiseo de enterarse en el mismo Hades de la partida del mundo de los vivos de su madre. Doloroso destino el de Odiseo de no poderle dar ese abrazo definitivo a su madre… ¿cuántos de nosotros no hemos soñado ya, alguna vez que abrazamos al ser querido que se nos ha adelantado y se nos desvanece entre los brazos como la niebla?

-II-

Perdonen los lúgubres pensamientos anteriores, pero obedecen a la última lectura, el maravilloso libro de George Saunders, premio Booker del 2017, Lincoln en el bardo. El bardo, amable lector, es el limbo en el que creen los budistas, explicación necesaria para comprender el viaje que propone Saunders, de la mano del pequeño Willie, el hijo del presidente Lincoln que muere durante su presidencia, y aún peor, muere mientras en la Casa Blanca se ofrece un banquete.

El arranque de la novela es hasta cierto punto desconcertante, pues Saunders prescinde de un narrador. En sustitución nos va apilando citas (reales o inventadas), discursos y voces que se siguen unas a otras hasta armar el hilo de la novela. Al recorrer las primeras páginas pasa lo que al leer por primera vez a Carpentier o a Asturias: abruma la estructura o el lenguaje. Pero a medida que se avanza en la lectura se va tomando el ritmo de la narración, una verdadera proeza del traductor José Calvo, que no desmerece la estructura narrativa al verterla en español. Las citas que aparecen como trozos independientes con su referencia (real o inventada) van creando la armazón del discurso del autor que con habilidad hace desaparecer su presencia y nos cuenta una historia hermosa desde lo que nos parece una posición totalmente objetiva: las voces de los terceros.

Willie muere tras un ataque de fiebres altísimas y presenciamos a todo lo que provoca esta muerte terrible: el dolor y desesperación de los padres de ver morir al hijo y sobrevivirlo, hecho antinatural por definición. La locura de la madre, Mery Todd, como si necesitara este evento para perder la razón, que ya la tenía en arcaico equilibrio. El dolor del presidente Lincoln que encima ve a los hijos de la nación partir a la guerra. La historia entonces parte de un evento íntimo y va creciendo como un espiral hasta ir abarcando otros hechos y otras historias. Los muertos que reciben a Willie van contando también su historia, desenmadejando la historia de los Estados Unidos en un viaje portentoso, lleno de piedad por el niño que desubicado vive como si fuera un sueño su propia muerte. Compadece hasta las lágrimas el deambular de Lincoln por el cementerio en apariencia vacío, pero contemplado por los ojos de los enterrados, ese sueño de dolor que también tuvo Miguel Ángel Asturias en este trópico. Y esos ojos de los enterrados son los que van contando la historia, incluso uno de ellos se mete en cuerpo de Lincoln:

“Seguí cabalgando por las calles silenciosas dentro de aquel caballero, a lomos de nuestro caballito, y debo decir que me sentí bastante contento. Él no lo estaba, sin embargo.  Le daba la sensación de haber desatendido a su esposa para permitirse la indulgencia de aquella noche. Y encima tenían a otro niño enfermo en casa. Que también podía sucumbir. Podía pasar cualquier cosa. Tal como él sabía bien ahora. Y se había olvidado. De alguna forma se había olvidado del otro chico.

Tad. El pequeño y querido Tad.

El caballero estaba muy agobiado…”

 

La novela, de la que no me atrevo a comentar más, para no estropearla, se lee con fruición y constante ansiedad. Se toma y una vez comprendido el ritmo, no se deja abandonar. Ese coro de voces que se pelean literalmente por el espacio para hablarnos nos transportan a una noche hermosa y a la vez terrible, pero curiosamente, al dejar el libro terminado y dejarlo reposar en la mente, de a pocos, se nos va abriendo en una sonrisa en los labios. Un libro portentoso por su rompimiento estructural, sí, pero a la vez hermoso por las alturas humanas que toca con las historias que nos van desgranando esas voces que se sientan a nuestro alrededor esperando su turno, o peleando por él, para contarnos algo, cualquier cosa.

 

 


El Ártico desde la ventana de un zepelín. Arthur Koestler

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

 

 

El Ártico desde un zepelín, libro de Arthur Koestler

-I-

Soy poco dado a leer poesía. No es que me disguste el género, es que no lo entiendo. Sin embargo, tengo algunos volúmenes a los que les he tomado cariño, y a los que recurro de vez en cuando para leerme unos versos, o un poema completo. Me gusta particularmente García Lorca en su Romancero Gitano, Neruda en casi todos sus libros, menos en los que se revela más militante; Luis de León y sus dos poemarios dedicados a los volcanes de Agua y de Fuego y me interesa, mucho por sus imágenes y evocaciones Mario Payeras, cuyos Poemas de la Zona Reina me parecen de una calidad excepcional, pese a que en algunos versos despunta una militancia evidente que no comparto en lo absoluto y que considero innecesaria en sus poemas tan bien escritos. Aunque debo reconocer que no es una opinión ilustrada, es más una impresión personal, dado a que no soy un gran lector de poesía.

Uno de los más hermosos, De Mirlos y zepelines arranca así: “El tiempo de la materia que más me ha enamorado/ es el de las locomotoras de vapor y los globos afables./ Yo habría sido feliz/ en un espacio dotado de zepelines primaverales y demás artefactos para meterse con los vientos mayores,/ pues tengo la impresión de que el mundo es comprensible/ desde que existen inventos más veloces que nuestros sentimientos./ La lucidez depende/ de la capacidad para hacer coincidir el tiempo del corazón/ con la energía del vapor y de los gases más livianos que el aire…”; el poema continúa con una improbable referencia a Marx que resulta insostenible en el contexto, pero supongo que habrá sido un débil y poco afortunado intento de hacer pasar tan hermosas escenas como poesía “comprometida”, como se decía entonces.

Comparto con Payeras esa fascinación por la época del vapor. Los viajes en ferrocarril y trasatlánticos y los primeros vuelos, en globo, aeroplano o dirigible. De ahí que la literatura de viajes de esa época me parezca de una atracción invencible, razón por la que vengo leyendo e investigando a Enrique Gómez Carrillo desde hace veinte años. Creo que he llegado a comprender mejor ese siglo de la revolución industrial que mi propia época, de la que siempre me he sentido un poco ajeno, como perdido, motivo por el cual tal vez, resulté de profesor de historia. Así, mis héroes de la infancia fueron poco comunes: Stanley y el doctor Livingston, Brazzaville, Mungo Park, Burton y Sepecke y las epopeyas de la búsqueda de las fuentes de los ríos Nilo Blanco y Azul, la entrada en anonimato en La Meca o Tombuctú, ciudades prohibidas a los profanos que no militaban en la fé de Alláh o meter las manos en las aguas del dios indómito en la curva del río Niger; eran las aventuras que llenaron mi cabeza de la niñez mezcladas con las aventuras de Indiana Jones y un poco más delante de Tintín. Corto Maltés ya vino demasiado tarde para integrarlo en ese panteón, pero de vez en cuando me releo sus aventuras, solo para recordar que antes hubo un tiempo en el que viajar era cosa de aventureros y un mero trámite para satisfacer los caprichos del ánimo.

De esa cuenta me topé con una reedición hermosa de un reportaje periodístico de Arthur Koestler, un periodista austro-húngaro archiconocido y leído en su época pero que junto con nuestro compatriota Gómez Carrillo se hacen compañía en el polvo del olvido de la edad del analfabeto funcional. Desde la síntesis biográfica de la cuarta de forros nos invita a leerlo con premura: “…abrazó en su juventud el sionismo, ingresó después en el Partido Comunista y acabó convirtiéndose en el renegado más célebre del siglo. Y en uno de sus autores más geniales, extravagantes y controvertidos…”   Rompió con el comunismo en un acto valiente muy escaso en la historia del siglo XX, en un año más bien temprano (1937), justo al darse cuenta del barbarismo caníbal de Stalin y lo denunció abiertamente, habló de las purgas irracionales y de los gulags. Murió por su propia mano en 1983, agobiado quizá, por la dureza de lo vivido en ese terrible siglo de la violencia.

-II-

Afortunadamente durante la época en que escribió su crónica periodística era un hombre joven, intelectualmente inquieto y un gran observador, cualidades que juegan a su favor cuando su periódico Vosische Zeitung le encomienda una crónica de un viaje que habría sido el sueño de cualquier aventurero: un vuelo polar en un dirigible, en un viaje que cubriría en total 11,000 kilómetros. El vuelo se realizaría en el verano de 1931 a bordo del Graf Zeppelin, que para colmo de la aventura se reuniría en el techo del mundo con un submarino. “En el submarino viajaría el nieto de Julio Verne y un corresponsal del William Randolph Hearst. A bordo del zepelín irían el Dr. Hugo Eckener, sucesor de Ferdinand Graf von Zeppelin, y otro corresponsal de Hearst…” era una apuesta espectacular, con mucho significado para esa Europa que apenas lograba salir del trauma de la Primera Guerra Mundial. La expedición fue organizada por la Aeroarctic, organización científica internacional fundada en 1925 con el objeto de explorar el ártico desde el aire.

El viaje se lanzó a la prensa con bombos y platillos y se fue creando la expectativa necesaria, con largas series de artículos que describían detalladamente los preparativos, entrevistaban a los responsables y organizadores y dejaban soñando a nuestros abuelos en los desayunos dominicales con este vuelo sorprendente. Imagino que las crónicas habrán circulado por todo el mundo y se habrán esperado con ansias. Imagino a la familia junta escuchando al padre leer las crónicas en la sobremesa dominical en ciudad de Guatemala, Río de Janeiro o Hamburgo. Se vendió el viaje como un esfuerzo épico que iba a llevar a un grupo de hombres a sobrevolar el Polo Norte, sin embargo, esto no fue totalmente cierto, pues se impuso la realidad desabrida de los seguros: las pólizas de los seguros de vida obligatorios para todos los miembros de la expedición no cubrían sino hasta el grado de latitud 82, así que el viaje no pasó más allá de dicho grado.

El libro de Koestler es una verdadera delicia que se debe leer tranquilamente. Yo, personalmente me lo agoté una mañana de domingo de diciembre, con mucha luz y cielo profundamente azul. Como son crónicas periodísticas, cada capítulo es una de sus columnas publicadas en su periódico, por lo que la narración es ágil y nunca pierde el interés del lector. En consecuencia los capítulos son cortos y uno siente la necesidad como en toda buena literatura de seguir leyendo hasta el arrepentimiento final de no haber hecho demorar el libro. Cosas de la buena literatura.

Uno podría llegar a pensar injustamente que en un viaje sobre un erial congelado no tiene mucho de interesante. Hielo y rocas, y mar gris. Sin embargo este paisaje monótono es una gema en bruto para cualquier buen escritor, y Koestler pertenecía a esta especie como Robert Byron o Freya Satrk que del desierto hace surgir un libro de viajes de una belleza excepcional. Los incidentes cotidianos del vuelo se convierten entonces en la lucha de la voluntad del hombre contra las invencibles fuerzas de la naturaleza: 

“…Quiere salir de la zona de nebulosa, pero no lo logra; la niebla mantiene atrapado en su red al pez de plata, que se agita en vano, que en vano golpea con sus hélices el aire lechoso y denso. 

Ganamos altura, por fin logramos perforar la capa de niebla, el cielo es de nuevo azul, pero debajo de nosotros la niebla se extiende como una masa compacta. La superficie aparenta ser un manto de nieve, una ilusión óptica de lo más inquietante desde el momento en que sobre el manto inexistente se refleja la sombra secuaz del dirigible…”

 

Esa mezcla de libro de viajes y libro de aventuras hace las delicias de quien quiera olvidarse por un par de horas de las premuras de la vida cotidiana. El dirigible vuela lento, ajeno al ajetreo mundano que atormenta a los pobres ciudadanos del mundo que hormiguean con sus afanes miles de pies debajo. Arriba, en cambio, la contemplación del paisaje lo es todo: “Un solitario témpano flota a la deriva. Lleva a la espalda una familia de osos polares. Probablemente una madre, un padre y sus chiquillos; en cuanto nos ven, agitan la cabeza de forma reprobatoria, dudan un instante, se zambullen y se alejan a nado…” El mundo natural apenas se altera por esa extraña forma de gris metálico que surca el cielo.

El libro es interesante también porque describe la vida de algunos seres humanos en estos inhóspitos paisajes en esos años de la exploración científica previa al estallido de la segunda guerra mundial. “Cerca de la isla de San Jorge tenemos otro encuentro; sobrevolamos el Quest, un barco expedicionario noruego. Nos saluda con tres salvas, nosotros respondemos activando tres veces la sonda náutica. Poco después avistamos el cabo Brorak, donde está enterrado el teniente Sedov, una de las muchas víctimas del sueño polar y de la peste polar: el escorbuto. Rendimos homenaje a la tumba blanca izando tres veces la bandera…” o bien: “Lanzamos tres fardos en paracaídas sobre la estación Dickson. Descendieron lentamente y fue emocionante ver cómo los seis de ahí abajo corrían hacia ellos locos de alegría en cuanto tocaron el suelo…”, eran los remotos habitantes de una estación de radio de la isla Dickson, sobre el mar de Kara.

El viaje transcurre sin contratiempos, lo que da oportunidad a Koestler de pasearse por la panza metálica del zepelín, recorrer sus recovecos y esquinas, aburrirse, dormirse, leer, conversar hasta el hastío, observar a los científicos o las rutinas mínimas de la tripulación. El dirigible llega hasta la Tierra de Francisco José, el punto más al norte permitido por el asunto insulso de los seguros y dan un viraje al sur de 2,400 hasta la península de Taymir, en la entonces Unión Soviética. Sin inconvenientes la nave desciende en Berlín unos días después de su partida.

Es un testimonio de una época que no podría repetirse y que se agotaba rápidamente. Apenas unos años más tarde, un hermano del Graf Zepelin, el Von Hindemburg estallaba en llamas en la costa este de los Estados Unidos, terminando con la vida de todos sus tripulantes y pasajeros salvo uno, que cayó al suelo desde la canasta de la tripulación. Este incidente terminó con la era de los dirigibles como medio de transporte y poco tiempo después Hitler cruzaba la frontera polaca el 1 de septiembre de 1939, provocando una guerra que no dejaría sino las cenizas de esa hermosa época de la exploración internacional de los polos. Koestler es sin duda, una lectura de altos quilates que garantiza el placer de recorrerlo de pasta a pasta.


ATLAS DE ISLAS REMOTAS. Judith Schalansky.

Confesiones de un devorador de libros 

 Rodrigo Fernández Ordóñez

 

-I-

Desde los años de mi niñez era un placer especial tomar los altos tomos (gruesos o delgados) que acompañaban en el estante a las enciclopedias y perderme en países con nombres extraños. Me gustaban especialmente aquellos que sonaban completamente ajenos a mi mundo guatemalteco de los 80s o inicios de los 90s. Ciudades como Tashkent, Ashgabat, Samarcanda, Teherán o Ulan Bator eran el colmo del exotismo para entonces, cuando apenas escuchaba uno de otros lugares remotos, un mundo previo a la televisión por cable (que si, estimado lector, si existió).

He contado en otras ocasiones que otro placer era perderme en los mapas que traía como regalo la maravillosa National Geographic, y que don Víctor primero y luego el padre de Pablo Aparicio (otro amigo de la infancia que merece un aparte en estos textos, y al que volveremos en alguna futura, próxima ocasión), me permitían hojear en la seguridad de sus salas de lectura. El papá de Pablo tenía una sala de luz moderada en la que uno entraba y al menos dos paredes estaban repletas de los característicos lomos amarillos de la revista estadounidense. Y En un sillón con una mesa baja al frente permitía ver y pasearse por las revistas y sus hermosas fotografías. En la casa de don Víctor era en la mesa del comedor desde donde se lanzaba uno a esos viajes imaginarios.

Recuerdo con especial aprecio unas publicaciones que aún conservo, de los primeros años de la década de los años noventa, cuando colapsó la Unión Soviética. El diario Prensa Libre obsequió a sus lectores un mapa semanal en el que se desplegaba con lujo de colores e información, las nuevas repúblicas que habían quedado a la deriva en el vasto mar de la geopolítica, la mayoría ubicadas en el centro de Asia o en una de esas esquinas que luego los tristes acontecimientos nos volvieron común su nombre: el Cáucaso. Recuerdo que el Cáucaso sonaba en mi memoria desde que mi mamá me leía cortos fragmentos de Miguel Strogoff, de una edición casi milimétrica que mi tío Ramiro me había obsequiado. Ese nombre rotundo y redondo me llevó a una de esas obligadas visitas al Atlas de Océano que en un hermoso rojo brillaba en un anaquel pidiendo ser consultado. Esa visita recuerdo, me trajo otros nombres que fui conociendo gracias a las publicaciones de Prensa Libre: Ingushetia, Nagorno Karavaj, Osetia o Chechenia. Luego, Mario David García pudo volar hasta allá y reportear con enorme gozo de sus lectores de entonces, unas mordaces y agudas crónicas de la caída del imperio, acompañadas con fotografías realmente hermosas, como una que recuerdo con especial impresión:  se habían retirado de Moscú las estatuas obligadas a Lenin que decoraban la ciudad en cada esquina y las habían llevado a determinado parque de las afueras. Allí alineados en una línea buscando el horizonte infinito de la foto, los Lenins se habían quedado en distintas poses, uno a la par del otro, como un moderno y menos fascinante ejército de guerreros de terracota.

En todo caso, todo esto venía a cuento por el placer que me daba en esas tardes en que, luego de haber terminado mis tareas y sin que nadie de la colonia me llegara a sonsacar para ir a barranquear, a bicicletear o simplemente a sentarnos en una de las trincheras que los trabajadores habían dejado a medias en unos campos de futbol que quedaban frente a mi casa, me sentaba en el piso de la oficina de mi papá con un Atlas sobre las piernas.

-II-

Por esas razones, en un deambular en una librería un volumen delgado casi literalmente me saltó a las manos. Un hermosos ejemplar con un nombre que garantizaba mi atención y por supuesto, su compra inmediata: Atlas de Islas Remotas, de Judith Schalansky, que en una hermosa portada rezaba al pie: “Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que jamás iré”. Prometía unas horas de estimulante lectura, un viaje imaginario para un buen fin de semana. El libro me pareció que vendría a completar la reciente lectura de Outposts, de Simon Winchester, un maravilloso ejemplar de literatura de viajes bien pensado y mejor escrito. Winchester narra sus viajes a las más remotas esquinas del Imperio Británico… de lo que queda de él.

Del libro de Schalansky puedo decir que lo más interesante de su lectura es que narra los datos de forma tan impersonal que sentimos deambular por esos eriales congelados acompañados de frailecillos o alcatraces de inmensas alas. Ella nos da información de las islas, información técnica algunas veces o en otras por medio de voces de terceros. Así, el libro se agota con un devenir de oleaje de mar en calma. Cuando uno siente, ha agotado el libro de pasta a pasta y uno se recrimina la torpeza de haberlo leído tan rápido, tan gozoso en una sola sentada. Pero entonces, toca regresar a él una o diez veces, y ese, querido lector, es un gozo adicional que nos regala esta señora de apellido extraño del que nunca estaremos justamente agradecidos por haberse sentado a investigar este tema.

“Este Atlas es, como todo los Atlas, el resultado de un viaje de aventuras y descubrimientos. Todo comenzó hace tres años en la sala cartográfica  de la Biblioteca Estatal de Berlín, mientras caminaba alrededor de un globo terráqueo del tamaño de un hombre e iba leyendo los nombres de los minúsculos pedazos de tierra que aparecían dispersos sobre la inmensidad del océano. Su lejanía y mi desconocimiento supusieron una invitación para comenzar a investigar…”

El resultado es un libro maravilloso, que narra los datos con voz remota como en los mejores libros de aventuras, que queda en la memoria del lector, en mi caso al menos, como un buque que se acerca a una isla perdida entre neblina y un mar gélido. Parece mentira que haya sido concebido, investigado y escrito en la comodidad del gabinete de mapas de una biblioteca en Alemania y no por un tozudo lobo marino, de piel requemada por soles y hielos, como los que suelen otear el horizonte en las obras de Conrad o Stevenson o Salgari.

“Pero, más allá de la frialdad, recorrer un mapa con el dedo índice puede ser entendido como un gesto erótico; esto me resultó meridianamente claro cuando en la Biblioteca Estatal de Berlín me encontré por primera vez un atlas en relieve. Era un globo terráqueo con todas sus curvas rugosas, sus alturas y sus profundidades, y por primera vez, todas sus superficies se hicieron obscenamente tangibles para mí, desde la insondable Fosa de las Marianas hasta las inalcanzables cimas del Himalaya…”

Es inevitable sentir envidia del quehacer de Schalansky, consultando mapas y cartas de navegación en los archivos de una biblioteca del primer mundo. En nuestro caso debemos resignarnos a las pocas bibliotecas serias que soportan tan delicada tarea como lo es, llenar los vacíos de ignorancia de sus abonados con algo de conocimiento. Las bibliotecas de las Universidades del país suelen llevar con mucha dignidad ese peso, como nuestra querida LvM, que decora cara recoveco de sus tres plantas con mapas bien identificados y referenciados, y que en su fondo de consulta guarda unas joyas hermosas de gran formato como lo son algunos tomos de la Biología Centrali-Americana soberbiamente impresos en Londres en la última década del siglo XX, y para sorpresa y deleite nuestro, vuelta a editar en algunos volúmenes en la década de 1970.

La clave de la fascinación que en algunas personas excesivamente entusiastas con cualquier material impreso, causa un mapa, un croquis o un plano, nos lo resume la geógrafa alemana: “Todos los mapas establecen un pacto de ficción que convierte la cartografía en un arte que oscila entre la abstracción que anula los detalles y el desdibujamiento estético del mundo.” Un mapa promete instantáneamente un viaje de la mente. Nos promete esa visión del ser que observa a miles de metros por encima del terreno algún accidente en particular o una región, o bien sea un continente. Pareciera la visión de un dios, en palabras de la autora. Es un estímulo a la imaginación poder ver un mapa de una región familiar para quien lo vea, y poder ir identificando los puntos marcados con distinta simbología. Es un viaje a la abstracción de la geografía, un sueño maravilloso.

El libro invita a leerlo, a ver los mapas de las representaciones de las islas, minuciosamente preparados para causar deleite, quedarse perdido en esas remotas porciones de tierra, leer las tablas de referencia de las distancias, y sentirse perdido en el mundo. Dejo un último texto para que el lector pueda apenas asomarse a esta maravilla, (editado por Crítica), sobre la Isla de las Antípodas, dominio de Nueva Zelanda, pero a 730 kilómetros de sus costas:

“Esta isla se encuentra exactamente en el lado opuesto del meridiano de Greenwich, según los cálculos del capitán Henry Waterhouse, quien la descubrió en su travesía desde Port Jackson hacia Inglaterra. Este lugar es un espejismo, pensó el capitán, una copia en miniatura de las islas Británicas. Londres, su ciudad natal, se encuentra exactamente a la misma distancia de aquí, del Polo Norte y del Polo Sur (…) y en las abruptas cavidades de la costa se apaga el eco ensordecedor de las olas que rompen en la orilla, pero no hay nadie para escucharlas…”


Paraísos Oceánicos de Aurora Bertrana

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

Paraísos Oceánicos de Aurora Bertrana

-I-

En ciudad de Guatemala hay apenas un puñado de librerías, en el sentido completo de la palabra. Librerías en el sentido en que las describe Jorge Carrión, y una de ellas (hablaremos de todas en distintos momentos), es KitaPenas, una librería luminosa que según la descripción de uno de sus amables libreros, se dedica a comercializar a pequeñas editoriales o bien casas editoriales no tan conocidas en el país. Como lector omnívoro que soy, compro libros en donde se me atraviesan: en los supermercados, en las farmacias, con vendedores ambulantes o en librerías de viejo en el Centro Histórico. Compro por Amazon ciertas novedades editoriales o bien, ¡oh contradicción afortunada!, ejemplares difíciles de conseguir en las librerías físicas. He descubierto otras librerías muy bien surtidas gracias a Marketplace, en Facebook, como Kundera, que hace envíos de libros en ediciones maravillosas hasta la puerta de su casa o Book’s Landing, que facilita la compra de sagas completas,y encima también, las deja en la alfombra de entrada. Una maravillosa red en donde abastecerme de libros por si alguien apacha un botón nuclear y el mundo entero se va al trasto. Yo tan tranquilo en mi sillón con cientos de ejemplares dispuestos a ser devorados.

Pero también soy un lector que gusta de ir a librerías y pasearse entre las mesas y libreras y leer, oler y escuchar los títulos. Tengo dos rutinas para ello: o bien aparto un par de horas de la rutina para una exhaustiva visita mensual a alguna de las favoritas, o bien cuando mis hijas están conmigo, aprovecho uno de los días en que cuento con su dichosa compañía para irlas familiarizando con estas visitas hasta que se les vuelva necesidad. Y fue en una de estas felices visitas con mis hijas que me saltó a las manos un hermoso ejemplar azul titulado Paraísos Oceánicos. Lo hojeé y lo sumé a mi compra.

-II-

Suelo dejar los libros más nuevos en una alta pila de pendientes en mi mesa de trabajo. Pero con Paraísos Oceánicos no pude sino saltarme la cola y empezarlo a leer de inmediato, sobre todo al leer en una de las solapas que su autora, Aurora Bertrana fue: “…Violoncelista, viajera, periodista y escritora que en los años veinte creó una banda de jazz formada solo por mujeres, pasó fugazmente por la política, marchó al exilio, regresó y logró vivir de lo que escribía hasta 1974…” ¿Ante esta acumulación de motivos para leer a Bertrana, quien podría negarse?

Las primeras líneas con que arranca el libro me transportaron inmediatamente a los recuerdos más hermosos de mi niñez, cuando visitaba a don Víctor Sánchez, abuelo de un buen amigo de la colonia en que vivía entonces, quien era aficionado a la revista National Geographic, a la que estaba religiosamente suscrito todos los años. Recuerdo la delicia de sentarme a la mesa de su iluminado comedor expectante por hojear el último ejemplar arribado a su casa. Don Víctor era maestro jubilado y por lo tanto un hombre con vastos conocimientos y una paciencia de santo. Siempre sonriente, me apilaba revistas a un lado y las conversábamos. Las revistas entonces estaban en inglés, la edición tardía en español era apenas una ilusión. Gracias a Don Víctor conocí lugares que nunca creí podían existir en el planeta, algunos muchísimos años antes que pudiera poner en ellos los pies. Esa delicia de hojear las revistas y estudiar las fotos que ilustraban sus artículos tenían un goce adicional:  desplegar los mapas que venían como obsequio en algunos ejemplares. Aún recuerdo esa fascinación que revoloteaba desde los pies hasta el pelo cuando iba desdoblando los mapas de gran formato, con todo cuidado, desplegando los dobleces sobre la oscura mesa del comedor. Era como abrir los regalos de navidad, o más emocionante aún. Cosas de nerds.

Recuerdo que en una ocasión el mapa de referencia era de la cuenca del Océano Pacífico. Recuerdo el gran mapa azul apenas veteado por puntos minúsculos en gran parte de su extensión: Oceanía. Recuerdo que allí fui leyendo esos nombres que me repetirían en adelante mis lecturas Stevensoneanas, Conradianas y demás: Tahití, Bora Bora, Borneo, islas Marquesas… nombres revestidos de tanto misterio como de belleza, que me era complementada con vistazos a los paisajes idílicos de sus sellos postales, también coleccionados pacientemente por don Víctor y que me dejaba hojear también con suma benevolencia.

Los viajes por la Polinesia francesa, concretamente por los recovecos soleados de las Islas de la Sociedad, de Aurora Bertrana me regalaron esas felices remembranzas. Puedo jurar que recobré la suave voz de don Víctor tratando de traducirme algún párrafo de un artículo. Dejé de escuchar esa voz hará unos treinta años, cuando la bondad de su dueño dejó de latir en este mundo, pero juro que lo escuché hablando y tosiendo, como solía hacerlo sentado del otro lado de la mesa.

-IV-

Aurora Bertrana, nacida en Barcelona, viaja a estos paisajes de ensueño gracias a que su esposo ingeniero es contratado para montar una central eléctrica en Tahití. Vivirá en las islas por espacio de tres años, de 1926 a 1929 y regresa a España a escribir su memorable libro. Sus editoras hablan de cierta ingenuidad en el tono de su libro, mas yo lo encuentro de lo más natural y suelto. Yo en cambio no creo que sea ingenuidad; creo detectar ciertos vuelos y revuelos modernistas a los que estoy acostumbrado por mis constantes lecturas de los grandes viajeros de esta corriente literaria: Enrique Gómez Carrillo, Rubén Darío y Pierre Loti. Creo que su tono es decididamente positivo sobre lo que ve y escucha, es una viajera agradecida y dispuesta a dejarse asombrar por el paisaje geográfico y humano de ese archipiélago de ensueño, al que logra describir con una hermosa exactitud. De su llegada a Papeete la capital de Tahití deja escrito: “…El rumor lejano del Pacífico rompiendo sobre las montañas de coral es como una canción arrulladora que mece el sueño del momento. La pequeña ciudad duerme aún, y esta es la hora, dulcísima, del encanto sereno…”

Desde las primeras frases está fundado ya el tono general de la obra: sus palabras discurren con tal suavidad como esas mismas olas que describe muriendo docilmente en la rada de la bahía por la que se pasea. Es un libro sin pretensiones, sin grandes héroes ni grandes aventuras más allá de la misma aventura de pasearse por los paraísos alucinantes que ofrece el Pacífico. “No es Conrad”, dicen que dijeron los críticos cuando publicó su obra con apenas 33 años, que para entonces ya eran muchos. Ni falta le hacía ser Conrad, por fortuna, porque su discurso es amable, suave, como si una mañana de domingo, de esos domingos luminosos de noviembre en Guatemala la tuviéramos sentada enfrente, contándonos sus paseos sobre el café del desayuno. No es Conrad ni Stevenson, es una voz propia, una voz femenina que no duda en autoafirmarse: “…No sé exactamente qué soy -dichosos los que saben o creen saberlo-. Me tengo una cierta simpatía, no puedo negarlo. Generalmente me encuentro bien en mi propia compañía. Casi siempre soy dos. Discutimos. No nos ponemos de acuerdo, pero nos toleramos y hos distraemos juntas. Parece que, a ratos, una de nosotras es apasionada, sensual, pesimista y cínica y, la otra, también a ratos, ecuánime, austera, optimista y reservada…” 

Es en todo caso, una voz que a medida que avanza la lectura, se hace querida. Uno va pasando las páginas pidiendo secretamente que sus vagabundeos por las islas (salió una referencia a Conrad por accidente), se alarguen por muchas páginas más. Es una visitante atenta a todo, a las historias, a las personas, a los paisajes. No oculta las partes feas de estos paraísos, como la trata de blancas por parte de los marinos europeos, y que le acarrearía severas críticas del pacato mundo español, tan poco dado a estos temas en 1930, año de la publicación de su obra.

 

“Asimismo, el viejo aventurero francés me ponía en antecedentes de la poco edificante historia de las colegialas ‘voluntariamente’ violadas por los marineros que las trasladaban de una isla a otra a bordo de una goleta de la que él era el patrón, y cómplice y partícipe de la violación, ‘sin violencia’ de las educandas que las monjas misioneras les habían confiado…”

 

Porque estos paraísos terrenales, hermosos en la superficie dorada del sol, eran también mundos de violencia y pobredumbre. Paraísos sin ley y pocos oficiales dispuestos a arriesgarse a aplicarla. Pero son pocos los pasajes de este tono sombrío, los son más las felices impresiones y recuerdos deliciosos de los paseos, de las navegaciones de isla en isla, de las comilonas. Aurora es una escritora que conoce su oficio, y su relato guarda los equilibrios necesarios para poder ser en una frase, un libro delicioso y perdurable.

El viaje tiene todos los elementos del exotismo que habrán sido la delicia de los lectores de Beltrana al momento de publicarse el libro en 1930, como el momento de llegada del barco de correo: “… He aquí el correo de California. Está lejos, muy lejos todavía. Ha surgido entre el cielo y el mar, sobre la línea de horizonte. Se le adivina por una tenue columnita de humo. No podéis confundirlo, pues aparece en el mismo sitio cada vientiocho días, exactamente a la misma hora…”, y para ese lector sentado cómodamente en su sillón de hace 91 años, hace las delicias con más detalles: “… Los majestuosos buques de la Union Steamship son una nota pintoresca en la hermosa rasda de Papeete. Después del paso, siempre peligroso, del freo, el vapor se para entre la tierra Tahití y el islote Motu-Uta. Han izado una bandera amarilla junto a la bandera zelandesa: señal convenida para pedir la visita sanitaria y policíaca. Inmediatamente se destaca del muelle una gasolinera conduciendo a las autoridades (…) El doctor y el jefe de policía, con sus ayudantes vestidos de blanco, impecables, suben a la escalera uno tras otro, ceremoniosos y protocolarios…” Beltrana toma nota del detalle de la vida cotidiana en las islas, constituyendo un testimonio hermoso de cómo funcionaban estas remotas colonias. No faltan los expatriados, esos seres de origenes imprecisos que llegan de pronto a las Islas de la Sociedad y se quedan para siempre, o los burócratas coloniales que aceptaban esos destinos perdidos en los grandes mapas del imperio para poder ascender en el escalafón y se terminaban quedando, hechizados por los paisajes, las prostitutas que van de isla en isla ofreciendo sus servicios, los pescadores de perlas y demás personajes que hacen que el libro se nos escurra de las manos.

Beltrana además recorre todas las islas del archipiélago, aprovechando cada minuto de esos tres años mágicos en que vivió en esa parte de la Polinesia francesa. Cada capítulo del libro se divide según la isla que visita, llenándonos la mente con sus descripciones bien trazadas, como cuando recorre en coche la isla principal, Tahití: “…Pero de repente cambia el paisaje. La ruta comienza a subir, dejando atrás el golfo. Pasamos por una zanja entre dos márgenes cubiertas de helechos verdeantes y de enmarañada zarza. Nos encaramamos todavía más, y de pronto la sorpresa nos arranca un grito. ¡Espectáculo inesperado y grandioso! Otra vez el Pacífico inmenso y azulado se extiende ante nuestros ojos (…) Nos encontramos en la mitad del istmo, y esa gran masa líquida y ondulada tiene reflejos diferentes, tonalidades distintas y sobre todo un alma, que no es radiante y apacible del oeste, sino un alma especial, torturada, grandiosa, preñada de soledad y de misterio…”

O de esta noche, contemplada desde su casa: “Medio tendida en un diván yo escuchaba el lejano rumor del Pacífico y mis ojos se extasiaban ante la maravilla de luz de una noche oceánica. El cielo, luminoso, absorbía el contorno de las estrellas australes, y las grandes ramas de los tamarindos y mangueros se dibujaban como los recortados encajes de un impresionante aguafuerte.”

Como si fuera poco la gran habilidad descriptiva de su autora, el libro viene acompañado de las fotografías publicadas en la edición de 1930, transportándonos a estos paraísos de ensueño, justo antes de que el apocalipsis bélico cambiara al mundo completamente.

 

-III-

Resulta increíble que apenas diez años después de publicado el maravilloso libro de Bertrana, ese luminoso y paradisíaco Océano Pacífico se habría de convertir en un verdadero infierno. Muchas de las islas cercanas al archipiélago de Tahití y sus compañeras en la deriva serían escenario de combates encarnizados entre los Estados Unidos y el Imperio del Sol Naciente. Nombres como Tarawa o Guadalcanal, apenas escuchados antes de la guerra por casi ningún habitante del planeta, salvo los locales, se harían famosos en los titulares de prensa. Aún más famosos se harían estos territorios una vez soñados para el placer y el ocio, cuando los que regresaron vivos escribieron sobre ellos, o periodistas que presenciaron los fieros combates también decidieron narrar los horrores que las palmeras y las playas blancas observaron. Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, La delgada línea roja de James Jones, Grito de Guerra de León Uris o bien La Gran Guerra del Pacífico del Almirante Chester Nimitz quedaron como testimonios de la destrucción del paraíso, que como si no hubiera sido suficiente, siguieron martilleando durante los largos años de la Guerra Fría. Recordemos la triste representación del hongo nuclear sobre el Atolón de Bikini apenas un par de lustros después de la rendición de Japón o la más reciente, terrorífica imagen de la bomba nuclear francesa detonada en los noventa en el otrora paraíso perfecto del Atolón de Muroroa.

Afortunadamente Bertrana ya no regresaría nunca más a los territorios de ensueño de la Polinesia. Murió en la España de los estertores del franquismo, aún escribiendo, en su Barcelona natal en 1974. El ejemplar que tengo sobre mi mesa de trabajo nos regala en la solapa de la portada una imagen de la autora, imagen que se me ocurre nos encantaría a la mayoría como la postuma representación para ser recordados. Ella se baña en una playa no identificada; a juzgar por su traje de baño será de finales de los años veintes o primeros de la década de 1930. Ella ríe de placer, con la cabeza echada hacia atrás, radiante, hermosa en su vitalidad. Ella ya no está con nosotros, es polvo de los siglos, al igual que las imágenes y personas que convivieron con ella. Qué hermoso regalo son sus líneas, sus recuerdos y reflexiones para comprender que a pesar de la inexplicable violencia que yace en el fondo del alma humana, en algún tiempo existieron lugares en los qué refugiarse y ser feliz. 


El coloso de Marusi de Henry Miller

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Mi primer contacto con Henry Miller fue en las ediciones Bruguera de bolsillo, en las que tanto Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio tenían unas magníficas y perturbadoras portadas a lápiz, en blanco y negro, con una fuerte carga erótica que por supuesto, eran apenas la puerta de entrada para el mundo de alta carga sexual del escritor estadounidense. A estas alturas de la vida, no sé si tendría la energía de releer los trópicos nuevamente o su Crucifixión rosada (Nexus, Plexus y Sexus), navegar por páginas y páginas de sus diatribas y sus inconexos sueños que registraba para goce del lector joven que fui hace 24 años, pero que ya a mi edad se vuelven cansadas, por no decir exasperantes.

Pero de esas lejanais lecturas, compartidas con Algoth y Sazo, mis queridísimos compañeros de aventuras literarias, en que nos intercambiábamos libros y hablábamos de ellos por horas, agotando citas, recomendándonos pasajes o criticando ferozmente trozos que no llenaban nuestras feroces expectativas de lectores voraces como éramos (y continuamos siendo, pese a los años), me queda aún el consuelo de regresar puntualmente a tres obras de Miller que conservan en sus páginas la frescura y la emoción de esos días de universidad en que los agotábamos. La correspondencia entre Miller y Anaïs Nin, Días tranquilos en Clichy y El coloso de Marusi, son libros a los que regreso de vez en cuando y encuentro el mismísimo goce de cuando los compartimos en voz alta en los corredores de las facultades de Derecho y Humanidades.

 

-II-

En El coloso de Marusi, narra su viaje a Grecia apenas unos meses antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, invitado por su colega escritor Lawrence Durrell, quien a la postre, llevaba viviendo en ese país más de una década. Miller había salido ya de los terribles años de angustia en los que en la casi indigencia se había dedicado a la escritura de sus trópicos y gozaba ya del terremoto que su publicación causó, llevándolo a ser prohibido en los Estados Unidos. Por ese entonces tan sólo Obelisk Press, una editorial francesa que publicaba libros de escritores anglosajones fue la única que se atrevió a publicar dicho libro, con las inevitables consecuencias jurídicas de demandas y contrademandas en defensa de la libertad de imprenta y libertad de expresión de las que salieron con muchos rasguños pero completamente reivindicados, y listos para publicar Primavera negra, y a otros autores igualmente polémicos.

El libro es una delicia desde el mismísimo arranque, cuando cuenta que el viaje inició por culpa de una amiga americana, Betty Ryan que tras regresar del país heleno le narró su estadía en Grecia. Ella vivía en el mismo edificio que él para ese entonces: “…Una tarde, ante un vaso de vino blanco, comenzó a charlar sobre sus experiencias de trotamundos (…) Y luego, de repente, se quedó sola, caminando junto a un río, y la luz era intensa y yo la seguía bajo el sol cegador, pero se perdió y me encontré vagando en una tierra extraña, escuchando un idioma que jamás había oído hasta ese momento…”.

Cualquier libro que tenga esas líneas iniciales merece ser agotado hasta la última página. Es un viaje de un hombre decidido a sorprenderse por el paisaje, tanto geográfico como humano. Toda la desesperanza, toda la sordidez que rezuman sus libros anteriores desaparecen en esta, para mí, su mejor obra. Aquí solo cabe el asombro y la felicidad. No hay amargura en ninguna de sus 275 páginas. De su llegada a Corfú, apunta: “…Se aproximaba la noche; las islas emergían en la distancia, flotando siempre sobre el agua, sin descansar en ella. Aparecieron las estrellas con magnífico brillo, y la brisa era suave y fresca. Comencé a sentir en seguida lo que era Grecia, lo que había sido y lo que siempre será incluso si tiene la desgracia de ser invadida por turistas americanos…”. Porque Miller, aunque más relajado, sigue siendo ese crítico despiadado de la cultura estadounidense, de la que reniega a cada paso, pero de la que nunca logrará desembarazarse pues al estallar la guerra habrá de regresar a su país de origen, en donde permanecerá hasta su muerte. De ese shock del regreso nos dejará un rocambulesco lamento, La pesadilla del aire acondicionado, en donde revisa con un ojo crítico admirable, esa “cultura” estadounidense a la que tanto odiaba. “En lo tocante a mí, he de decir que en ella he encontrado cura y paz para mi espíritu, reponiéndome de las conmociones y cicatrices que había recibido en mi propio país”, afirma Miller, reifiriendose a Francia.

Al desembarcar en Corfú, a donde lo llevó Larry Durrell, su lazarillo, lo impresiona el paisaje y sobre todo la luz, ese intenso sol mediterráneo que en su momento hechizó también a Lord Byron.

“¡Cristo, qué feliz era!, y por primera vez en mi vida me sentía feliz con plena conciencia de mi felicidad. Es bueno ser feliz simplemente; es un poco mejor saber que se es feliz; pero comprender la felicidad y saber por qué y cómo, en qué sentido, a causa de qué sucesión de hechos o circunstancias se ha logrado tal estado, y seguir siendo feliz, feliz de serlo y saberlo, eso está más allá de la felicidad, eso es la gloria…”.

El libro, que ocupa los últimos meses de 1939, es un recorrido por la geografía sur de Grecia, toda la península de Corinto y algunas partes interiores, sin alejarse nunca del mar. Entonces el libro resulta en la suma de hermosas imágenes, como cuando cruza la isla de Poros por un canal: “Navegar lentamente a través de las calles de Poros es como gozar de nuevo el paso a través del cuello de la matriz”; y de personajes que logran construir toda una impresión de su viaje, que para mí, se resume en una de las más hermosas frases de la literatura: “En Kalami, los días pasaban como una canción.” ¡Ah! Un libro con una sola frase así, merece ser tratado como un breviario, tenerlo en la mesa de noche y leer un par de párrafos cada noche hasta el día en que las Parcas nos corten el hilo de la vida.

Pero no solo la geografía le causa una honda impresión a nuestro escritor. La Grecia humana también le deja marcas, como la que le dejó el capitán Antoniou, un viejo marino mercante con el que conversara largamente y que a la sazón recorría el Mediterráneo a bordo del Acrópolis, bajo su autoridad. Fue una noche en Atenas, cuando se sienta con él y con otro grande, George Seferiades, el poeta. Sin embargo, resulta interesante que le dejó más impresión el capitán que el poeta: “…La noche siempre me hace sentir envidia de él, envidia de su paz y soledad en el mar. Le envidio las islas en donde recala y sus solitarios paseos por silenciosos pueblos cuyos nombres no significan nada para nosotros…”, y nos confiesa que antes que escritor, lo primero que ambicionó Henry Valentine Miller fue ser piloto de barco. Por fortuna, la literatura se le interpuso en el camino y tras un largo sufrimiento, lo sentó a escribir en la soledad de su forzoso exilio en Nueva York, este libro precioso.

“Durante largas horas permanecía tumbado al sol, sin hacer nada, sin pensar en nada. Mantener la mente vacía es una proeza muy saludable. Estar en silencio todo el día, no ver ningún periódico, no oír ninguna radio, no escuchar ningún chisme, abandonarse absoluta y completamente a la pereza, estar absolutamente indiferente al destino del mundo, es la más hermosa medicina que uno pueda tomar…”.

La anterior es una frase que me remitió y lo sigue haciendo, a ese melancólico viaje que hace John Steinbeck por el Mar de Cortés en, precisamente, la misma época en que Miller vaga por el Mediterráneo, acompañando a una expedición científica que recoge especímenes marinos de todo tipo en las salvajes aguas abrazadas por la Baja California. Saldrá de allí con otro maravilloso libro bajo el brazo, que bien vale la pena incorporar a nuestra biblioteca. “Sería algo maravilloso vivir en un perpetuo estado de partida, sin partir nunca, sin quedarse nunca, pero permaneciendo suspendidos en esa dorada emoción de amor y deseo; ser echados de menos sin habernos ido, ser amados sin cansancio. ¡Qué hermoso y deseable es uno, porque dentro de pocos momentos habrá dejado de existir!”, dice Steimbeck acodado en la cubierta del Western Flyer, que abre la sirena, despidiéndose del puerto.

El viaje es puro goce, de vagabundeos despreocupados de aquí para allá, sin plan de viaje fijo, acompañado siempre del principal personaje de la novela y del paisaje griego: “La luz adquiere en este lugar una cualidad trascendental; no es solamente la luz mediterránea, es algo más, algo insondable, algo sagrado. Aquí la luz penetra directamente en el alma, abre las puertas y ventanas del corazón, desnuda, expone, aísla en una dicha metafísica que aclara todo sin que se sepa…”.

Así que queda escrito: el libro es puro goce, y su lectura recomiendo, debe ser lenta, para agotar cada una de las palabras que van creando las imágenes que quedarán fijas en nuestra mente para siempre. Es un libro al que se regresa, siempre. De esos que se convierten en verdaderos hijos consentidos, y por eso, no quiero seguirles cortando trozos al deleite que leerlo completo les va a dar, pero sí quiero dejar un par de líneas más para darles el contexto de las circunstancias reales del viaje, investigadas por Michael Haag, en otro fantástico al libro al que volveremos en alguna entrega futura de estas reseñas literarias: The Durrell´s of Corfú, otra maravilla para perderse por horas en sus páginas y fotografías. El viaje griego se interrumpe por el estado de guerra en toda Europa, pues de hecho, había iniciado bajo sus funestos auspicios: “Larry had been trying to get Herny Miller to visit Corfu for years. Now, on the eve of war, Henry decided to take a holiday. Hitler had grabbed the rest of Czechoslovakia in March and Mussolini had occupied Albania in April; in july 1939, Henry sailed from Marseilles for Greece.”

Llama la atención que según Haag, Miller llegó acompañado a Grecia. Una chica británica, con el extraño nombre de Meg Hurd, de quien a pesar de sus encuentros sexuales a plena luz del día en las playas griegas, no queda reastro alguno en las páginas de El coloso de Marusi. Ni una mención se hace de ella… se desvanece en la luz. Quien no se desvanece en el paisaje sino se integra felizmente a él es Miller: “Theodor also noted that Henry was a remarkable success with the locals. ‘Without knowing a word of Greek, he seemed to be able to understand them and make them understand him. Also he was very fond of clowning and had very humorous and mobile features with wich he could send his audience into roars of laughter’”. No nos sorprende entonces, el tono juguetón y luminoso de su libro, puesto que la felicidad fue la emoción imperante en sus vagabundeos helénicos.

De pronto, la guerra irrumpe en Grecia con toda su ferocidad, cuando las fuerzas italianas son incapaces de superar al Ejército británico; que es barrido por los alemanes tras espectaculares operaciones, como la aerotransportada invasión de Creta. De pronto cunde el pandemónium, y Haag narra con buen ritmo la huída de los Durrell hacia Atenas, mientras Miller decide despreocupadamente, permanecer en Corfú. Sin embargo, la crítica situación que enfrenta el Ejército inglés obliga a una reconcentración en Atenas, y el Pireo se llena de gente queriendo abandonar de pronto el paraíso luminoso. Miller regresa a Atenas y recibe órdenes de su gobierno de abandonar Grecia, en donde su seguridad no puede ser garantizada mucho más. Así, “On 28 december 1939, Henry Miller sailed from Piraeusm the port of Athens, for New York, where he inmmediately began writing The Colossus of Marousi…”. Ese fantástico libro, a casi un siglo de haberse escrito y en el que Miller, que nunca más volvería a Grecia, dejó, como si fuera un epitafio, escondido dentro de sus reflexiones, donde parece sonreír al lector: “De mi última visita a Oriente no volvería nunca, pero no moriría, sino que me desvanecería en la luz…”.

 


Mi abuelo y el dictador, de César Tejeda

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

De los libros que me han impactado más, hasta el día de hoy, en cuanto a intereses, forma de pensar y de concebir a la historia y al hombre, tengo que citar a El señor presidente (del que creo haber ya agotado mis reflexiones al respecto hace unas semanas), y Ecce Pericles! de Rafael Arévalo Martínez. Este segundo lo leí en una versión de EDUCA, de papel periódico y portada sombría, en la que una fotografía de don Manuel Estrada Cabrera se difuminaba en una mancha de tinta negra, que compré, otra vez –ironías de la vida–, en un supermercado.

Creo que mi tardía y claramente trasnochada concepción hobbesiana de la humanidad (“el hombre es el lobo del hombre”) me viene de haber leído ese tomazo a la corta edad de los 13 años. Claro que muchos, muchos años más tarde me topé con el magnífico libro de Philip Zimbardo, El efecto Lucifer, que, ¡oh sorpresa!, me vino a dar la razón; matizada, claro está, pero me la dio. En fin, el libro de Arévalo Martínez me dejó tan alucinado como fascinado. Aún hoy, el período histórico nacional que me parece más interesante como inexplorado es esa larga dictadura de los 22 años. Los relatos de la mezquindad humana y de la absoluta ausencia de valores y escrúpulos de todo un pueblo, esa degradación moral a la que llevó esa dictadura me llegó a parecer incluso, cosa de ficción. Esto, hasta que fallecida mi abuela materna, con mis hermanos Martín y Santiago encontramos refundidos en un armario del costurero, el más remoto cuarto de la casa antañona del Centro Histórico, un magnífico Álbum de Minerva de 1902 y un álbum hechizo en un catálogo de modelos tipográficos, de mi tío abuelo, con muchas fotos de la época.

Lo primero que pensé es que esos dos libros llevaban metidos en ese lugar desde que en 1942 mis abuelos se mudaron a esa casa, escondidos no sé si por miedo (por la dictadura de turno) o bien por vergüenza, pues el relato fotográfico es el de un maestro rural en Salamá en el que consciente o inconscientemente va dejando muestras de su solidaridad con el régimen cabrerista, como un carné que lo acredita como miembro de la Comisión de Festejos de las Fiestas Minervalias de 1910, en la que consta que puso incluso dinero para la marimba que amenizó el evento. Ambos me devolvieron la realidad del período histórico, con sus luces y sus sombras.

Esas fotos desteñidas por el tiempo han venido a materializar en cierta forma otras nociones de la dictadura, como el magnífico trabajo de Catherine Rendón, Minerva y La Palma: el enigma de don Manuel, los relatos de muchos testigos como Felipe Cruz, las oscuras memorias de Adrián Vidaurre, asesor del dictador, los legajos del juicio llevado en contra del dictador cuando ya derrocado languidecía en su arresto domiciliario, o bien los relatos de primera mano de esa época oscura que nos dejaron Federico Hernández de León y Miguel Ángel Asturias en muchas de sus entrevistas. Por último, el coletazo de realidad y horror de esa época me vino de Ecuador, gracias a mi querido amigo Daniel Bowen, quien hará cosa de 6 años se encontraba investigando la vida de su abuelo, el general Plutarco Bowen, lider de la revolución liberal ecuatoriana y que murió fusilado en la plaza central de San Marcos, en el occidente de Guatemala. Resultó providencia que yo me topara con ese nombre en reiteradas ocasiones sin mayores datos, pero logré esbozar la figura de este hombre joven, del que consta una única fotografía, vestido con uniforme militar y brazo en cabestrillo, que se desvanece de la historia, como agua en el agua, en la hermosa frase de Borges.

Pues bien, para ilustrar el terror de esta época, Bowen me contactó y empezamos a compartir ciertos detalles y bibliografía al respecto hasta armar la gran fotografía, que publicó años más tarde en Guayaquil. Tiempo después, tuve la suerte de reunirme con él durante un viaje a Quito, en donde tuve una de las más interesantes conversaciones que haya tenido nunca, sobre historia y literatura en la terraza de un restaurante en el centro histórico de Quito, restaurante que nos vio almorzar y cenar, y del que fuimos desalojados cuando ya amenazábamos con ordenar el desayuno. Esta conversación me recordó inevitablemente las heroicas jornadas en las que con mis amigos de la universidad nos instalábamos en el patio de “La Jacaranda”, una especie de cantina estudiantil en las afueras de la universidad, en las que no pocas veces nos sacaba del sopor de la conversación de literatura, historia, música y cine doña Blanqui, la dueña, para ofrecernos panqueques con miel de desayuno luego de pasar la noche en blanco en el lugar.

Pero cerrando esta invocación: la historia de Bowen es terrible porque el general, que había participado en la revolución de 1897 en contra del general Reina Barrios, que llegó a tomar la ciudad de Quetzaltenango, se había retirado a una vida de descanso en Tapachula, con un colega de apellido Treviño, compañero de armas desde Ecuador y con quien compartió batallas en El Salvador, Honduras y Nicaragua. Bowen fue secuestrado en Tapachula, drogado fue transportado de forma clandestina en el fondo de una lancha a Ocós, registrado su arresto en Retalhuleu y despachado sin más a la plaza de San Marcos acusado de sedición. Fue fusilado un lejano 26 de junio de 1899 en la esquina occidental de la plaza mayor de San Marcos. El hombre autor de la operación, un tipo de origen francés y apellido Lambert, recibió en pago de su audaz y cobarde acción, el monopolio de las bebidas alcohólicas en el Hipódromo del Norte.

 

-II-

Como una nueva confirmación del absurdo de esta dictadura, me vino a caer en las manos el libro de César Tejeda, escritor mexicano, que en su novela Mi abuelo y el dictador, parte de una anécdota significativa para ir hilvanando no sólo las raíces del suceso anecdótico, sino la de la propia construcción de la novela, en esta nueva corriente de las novelas de no ficción que, sin querer, vino a inventar ese genial autor argentino Rodolfo Walsh.

La anécdota llevada a lo esencial, cuenta que en 1908 Antonio Tejeda fue acusado de participar en una conspiración en contra de la vida del dictador, y obligado a caminar desde Antigua Guatemala a la Ciudad de Guatemala, custodiado por un pelotón a caballo, luego del atentado de los cadetes. “Durante todo el trayecto, fueron seguidos por una mujer con un bebé en brazos: era Victoria Fonseca, la esposa de Antonio, y en los pañales del bebé llevaba escondido un revólver”, nos informa la contraportada del libro. Cabe decir que la anécdota inmediatamente me recordó la suerte de Rosendo Santa Cruz, valiente opositor del régimen cabrerista que bajo el mismo artilugio (Estrada Cabrera era autor de siniestras ideas, pero de muy poca imaginación), fue obligado a encaminarse a la capital desde Cobán, con lazo al cuello, pero en este caso, asesinado vilmente en un corral de cerdos a la salida de la población de Tactic. Era el prototipo de las ejecuciones extrajudiciales que Ubico llevaría a la perfección, bajo el nombre socarrón de ley-fuga.

El autor parte entonces de la anécdota para realizar un tipo de arqueología familiar. Viaja a Guatemala desde México, de donde es nacional, y nos lleva por su investigación visitando lugares, amigos y familiares para ir aclarando o buscando echar luz a la historia de los abuelos. El libro tiene la bondad de estar bien escrito, Tejeda es un buen narrador que no pierde el puslo de la historia, aunque la anécdota a base de ser repetida varias veces en todo el libro va perdiendo su fuerza y su significado, como cuando repetimos de forma seguida y por muchas veces una palabra; pongamos “casa”, y repítala 20 veces. Verá que el significado desaparece y la palabra se nos antoja a un mero intento gutural que trata de transmitir algo que ya se nos escapa. Otra bondad del libro es que logra reconstruir ese escenario absurdo de odios, rivalidades y envidias que fue la Guatemala de 1898 a 1920, teníamos a Asturias, claro, pero este relato viene a refrescar las trilladas ideas del tan trillado tema del dictador latinoamericano.

“…Juan Viteri padre conspiraba en contra de la vida del dictador –sin éxito, desde luego–, Estrada Cabrera esculpía en su imaginación, con el cincel entre los dedos, a un perro fiel que dormía a los pies de la puerta de su recámara para cuidarlo, y que en eso se convertía, precisamente, Juan Viteri hijo, quien fue uno de los esbirros de confianza del tirano, tiempo después de que su padre fuera mandado a fusilar”.

“Afirman que Estrada Cabrera, enemigo incluso, de sí mismo, discutió con uno de sus hijos porque el joven tenía una deuda de cuatro mil dólares en una joyería, y Estrada Cabrera, inconscientemente de que tenía el cincel de jade en la mano, deseó nunca haber tenido a ese hijo despilfarrador mientras lo insultaba, y que el hijo de nombre Francisco, caminó a su habitación, tomó el revólver y se disparó en la cabeza”.

La dictadura de Estrada Cabrera siempre ha estado fundida en hechos de violencia y sobrenaturales. Abundaban en La Palma, la residencia presidencial ubicada antaño en la barranquilla, altares mayas, por los que desfilaban sacerdotes y brujos que hacían permanecer al dictador en la silla presidencial, y que manejaban las fuerzas oscuras a su antojo, como el incidente del cincel de jade, obra de unos sacerdotes de Totonicapán, que Tejada recoge. Teosofismo, ocultismo y pactos con el diablo fueron las explicaciones que el ciudadano guatemalteco encontró para justificar la larga noche de la dictadura, omitiendo el rasero de Occam, que resulta ser la propia naturaleza del hombre. La dictadura se construyó, y subsistió porque había personas alrededor del dictador que lo adularon y construyeron los mecanismos del horror, como el mismo Adrián Vidaurre, José Santos Chocano, Enrique Gómez Carrillo o Cara de Ángel, que repite una figura histórica.

El libro nos brinda una oportunidad para acercanos a la dictadura desde el punto de vista de un extranjero, con familia radicada aún en Guatemala. Es una visión foránea que abunda en una perspectiva muy interesante sobre este periodo, que para el guatemalteco en general se le hace borroso o intrascendente cuando en la educación media se le hace leer sin mayor preparación ni contexto, El señor presidente con el objeto de llenar un requisito del pensum estudiantil. A fuerza de literatura nos arruinan la historia, y el guatemalteco sale de los establecimientos educativos sin volver a tocar un libro o a interesarse por algún evento del pasado patrio. Sin embargo, comete un error de bulto, imperdonable para la familia y amigos guatemaltecos que según el relato ayudaron al pobre Carlos en su investigación, pues nos dice el autor: 

“Llego al departamento de Sacatepéquez y leo un letrero que dice ‘Adopte un kilómetro’. Si tuviera una cuenta bancaria con quetzales, lo haría. Porque no hay otro camino que pueda resultar más importante. Lo mantendría libre de baches y con las líneas de la carretera cuidadosamente pintadas. Adoptaría un kilómetro al azar, tal vez ése en el que mi abuelo comenzó a patear una inmensa piña de pino para distraerse. Para dejar de contar los pasos que recorren 45 kilómetros en las peores condiciones…”.

Al leer este párrafo no pude ocultar mi molestia, que dejé escrita al margen de la página 83 en que Tejeda aborda el tema del camino recorrido por su abuelo. ¿Cómo es que nadie pudo explicarle al pobre César Tejeda que no estaba recorriendo la ruta que le tocó a su abuelo caminar en ese lejano 1908? ¿Cómo nadie se tomó la molestia de explicarle que la actual prolongación de la ruta Interamericana que usamos los guatemaltecos para salir de la Ciudad de Guatemala para ir a la Antigua, Chimaltenango o Panajachel no fue construida sino hasta mediados de la década de 1960? Digo, según su relato habla con gente educada, profesionales exitosos, incluso periodistas culturales en Guatemala, ¿cómo es que nadie lo sacó del error? ¿Será tan corta la memoria histórica del guatemalteco que eventos o lugares de más de 3 o 4 décadas se pierden en la niebla del tiempo?, ¿o les habrá parecido tan poca cosa la anécdota de este escritor que vino hasta aquí para explorarla, como para explicarle que esa carretera no existía en 1908?

En fin, la cuestión es que César soluciona su historia en el camino equivocado, pues hasta que se inauguró la extensión de la carretera Interamericana, el camino hacia la Antigua Guatemala era saliendo por Mixco, bordeando el cerro Alux por el lado opuesto al que lo hace actualmente la carretera, se pasaba por un hermoso paraje llamado San Rafael Las Hortencias y se salía por San Lucas Sacatepéquez, aproximadamente a la altura del crucero en donde se encuentra el monumento al caminero. En San Rafael se levantaba un hermoso hotel, que luego fue transformado en casa de retiros y que hasta allá por los años 90 en que lo conocí, mantenía y respetaba la arquitectura original y su entorno. Era un paraje hermoso a la sombra del imponente cerro y rodeado de abundante naturaleza, teniendo un impacto tranquilizador cuando se salía del caos de las callejuelas abarrotadas de gente y vehículos de Mixco. El camino que pasaba frente al hotel y que unos trescientos metros se perdía en una especie de desfiladero profusamente arbolado, habrá sido el camino que realmente recorrió el señor Antonio Tejeda cuando fue conducido “a pie por cordillera”, como se decía en ese entonces desde Antigua a la Ciudad de Guatemala.

Para hacerse una mejor idea de la belleza del paraje, he hallado en mis archivos digitales dos hermosas fotografías del lugar, la primera muy probablemente de unos veinte años después del incidente que narra César y una segunda muy probablemente de la misma época de la anécdota que fundamenta la novela de Tejeda.

           

          

 

Una segunda queja que tendría en contra de los familiares, amigos y colegas intelectuales de César afincados en Guatemala, es la poca contextualización que del país le hicieron al escritor a su llegada y en los dos o tres viajes más que logró hacer al país. Es otro párrafo que me parece desafortunado, porque trata de ser lapidario, pero creo que peca de inexacto:

“Es un acto de justicia poética que Rubén Darío sea recordado por todo lo que escribió con excepción de sus penúltimos versos, y que Estrada Cabrera no sea recordado por casi nadie, ni siquiera en Guatemala”.

Sólo basta hojear los pocos periódicos que circulan en el país para botar por tierra esta idea de César Tejeda. En las páginas de Prensa Libre, desde hace varios meses ya, circulan las columnas del historiador José Molina Calderón sobre temas económicos y políticos precisamente del período de la dictadura de Manuel Estrada Cabrera, incluyendo una larga serie del manejo que de la epidemia de influenza tuvo el dictador y los servicios de salud de la época, o bien en la Revista D del mismo periódico, hace apenas unos meses publicaron una serie de artículos en conmemoración de los 100 años del derrocamiento del dictador. También en el Diario de Centro América hará cosa de unas cuantas semanas, se publicó un invaluable artículo sobre el cine en la época de la dictadura de Estrada Cabrera y en las columnas de la siempre interesante María Elena Schlesinger, que publica en elPeriódico, se trae al dictador constantemente a la memoria de los lectores.

Pero así como tiene desaciertos, tiene otros filones de información invaluables, como un párrafo de oro que por sólo esas líneas vale la pena leer toda la novela, en donde rescata el nombre de uno de los dos cobardes asesinos de Brocha, el expresidente de Guatemala, general Manuel Lisandro Barillas:

“El joven se llamaba Florencio Morales y acuchilló en dos ocasiones a Barillas. Su cómplice fue un soldado de la guardia de honor del ejército guatemalteco. Una vez detenidos aceptaron que habían recibido como anticipo por el trabajo 650 dólares de las manos de un general del ejército cabrerista”.

También aportan mucho para el lector en general los dos capítulos que dedica a las relaciones entre el dictador y los dos escritores modernistas por excelencia, Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo, llenos de datos interesantes y de los que apenas haya que señalar una omisión: cita como biógrafo de Gómez Carrillo a un tal José Luis García Martín, pero se olvida de incluirlo en la bibliografía al final de su libro. Con unos pocos errores más de puro bulto, como ubicar la Antigua Guatemala al oriente de la ciudad capital o poner a Arturo Morelet unos 60 años posteriores a su verdadero viaje a Guatemala, la novela está bien documentada y resulta un verdadero placer leerla. Sus impresiones del país y de la sociedad guatemalteca resultan por demás interesantes. César Tejeda logra una novela bien acabada, de la que cuesta desprenderse y a la que invitamos se lea con ganas de disfrutarse un buen relato sobre la construcción de una novela.


Epistolario 1512-1527. Nicolás Maquiavelo.

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

– I –

Allá, a finales de los años 80 y principios de los 90, en una televisión que apenas tenía 13 opciones de canales, llenas a la mitad para elegir, había una serie que se llamaba “The Making of…”, que desvelaba las maravillas de los efectos especiales de las mejores películas del momento. Así, mis contemporáneos y yo pudimos ver cómo la batalla de los Ewoks y los rebeldes en contra de las tropas imperiales en El retorno del Jedi, fue en realidad una maqueta magníficamente ejecutada en la que muñecos a escala representaban los combates, con choques espectaculares y explosiones incluidas; o cómo una maqueta fue en realidad la que rompe con la barrera del tiempo/espacio en vez de un Delorian real en Volver al futuro. ¡Claro! Notarán que era una época en la que los títulos de las películas se traducían, no siempre con resultados afortunados. Vimos en la pantalla chica cómo se hizo Indiana Jones y el Arca Perdida, o La Joya del Nilo también.

Traigo a colación estos recuerdos remotos sin cable y sin Netflix (¡horror de horrores, cuasi prehistóricos tiempos!), porque la recopilación epistolar que de Nicolás Maquiavelo realizó Stella Mastrangelo y publicó el Fondo de Cultura Económica en su serie negra de historia, es una especie de “The making of El Príncipe”. Es increíble pensar que hace mucho, mucho tiempo, hubo un mundo sin la obra capital del pensador florentino, tan manoseada como incomprendida, como mal citada.

No recuerdo cuándo hice mi primer intento de leer esta obra, pero sí recuerdo que fue en la versión que publicó la editorial Austral, en su serie amarilla de pensamiento político, esa en la que la constelación de Capricornio está representada por un carnero con cola de pez, que en su momento le sugirió al dueño de la editorial el mismísimo Jorge Luis Borges, y que hasta la fecha se sigue reinventando y editando obras de magnífica calidad. En la edición que menciono, El Príncipe venía comentado por el mismísimo Napoleón Bonaparte y por la reina Cristina de Suecia. Cito a la segunda con duda, pues no tengo el ejemplar en mis manos, perdido irremisiblemente en la niebla de las mudanzas domiciliares. Desde entonces he leído el pensamiento de Maquiavelo en otras ediciones y empezado a comprenderlo a raíz y gracias infinitas al curso de Historia del Pensamiento Político que recibí del admirado profesor Glenn Cox, quien de propina me dejó para la vida la otra obra capital del florentino, Discursos sobre la primera década de Tito Livio.

– II –

El esfuerzo de Mastrangelo no solo es de traducir, editar y elaborar las notas al texto del hermoso epistolario, sino también una útil introducción, breve y precisa en lo que la editora desea puntualizar de la obra de Maquiavelo, además de unas útiles aclaraciones (sobre la hora, el calendario y el dinero en la época del pensador), amén de una exhaustiva cronología, en paralelo con la historia italiana, para que uno no se pierda en las múltiples referencias contemporáneas que desgrana Maquiavelo a lo largo de sus cartas y unos útiles mapas para comprender la complejísima situación política en la que se encontraba sumergida la península italiana en la época. Es un esfuerzo intelectual sublime el realizado por la editora, de entregarnos un volumen sólido, hermosamente editado con la calidad acostumbrada del FCE, pero sobre todo, con el aparato crítico y académico necesario para gozarse cada una de las líneas que contiene.

El prologuista nos informa que Maquiavelo escribió su manual de ciencia política durante 1513, pero que este no se publicaría sino hasta 1527, después de la muerte de su autor. Mastrangelo complementa: “…quien entregó a los editores, después de la muerte del autor, los originales de El Príncipe, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y las Historias florentinas fue Giovanni di Taddeo Gaddi, florentino nacido en 1493 y muerto en 1542, que fue clérigo de cámara apostólica, rico, humanista, mecenas y poseedor de una espléndida biblioteca…”, Gaddi, sin embargo, comenta la editora, no aparece nunca citado en las obras de Maquiavelo, y apenas existe un documento que los relacione: cuando Antonio Blado, primer editor de la obra del florentino afirmara que Gaddi fuera gran amigo de Maquiavelo. De esa forma minuciosa, la editora va guiándonos por la lectura, con abundantes notas y extensas explicaciones y necesarias contextualizaciones, pero con tal carga de academicismo objetivo que nunca pretende pelear lugar con Maquiavelo. Todo lo contrario, enriquece la experiencia de la lectura, cosa que no siempre logran los glosadores de ciertas obras. La carga académica y el amor por el detalle minucioso me recordaron a las dolorosamente escasas publicaciones que dejara el admirado historiador Ramiro Ordóñez Jonama, quien en sus notas al pie o sus dos tomos de la Bibliografía Genealógica, derrocha un conocimiento histórico sin pretensiones, guiando al lector sin perderlo en el rumbo.

Para ubicar intelectualmente a Nicolás Maquiavelo, en su cronología encontramos: “…1469… En el medio siglo anterior se había terminado en la ciudad la cúpula de Santa María del Fiore, donde en 1468 el eminente físico y astrónomo Paolo del Pozzo Toscanelli había instalado su famoso gnomon –primer instrumento astronómico utilizado en Europa–  con el que realizó importantes observaciones del movimiento aparente del sol y la oblicuidad de la eclíptica, mucho más exactas que todas las anteriores…”, así como que en 1471 aparecen los primeros libros impresos en Florencia, tres obras de Leon Batista Alberti, y el orfebre Bernardo Cennini, “…estaba fundiendo los delicados tipos romanos con que compuso el magnífico in folio con el comentario de Servio a la obra de Virgilio…”.

– III –

La primer carta está fechada en 1512, cuando Maquiavelo es comisionado a Pisa, para defender a la ciudad. A partir de esta epístola, dirigida a “una dama noble”, vamos a acompañar al florentino no solo por sus viajes por el centro de Europa, sino que iremos conociendo a sus corresponsales, mujeres, amigos, embajadores, familiares y amantes. Llama la atención que en su puño siempre se usa el mismo tono cómplice con quien se cartea, apenas es más solemne cuando trata temas oficiales. La única excepción es cuando aborda la situación política italiana y realiza sus análisis; son las partes más densas de su correspondencia, pero podemos atestiguar cómo sus ideas políticas van surgiendo y consolidándose a partir de situaciones o hechos que desfilan ante sus ojos, lo que nos permite hacernos un retrato de un hombre atento a su tiempo y los sucesos, con una gran capacidad de síntesis y una abrumadora objetividad para trasladar in abstracto, a frases teóricas, los grandes sucesos del choque de la historia que atestigua. Pero no es una experiencia traumática, a diferencia de otros autores que no soportan la vista de la realidad, la soledad del hombre frente a la historia, sino que para él es un gozo: “Así vamos pasando el tiempo entre estas universales felicidades, gozando este resto de vida, que me parece soñarla…”.

Resalta el tono intimista que adopta cuando le escribe a su colega y amigo, Franceso Vettori, al que cariñosamente llama “compadre”, como los buenos amigos de la Guatemala rural de hoy, que se llaman así más como muestra de cariño fraternal que como un verdadero lazo religioso. Con Vettori, que era colega suyo de la Cancillería florentina, las plabras nos suenan más relajadas, más personales, hay más referencias a la vida cotidiana, a los problemas económicos, incluso a las decepciones de la vida profesional. “Excúseme el estar yo con el ánimo ajeno a todas estas pláticas, como lo prueba el haberme venido a la quinta y alejado de todo rostro humano, y el no saber las cosas que suceden alrededor, de modo que tengo que discurrir a oscuras, y he fundado todo en los avisos que vos me dais…”, porque Vettori no solo es su amigo, sino un cómplice intelectual que lo interroga y pide su opinión y lo pone a pensar. Su papel es sumamente activo en esta correspondencia, es el hombre que pese a los ires y venires de su compadre, no lo deja apartarse de la vida política de su ciudad, completamente consciente de que su amigo no vive si no es para Florencia y la política, con todos sus riegos, como cuando le relata a otro colega, Juan Vernacci: “…antes más bien un milagro que esté yo vivo, porque me han quitado el cargo y he estado por perder la vida, la cual Dios y mi inocencia me han salvado; todos los demás males, de prisión y otros, los he soportado…”, Maquiavelo es acusado de traición y puesto en prisión y torturado en consecuencia, en 1513.

Sin embargo, pese a la azarosa vida de nuestro pensador, vemos que el tono de las cartas no es el de un hombre amargado. Encuentra espacio para enamorarse y lanzar al viento una que otra epístola amorosa, y a tramos se refugia en la vida familiar, que crecerá con 4 o 5 hijos, a la que llamará cariñosamente “su brigada”, incluyendo a Juan Vernacci, a quien adopta como hijo, dedicándole hermosas cartas de un padre amoroso aconsejándolo (“Y cuando hayas terminado tus asuntos y regreses, mi casa estará siempre a tus órdenes, como lo ha estado en el pasado, aunque pobre y desdichada…”). Pero nada lo separa de la reflexión política, y podemos ir atestiguando cómo en las líneas de sus cartas van sonando ciertas frases con cierto retintín a eternidad, como cuando escribe: “… en los hombres y máxime en las repúblicas, y veréis que a los hombres primero les basta con poder defenderse a sí mismos y no ser dominados por otros, y de eso ascienden después a ofender y querer dominar a otros…”.

Puestos a elegir, y sin pretender en ningún momento ser un espoiler, la carta más hermosa a mi juicio de toda la recopilación es la número 23, dirigida, cómo no, a su compadre Francisco Vettori, a la sazón enviado como embajador a Roma. Es una larga carta escrita con un ritmo suave, como el de una canción, en la que le relata con minucioso detalle la rutina a que se ha entregado en el exilio de su finca cerca de Florencia, pero lo suficientemente lejos para que no se pueda inmiscuir en política, castigo que sufre en dosis de minuto el gran pensador florentino. 

“Abandonado el bosque, me voy a una fuente, y de ahí a un terreno donde tengo tendidas mis redes para pájaros. Llevo un libro conmigo, Dante o Petrarca o alguno de esos poetas menores, como Tibulo, Ovidio y otros: leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos. Me traslado después a la vera del camino a la hostería, hablo con los que pasan, les pido noticias de sus pueblos, oigo diversas cosas y noto diversas fantasías de los hombres. Llega en esto la hora de comer, en que con mi brigada me nutro con los manjares que esta pobre quinta y este parco patrimonio comportan. Después de comer regreso a la hostería; ahí esté el hostero, y habitualmente un carnicero, un molinero y dos panaderos. Con estos me encanallo todo el día jugando cricca, trictrac y poi, de lo cual nacen mil conflictos e infinitos incidentes de palabras injuriosas, que las más de las veces se apuestan un cobre y sin embargo los gritos se oyen desde San Casiano…”.

Y cuando llega la noche, se encierra en la soledad de su estudio, para dialogar con los grandes:

“… donde no me averguenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me responden y no siento por cuatro horas de tiempo molestia alguna, olvido todo afán, no temo a la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiere a ellos. Y como dice Dante que no hay ciencia sin el retener lo que se ha entendido, he anotado todo aquello de que por la conversación con ellos he hecho capital, y he compuesto un opúsculo De principatibus…”.

Las cartas 27, 28 y 29 son dos documentos hermosos en los que el pensador italiano se nos presenta en toda su humanidad, perdida por tanto bronce y tanta tinta con la que se le ha ido recubriendo en 500 años de estudio de sus escritos. Son dos cartas en las que se enfrasca con su amigo Vettori, su compadre, en reflexiones a propósito del amor, resultando un retrato del amor en el Renacimiento que bien vale leer y releer. Llenas ambas cartas (invitación, réplica y dúplica) de hermosas frases y de un intento mutuo de estimular la razón sobre un tema tan azaroso como escurridizo puede serlo el amor: “…Quitad pues la albarda, quitadle el freno, cerrad los ojos y decid: Haz tú amor, guíame tú, condúceme tú: si salgo bien, tuyas sean las alabanzas; si mal, tuyo sea el vituperio: yo soy tu siervo: no puedes ganar nada más con maltratarme, antes pierdes, maltratando lo tuyo…”.

La virtud principal del esfuerzo de Mastrangelo es que nos presenta al complejo Maquiavelo en toda su humanidad. Al serio y sesudo pensador político, a ese padre y hermano amoroso, al buen amigo, al enamorado y sobre todo a ese profundo conocedor de la naturaleza humana. Entre carta y carta su figura va tomando volumen, carne y sangre, hasta casi conformar una presencia, en el buen sentido intelectual claro, no es cosa de jugar ouija, por supuesto. Es un hombre dado a hablar (escribir) abiertamente, que no rehúye dar consejos a quien se los pide, como cuando citando a un paisano, incita a su amigo Vettori: “…porque yo creo, creí y creeré siempre que es verdad lo que dice Bocaccio: que es mejor hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse”, que es la versión renacentista de la moderna conseja que dice que es mejor pedir perdón que pedir permiso.

En la carta 37, ya para ir cerrando esta entusiasta recomendación, Maquiavelo se nos descubre como un escritor puro, que no teme afrontar el tema que sea y trasladarlo a los signos de la palabra. Es un momento profundamente humano de este hombre que ha vivido dolores, frustraciones y esperanzas, es el momento en que descubre el amor:

“…estándome en la quinta, he conocido a una criatura tan gentil, tan delicada, tan noble, por naturaleza y por accidentes, que no podría yo tanto alabarla, ni tanto amarla, que no mereciese más. Habría que decir, como vos a mí, los principios de este Amor, con qué redes me atrapó, donde las tendió, de qué calidad fueron; y veríais que fueron redes de oro, tendidas entre flores, tejidas por Venus y tan suaves y gentiles que aun cuando un corazón villano hubiera podido romperlas, yo no quise, y me gocé en ellas un rato, tanto que los hilos tiernos se han vuelto duros, y enclavijado con nudos irresolubles. Y no creáis que utilizó el Amor para cazarme de modos ordinarios, porque conociendo que no le habrían bastado, usó vías extraordinarias, de las cuales yo no supe ni quise guardarme…”.

 

¡Ah, el amor! Ese sentimiento que hace del más serio pensador un hombre cursi y meloso… lejos del hombre sumergido en la política italiana del momento que nos retrató Marcel Brion o de ese intrigante de inteligencia tan vasta como su cultura que nos delinearon sus otros biógrafos Maurizio Viroli (La sonrisa de Maquiavelo) o Sebastián de Grazia (Maquiavelo en el infierno), que me han acompañado expectantes durante esta reseña en mi mesa de trabajo, Maquiavelo, por propia mano se dibuja tal cual, desnudo ante el embate de las pasiones humanas. Quién diría que el mismo que escribió: “…el que ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina…”, tan aferrado a la realidad y al raciocinio, sea el mismo hombre que en la bruma de los sentimientos más nobles y hermosos escribiera también: “…Y son las que me ha puesto cadenas tan fuertes, que en todo desespero de la libertad y ni siquiera puedo pensar en cómo habré de desencadenarme: que aún cuando la suerte o cualquier artificio humano me abriesen un camino para salir de ellas, por ventura no querría entrar por él, tanto que parecen ya dulces, ya ligeras, ya graves esas cadenas, y todo se mezcla de modo que juzgo no poder vivir contento sin esta calidad de vida…”.

Afortunadamente contamos con la carta 126, de Jacobo de Felipe a Nicolás Maquiavelo, del 5 de agosto de 1526, en que nos deja un regalo de información:

“…Por lo cual apenas recibí la vuestra fui a ver a dicha Barbera, y ya os había escrito, y creo la habéis recibido; y no pude contenerme de decirle una sarta de villanías, de modo que me respondió que se maravillaba de mí, y que no había hombre a quien estimase más y de quien estuviese más a las órdenes, pero que bien os hacía alguna travesura para ver si vos la amabais. Y desearía que estuvieseis cuanto antes en Florencia, porque cuando vos estáis ahí le parece dormir con vuestros ojos…”.

Maquiavelo era correspondido en el amor, y Barbera no se quedaba atrás a la hora de construir hermosas frases también.

Este Espistolario es una delicia de pasta a pasta, nos hace un viaje al pasado del que cuesta desprendernos y del que nos separamos nostálgicos, pero definitivamente con otra visión del denostado Nicolás Maquiavelo, quien a partir de leer sus cartas nos parece que estamos listos para regresar a sus reflexiones políticas, para compenderlo mucho, mucho mejor.


De parte de la princesa muerta de Kenizé Murad

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

–I–

De ese anaquel mental en donde posan mis libros favoritos, esos a los que recurro constantemente desde su primera lectura; a los que siempre vuelvo por algún motivo, quizá de los favoritos (primmus inter pares), sea el de Kenizé Murad. Llegué a él gracias a mi tío Ramiro, otro devorador de libros, que espero que al igual que Borges se encuentre en el Paraíso en forma de biblioteca. Él estaba fascinado por la cultura árabe y el mundo musulmán; sus lugares favoritos del mundo, que recordaba una y otra vez eran Fez, Jerusalén, El Cairo y Estambul. En su biblioteca dormían muchos libros de viajes por el mundo árabe y dentro de ellos estaba el de Murad. Me lo citó varias veces en nuestras pláticas y luego me regaló un ejemplar. El resultado fue abrirme a otro mundo que pareciera surgido de un sueño.

Difícilmente encuentre uno un libro en el que una persona se encuentre de forma tan desproporcionada, tan desprotegida en su vulnerable individualidad ante la feroz maquinaria de la historia. Cierto, está Primo Levi y su dolorosísima trilogía del holocausto, Eli Wessel en su infierno de nieve de los campos de concentración, o Soljenitzin, ese hombre que transitó por décadas en los Gulags de Siberia, pero el caso de la princesa muerta es tan triste como el que más, porque ella está sola.

No vamos a trivializar los sucesos del siglo de la violencia, pero sí vamos a hablar (escribir) de las tristes hecatombes individuales como la que rescata la periodista hindo-francesa, Murad, hija de la protagonista; que es también el relato de la tragedia de una niña huérfana criada en el frío mundo de las instituciones públicas francesas hasta que a los 15 años descubre que es hija de la última princesa del Imperio otomano, Selma.

Así, su reconstrucción biográfrica atraviesa la primera mitad del siglo XX por tres escenarios, que bien podrían ser franjas de colores, como las que cubren en el fascinante cuento infantil al Monstruo de Colores: un dorado nostálgico, como luz suave de un sábado a las tres de la tarde para la primera parte, en la que relata la vida de su madre en Estambul, en plena efervescencia republicana y su posterior exilio en Líbano; un rojo fuego, como un lunes al mediodía en cualquier sitio de la banda tropical para la segunda parte, la que ocupa la vida de Selma, casada con un príncipe hindú, salvada por los pelos de un matrimonio de conveniencia que termina por fracasar y finalmente, un azul frío, como cualquier día de nieve y viento en la París ocupada por los nazis, que es en donde sucede la tercera parte de su relato, con su madre embarazada, huyendo, escondiéndose en este escenario de pesadilla que debió de ser la Francia de la Ocupación y de la Colaboración.

 

–II–

Quizás el reto más grande al hablar de esta obra, (investigación expuesta en forma novelada para no darnos la lata con un aparato excesivamente académico de una biografía en toda regla, tono necesario para quien al final, escribiéndola estaba conociendo a su madre, la princesa muerta), sea no estropearle al lector amable de esta reseña la lectura de esta fascinante obra, así que de forma muy tangencial nos vamos a acercar a ella hablando de los escenarios por los que discurre, y los detalles hermosos de su relato.

La historia arranca con su madre, Selma, que atraviesa los años de transición de la niñez a la adolescencia. Estambul en 1919 es un escenario convulso; la Gran Guerra ha terminado, contando al Imperio otomano dentro del bando de los perdedores. Es este el tercer Imperio que muere ante un nuevo orden político mundial, al que han sido llamadas las nuevas generaciones para conformarlo, dentro de las que destaca al líder de los Jóvenes Turcos, Mustafá Kemal, quien, tras un breve paréntesis de incertidumbre y caos, terminará por proclamar la fundación de la República de Turquía en 1921, basándose en el laicismo como el principal fundamento republicano. Esta decisión, la de liquidar el carácter religioso de la monarquía otomana, (recordemos que el emperador era a la vez el califa, de alguna manera el heredero de la autoridad religiosa del Profeta), tiene como resultado el ostracismo de la familia real, que queda prisionera en las fastuosas habitaciones del Palacio Topkapi, a orillas del Bósforo.

“El palacio, con la mayoría de las residencias de príncipes y princesas, es una antigua mansión de madera labrada, precaución necesaria en una ciudad dominada por los terremotos. Blanco y en medio de un parque rebosante de fuentes, de rosas y cipreses, el palacio domina el Bósforo, a esta hora iluminado por el crepúsculo. Sus balcones, sus escaleras, sus galerías y terrazas, adornadas de festones y arabescos, dan a la casa el aspecto de un encaje”.

 

O este valioso párrafo, sobre el contexto histórico de la primera parte:

“La esclava que le trae el pan tiene lágrimas en los ojos y, esta vez, no tiene empacho en responderle. No, el sultán no ha muerto, es mucho peor: los plenipotenciarios otomanos enviados a Francia no han podido convencer a las potencias aliadas. Se vieron obligados a firmar, en Sèvres, el tratado inicuo del que hablan desde hacía tres meses sin que nadie imaginara que pudieran concluirlo. Un tratado que consagra el desmembramiento total de Turquía…”.

 

Como una forma de garantizarle la vida a la princesa, que ya despunta en una hermosa mujer, y como fuera lastimosa tradición hasta hace no mucho, la casan con un príncipe de la India al que no conoce. El viaje para la boda estará lleno de miedos y expectativas, que chocarán con la realidad de una India en toda su vastedad, opulenta y miserable, que se debate también en un nuevo mundo en el que se habla o más bien se cuchichea en los callejones estrechos y hediondos de sus sobrepobladas ciudades de una idea prohibida: la independencia.

Si lo que Selma esperaba era un mundo de tigres de bengala y elefantes vestidos de joyas, apenas lo encontrará a medias. El mandato británico persiste más por su férreo control político que por la voluntad de sus súbditos, muertos a miles en los campos de la Europa Occidental tras el llamado a las armas de la “madre patria”. Pero el sacrificio no les retribuyó reformas económicas. Las autoridades británicas, bien aprovisionadas de ginebra y agua tónica para vencer la malaria y el hastío del calor en el subcontinente, pretenden que el sacrificio era un deber y que no les deben nada. Es una olla de presión calentándose lentamente, que hará explosión con toda su violencia en 1947, con su consecuente cauda de muertos contados a millares.

“Los vendedores de brocados, sedas y encajes vienen depués de los joyeros. En el salón, todo aquel mundillo se pone a cortar, a coser, a bordar. El ajuar de la novia, que habitualmente se prepara con años de adelanto, debe estar terminado en cinco días. Deben estar listas las ghararas de cola, los chikan kurtahs, esas túnicas de lino tan finas que pueden pasar a través de un anillo; listas las rupurtahs, estolas guarnecidas de oro y perlas, que disimulan las formas…”.

Esa boda, pensada para enaltecer uno de los cientos de principados que sobreviven en esa época, se celebra entre nubarrones de tormenta:

“…Hay que calmar la decepción de Selma, pero sobre todo no alarmarla. No decirle que en todo el norte de la India, los campesinos, alentados por el partido del Congreso, comienzan a rebelarse contra los grandes propietarios, en su mayoría hostiles a la política de Ghandi, a quien consideran un comunista”.

La India era entonces también un espacio en el que conviven, o se soportan, más bien dos religiones con millones de fieles, la hinduhista y el islam, que tras la independencia marcará una de las guerras civiles más mortíferas del siglo XX, que ya es decir mucho. El resultado desgarrará a millones de personas cuando los musulmanes huyan hacia oriente u occidente, buscando refugiarse en unos países creados ad-hoc por algún cartógrafo de mucha imaginación pero poco conocimiento, dando lugar a Pakistán oriental y Pakistán occidental, desde 1979 si no me falla la memoria, rebautizado como Bangladesh. La arbitrariedad de las líneas fronterizas, dibujadas desde la oscuridad de un despacho burocrático en Londres se haría más que evidente con un nuevo conflicto que aún al día de hoy le causa sobresaltos a los internacionalistas, ya que ha enfrentado en varias ocasiones a la India y a Pakistán, ambas potencias nucleares, en una esquina de los Himalaya: la Cachemira.

En este escenario de grandes contrastes vivirá la nueva princesa, con lujos pero profundamente infeliz, lejos de su familia, que empieza a morir de a pocos, y siempre soñando con sus años felices de la infancia en Estambul. El matrimonio fracasa y la princesa se autoexilia en París, dedicándose a cualquier oficio que le haga ganar un pan para ella y para Kenizé, pues ella habrá de nacer en la capital francesa. Aquí el relato es sin duda la parte más fría y cruda. Con alemanes de uniformes grises y su credo de odio, la desconfianza de los franceses y el invierno y sus nevadas, sufridas sin remedio en un piso sin calefacción. 

“En pocos días cambia la fisonomía de París. Se rodean los monumentos con sacos de arena para protegerlos y se pintan de azul los vidrios de las casas. Por doquier, mujeres de gorra galoneada, llevando brazaletes y carteras de cuero han reemplazado a los hombres que han partido al frente”.

El libro es la historia de una búsqueda. Su lectura deja una tristeza suave como la que queda cuando ha terminado de ver la portentosa película El último emperador de Bernardo Bertolucci. Es la sensación que deja haber acompañado a un individuo por muchos avatares, en una lucha ciega con la historia. Creo que también el libro de Ayn Rand, Los que vivimos, deja lejanamente la misma melancolía. Como no podemos develar los detalles, basta decir con que el hombre o mujer (vaya, odio estas diferenciaciones impuestas por la posmodernidad) que se enfrenta al torbellino de la Historia con mayúscula, difícilmente sale victoriosa, como alguna vez nos enseñó también Omar Shariff en las secuencias finales del doctor Zhivago: o se despedaza o se cambia la esencia. O se muere en el devenir histórico o se termina de jardinero, aferrándose al anonimato para vivir un día más. 

“Después, mucho después, quise comprender a mi madre. Preguntándole a los que la conocieron, consultando libros de historia, periódicos de la época y los archivos dispersos de la familia; demorándome allí donde ella había vivido, intenté reconstruir los diversos marcos de su existencia, hoy en día irremediablemente transtornados, y de volver a vivir lo que ella vivió…”.

 En el caso de la última princesa otomana, lo que queda es un relato hermoso, impregnado de amor y de piedad de una hija que partió de los cálidos despachos del Nouvel Observateur en busca de su madre y regresa con un hermoso libro que rebasa las 700 páginas en la edición que tengo en mi mesa en estos momentos y es, lo más valioso quizás, un vistazo de una mujer y su lucha por sobrevivir en pleno siglo de la violencia. Una joya para quien guste de una buena historia, pero también para aquellos amantes de las grandes biografías.


Testamento de juventud de Vera Brittain

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

– I –

Noventa años tardó este libro en ser traducido al español, hasta que la editorial Periférica & Errata Naturae decidieron remediar la omisión. A grandes rasgos se puede definir el libro de Vera Brittain como el ensayo autobiográfico de una mujer que, al estallido de la Gran Guerra, decide poner su parte en el esfuerzo bélico que su patria (Inglaterra) le demanda y se enlista como enfermera en 1915. Sus memorias abarcan desde las duras condiciones de un hospital de campaña, hasta el difícil regreso a la vida civil, después de haber visto tanto, sufrido tanto.

Pero se cometería una enorme injusticia al resumir esta magnífica obra de la forma anterior, porque en realidad Brittain es una verdadera profesional en el arte de escribir, y ella, con sabiduría irá desgranando a lo largo de las 846 páginas, la razón de que escriba tan bien. El testamento de juventud es en realidad un esfuerzo por retratar una época y una generación, al menos en una primera lectura, porque yo logré establecer, en realidad, tres. Para que usted, querido lector, escoja la aproximacion que más le atraiga para recorrer este majestuoso ejercicio del recuerdo y de la palabra.

El libro de Brittain aporta para el lector en castellano, una nueva voz, una nueva perspectiva de esta mujer inquieta que no quiso quedarse al margen de la historia y se subió al tren de los hechos mundiales, tren del que se bajaría años después, maltrecha y con cicatrices, pero más viva que cuando fantaseaba en su jardín con una vida de aventuras. Estábamos acostumbrados a la gran narrativa de la guerra, la voz de Erich Maria Remarque, de John Dos Passos o del invetable Hemingway, que nos regalaron sus experiencias, ya asimiladas y reflexionadas en obras de ficción, para superar esa máquina monstruosa de la memoria traumatizada. Contábamos además con esas visiones terroríficas de primera mano de Blaise Cendrars, Céline, Henri Barbusse o Jules Romaines, que no quisieron hacernos más sencillo el viaje y se volcaron con todo y sus traumas en sus páginas, dejándonos esos relatos de camaradería y de terror a los bombardeos de artillería, el olor a carne quemada y el mal de trinchera comiéndose los pies de los soldados.

En los últimos años contábamos también, gracias a los esfuerzos editoriales esporádicos, en Guatemala, España y Argentina, con los reportajes del mejor corresponsal de guerra del mundo hispanoamericano en el frente occidental: Enrique Gómez Carrillo, un guatemalteco que nos legó una decena de los mejores textos en castellano de esta monstruosidad europea que fue la Primera Guerra Mundial.

Brittain, por su parte, con toda comodidad y derecho propio, viene a poner su libro en el mismo estante, sin complejos, aportando una necesaria voz femenina, de primera mano, sobre su experiencia como enfermera en esta hecatombe dominada por la voz masculina. Ella también se desveló, también dejó todo por servir a su país, también vio sufrir, agonizar y morir a camaradas luego de su paso por el hospital de campaña en Amiens, esa trituradora de carne y otros hospitales de retaguardia. Pero Brittain estuvo en primera línea, estuvo expuesta a los ataques de gas alemanes y al shellshock, ese trauma nervioso que afectó a los soldados por la tensión de soportar por horas, o días, el continuo bombardeo de la artillería enemiga y que los hacía temblar de forma descontrolada. Brittain nos regala su testimonio con una voz tranquila, sin ansias por hacerse un lugar, que sabe se ha ganado años antes al estar en el frente. Sus páginas se pasan con interés creciente, pues la lee uno crecer, si es que esta es la expresión correcta.

 

– II –

Decía que el primer camino para leer a Brittain es acercarse a su libro viéndolo como las memorias de una persona que trata de fijar en el tiempo –ese enemigo que se lleva todo–, una época y una generación: “[algunas personas] …generalizan y atribuyen un encanto mendaz a los dorados días de la juventud, una etapa de la vida en la que cualquier aflicción se antoja permanente, y cada contratiempo, insuperable…”. Brittain es una mujer educada de la clase media alta británica. Su padre, un impresor de varias generaciones, es dueño de una pequeña imprenta, aunque no queda claro de qué tipo de material se ocupaba, salvo que a ella la mantiene al margen por su condición de mujer. Esta lectura permite recostruir un mundo antes de que salte en mil pedazos. Es la historia de Vera, su hermano y un grupo de amigos de la universidad, con sus sueños y sus ambiciones que se interrumpen por la Gran Guerra. En esta aproximación hay lugar para el amor, tal y como se vivía en este ambiente victoriano, que aún no había asimilado la muerte de la reina, un cuarto de siglo antes. Este círculo de amigos –de los que la mayoría soñaba con ser escritores, poetas, músicos o periodistas–, acuden al llamado de las armas, envueltos en el fervor patriótico que cruza las islas británicas y al resto del Imperio. Así, tenemos que ellos se enlistan en el Ejército, y ella resulta atendiendo heridos en un hospital de retaguardia en Londres, para luego ser transferida a Malta y luego al frente occidental, Francia específicamente, como enfermera de campaña. “La persona que afirmó aquello de que ‘Dormí, y soñé que la vida era hermosa; / desperté, y descubrí que la vida era deber’ no podía tener más razón, en este caso…”.

Brittain nos pasea por esos tiempos por medio de una narrativa deliciosa, suavemente melancólica y descreída; Brittain va narrando el destino de ese grupo de amigos, sorprendidos en el centro de la historia, la gran historia, la de los libros y sus terribles nombres: Somme, Passchandale, Noyón, Yprés. La voz de la autora es suave pero controladora, ella sabe cómo administra la información que nos quiere dar, y en qué momento. Así, ante sus ojos desfilan fotografías, notas, poemas, cartas, diarios, periódicos, discursos; todo con una habilidad que no deja que uno se salga de sus páginas, y si es necesario hacerlo, regresar a ellas lo más pronto posible.

 

“Mucha humedad, mucho barro, muchas de las trincheras de comunicación están impracticables, decía una carta de Roland escrita el 9 de diciembre [de 1915]. Tres hombres murieron el otro día por el derrumbe de un refugio, y otro se ahogó en un pozo séptico. El mundo entero, al menos el mundo visible y tangible, es fango en diversos estados de solidez o viscosidad…”.

 

El control que ejerce ella como narradora sobre sus lectores depende del hábil manejo del tiempo narrativo, pues a pesar de que es un ensayo autobiográfico, su relato no es lineal, sino constantemente (sin abusar, sin marear, sin deconcertar) nos está llevando al futuro, incluso cuando nos adelanta que escribió un par de novelas con sus vivencias, o los viajes que haría unos pocos o muchos años después de lo que está narrando.

 

“…Cinco años después, circulando en coche desde Amiens por los campos de batalla aún desfigurados para visitar la tumba (…) en Louvencourt, desfilé con repentino estupor ante un letrero blanco que decía simplemente: Hédauville. El lugar debía parecerse mucho a cómo había sido tras un par de años de guerra, y sólo las ruinas desmochadas de las granjas que se desmoronaban en los campos torturados mostraban el emplazamiento donde antaño había existido una población. Pero, en la cima de una colina, los restos de un camino destruido por las bombas giraban en un recodo y se curvaban hacia abajo…”.

“En la actualidad, cuando emprendo unas vacaciones y tomo esta línea, tengo que buscar con detenimiento el lugar en el que antaño viví con tanta intensidad. Al cabo de una docena de viajes casi anuales, todavía no estoy segura de saber dar con él, porque las últimas cicatrices han desaparecido de los campos donde se desplegaban los campamentos; ahora los nabos, las patatas y las remolachas forrajeras de un territorio considerablemente agrícola recubren el suelo que tanta agonía sostuvo. Incluso las cruces castigadas por el tiempo del gran cementerio que hay bajo los pinares de lo alto de la colina, con sus vistosos jardines de pensamientos, alhelíes y caléndulas, han sido sustituidas por la arquitectura de piedra de nuestra manía por los monumentos conmemorativos…”.

“…todavía hoy me carteo de vez en cuando con un criador de ovejas de Queensland que por casualidad dio con el libro cuando estaba aún en Inglaterra con la Fuerza Expedicionaria Australiana: por algún misterioso motivo halló consuelo en mis crudos versos… [Versos de una enfermera voluntaria]”.

 

Porque el viaje que nos ofrece Brittain es la búsqueda de la vida antes de la muerte. Antes de los cañones, de las trincheras, de las ametralladoras. Es una arqueología de la generación perdida y el angustioso deber de seguir adelante, de dejar atrás ese pasado doloroso y decidir continuar. “La ventana que había por encima del cuerpo estaba cerrada, y Hope me pidió que la abriera: ‘Siempre abro las ventanas cuando se mueren… para dejar salir las almas’, explicó…”  Somos testigos de cómo esta joven muchacha que viaja llena de emociones para participar de la lucha a su manera, va mutando en una mujer madura, de pocas palabras y mucho mundo interior. No nos ahorra sus reflexiones, así que el viaje es también una aventura interior. Esta voz es valiosa en el relato, pues nos va dejando también el trazo del paso de una niña hacia una mujer, en una sociedad que trata de no verla para no recordar el pasado doloroso.“La conjetura del cierre ya está respondida, no sólo para mí, sino para la totalidad de mi generación. Jamás recobraremos aquella dicha…”.

La segunda lectura que permite este libro es la de una mujer en busca de su lugar en la sociedad y en el mundo. Es fascinante leer entre sus párrafos ese orgulloso discurso feminista. Brittain ha visto y ha sufrido lo suficiente como para ser una fanática, una feminazi, como dicen ahora. Su feminismo es inteligente y maduro, propositivo. Para un padre de tres maravillosas niñas, es altmente gratificante leer sus reflexiones sobre el papel de la mujer en la sociedad, siempre teniendo en mente la época en que fue escrito, porque debemos recordar que Brittain militó en las filas del sufragismo. Entonces entendemos la evolución de esa segunda voz: la mujer que poco a poco, a lo largo de las páginas de su inteligente relato, va cobrando seguridad. “La guerra iba consumiendo fuerzas y ánimos, la generación que se encontraba en la mediana edad, tras ceder irrevocablemente a sus hijos varones, empezaba a buscar cada vez más apoyo en las hijas…”. Es increíble la habilidad de Brittain para darnos esta segunda lectura y hacerla vívida, pues en las primeras páginas su discurso es tenue, inseguro, tal y como lo habrá vivido ella misma en 1913, cuando lucha a brazo partido para que su papá se digne en pagarle una educación superior y ella logre, con las mejores notas, ingresar a la Universidad de Oxford. “¡Cómo puede usted mandar a su hija a la universidad señora Brittain!, gimió una mujer con honda tristeza. ¿Acaso quiere que no se case jamás?”. Luego, al final la escuchamos segura, aleccionadora, como una coleccionista de luchas callejeras y muchos mítines rurales en nombre de la igualdad de la mujer.

“… apenas unos días antes de coger el permiso, había sido aprobada en la Cámara de los Lores la Ley de la Representación del Pueblo que concedía el derecho al voto a las mujeres mayores de treinta años (…) pero mi indiferencia ante el hecho de que, el 6 de febrero de 1918, el sufragio femenino pasara a formar parte de la ley inglesa era un reflejo claro del cambio de actitud de todas las Pankhurst que habíamos sido absorbidas por la guerra…”.

 

Tan poco dado como soy a las lecturas obligatorias, porque resultan destruyendo las bondades de un hábito tan sano como el de la lectura, sí me permitiría recomendar la lectura y discusión de este libro o de ciertos fragmentos para los adolescentes que pasan por los distintos grados de nuestro sistema educativo. De sus páginas, las niñas podrán obtener un vistazo del fundamento de la reivindicación de sus derechos de igualdad, y los niños, tomar conciencia de esta evidente pero misteriosamente evadida, igualdad. Se podría seguir la lectura con una verdadera joya que recién me ha recomendado un buen amigo: Ladina Social Activism in Guatemala City (1871-1954), de Patricia Harms, para aterrizar a nuestros niños en el contexto nacional.

Entonces esta aproximación es la visita a su militancia, seria, responsable, pero no menos ardorosa. Terminada la guerra, Brittain regresa a la universidad y retoma sus estudios, licenciándose en Relaciones Internacionales, gracias a que:

 

“El proyecto, que se convirtió en ley el 23 de diciembre de 1919, declaraba asimismo en su tercera cláusula que ninguna universidad podía incluir en sus estatutos ninguna norma susceptible de considerarse excluyente del hecho de admitir a mujeres entre sus miembros; y en Oxford, los defensores del movimiento a favor de que las mujeres pudiéramos obtener títulos aplicó dicha cláusula tan aprisa que el 27 de noviembre de aquel mismo año, la víspera de que Lady Astor fuese nombrada por parlamentaria por Plymouth Sutton, pude escribirle a mi madre: (…) entrará en vigor el 9 de octubre del año que viene, lo que significa que, cuando me presente a los exámenes finales, me titularé y me veréis con birrete y toga…”.

 

Sabemos que Brittain obtuvo su título de licenciada en Relaciones Internacionales en la segunda promoción femenina de la Universidad de Oxford, pero fue testigo de la primera; “… el 14 de octubre me uní a las hordas de muchachas que asistieron, en el Teatro Sheldonian, a la primera ceremonia de graduación en la que participaron mujeres. Era un día de otoño cálido y chispeante…”, ella obtuvo su título al año siguiente, en 1921, lo que le permitiría participar como asesora de la representación británica en la Liga de las Naciones y luego dedicarse a la enseñanza de historia en un colegio de enseñanza media. Pero siempre tendrá tiempo para continuar con la militancia política, pues las conquistas sociales de igualdad para la mujer estaban en peligro en los primeros años de la paz.

“… La escasa aplicación de la Ley de Supresión de la Descalificación por Razones de Sexo era un claro ejemplo de reacción posbélica, cuando la neurosis que generaba el conflicto se transformó en miedo, miedo sobre todo por las consecuencias incalculables que podrían desprenderse de unas causas nunca vistas; miedo a perder el poder por parte de quienes lo ostentaban; miedo, en definitiva, a las mujeres…”.

 

La tercera lectura que nos permite este maravilloso volumen es la de la escritora en busca de una voz. La maestría de Brittain una vez más, es evidente, cuando al inicio de su libro nos parece una voz titubeante, como en el caso de su lectura feminista, pero sus últimas páginas ya están escritas sin asomo de duda, para leerse en voz alta. Uno siente a esa mujer empoderada de su oficio, que ya no rebusca más justificación que su afán por decir algo, y decirlo en voz alta, casi gritando. Algunos podrían acusarme de inocente, de haber leído sus memorias con demasiada pasión y deseo de sorprenderme, de que es lógico que empiece con titubeos y termine con la voz segura de quien ha logrado la maestría en su oficio, si sobre todo, lo ejerció durante casi 850 páginas. Pero lector, no se deje sorprender por estas voces injustas. Brittain, para cuando se sienta a escribir su obra, ya habría escrito al menos dos novelas y dos poemarios, centenares de artículos periodísticos y al menos dos tesis académicas. Es una escritora en toda regla para cuando toma sus cajas de archivos y decide contarnos su aprendizaje, del que no nos ahorra nada, ni siquiera los hermosos pasajes poéticos, en los que transcribe poesías propias o de sus amigos, como tampoco nos ahorra los últimos estertores modernistas, cuando nos relata el exotismo de las circunstancias de una inglesita en Malta:

“Los mercados indios y egipcios de La Valeta, con sus chales de seda, kimonos recamados, encajes malteses, mantelerías de lino, suntuosos crespones de China, bordados chinescos, cajas de madera de sándalo, abanicos pintados y pitilleras negras con incrustaciones en oro, me habían tentado lo suficiente para gastar todo el dinero que logré reunir en regalos de Navidad de todo tipo, que envié a casa junto con dos acuarelas de pequeño formato compradas en Nápoles…”.

 

Es este aspecto, Brittain se nos muestra como una escritora en control de todas las herramientas de su oficio, pues para no abrumarnos con sus recuerdos tristes o terribles de las vivencias de sus amigos en los campos de batalla, o los desfiles de horrores que presenciara ella en los hospitales de campaña, nos cambia el ritmo narrativo a veces, intercalando otras imágenes, consciente además de que la vida, por terrible que pueda parecer para una enfermera británica en plena conflagración mundial, sigue su curso, y que hay personas que viven ajenas a los cañonazos de Verdún. “Desde mi cama observaba, a través de la puerta abierta, los barcos de velas blanquísimas de la isla de Gozo, flotando con las alas extendidas cien metros mar adentro, y las diminutas dghajsas pintadas que desfilaban como letárgicos escarabajos verdes y rojos por la línea del litoral…”, como ejemplifica este hermoso paraje, que más que escrito se asemeja a una de las pinturas mediterráneas de Sorolla.

Esta tercer lectura permite que seamos testigos de una especie de “cómo se construye” el mismo libro que estamos leyendo, terminando en una experiencia altamente gratificante, pues en algunos parajes, mínimos, escasos, que hay que buscar con atención, vemos esos remaches, clavos y costuras de las que hablaba García Márquez cuando explicaba la tarea del escritor como carpintero de las palabras. Testamento de juventud es una obra bella y finamente acabada, de la que vemos algunas costuras porque así lo ha permitido su propia autora, no por descuido; por eso vemos como en paralelo que atestiguamos los avatares de su proceso creativo, sabemos que hubo intentos anteriores de ficción, para que sus memorias perdieran su carga de drama y sentimentalismo, y nos quedara, como el alcohol en el alambique, la esencia de sus reflexiones más puras, concentradas.

Así, avanzamos también en el desengaño de la veterana que regresa de la guerra a un mundo que ha cambiado sin ella. Se encuentra de vuelta en una Inglaterra que trata de apresurarse en los locos años veinte, sin pensar en nada, en un vértigo y frenesí del que nos hablará El gran Gatsby, por ejemplo, que se quiere ovidar de todo y vivir, vivir y gozar, y olvidar…, en esas circunstancias es aleccionador este pasaje: “… no pude permanecer ajena a las eufóricas reacciones de mi generación, que bailaba frenética noche tras noche en las galerías Grafton aun cuando de las paredes colgaban, acusadoras, imágenes de la agonía de los soldados canadienses durante la guerra…”.

Es una lástima que Brittain deje sus memorias a finales de la década de los 20, pues hubiese sido fascinante saber cómo ella y los suyos afrontaron las amenazas de Hitler y de cómo los rencores históricos de una victoria mal manejada, llevaron a Inglaterra a la Segunda Guerra Mundial. Porque en sus páginas deja ya un adelanto, una advertencia de la hecatombe futura y de la irrenunciable posición crítica de la autora frente al mundo, apartada de todo patrioterismo incondicional, pese a que, ella misma, presa de ese patriotismo, voluntariamente vivió todas las experiencias que nos narra.

“De modo que cuando, en mayo, yo ya me encontraba de nuevo en Oxford y se publicó el texto del Tratado de Versalles, me abstuve deliberadamente de leerlo; ya empezaba a sospechar que mi generación había sido engañada, que se había explotado con cinismo su valor juvenil, traicionando su idealismo, y no quería conocer los detalles de la traición…”.

 

Solo nos queda conjeturar qué hubiera opinado de la traición de Münich, del escozor de los muertos al escuchar las bobadas optimistas del patético Chamberlain y sus promesas en papel mojado de su “paz para nuestro tiempo”.

El libro de Brittain es entonces un ejemplo de la mejor literatura testimonial que se tiene a la mano, y es en tres niveles la búsqueda de una mujer en pos de su identidad; como ser humano que se reconstruye luego de los traumas de la guerra, de los fantasmas que la visitan, en segundo lugar esa mujer que busca su propio espacio en su familia, en la vida, en la sociedad y en las tareas del gobierno, es una feminista que lucha desde las calles hasta los salones dorados porque se respete su dignidad humana, sin aspavientos, con la lógica imbatible del ser humano cuando quiere ser razonable y desprejuiciado, y tercero, es esa construcción del escritor, de la búsqueda de la voz propia luego de que la vida le ha proporcionado el material necesario para tener algo que decir, como tantos otros hombres y mujeres de su tiempo, que nos regalaron sus pensamientos y experiencias en sus obras literarias, de ficción o no ficción. Termino, con lo que bien podría ser el epígrafe o cintillo promocional del libro para que mis queridos lectores lo busquen y lo lean con la garantía de que tras agotarlo, serán seres humanos distintos, esa promesa que conlleva toda la alta literatura: 

“Se trata de un caso más de ‘Aquellos a quienes aman los dioses mueren jóvenes’; las personas que amamos nos parecen demasiado buenas para este mundo, y las perdemos… Seguro, que tiene que haber un lugar donde la dulce intimidad aquí iniciada pueda continuar, y los corazones rotos por esta guerra se curen…”.


Hombres de papel de Oswaldo Salazar

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

-I-

Entré en el mundo asturiano desde la puerta de Leyendas de Guatemala, esos maravillosos sueños-historias como las calificara el citado hasta el cansancio Paul Válery. Todavía recuerdo el asombro al leer el texto Guatemala, que abre el volumen, la contundencia de las imágenes que evoca, el camino polvoriento por el que nos introduce en esa ciudad atrasada y melancólica como lo era la capital del país a principios del siglo XX. “Las primeras voces me vienen a despertar; estoy llegando. ¡Guatemala de la Asunción, tercera ciudad de los Conquistadores! Ya son verdad las casitas blancas sorprendidas desde la montaña como juguetes de nacimiento. Me llena de orgullo el gesto humano de sus muros (…) me entristecen los balcones cerrados y me aniñan los zaguanes abuelos. Ya son verdad las carretas de los rapaces que se persiguen por las calles…”. La maravilla del texto que apenas cito, es la suave cadencia de sus palabras que inicia con la primera frase: “La carreta llega al pueblo rodando…” y que termina en “… ¡Mi pueblo! ¡Mi pueblo!”, es realidad ese viaje en carreta por esos caminos antañones que terminaban en las desportilladas puertas de la ciudad, ya fuera por el barranco del Guarda, del Incienso, o bien por el descampado del Guarda Viejo… es quizá la reconstrucción en la memoria asturiana de ese regreso a la ciudad cuando la familia abandonó el exilio interno de Salamá o los viajes que narraban por las noches en su casa del barrio La Parroquia los arrieros que se hospedaban en el tercer patio, y en el que se escabullía para escuchar sus historias.

Ese ritmo suave de la ensoñación del recuerdo, o del cansancio del viajero que ve acercarse bajo el sol y dentro del polvo la ciudad, fue para mis ojos de niño lector, una absoluta revelación. Las leyendas, unas más, otras menos me impresionaron… como la leyenda del volcán que me pareció el relato de un sueño, o la de la Tatuana, extrañas imágenes de una duermevela.

Llegué luego al mundo asturiano desde las páginas de El señor presidente, recuerdo que en una poco amigable edición de la editorial EDUCA –que para la sorpresa de cualquiera hoy en día, adquirí en un supermercado–. A pesar de estar impresa en letra pequeña, en papel periódico, el libro me causó la sensación de haber leído una historia color sepia, confusa, como si el telón de fondo fuera un inmenso mundo sumergido en agua sucia. El primer capítulo, el de los pordioseros, el Pelele que en un arranque de histeria asesina al hombre de la mulita, un temido militar de la dictadura, es de esos textos que no he podido olvidar desde aquella tarde de sábado a los 13 años que la leí por primera vez. He releído la obra otro buen par de veces, y la impresión sigue nítida. La suciedad, la atmósfera agobiante de la miseria, la ciudad provinciana cerrada a todos, de espaldas al mundo.

La tercera gran impresión que tuve del mundo asturiano fue su poesía, sobre todo ese hermoso canto a Tecún Umán, con una línea que vale por todo el poema, que de por sí vale mucho: “¿A quién llamar sin agua en las pupilas?”, que en mi memoria al día de hoy aún resuena en la voz de mi papá, que en su primera época solía compartir textos, frases, párrafos, páginas que le gustaban con quien quisiera escucharlos. Lo recuerdo leyendo el poema en una edición en cartilla de Educación Cívica, recitando el poema con amplios gestos, como se enseñaba antes a declamar. Mi papá fue un gran admirador de Miguel Ángel Asturias y siempre lo tuvo dentro de sus favoritos, incluso la impenetrable y para mí (perdonen la confesión) aburridísima Hombres de maíz, llena de afectaciones y retruécanos para forzar una historia, siguiendo el consejo de Isle D’Adam, de si no ser interesantes, por lo menos ser oscuros.

La reivindicación de mis lecturas asturianas vino con Viernes de Dolores, magnífica novela en la que ya había alcanzado su madurez narrativa. Gracias a su portentosa memoria, los hechos que lo forzaron a salir al exilio a Londres primero y luego a París en los primeros años de la década de los veinte, se transformaron en un libro que pendula de la desesperación a la risa burlona. El drama del estudiante asesinado en un tumulto dentro del tranvía amarillo contrasta con el gozo despreocupado de los estudiantes que escriben en desorden los versos de La Chalana. Están presentes las cantinas y el ominoso murallón del Cementerio General, la ciudad se antoja menos desesperanzada que la ciudad de paredes ciegas que protagoniza la historia de El señor presidente, pero sigue siendo una ciudad de alegrías de muros para adentro. Afuera el sol, la pobreza, el polvo y el nuevo dictador, Rapadura, que con cólera, batonazos y disparos, pretende acabar con las burlas y las sonoras carcajadas prorrumpid, ja, ¡ja!

 

-II-

Todo lo anterior para decir que con gran placer inicié la lectura de la poderosa novela de Oswaldo Salazar, en la que nos va desgranando por capítulos intercalados dos historias. Una, la historia de Miguel Ángel Asturias, el estudiante que aspira a ser escritor sin siquiera haber encontrado una voz propia que aplana calles en el París de los locos años 20, acompañado de la pandilla de los que serían pronto los precursores del llamado Boom Latinoamericano: Arturo Uslar Pietri y Alejo Carpentier, entre ellos. La segunda, la historia del hijo mayor del escritor, traumatizado por el divorcio de sus padres y empeñado en culpar al padre del fracaso matrimonial, hombre distante al que ama y desprecia al mismo tiempo. Cuenta además esa búsqueda de la atención del padre. Ese desesperado intento de abrazar la violencia revolucionaria para ganarse la tan deseada aprobación.

Hábilmente narrada, en capítulos cargados de muchos datos y mucha emoción, la novela nos lleva de tal forma absortos que sus 354 páginas se agotaron ante mis ojos en apenas 3 días. Es de esos libros, valga el cliché, en el que uno siempre se perdona seguir leyendo un par de páginas más a pesar de que la madrugada ya despunta por la ventana. Con apenas uno o dos errores de bulto que devienen intrascendentes, está construida sobre una investigación acuciosa. La vida en ese París despreocupado, las pláticas de los artistas entregados a la bohemia en los cafés de moda, denotan que Salazar se ha dejado horas en bibliotecas, archivos y hemerotecas.

Del mismo modo, sus atrevidos capítulos en los que la realidad trastoca en sueño no suenan impostadas, como tampoco las frases del mismo Miguel Ángel Asturias que su novelista va insertando aquí y allá, aportando al texto una sonoridad propia de la obra asturiana, pero que también denotan a un gran lector de la obra de nuestro famoso escritor.

Me parece lo más interesante de su obra el empeño en retratarnos al escritor en busca de una voz, que espera y desespera en trabajitos de juzgados y salas de redacción, siempre soñando, imaginando que está destinado a dejar una gran obra, a no morir, para seguir viviendo en la mente de sus lectores. Esa obsesión, tratada de acallar bajo el alcohol nos llevan a ese Miguel Ángel del que todo guatemalteco ha escuchado anécdotas, la mayoría malintencionadas, en el que entre borracheras siderales pasa los días, rebotando de cantina en cantina, bebiendo hasta la ingominia, como dijo alguien de otro de sus pares, Juan Rulfo; “…en Guatemala sólo se puede vivir borracho, no metiéndose en nada y haciéndose el baboso…”, pues ¿qué es El señor presidente sino un larguísimo delirium tremens, en el que el lector se retuerce en el fondo de un basurero, completamente incapaz de ayudar a Camila en su triste destino?

En paralelo se desdobla la historia de ese guerrillero apropiado de un personaje salido de la mente de su padre –que según Salazar fue idea de Haydeé Santamaría, en La Habana–, siempre peleando por un lugar en el cual protagonizar la historia, negada por la sombra de su padre. Gaspar Ilom, perdido en las discusiones bizantinas de la teoría revolucionaria que lo llevó a romper con las FAR históricas e irse a fundar su propio y minúsculo ejército revolucionario: la ORPA; fundida luego en la sombra de la URNG por obra y gracia de Fidel Castro. Rodrigo Asturias terminaría su vida de esfuerzos y ensueños de poder en la piscina de su casa, según cuentan algunos, devuelto a la sombra luego del oprobioso incidente del secuestro y muerte y de doña Olga Novella, escándalo del que inexplicablemente pudo evitar la prisión, pero desliz criminal que le hizo imposible participar como candidato en las elecciones presidenciales de 1999.

Del otro lado del Atlántico, acompañamos al Gran Moyas en sus vagabundeos por París; Ciudad de Guatemala, escondiendo el libro detrás de un ladrillo y por ciudad de México, con su manuscrito tocado y retocado por espacio de quince años, hasta que encuentra quien se lo publique. “Imagínate, quince años de chinearla de aquí para allá, revisando, repitiendo, queriendo publicarla y también quemarla.” Porque Hombres de papel es una especie de novela sobre la novela, el proceso de construcción de ese grito larguísimo en el que vierte todas sus entrañas el hombre que fue niño, adolescente y joven durante una dictadura que parecía no terminar nunca, no terminar nunca sus maldades, no tener límite su mano oscura, como lo podría atestiguar el general Manuel Lisandro Barillas, apuñalado por dos sicarios en la ciudad de México, bajo la sombra de la espalda de la catedral, o el general ecuatoriano Plutarco Bowen, secuestrado en Tapachula por otro esbirro cabrerista y fusilado a toda velocidad en el parque central de San Marcos.

De esa opresión salta a la completa libertad de París. Que para mayor inri bullía en esa época de todas las vanguardias, imperaba el exceso propio de esa generación que sobrevivió a los horrores del lodazal pestífero de Verdún, Noyón, Yprés, Gallípoli… la ciudad en donde Josephine Baker se paseaba desnuda en compañía de su pantera negra, y en donde el jazz retumbaba en los bajos de los cafés de las calles secundarias. “Tú no tienes la experiencia, y por eso no te puedes imaginar la diferencia que hay entre una noche bulliciosa de Montparnasse hablando de libros hasta el amanecer, y escuchar desde la cama el silbato de un policía que cruza la noche y la calle vacías. Sí, ya nunca fui el mismo”, por fortuna agregaría yo, porque sería esta experiencia europea y el contacto con las vanguardias artísticas y las leyendas americanas descubiertas, vea usted, de manos de estudiosos franceses.

Luego, gracias a las imprudencias de los especuladores de caras anónimas y la caída de la bolsa de valores, Asturias debió regresar a Guatemala en 1932, luego de una década afuera, una larga década de inestabilidad política, cuartelazos y borracheras castrenses que terminaron de pronto, con la sobriedad autoritaria del nuevo caudillo, Jorge Ubico. Allí, en esta ciudad del hastío, volvió a atestiguar:

“… cómo en las cercanías de la metrópoli empobrecen los pequeños campesinos, cómo pierden su sostén y en los barrios sórdidos de miseria se extinguen sus vidas como las brasas de carbón. Y así, finalmente, deben migrar desde la meseta del altiplano hasta las plantaciones de la costa tropical, donde pronto enferman, mueren o vegetan, tísicos, sifilíticos o alcohólicos. Acertaste, he vuelto a mis fuentes francesas: leo mucho Hugo y más Zola. Y te puedo asegurar una cosa: con esto voy a dejar en la literatura guatemalteca…”.

 

Queda claro porqué Asturias escribió lo que escribió, su trilogía bananera y sus sueños-historias que desgranan una Guatemala dura, hermosa, que nos duele, como diría en sus versos Manuel José Arce. En fin, si no me detengo les termino transcribiendo esta magnífica historia, que vale la pena leerse de un tirón, imaginándose este dolorso parto literario que desembocaría en esa noche de gloria de 1967, en la fría capital sueca, en un capítulo alucinante, de los mejores y más convincentes del libro. Ceremonia que estuvo a punto de no suceder, porque el presidente del comité que decide el ganador anual del Premio Nobel de Literatura, Anders Osterling, no estaba de acuerdo con elegir a Miguel Ángel Asturias, pues sus preferencias se inclinaban hacia Graham Greene, que nunca lo ganó. Osterling opinaba que Asturias era “…demasiado limitado para elegir sus personajes literarios…”, veto que fue superado por los votos favorables al guatemalteco de los académicos Eyvind Johnson, Henry Olsson y Erik Lindergren, justificando su elección: “… por sus vívidos logros literarios, fuertemente arraigados en los rasgos y tradiciones de los pueblos indígenas de América Latina…”; y que llegaron incluso a proponer que el premio se les diera compartido a Miguel Ángel Asturias y a Jorge Luis Borges, acto que sí hubiera resultado revolucionario, y que no hubiera permitido la vergüenza de castigar al gran Borges por la imprudencia de sentarse a almorzar con el general Rafael Videla gesto que, para mayor deshonra, fue malinterpretado por la Academia Sueca.[1]

En fin, no se diga más, gócese usted también esta maravilla de Hombres de papel.

 

 

 

[1] Brenda Martínez. Asturias casi no gana el Nobel. Prensa Libre, 21 de enero de 2018. Páginas 16-18.

 

 


Tierra de hombres. Antoine de Saint-Exupéry

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Uno de los héroes de mi infancia fue sin duda Antoine de Saint Exupéry, de quien leí sin entender mucho, (debo decir), su cuento infantil El principito, pero de quien me quedó una impresión general de prosa bien pulida, de frases cortas, bien construidas. Me pareció que era un hombre de pocas palabras, lo que se me confirmó luego con la lectura de sus aventuras a partir de un volumen de la magnífica editorial PLESA que publicaba hermosos libros ilustrados, en los que abordaba temas históricos, geográficos y científicos para niños. En un hermoso capítulo tocaban un tema tan cotidiano como el correo, y en un cajón tipo cómic, explicaban que uno de los personajes más importantes para el desarrollo de sus rutas aéreas había sido este piloto y escritor. En la ilustración, un biplano rojo echando humo caía en picada en el desierto bajo la atenta mirada de un beduino.

Esa fue la puerta de entrada para conocer los detalles de este interesante autor y su ajetreada vida, que continuó con la lectura de uno de esos libros condensados en la revista Selecciones, que me parece que fue de la versión inglesa de Tierra de hombres, acompañada de hermosas ilustraciones del desierto. Se sumaron con el tiempo la magnífica novela breve Vuelo nocturno, piloto de guerra; una antología de escritos bajo el evocador título de El sentido de la vida, y el que nos ocupa en esta ocasión, Tierra de hombres. En cada una de las lecturas siempre me atrapó el estilo narrativo de Saint-Ex, como le decimos sus amigos. Sus páginas parecieran más que leídas, contadas a viva voz. Con ese tono intimista con el que narra los detalles de su historia, hace partícipe al lector de una experiencia de la que difícilmente se sale igual. Dentro de un relato de meras aventuras de un piloto aviador en los primeros tiempos, se mezclan reflexiones y recuerdos de otras épocas, logrando crear una atmósfera propia que administra de forma sabia a lo largo de todo el libro.

“Era 1926. Acababa de entrar como joven piloto de línea de la Sociedad Latécoère que aseguró, antes de la Aeropostal –luego la Air France–, la línea Toulouse-Dakar. Allí yo aprendía el oficio. A mi vez, como los demás camaradas, sufría yo el noviciado que los jóvenes soportan antes de tener el honor de pilotear en la línea (…) A los veteranos los hallábamos en el restaurante; bruscos, un poco distantes, dándonos consejos, validos de su superioridad…”[1]

 

Era la época en la que se empezaba a darle utilidad práctica civil a la aviación, luego de las carnicerías de la Gran Guerra. Francia desarrollaba sus líneas de correo de la Metrópoli con sus colonias, y de esas aventuras, se irían materializando en los mapas de navegación aérea, las líneas llenas o punteadas de las distintas rutas de correo que como en Roma, tenían un mismo final: París.

Eran los tiempos de los biplanos y de las cabinas abiertas, en las que era preciso tener un buen ojo y una buena memoria. Sobresale por lo extraño, casi exótico un paraje en el que Saint-Ex, asignado por primera vez a realizar la línea Toulouse-Dakar, se sienta con Guillaumet, un veterano quien despliega sus mapas de la ruta y le va dando una singular clase de geografía al novel piloto:

“…No me hablaba ni de hidrografía, ni de poblaciones, ni de arrendamientos. No me hablaba del Guádix sino de los tres naranjos que cerca del Guádix bordean un campo: ‘Desconfía de ellos, márcalos en el mapa…’ Y los tres naranjos tenían más importancia en el mapa que la Sierra Nevada. No me hablaba de Lorca sino de una simple granja cerca de Lorca. De una granja viviente. Y de su granjero. Y de su granjera. Y esa pareja adquiría, perdida en el espacio, a quinientos kilómetros de nosotros, una desmesurada importancia. Bien instalados en la pendiente de la montaña, semejantes a guardianes en un faro, se hallaban listos, bajo sus estrellas, a socorrer a los hombres (…) Y, poco a poco, la España de mi mapa se transformaba bajo la lámpara en un país de cuentos de hadas. Balizaba con una cruz los refugios y las trampas…”.

Este pasaje me remitió a alguna lectura anterior de la que no logro recordar si fue de Conrad o de London, en donde se narran los avatares de un navío que, dedicado a la navegación de cabotaje en un rincón perdido del planeta, es contratado para levantar los mapas de los contornos de las costas que visita. Porque en estos tempranos años de la aviación, los vuelos más se parecían a la navegación de cabotaje (nunca más allá del punto en el que se pierde de vista la línea de costa), que a los extensos vuelos a los que estamos acostumbrados hoy. O estábamos acostumbrados hasta la irrupción del Covid-19 y sus consecuencias, que aún hoy, estamos muy lejos de poder comprender.

Dada la precariedad de estos vuelos, comprendemos que Saint-Ex tuviera al menos cuatro accidentes aéreos[2], que aportan un tono de serena confesión en ciertas partes de su obra, que es en esencia, la fugacidad de la vida del hombre en la tierra, y el reto humano de vivir ese tiempo acorde a valores universales. Su obra es un discurso vital y ético, de cómo el hombre debe de asumir su existencia, pues desde su perspectiva, vista la humanidad desde miles de pies de altura: “…navegar (…) por encima de mares de nubes, es muy elegante, pero… pero recuerde: por debajo de los mares de nubes está la eternidad…”, máxima que le van recordando las muertes de sus compañeros que van dejando en distintos párrafos la amargura del veterano que aún no ha encontrado su cita con el destino. Estos recuerdos aparecen desperdigados y son breves, casi lacónicos, “…recuerdo un regreso de Bury, que se mató, tiempo después en Corbières…” o bien, “…Lécrivain no solamente no había aterrizado sino que jamás aterrizaría en ninguna parte…” o, por último ese hermoso homenaje a su maestro Mermoz, el hombre que abrió las rutas de correo desafiando por aire los mismos Andes que San Martín, un siglo antes, había desafiado por caminos de cabras, transportando todo un ejército. El discurrir de la prosa de Saint-Ex no carece de emoción, como los varios sucesos que narra cuando cruza tormentas de arena sobre el Sahara o tormentas de hielo en Sudamérica, pero es en esencia una reflexión, en la que continuamente hace de lado la faceta heroica de su trabajo civil: “Alguna vez te fastidiarán las tormentas, la bruma, la nieve. Piensa entonces en todos los que han conocido eso antes de ti y dite simplemente: ‘lo que otros han logrado siempre se puede lograr´…” Así, las angustiosas páginas de su recuento de un vuelo en el que se extravían buscando Casablanca, terminan con unas líneas tranquilas, sin afectación alguna, en las que él y su mecánico, Néri, descienden por fin en la ciudad y “… al alba, ya se encuentran pequeños bares abiertos… Néri y yo nos sentaríamos a la mesa, ya en seguridad, riéndonos de la pasada noche ante las medias lunas calientes y el café con leche. Néri y yo recibiríamos ese regalo matinal de la vida…”.

Los accidentes aéreos que sufrió Saint-Ex, a lo largo de su carrera como piloto de aviación, tuvieron diversas causas, mecánicas algunas, humanas otras, accidentes que obvio decirlo, tuvieron un serio impacto en la vida del piloto, del que saldrá con heridas y cicatrices, pero en el penúltimo de ellos saldrá con una idea genial que lo haría famoso internacionalmente.

 

-II-

Relata su autor en Tierra de hombres, que realizaba un vuelo París-Indochina en 1935, en compañía de su amigo y colega Prévot, cuando su avión es envuelto por una tormenta y lo estrella contra una duna en el desierto de Libia, cerca de la frontera con Egipto. “Ni creo haber sentido otra cosa que un formidable crujido que sacudió nuestro mundo sobre sus bases. A doscientos setenta kilómetros por hora habíamos martillado contra el suelo.” Saint-Ex hace un interesante recuento de las circunstancias que sufre un piloto que ha caído en tierra incógnita, en donde todo puede pasar. El avión ha quedado destrozado, y el agua, como en todo buen relato de aventuras en el desierto, es escasa. “¡El agua vale un peso en oro, el agua cuya menor gota extrae la arena la chispa verde de una brizna de hierba! Si ha llovido en algún lugar un gran éxodo anima el Sahara. Las tribus van hacia la hierba que brotará trescientos kilómetros más lejos…”.

Durante tres días deambularán por el desierto entre la fatiga, la sed y angustiosos espejismos. Como no tienen la menor idea de en dónde se encuentran, usan el avión como centro de operaciones y parten de él hacia los puntos cardinales para buscar ayuda. En total, Saint-Ex hará el recuento de merodear sin rumbo en el desierto por casi 350 kilómetros, experiencia angustiante, pero que luego le servirá de excusa ideal para hacerse necesario a las Fuerzas Francesas Libres y regresar al Ejército durante la Segunda Guerra Mundial. “He amado mucho el Sahara. He pasado noches en terreno rebelde. He despertado en esa extensión rubia donde el viento marca su oleaje como sobre el mar. He esperado allí el auxilio durmiendo bajo las alas…”. A cada tanto ven una silueta, alguien que les ofrece ayuda, que se aleja a medida que avanzan, hasta desvanecerse. Son los espejismos. “Los beduinos, los viajeros, los oficiales coloniales enseñan que se resisten diecinueve horas sin beber. Después de veinte horas los ojos se llenan de luz y el fin comienza: la marcha de la sed es fulminante”.

Porque cabe decir, haciendo un paréntesis, que Saint-Ex es un experto en el desierto. Es un hombre que sabe leer los menores indicios para interpretar el enorme silencio caprichoso de estos infinitos parramos. En este sentido, de estos hombres que en la paz estudiaron la geografía de la tierra y pusieron sus conocimientos al servicio de sus naciones en la Segunda Guerra Mundial, recuerdo la enigmática figura del Barón Lazlo de Álmasy, que trabajó en varias expediciones como piloto y fotógrafo de la Real Sociedad Geográfica del Reino Unido, y del que el ceilandés Michel Ondaatje escribió una hermosa novela, superada con creces por su versión cinematográfica.[3] Fue acusado de vender mapas e información a la Alemania Nazi, supuestos aportes para la sorprendente campaña del desierto desarrollada por el mariscal Rommel y sus Afrika Korps.

Decíamos que Saint-Ex era un experto en el desierto, gracias a las largas jornadas compartidas con los beduinos y los bereberes de las aldeas de Marruecos y de Mauritania. También gracias a sus vuelos de abastecimiento de los fuertes coloniales franceses dispersos por el inmenso mar de arena. Ante estas experiencias, el menor suceso hace saltar las alarmas, como ese día en que se está rasurando, ritual previo a salir en vuelo:

“… Pero oigo un chasquido: una libélula ha chocado contra mi lámpara. Sin que sepa por qué siento una punzada en el corazón.

Salgo otra vez y miro: todo es puro. Un murallón que bordea el terreno se destaca sobre el cielo como si fuera de día. En el desierto reina una gran mariposa verde y dos libélulas que tropiezan contra mi lámpara y experimento, nuevamente un sordo sentimiento que es quizás alegría, quizás temor, pero que llega desde lo hondo de mí mismo aún tan oscuro que apenas se anuncia. Alguien me habla desde muy lejos. ¿Es instinto? Salgo otra vez: el viento ha desaparecido totalmente. Continúa el fresco. Pero he recibido una advertencia. Adivino, creo adivinar lo que aguardo: ¿tengo razón? Ni el cielo ni la arena me han hecho ninguna señal, pero las dos libélulas me han hablado y asimismo una mariposa verde (…) esos insectos me muestran que una tempestad de arena está en marcha, una tempestad del Este y que ha expulsado a las verdes mariposas de sus palmerales lejanos. Su espuma me ha rozado…”.

En este fragmento uno casi puede sentir esa calma siniestra que impera antes de que llegue la tormenta. Ese silencio profundo del desierto más allá del muro. Estas señales del desierto bien pudieron detonar la creatividad del escritor, durante sus largas caminatas  por el desierto, en busca de ayuda. Para engañar a la sed y al cansancio piensa, imagina, recuerda, entreteniendo al cerebro para que no se dé por vencido, que no se desconecte. Así, se fija en un detalle curioso:

“¿De qué viven esos animales en el desierto? Se trata, sin duda, de ‘fenechs’ o zorros de arenales, pequeños carnívoros gruesos como conejos y con enormes orejas. No resisto mi deseo de seguir las huellas de uno de ellos. Me llevan hasta un estrecho río de arena donde todos los pasos se imprimen claramente. Admiro la linda palma que forman tres dedos en abanico. Imagino a mi amigo trotando suavemente al alba y lamiendo el rocío de las piedras. Aquí las huellas se espacian: mi fenech ha corrido. Aquí un compañero ha venido a juntársele y han trotado juntos. Asisto, así, con extraña alegría a ese paseo matinal. Amo estas señales de vida. Y olvido un poco que tengo sed…”

Uno casi puede asegurar que ese fenech es ese peculiar zorro que se cuela entre las páginas del cuento posterior de Saint-Ex, que le pide a su joven amigo que lo domestique. Otros símbolos y significados más densos se pueden encontrar en el interesante estudio escrito por Luz Méndez de la Vega, Saint-Exupéry: Secretos de Amor y de Guerra en El Principito, que de seguro le cambiarán por completo la lectura de este cuento infantil, enriqueciéndola y surgiendo nuevas dudas, que es lo más importante del aporte de doña Luz.

Al calor y a la sed del desierto hay que sumarle el frío. Por las noches, las temperaturas se derrumban hacia las cercanías del 0, sumando un terror más a la pesadilla del accidente. “El viento carga sobre mí como una caballería en terreno abierto. Giro en redondo para huirle. Me acuesto y me vuelvo a levantar. Acostado o de pie estoy expuesto a este látigo de hielo…”

Como no es un secreto para nadie dada su obra posterior, y su muerte por accidente aéreo en el Mediterráneo en 1944, puedo adelantar que, en el desierto de Libia, en 1935 los salva un beduino. Un hombre del desierto los encuentra a punto de desvanecerse en la arena y entregarse a la muerte. Con esa solidaridad esperada entre los hombres en las tierras de climas extremos, y además por orden de su propia religión el hombre los resucita dándoles de beber.

“Agua: no tienes gusto, ni color, ni aroma, no se te puede definir, se te gusta sin conocerte. No eres necesaria para la vida: eres la vida misma. Nos penetras de un placer que no se explica por los sentidos. Contigo vuelven a nosotros todos los poderes a los que habíamos renunciado. Por tu gracia se abren en nosotros todas las fuentes secas de nuestro corazón…” 

Aunque el libro no termina aquí, pues siguen otros recuerdos y meditaciones. Pero para no alargar más esta reseña, termino con las últimas líneas del capítulo VII, que contiene su recuento del avionazo en Libia, dedicadas al anónimo beduino que los salvó de morir en el desierto: “Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un solo enemigo en el mundo.”

[1] Saint-Ex no era en realidad un piloto primerizo como afirma con toda modestia en su libro. Para cuando ingresa en Aéropostale, ya había terminado su servicio militar en el ala de aviación, de donde es dispensado del servicio con el grado de subteniente, el 5 de junio de 1923; luego de haber estado destacado desde 1921 en el 37 regimiento de aviación, acantonado a pocos kilómetros de Casablanca, Marruecos.

[2] El biógrafo de Saint-Ex, Virgil Tanase, informa de esta época, en que el escritor se suma al plantel de la Aéropostale: “…Didier Daurat necesita pilotos: sobre los ciento veintiséis contratados por la Compañía, entre 1923 y 1926, cincuenta y cinco la habían abandonado, y siete estaban muertos…”

[3] The English Patient, film de 1996 dirigido por Anthony Minghella, protagonizada por Ralph Fiennes, Christine Scott Thomas, Juliette Binoche, Willem Defoe y Collin Firth, ganadora de 4 premios Óscar de la Academia.


Samarcanda de Amin Maalouf

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

El autor de esta novela, tan hermosa que más que un libro parece un sueño, es el franco-libanés Amin Maalouf, quien desde hace un par de lustros ha ingresado en esta lista de eterna espera como nominado para obtener el Premio Nobel de Literatura. Me parece recordar que ingresó en las quinielas justo a la par de Bob Dylan (el más improbable de todos y que a pesar de su inmerecido galardón, todavía se permitió darse aires de diva literaria y hacerse de rogar para aceptar el premio) y de Salman Rushdie, muchísimo más interesante que el desafinado de Dylan.

Ahora bien, ya todos sabemos hasta el cansancio que la Real Academia Sueca que anualmente entrega dicho premio, ha cometido innumerables errores más de tinte político, que, de criterio estrictamente literario, que vienen a opacar su desempeño. Sin el fuerte componente ideológico, no se comprende que se le haya concedido dicho premio, el máximo de las letras humanas, a un autor tan intrascendente como Darío Fo; su premio fue más un reconocimiento a su constancia como militante histórico del Partido Comunista Italiano que un reconocimiento al valor literario y aporte artístico de sus obras teatrales.

¿Sueno radical, puedo equivocarme? Sin duda, lector, pero estas aventuradas expresiones ayudan a entender un mundo tan confuso que otorga dicho premio a autores como Joseph Brodsky, pero se lo negó en su momento al monumental Jorge Luis Borges. Afortunadamente, los aciertos han sido más, pues podemos aplaudir con toda justicia el premio dado a Camus, Soljenitsin, Neruda, Mistral y Miguel Ángel Asturias.

Ha habido también otros incidentes. Unos vergonzosos, como en el que se le concedió el galardón al escritor ruso Boris Pasternak, y el gobierno soviético lo obligó a rechazarlo; o bien uno mucho más, como el que protagonizó el archiconocido filósofo Jean-Paul Sartre, que se dio el tupé (como decía mi abuelita) de rechazar el premio, pero exigió el estipendio monetario que acompaña a la medalla, a lo que la Academia Sueca, con toda justicia, se negó a entregar.

 

-II-

Me he propuesto en estos textos nunca ser un spoiler. Por eso prometo siempre detenerme cada vez que los dedos quieren cometer alguna imprudencia y ahondar mediante su control del teclado en las tramas de los libros que comentamos. Hecha esta advertencia, podemos asegurar que cualquier libro que empiece así, merece ser leído de cabo a rabo:

“En el fondo del Atlántico hay un libro. Yo voy a contar su historia. Quizás conozcan su desenlace, ya que en sus tiempos los periódicos lo refirieron y luego algunas obras lo citaron: cuando el Titanic naufragó durante la noche del 14 al 15 de abril de 1912, mar adentro a la altura de Terranova, la más prestigiosa de las víctimas era un libro, un ejemplar único de los Ruba’iyyat de Omar Jayyám, sabio persa, poeta, astrónomo…”.

 

Así arranca una de las novelas más hermosas y fascinantes que haya tenido la oportunidad de leer este devorador de libros que escribe para ustedes. Samarcanda, una de las exóticas paradas de la ruta de la seda, famosa por albergar el mausoleo de Tamerlán, quien desde sus cúpulas turquesa cuenta la leyenda, convertido en fantasma atisba el horizonte, esperando la resurrección de los muertos, para recuperar la vasta extensión de sus conquistas. Esta ciudad será el escenario de la mitad del relato, en el que veremos pasearse al poeta Omar Jayyam, la oscura secta de los asesinos y otros personajes fascinantes que se pasean por los siglos XI y XII y la otra mitad nos traslada a la Persia que recién arriba al siglo XX, y nos sumerge en intrigas políticas y la injerencia de los imperios occidentales en el Oriente Medio.

Maalouf ha sido constante en sus temáticas durante su carrera literaria[1]. Las escalas de Levante y Los desorientados, por ejemplo, arrancan en la Beirut de su infancia; en su primera novela, por ejemplo, León el africano, uno de los protagonistas más importantes es la ciudad de Timbuctú; en El viaje de Baldassarre, el protagonista es un libro, presumiblemente escrito por el diablo. Leer a Maalouf es entonces un viaje sugerente a un mundo que funciona como bisagra; sus libros son un péndulo que va de la visión del mundo de occidente, hacia la visión del mundo de oriente. El mejor ejemplo sería su bien terminado trabajo, Las cruzadas vistas por los árabes, que resulta en un ejercicio aleccionador de esta posición dual, además de estar bellamente escrito, que se complementa de buena manera con un pequeño volumen, Identidades asesinas, en donde critica la locura de los crímenes cometidos en nombre de la religión o por razones étnicas o culturales.

Escribir más acerca de la novela sería arruinar su magia, que arranca desde la primera línea de su primera página, por eso quizá convenga más, con miras a convencer al lector, hablar de Maalouf, su autor o de Omar Jayyám, el sujeto literario alrededor del cual construye su magistral novela. Como de Maalouf ya hemos apuntado alguna que otra cosa, quisiera dar paso a la voz de Omar Jayyam[2], como la más contundente invitación a visitar no solo las páginas de Samarcanda, sino cualquiera de sus novelas, todas de alta calidad literaria, de la que se obtendrá no solo horas de plácida lectura, sino un cúmulo de conocimientos sobre ese mundo árabe tan hermoso como ajeno para nosotros los americanos.

Dejo entonces la palabra a Jayyam y sus Rubaiyat, versos que también son personajes centrales del hermoso libro que apenas nos hemos atrevido a entrever:

 

LXXX

Tal aroma de vino emanará de mi tumba, que los transeúntes se embriagarán. Tal serenidad rodeará mi fosa, que los amantes no se podrán dejar.

 

XCIV

Brilla la luna del Ramadán. Mañana el sol inundará de luz una ciudad silenciosa. Dormirán los vinos y las jóvenes doncellas en la sombra de los bosques.

 

CXV

La bóveda celeste bajo la cual vagamos, es la linterna mágica lo que el sol a la lámpara. Y el mundo es el telón donde vacilan nuestras imágenes.[3]

  

Maalouf es, en suma, uno de los últimos escritores universales que lo mismo pueden hablar con toda propiedad de una caravana de camellos siguiendo los contornos del río Níger, como de un grupo de amigos que coinciden en pleno siglo XXI en un bar de Beirut de la posguerra o bien que ahonda en sus orígenes familiares hasta encontrar una raíz profunda en Cuba. Es un autor de una obra intimista, de un ritmo literario que atrapa desde las primeras palabras y que nos permite explorar mundos remotos tanto en el tiempo como en la geografía. Para mí, tan ajeno a las afirmaciones totalizantes, puedo sugerir que Maalouf es de los pocos escritores que no puede faltar en una biblioteca que se precie de cubrir lo mejor de la literatura.

[1] Su última obra publicada en español Un sillón que mira al Sena, es una larga investigación sobre los personajes literarios que han ocupado el sillón 29 de la Academia Francesa, el cual Maalouf ocupa desde el año 2012 en reconocimiento por su obra y su incidencia en el diálogo de las culturas, árabe y occidental principalmente.

[2] Sobre Jayyam está disponible una hermosa biografía escrita por el especialista en literatura Medieval, Harold Lamb, editado en español por Sudamericana con titulo Omar Khayyam. Alianza Editorial cuenta en su catálogo  una biografía de Gengis Khan del mismo autor.

[3] Según la versión inglesa de Francis Scott Fitzgerald.


Las maravillas del género epistolar

Confesiones de un devorador de libros…

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Dentro de los géneros literarios, hay pocos que nos permiten una verdadera intimidad con sus autores como los diarios y las cartas. Los diarios algunas veces eran llevados libremente, acumulando ideas, visiones, sueños, digresiones, datos interesantes o curiosos, pero tienen la desventaja de que muchos eran llevados con la consciente intención de ser publicados posteriormente. Mientras para algunos era una herramienta para recordar ciertos hechos o situaciones en el futuro, como una especie de apuntalamiento de la memoria, -como la mayoría de los diarios decimonónicos-, otros ya eran concienzudamente armados y estructurados para ser “publicables”, lo que es en absoluto censurable, pero si les resta inmediatez, espontaneidad. En el primer caso encontramos los diarios de muchos escritores, en los que asoma en verdad la mente atormentada o insegura; se me viene a la mente los diarios de Dostoyevski, publicados hace no mucho tiempo por el fondo de cultura económica. Y en el segundo grupo, ese del diario prediseñado con la intención de ser publicado, se me viene como un buen ejemplo Anais Nin.

El otro género literario dado a la intimidad es el epistolar. Por excelencia, el medio de asomarnos a las mentes geniales que en un instrumento tan banal como una carta, descargaban todo su interior y se mostraban –en la mayoría de los casos–, tal como eran. Claro que eso era antes de la era del correo electrónico y del chat de los teléfonos, medios que han hecho completamente innecesario que nos sentemos frente a una hoja de papel para relatarle nuestros pensamientos más íntimos, nuestros miedos o nuestras necesidades más inmediatas a un prójimo dispuesto a leernos.

Creo que habrá pocas ocasiones en que nos encontremos con un volumen epistolar en el que las cartas hayan sido prediseñadas para ser publicadas en algún momento futuro, por la sencilla razón de que las cartas eran un medio de comunicación utilitario, considerado como los periódicos, como destinados a morir al momento de ser leídos. Es cierto que muchísima gente atesoraba las cartas recibidas o las copias enviadas, pero más por motivos sentimentales que por incentivar intenciones editoriales. Así, en las cartas tenemos a la mano un roce íntimo con su autor, del que en algunas ocasiones, podríamos jurar que cuando lo leemos, escuchamos el suave rumor de la pluma cuando rasca el papel dejando sus trazos de tinta. Es, en esencia, una experiencia intimista como toda buena lectura.

 

-II-

En algunas ocasiones, el género epistolar fue considerado como de mal gusto. Casi una lectura folletinesca, como los programas de escándalos de artistas de la televisión. Me atrevería a decir que en todo caso, siempre será más delicioso y gratificante leer una carta de George Sand que una de Laura Bozo. En otras ocasiones, en la medida en que se impuso el buen gusto de editar las cartas con criterios de calidad y contenido de información, como principal motivo para hacerlo, el género ganó adeptos. De allí que en un paseo por cualquier librería, ya sea en Ciudad de Guatemala, o Quito en Ecuador, uno pueda siempre encontrar algún volumen interesante sobre vidas pasadas o remotas, que dejaron fijados ciertos momentos de su intimidad en sus cartas.

Leer estas cartas resulta revelador. Ya alejados de esa pecaminosa sensación del voyeur que se asoma a la intimidad de encajes y sedas por medio de los volúmenes epistolares, parece que logramos entablar un diálogo de menor distancia con su autor. Casi parece, dependiendo de la virtud del autor, que nos platican más que leerlos. Otros rompen esa imagen mítica con su discurso enérgico, apasionado, que uno no puede leer –con independencia de que sea creyente o no–, a San Pablo sin emocionarse por la repentina inmediatez que adquiere cuando empezando la Epístola a los Romanos informa: “…Quiero que sepan, hermanos, que muchas veces me propuse ir a visitarlos para cosechar entre ustedes algún fruto, como entre los demás pueblos; pero hasta ahora me he visto impedido. Yo me debo tanto a los griegos como a los que no lo son, a los sabios como a los ignorantes…”. Porque en los fragmentos litúrgicos del cristianismo hemos recortado estos hermosos textos de forma que sean utilitarios, pedagógicos, pero no textos literarios. Para ello es necesario respetar su integralidad, para que no pierdan la esencia humana del que sostuvo la pluma y realizó los trazos de la palabra; por ejemplo, la hermosa epístola de Martín Lutero en la que cuenta que la iluminación de la Reforma le vino de forma repentina, cuando con intenciones de preparar una disertación, leyendo en la cloaca se topa con la frase que desencadenó todo: “El justo por su fe vivirá”. Si le quitamos las circunstancias de la lectura de la Biblia, perdemos la esencia de ese doctor en teología que se llevaba con toda familiaridad el texto divino para consultarlo en todas partes, incluso al baño.[1]

En otros casos, las cartas nos acercan a ese personaje histórico, convertido en estatua de mármol y nos confronta con su vida íntima, como el caso excepcional de la larga relación epistolar de John Adams con su genial esposa Abigail, cartas en las cuales sentimos que estamos ingresando a un círculo de confianza, como esa hermosa carta recogida por Joseph J. Ellis, en la que le reclama que cuando novios, John se atrevía a mirarle las pantorrillas con descaro, “…since a gentleman has no business to concern himself with the leggs of a lady”[2] o ese momento hermoso cuando justo antes de la boda le escribe a su prometido, luego que ha despachado su equipaje a la granja de Adams en Braintree, Massachussets: “And then Sir, if you please, you may take me.” Pero en el caso de esta pareja, no solo hay amor en sus cartas, sino mucha política, y dice muchísimo de la capacidad intelectual de Abigail las cartas con sus consejos políticos que dirige también a su amigo Thomas Jefferson o incluso a George Washington.

Otras cartas son puro goce, como el maravilloso intercambio entre Anais Nin y Henry Miller, esos amantes tormentosos, (“…Ponte aquel traje precioso que llevabas la primera vez que viniste a Clichy. Quiero ver la blancura de tu carne en contraste con él. Quiero cometer excesos…”[3]), sobre todo cuando alguno de ellos se encuentra de viaje; “…La otra noche pasé por delante de un hotel que se llamaba como mi vino favorito [Anjou]; el letrero luminoso arrojaba sobre las ventanas un extraño resplandor rojo, y cuando miré hacia arriba vi a una mujer apartando las cortinas. Me imaginé que tendría un extraño nombre extranjero. Como ves me estoy volviendo delicado”. Como ambos son escritores con grandes ambiciones, este intercambio es por decirlo de alguna forma prosaica, de altos kilates. Las cartas de Miller como las de Anais están bien escritas, lo que no les resta intimidad, y como muchas de ellas fueron escritas cuando estaban recorriendo la Provenza o Corfú, el diálogo suele estar lleno de referencias maravillosas a los paisajes, a la luz, al olor del mar o los bosques. Uno de los pasajes más hermosos que he leído en mi carrera de lector profesional, corresponde a una carta de Anais, en un viaje por el sur de Francia, en el que describe a Miller un momento tan sencillo como maravilloso, tan cotidiano que es perfecto, cuando lo describe ella:

“Ayer había en la carretera un hombre empujando una carretilla. Con un barril lleno de líquido turquesa. Con un pulverizador, fumigaba las vides, que se volvían de un tono azulado-malva-verdoso. Hermoso. También fumiga las fachadas de las casas, dicho sea de paso, cuando hay vides en la entrada. El insecticida le salpica, de manera que su gorra está coloreada de turquesa, lo mismo que los hombros, su cuello y sus manos. ¡Turquesa! ¿Puedes imaginar el placer de tropezar con este hombre coloreado de turquesa, con un barril rebosante de este color, y una carretilla manchada del mismo color? ¡Un hombre que se ocupa de pintar el mundo!…”[4]

 

Ahora bien, el torrente narrativo de estos dos autores, supera el carácter utilitario del que solemos atribuirle a las cartas y se vuelve un medio para intercambiar las más profundas reflexiones, como cuando Miller se explaya en una meditación acerca de la soledad, “… A veces uno se pone enfermo únicamente para estar solo durante un tiempo. Es una forma que tiene el cuerpo de vencer a la mente. Existen problemas que la mente francamente no puede resolver. Y nos sentimos torturados e impotentes y nos derrumbamos. Caemos enfermos, decimos. De acuerdo. Nos acostamos y, allí tumbados, sin hacer nada, rendidos a los problemas insolubles, poco a poco obtenemos una nueva visión de las cosas. Sucumbimos a ciertas cosas inevitables que no tenemos el coraje de arrostrar mientras permanecemos de pie y utilizamos ese condenado instrumento, la mente. Respeto eso. Hay veces que nadie quiere ayudarnos, ni siquiera la persona que amamos. Tenemos que estar solos. Tenemos que estar enfermos, y sumirnos en nuestra enfermedad. Nuestras almas lo necesitan…”[5]

Hay otros intercambios que exudan poesía. El mejor ejemplo que he encontrado es el interesante volumen que recoge las cartas que se cruzaba el poeta Jaime Sabines y su esposa Josefa Rodríguez, a la que cariñosamente llamaba Chepita. El ejercicio epistolar de este gigante literario, pone en evidencia su genialidad como escritor, pues pasa de los comentarios más cotidianos a insertarle poemas, como una carta firmada en noviembre de 1947, en la que le escribe el poema Nocturno.[6]

Para ir terminando el ejercicio, sin rematarlo, porque quisiéramos regresar a él para seguir recomendando lecturas, hay también cartas atormentadamente hermosas, como las que el malogrado pintor Van Gogh le remitía a su hermano Théo, en las que pasa de la alegría a la melancolía a un párrafo de distancia, como esta de abril de 1889: “Me encuentro muy bien desde hace unos días, salvo un cierto fondo de vaga tristeza difícil de definir –pero en fin– más bien he cobrado fuerza físicamente, en lugar de perderlas, y trabajo. Tengo justamente sobre el caballete un vergel de melocotones al borde de un camino, con los pequeños Alpes al fondo. Parece que en el Figaro ha salido un buen artículo sobre Monet (…) Felizmente, el tiempo es bueno y el sol radiante; y la gente de aquí no tarda en olvidar momentáneamente todas sus penas y entonces resplandece de animación y de ilusiones…”[7]

[1] Lucien Febvre. Martín Lutero, un destino. Fondo de Cultura Económica, México: 2013. Página 57.

[2] Joseph J. Ellis. First Family. Alfred A. Knopf. New York: 2010. Página 6.

[3] Anais Nin y Henry Miller. Una pasión literaria. Correspondencia (1932-1953). Ediciones Siruela, España: 2003. Página 64.

[4] Op. Cit. Página 189.

[5] Op. Cit. Página 164.

[6] Jaime Sabines. Los amorosos. Cartas a Chepita. Booket, México: 2009. Página 40.

[7] Vincent Van Gogh. Cartas a Théo. Editorial Norma. Colombia: 1995. Página 313.


84, Charing Cross Road. Helene Hanff

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Yo me había paseado por la vida desde hace muchos años con la satisfactoria seguridad de que el mejor libro que había leído (y el que a mí me habría gustado escribir), era El Escriba, de Pedro Orgambide, novela fantástica ambientada en la Buenos Aires de 1930, y a la que en una futura entrega habremos de reseñar. Sin embargo, esa sonrisa interna de satisfacción desapareció un día que, luego de salir de una reunión en el Centro Histórico, me encaminara a mi visita reglamentaria a La Casa de Libros a platicar unos minutos con el hombre que ha leído todos los libros: don Chito.

No está de más comentar que a don Cristóbal (Chito), lo conozco desde que hace un sinfín de años me gastaba los pocos centavos extra que me caían por aquí y por allá en libros, cuando él trabajaba en la Librería Del Pensativo, en el Centro Comercial La Cúpula. Aún recuerdo esa atmósfera amarillenta que le daba a esta librería de ensueño el sol cuando se colaba por las claraboyas del techo, y ese mar de libros que tapizaban el local desde el suelo hasta el techo y que se rebalsaba por mesas, sillas, bancos y cualquier superficie plana que pudiera soportar un libro. El silencio de la librería era un gozo en sí mismo, dado que daba a pocos pasos a la séptima avenida de la zona 9, que ya saben ustedes lo ruidosa que puede ser, si es que aún recuerdan el mundo antes del coronavirus.[1]

El caso es que en la librería de don Chito, husmeando como siempre hasta debajo de las mesas, siempre alerta a la caza de cualquier buen libro agazapado en la sombra, me topé con un pequeño volumen, de pasta dura, de la editorial Anagrama. Consistía en una colección de cartas de Helene Hanff –radicada en Nueva York–, a un librero, Frank Doel, establecido en Londres.

 

-II-

Debo decir que pocos libros han logrado proporcionarme tanto placer. Esa mañana, tomé el libro y lo atenacé como si alguien quisiera quitármelo (¡ojalá pase algún día!, podré morir tranquilo), como si en Guatemala alguien fuera capaz de pelear por un libro. Pero ya ven, soy un ser estropeado por la literatura.

Decía que sólo Samarcanda, de Amin Malouf, El escriba de Pedro Orgambide o El coloso de Marusi de Henry Miller, me habrán dado igual placer que leer este pequeño y delgado volumen de Hanff. La historia es sencilla en apariencia: una escritora en ciernes, la misma Helene Hanff, entabla una relación epistolar con la librería Marks & Co., apenas terminada la guerra, en 1949. Digo que con la librería porque a pesar de que principalmente se dirige a Mark Doel, poco a poco, conforme pasan los años, maravillosos años de cartas y libros y lecturas que van y vienen de ida y vuelta a través del océano Atlántico, los demás dependientes de la librería se van integrando al intercambio de cartas y notas. Las cartas tratan principalmente –¡cómo no!–, de libros. Es decir, Hanff escribe para hacer pedidos de libros muy especializados y escasos, de esos que sólo ciertas librerías de viejo, con sabuesos que se recorren la ciudad entera visitando otros negocios o bibliotecas en venta, van alimentando sus anaqueles.

 

Hasta aquí, querido lector, probablemente usted esté pensando que me falta un tornillo o bien estará pensando si apagó la televisión o si le pondrá una o dos cucharadas de azúcar a su café. Pero ¡oh, amigo lector! No se llame a engaño, como decía Pepe Milla en sus novelas, que la historia, aparentemente sosa, como película de Hallmark, con cada carta va tomando altura hasta convertirse en su última, triste e indeseable página final, en un verdadero canto de amor al oficio del librero, de la lectura y de la caza de libros antiguos. El libro, aunque suene a cliché y yo lo use de tanto en tanto, literalmente se escurre entre los dedos; usted no podrá dejar de pensar en qué dirá la carta que sigue, y con sorpresa mezclada de culpabilidad por haber sido tan poco previsor, terminará con el libro en su página 126 y verá que no hay más. El libro lo ha terminado y deberá releerlo una vez y otra más para seguir gozándose ese intercambio inteligente de opiniones.

«Su anuncio publicado en la Saturday Review of Literature dice que están ustedes especializados en libros agotados. La expresión “libreros anticuarios” me asusta un poco. Porque asocio “antiguo” a “caro”. Digamos que soy una escritora pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas, o bien en ejemplares de segunda mano en Barnes & Noble que, además de mugrientos, suelen estar llenos de anotaciones escolares…».

 

Este es el arranque del libro, el primer párrafo de la primera carta que nos promete una lectura fluida, sin complicaciones y sobre todo, sin pretensiones. Este es el tono informal que siempre mantiene Hanff a pesar, o bien por todo el tiempo que mantiene la relación epistolar, que dura veinte años. Llama la atención que tuviera que recurrir a un librero en Londres, cuando uno presume que en Nueva York siempre han existido esas monumentales librerías como la Barnes & Noble de Union Square, con sus cinco pisos de libros, o The Strand, con sus 28 kilómetros de anaqueles atiborrados de volúmenes. Pero si usted, a la par de Hanff, le da una hojeada a Yonqui, la vívida y cruda novela autobiográfica de William S. Burroughs, sabrá que la ciudad que nunca duerme es una ciudad que guarda muchos secretos, a cuales más tenebrosos.

Pero aquí estamos hablando de un libro sonriente, de esos que lo dejan a uno con la sensación de haber pasado un muy buen rato con personas que nos caen bien, de las que cuando se van dejan un halo de buena vibra, como las macetas de cola de quetzal que tenía mi abuelita colgadas en el corredor de su casa, que rebozaban de verde, en una explosión de luz y hojas que llegaban hasta el piso.

 

«El Newman llegó hace ya casi una semana y ahora comienzo a recuperarme de la impresión. Lo tengo junto a mí todo el día, en mi mesa de trabajo, y de vez en cuando paro de escribir a máquina y alargo la mano para tocarlo. No porque sea una primera edición, sino porque jamás he visto un libro tan bello. Saberme su propietaria me inspira un vago sentimiento de culpabilidad…».

 

¿Lo ve? ¿No es acaso una maravilla? Es un libro para leer en voz alta, a la luz de las 3 de la tarde de un sábado en un balcón, si es que lo tiene. Si no, espere a que pase la covid-19 y lléveselo a un parque y deletréelo tumbado en la grama, o incluso, en los jardines de la UFM. Es un absoluto goce su lectura, que merece que destape una cerveza y se tumbe en un sofá a leerlo y releerlo. Es un canto de amor de una escritora extremadamente inteligente e interesante, y su comprensivo y poco exaltado librero.

 

«¿Tienes el Viaje a América de De Tocqueville? Alguien tomó prestado el mío, y no me lo ha devuelto. ¿Por qué será que personas a las que jamás se les pasaría por la imaginación robar nada encuentran perfectamente lícito robar libros?».

 

Sea feliz: lea a Hanff. Se lo merece.

 

[1] Ahora que recuerdo, El Escriba lo compré en la librería De El Pensativo, junto con un título de Oswaldo Soriano, Triste, solitario y final… que derrocha felicidad desde su portada.


¿Qué será del arte después de la COVID-19? Radiografía de una realidad que superó a la ficción

Martín Fernández-Ordóñez, curador de Casa Popenoe, responde a esta compleja pregunta en el ensayo que les presentamos en el enlace. Fernández-Ordóñez analiza la situación de algunas de las principales instituciones del mundo del arte durante la última década, hasta llegar al contexto guatemalteco actual.

Descargue el PDF, aquí.

 

 

 

 


«Encyclopédie». El triunfo de la razón en tiempos irracionales. Philipp Blom.

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

-I-

Todavía recuerdo, antes aún de haber escuchado siquiera mencionar el nombre de Jorge Luis Borges, una historia que contaba mi papá en las sobremesas, mientras pudimos tenerlas. Era la historia de un amigo suyo, Juan Fernández, español, vendedor de enciclopedias que conoció cuando ambos vivían en la Casa de Huéspedes Quetzal. Contaba que, para visitar a Juan, uno entraba a su habitación y cual laberinto del Minotauro, debía seguir un estrecho camino que le marcaban altas paredes de libros hasta desembocar en su cama y una silla; breve espacio libre en donde apenas había lugar para conversar. Juan habrá vendido muchos libros en aquellos remotos años de juventud en que ambos coincidieron, pues cuando llegué yo a conocerlo, él ya era un importante personaje del mundo de los libros en su natal España, país al que había regresado y en donde llegó a ser propietario de una casa editorial.

Luego, cuando leí a Borges y su descripción del Paraíso materializado en una Biblioteca cuando conversaba con Osvaldo Ferrari, o sus cuentos como la Biblioteca de Babel, la referencia a Juan Fernández fue inevitable. Me regodeaba en recrear mentalmente ese hermoso laberinto de libros o espiral de libros, que debíamos franquear para ganarnos el privilegio de la charla con un amigo. Luego vino Umberto Eco y su descripción de la biblioteca terrible del monasterio en el que sucede la acción de El nombre de la Rosa, esa biblioteca que mata a quienes osan consultar los libros prohibidos. Todo esto para decir que las enciclopedias han sido un objeto con permanente presencia en mi vida, tangible o intangible desde que tengo memoria, pues mi papá era un hombre de enciclopedias. Tenía de todo tipo, desde la Enciclopedia del Hogar –en donde se enseñaba a reparar muebles hasta cómo pegar un botón–, a una Enciclopedia de Consulta Psicológica, en la que se podía leer temas con nombres tan hermosos como la Melancolía; o el clásico concepto de la Enciclopedia como tal, fuese la Salvat de delgados tomos rojos con doraduras o la Hispánica, que desde su alto estante, soberbiamente en cuero y letras doradas en los lomos, esperaba a que la curiosidad la abriera.

Decía mi papá en aquellos tiempos en que se podía conversar con él en armonía, que el mejor ejercicio mental que todo hombre debería de hacer, era tener un tomo de una enciclopedia en la mesa de noche y cada día (al levantarse o al irse a dormir, escoja usted), tomar el tomo y leer en forma ordenada, sistemática, un artículo o entrada. Decía mi papá que con eso se lograba no solo disciplina, sino además, maravilla de maravillas, conocimiento. Recuerdo que su forma de irnos sumergiendo a sus hijos en ese mundo tan intimidatorio de los tomos grandes y pesados de las enciclopedias o de los diccionarios, era un procedimiento relativamente sencillo, pero que resultaba angustioso e incómodo para un niño que busca siempre cumplir lo más rígidamente posible la ley del mínimo esfuerzo: cuando uno de nosotros, (¡oh, inocente criatura!), llegaba a hacerle cualquier consulta, por ejemplo: ¿Papá, qué significa ponderoso? O bien: ¿Papá, qué pasó en Austerlitz?, la respuesta invariable era una mirada de triunfo en sus ojos, un destello, y la consabida frase: Jálate el diccionario, o bien, búscate el tomo de la enciclopedia y traétela.

Ese mecanismo, desquiciante para muchos niños, a mí me pareció un descubrimiento alucinante. Recuerdo que tenía 10 tomos de un maravilloso Diccionario Enciclopédico Sopena, mitad superior gris, con frisos griegos y mitad inferior en simulación de cuero rojo. Los esquemas y dibujos eran una maravilla para la contemplación, y para un lector como el que esto escribe, se podía perder una tarde entera hojeando los tomos gruesos, solo por el placer de agotar las hermosas ilustraciones, cosa que me pasó más de una vez, pagando las consecuencias de terminar la tarea a la hora de las caricaturas o bien ya en el horario prohibido para estar despierto. Nunca logré dormir con un tomo de la enciclopedia en la mesa de noche, pero sí adquirí la costumbre de domar la ignorancia a fuerza de recurrentes lecturas de artículos de la enciclopedia (cualquiera que estuviese a la mano) y las inevitables consultas al diccionario.[1]

Luego crecí. Pasé por la horrorosa experiencia de la adolescencia en que todo causa fastidio, mal humor, se pierde el interés por conversar con los padres y de escuchar sus historias; vino el divorcio y demás dramas familiares tan comunes, pero me quedó el amor por los libros y así, al sol de hoy, yo también llegué a ser un hombre de enciclopedias y diccionarios. Aunque conservé un par de colecciones de mi papá, aún lamento no haberme preocupado por rescatar el Diccionario Enciclopédico Sopena, que se habrá quedado en algún rincón acumulando polvo y olvido.

-II-

Se explica entonces por todo lo anterior, la entusiasta recomendación de esta semana. La emoción inicia desde la contraportada del tomo gris de Anagrama, que nos invita:

“En París, en el año 1750, un grupo de jóvenes inquietos se propuso el simple objetivo de preparar la modestia traducción de un diccionario inglés, lo que según esperaban les serviría para pagar el alquiler y costearse la vida durante unos años. Sin embargo, el proyecto fue creciendo hasta convertirse en la mayor empresa de la industria editorial de aquellos tiempos…”.

 

El libro de Blom es una exhaustiva investigación del proceso que sufrió esta idea. Sus mutaciones, su crecimiento hasta llegar a ser la gloriosa hazaña intelectual que constituye hoy en día. El libro es un cúmulo de emociones que nadie que no se dé a la tarea de leerlo podrá comprender del todo. No es una novela, es una investigación académica detallada de los años que tardó en germinar el proyecto y resultar en esos tomos que se recibían todavía con olor a tinta recién prensada, por el mecanismo de la suscripción periódica. Sin embargo, el tono del relato es tan fluido, pero a la vez tan trepidante, tan bien contado, que las páginas literalmente se le deslizan a uno hasta agotar el libro. Pareciera más que leído, contado todo el proceso enciclopédico.

Aunque de género literario completamente distinto, su lectura remite a Hombres buenos, el libro de aventuras de Arturo Pérez Reverte, de dos enciclopedistas de la Real Academia de la Lengua a quienes les es encomendada la misión de adquirir e ingresar al reino español una primera copia de este monumento del conocimiento cruzando los Pirineos.

La aventura de la Enciclopedia, de acuerdo a Blom empieza como tantas otras grandes odiseas humanas alrededor de una mesa de madera y vasos de vino o cerveza. En plena bohemia, en una ciudad de París que se debatía entre doraduras de salones de tertulia cultivada y callejones repletos de basura y ratas, tres jóvenes estudiantes universitarios sueñan con alcanzar la riqueza y el renombre gracias a una empresa intelectual. No sueñan con batirse en duelo, robar las joyas del rey u otras ideas disparatadas. Son hombres modernos en realidad, pues sueñan con una empresa intelectual que sea sostenible en el tiempo y que les aporte beneficios económicos. De esas discusiones entre vapores de alcohol, tres amigos: D’Alembert, Diderot y Marmontel, tomó forma poco a poco una figura modesta. Primero fue realizar una traduccion de determinado diccionario en inglés[2] al francés, el 17 de diciembre de 1745. Pero los ensueños crecieron en la mente de estos tres inquietos hombres y surgió la idea brillante: ¿por qué no lanzarse a una empresa más ambiciosa, la creación de una obra que concentre el conocimiento humano, escrito por las mentes más brillantes de la época?

No pretendemos arruinar los detalles de esta tan ilustrativa como entretenida obra, más que para encender el entusiasmo por ella. Así, ahorraremos aventuras y desventuras, cárceles, persecusiones, amantes, etcétera, y daremos un perfil general, magro de detalles. Empezando por el esquema de financiamiento del proyecto:

“… Entretanto, los preparativos del Prospectus avanzaban a buen ritmo, y en noviembre de 1750 Diderot, D’Alembert y los libreros asociados podían anunciar finalmente al mundo la futura publicación de una gran obra, proyectada para abarcar diez volúmenes, que se publicarían a intervalos de seis meses, pagaderos por suscripción de la siguiente forma: un primer pago de 60 libras a cuenta, más otras 36 libras a la entrega del volumen primero, 24 libras por cada uno de los volúmenes segundo a octavo, y 40 libras por los dos últimos, que incluirían unas 600 ilustraciones y su explicación: 304 libras en total (equivalentes a unos 3,500 euros de hoy), pagaderas en cinco años…”.

 El proyecto editorial al final habría de obedecer el destino de todo plan humano: se extendería muchísimo más allá de su modesto origen y rebasaría por mucho la intención original. Veinticinco años después de publicado el prospecto ofreciendo la obra, esta se había estirado hasta abarcar 28 volúmenes y habría costado a quien mantuviera el interés y la paciencia, alrededor de 3 veces el precio original, de acuerdo a la demanda en contra de los libreros de un comprador ofendido: Luneay de Boisjermain.

El 1 de julio de 1751, se presentó al público el primer tomo de la que luego sería la famosa y codiciada Encliclopedia. Abría con un discurso preliminar preparado por D’Alembert, en el que según Blom: “…se bosquejaba a grandes rasgos el mundo tal como lo veían los enciclopedistas; un mundo organizado, un mundo en el que todo ocupaba su lugar y tenía su valor, de acuerdo con su utilidad para promover el desarrollo de la humanidad a través del conocimiento, la justicia y el progreso…”, y contenía aproximadamente 4,000 artículos, de los cuales 1984 fueron preparados por Diderot, 199 por D’Alembert y el resto por una amplia red de autores a quienes les fueron encomendados los textos, entre los que resalta Jean Jacques Rousseau que aportó 20, y 484 de un enciclopedista tan brillante como desconocido, el abate Edme Mallet, que se encargó de los textos relativos a la religión.

La obra fue recibida con entusiasmo por algunos y con miedo por otros. Blom recoge un testimonio de la época:

“Con su errabunda y a la vez científica imaginación, Monsieur Diderot querría inundarnos de palabras y frases. Ésta es la queja que presenta el público en su primer volumen, aparecido hace muy poco. Pero una documentación infinitamente copiosa y su certero gusto por una argumentación muy válida compensan estos detalles superfluos. Tras haber recibido el primer volumen con gran interés, el público está ya deseando más…”.

 

A juicio del autor, los mejores tomos de la colección, los mejor logrados, escritos e impresos, fueron los tomos IV, V y VI, que surgieron al mundo en octubre de 1754, noviembre de 1755 y octubre 1756, bastante más despacio de lo que originalmente había ofrecido el prospecto, pero que en cambio ofrecía artículos firmados por los intelectuales más conocidos de su época, lo que daba garantía del sólido contenido de sus volúmenes.

Como si se tratara de uno de esos juegos literarios del ya citado Borges, uno de los artículos más hermosos y completos contenidos en esta sección fue el dedicado a la entrada ENCYCLOPEDIE, que con “… 35000 palabras (…), es quizá, el más importante de los veintiocho volúmenes de la obra: es a un tiempo, un manual acerca de cómo compilar y escribir una enciclopedia y, lo que es igualmente importante, acerca de cómo leerla; es un tratado sobre el lenguaje y una oda a la libertad; un reconocimiento sorprendentemente sincero de los defectos de la Encyclopédie y una enardecedora invocación de sus ambiciones…”.  

Asi avanza la obra de Blom, desmontando la Enciclopedia y las vidas de los hombres que se volcaron en ese imposible esfuerzo por sistematizar y registrar el progreso humano. Atesorando detalles, como que el principal dibujate del proyecto fue Louis-Jacques Gouissier, quien se pasó años viajando y queriendo registrar con el ojo antes que con la pluma los objetos que los artículos describían; o las aventuras amorosas del arisco Diderot, o los fantasmas que torturaban la mente del matemático brillante que fue D’Alembert. Como un regalo adicional del libro, es hermoso el retrato de la ciudad de París de la Ilustración –años antes de soltarse los demonios de la Revolución–, que arranca en el primer capítulo, pero que crece hasta regarse como mancha de acuarela por cada uno de los párrafos de la obra, para convertirse en ese personaje cuasi invisible que contiene toda la aventura intelectual en sus puentes, canales, callejones, arcos y posadas.

El proyecto concluiría exitosamente un cuarto de siglo después, con un Diderot agotado, pero satisfecho. Los jesuitas, enemigos jurados del proyecto, que lograron su prohibición y luego, cuando el proyecto ya era demasiado grande y la red de investigadores, escritores, impresores y distribuidores tan densa, siguió su curso en la clandestinidad, terminando por fin el 25 de abril de 1766 en una granja en las afueras de París, cuando se embalaron los últimos ejemplares (4,000) del tomo número XVII de la magnífica obra, siendo complementados ocho años después, en 1772, por los volúmenes de las ilustraciones que consumaban este monumental esfuerzo intelectual.

Tras un largo recuento del fin de los enciclopedistas claramente teñido de suave nostalgia, Blom nos cuenta el fin de la columna vertebral de la Enciclopedia. Diderot muere el 31 de julio de 1784, en compañía de su familia, mientras almorzaba. Había tomado una sopa, un poco de cordero guisado y de postre un melocotón. Se reclinó sobre la mesa y murió. Hermoso detalle para cerrar un libro escrito con tanta pasión y amor por el dato preciso.

-III-

Colofón: en la biblioteca Ludwig von Misses de la Universidad Francisco Marroquín se encuentra, bajo delicada custodia, la biblioteca del único enciclopedista centroamericano, José Cecilio del Valle. En uno de sus anaqueles duermen los volúmenes de la Encyclopédie que adquirió este hombre brillante para sí. Queda pendiente escribir esa aventura de cómo los tomos impresos en París a finales del siglo XVIII resultaron contenidos en la biblioteca de este hombre de intelecto brillante, perdido en una oscura república montañosa del centro de América.

 

[1] Cuando he tratado de repetir el modelo paterno con mis hijas, luego de sugerir que vayan por el diccionario o la enciclopedia viene el touché de sus respuestas: “No gracias papi, mejor lo busco en google”, con una de esas sonrisas que derretirían el corazón del reino del invierno.

[2] La obra era la Cyclopaedia de Ephraim Chambers


“¿Cuántos soldados se necesitan para enterrar a un conejo?”, de Marta Sandoval

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

-I-

Creo pertenecer a esa última generación que tuvo la dicha de complementar su educación con lecturas de las páginas de los periódicos, esa “insólita herramienta de aprendizaje”, como le llamara Vera Brittain. Al hacer un poco de memoria, recuerdo por ejemplo los formidables artículos sobre la historia de Guatemala que los domingos, en la Revista Domingo de Prensa Libre (que hoy languidece como mero panfleto para gente que lee poco y no le interesa nada, con el reducido título de Revista D), publicaba el fallecido Guillermo Poroj. Recuerdo también las lecciones de historia que desde su columna impartía don Álvaro Contreras Vélez o la cultísima María del Rosario Molina, que sabía jugar con lecciones de lenguaje e historia de forma tan hábil que su recopilación de textos ocupa hoy en día un lugar preferencial en mi biblioteca.

Los periódicos de aquel entonces contenían extensos artículos en los que uno podía zambullirse a conciencia y emerger de sus páginas un poquito menos ignorante. Recuerdo aún el magnífico texto de Poroj sobre el polémico tratado de límites entre Guatemala y México, que en dos entregas nos narró a sus lectores los entretelones de dicha negociación, o bien los textos de don Pedro Santacruz Noriega, en los que perfilaba la figura de Justo Rufino Barrios que luego acumulara en 4 tomos invaluables que también me esperan a cada poco para regresar a ellos cuando preparo las clases de historia.

Recuerdo que, en esos años, era un placer leer los periódicos. Por ejemplo, el diario El Gráfico, complementaba sus noticias con unas infografías maravillosas capaces de resumir una nota en un vistazo, narrando un golpe de Estado en las Filipinas o el fraccionamiento de la antigua Yugoslavia. Ese diario tenía una sección cultural desde la cual se derramaban lecturas nuevas por descubrir, gracias a las entrevistas a autores o reseñas literarias. Lo mismo pasaba con Prensa Libre y su sección cultural, que sobrevivió hasta hace unos pocos años con una calidad excepcional hasta que los diarios digitales vinieron a darle un carpetazo definitivo.

También se podía recurrir a las páginas de las revistas, entre las que destaca dignamente Crónica, bajo la dirección de don Francisco Pérez de Antón y los criterios editoriales de Haroldo Shetemul, gracias a los cuales pudimos leer textos de historiadores y académicos de renombre como Ramiro Ordóñez Jonama o Regina Wagner. Su sección cultural era un verdadero placer, pues abarcaba todas las artes y de la que recuerdo con especial aprecio la sección literaria, escrita por León Aguilera Radford, a quien le debo el haber descubierto por nombrar un par, a sir Vidia Naipaul y Naguib Mahfuz, y que la vida me permitió agradecérselo acodados en la barra de Shakespeare’s.

Luego vino la era de las pantallas y la lectura se fue al carajo. La lectura como Dios manda, quiero decir, en papel oloroso y crujiente y se nos vino encima ese mundillo aséptico de las pantallas luminosas y la memoria fugaz en la que tratan aún de sobrevivir ciertos periodistas culturales que, día a día, luchan por hacerse escuchar en este mundo embobado en sinsentidos y cosas sin trascendencia como la vida de las Kardashian o los enredos amorosos de seres sin alma como los que pueblan los mal llamados reality shows.

-II-

No obstante este mundo tecnológico indescifrable, aún saltan sorpresas en los magros diarios que llegan a mi mesa día a día o en revistas que se resisten a esa ola de simpleza que avasalla a nuestras sociedades. Todavía periodistas y escritores de la lucidez de Francisco Méndez, Julie López (en su muy particular área de especialización), Méndes Vides, Luis Aceituno y Marta Sandoval nos sorprenden con sus textos bien investigados y sobre todo bien escritos, desafiando la bobalización.

En este sentido, los textos de Marta Sandoval resultan especialmente enriquecedores, pues además de tratar temáticas variadas, con marcada preferencia por la historia, nos trasladan a escenarios de los que salimos satisfechos, pues en definitiva somos menos tontos que cuando nos adentramos en ellos. En FILGUA 2019[1] tuvimos la agradable sorpresa de ver publicado un primer libro recopilatorio de sus textos publicados originalmente en elPeriódico. Ya fuera en las páginas normales del diario en las de la magnífica y lamentablemente breve revista dominical El Acordeón, Marta ha tratado temas por demás disímiles entre sí, pero investigados con profesionalismo, resultando textos profundos y serios que, diría yo, son ejemplo del periodismo de investigación al que los lectores comunes le debemos tanto.

Así, un libro como ¿Cuántos soldados se necesitan para enterrar a un conejo? es todo un acontecimiento, pues constituye un esfuerzo de recuperación de textos valiosos que de otra forma quedarían entregados al olvido por la fugacidad de su continente. Esos periódicos que desechamos a diario, a menos que sea usted como yo, un animal prehistórico que todavía se dé a la tarea de recortar y atesorar los artículos y textos que le parecen interesantes, publicados en estos medios cada vez más escasos de contenido y circulación.

Así, la suerte ha querido que yo pueda prescindir de la colección de textos de Marta Sandoval recortados de los diarios que guardaba y los pueda volver a apreciar en una relectura, ahora en el formato de libro. Aclaro que el trabajo de Marta no me es ajeno, pues incluso utilicé algunos de esos recortes para documentar mi biografía periférica de Gómez Carrillo, y contribuí con ella cuando dirigió la sección cultural de la revista ContraPoder, con textos históricos. La suerte ha querido que volvamos a conversar ahora que colabora con sus formidables textos en una nueva revista a la que le deseamos larga vida, ConCriterio

Me entusiasmó volver a leer su maravilloso texto Eso lo toqué ayer, una  emocionante investigación de la vida y destino de un músico guatemalteco, saxofonista genial que sucumbió a los demonios del alcohol y el olvido en la Guatemala ingrata de los años setenta, o ese texto magníficamente logrado en el que nos lleva al lago de Atitlán, a una comunidad que ha sido “poseída”, y en la que se sumerge Marta como todo buen periodista para relatarnos la vida diaria de una comunidad en la que el demonio se ha empeñado en dominar.  La colección de textos es variada, así que promete unas horas de entretenida lectura, gracias a una prosa limpia que invita a leer una página más, y otra, y otra, hasta agotar el libro de pasta a pasta. Un afortunado acontecimiento, su publicación.

 

[1] Cabe apuntar que cosa extraña para un país que uno creería de pocos lectores, el libro de Marta se agotó apenas presentado en el marco de la feria. La explicación que varios amigos libreros ofrecieron, fue que un gran grupo de guatemaltecos jóvenes, rama rebelde de los incomprensibles millennials, leen de forma activa y continua y que gastan una buena parte de sus ingresos en –¡oh, increíble sorpresa!–, libros.

 


Moby Dick. Herman Melville

Rodrigo Fernández Ordóñez

Confesiones de un devorador de libros…

 

Podría suponerse que un tipo de recomendación literaria como esta se hace por comodidad, por evitar riesgos. Moby Dick, todos lo sabemos, es un clásico de la literatura y también, cómo no, del cine. Todos, o algunos, recordamos esa formidable actuación de Gregory Peck en la furibunda encarnación del capitán Ahab, y esa hermosa escena del sermón del pastor, subido en el púlpito que asemeja un castillo de proa en miniatura. Nuevas versiones han salido, casi al mismo tiempo; una con el nombre equívoco de El corazón del mar, y otra que no recuerdo el nombre, y ante el riesgo de la equivocación, mejor la omisión.

En todo caso, le será útil saber al lector que Moby Dick, pese a ser un clásico de la literatura, de ser considerada la novela fundacional de la tradición literaria estadounidense y otro sinfín de títulos que hacen más estorbo que ayuda para quien se decida enfrentar su lectura, resulta estar dentro del top 10 de las novelas de las que todo el mundo habla, pero que muy pocos han leído. En este tipo de listas de rankings (perdón los anglicismos, pero en español es imposible citarlos sin ser más una explicación que un nombre), a las que son tan aficionados los mismos estadounidenses y participantes activos de trivias, aparece invariablemente esta novela, las más de las veces ocupando los primeros lugares, honrosamente acompañada por El Quijote y Crimen y castigo.

Es entonces esta novela uno de esos fenómenos de la comunicación en el que las personas han aprendido su trama por ósmosis, pues pese a que ni se han tomado el tiempo de hojearla, parecen saber los vericuetos de la trama con aceptable profundidad. La magia del cine.

Esto, en esencia, no tiene nada de malo. Personalmente soy un lector tardío de Herman Melville, y a eso se deben estas líneas, pues de la lectura de esta novela a mis cuarentaitantos años, pasados veintiocho siendo un lector profesional que literalmente devora libros, la experiencia me ha dejado alucinado.

Aunque la costumbre atribuye su lectura a ese lejano paraje de lecturas de formación, las que se hacen en la adolescencia, yo evité racionalmente su lectura durante muchos años. El motivo fue más bien trivial; mi papá tenía una edición de la novela por Bruguera, en pasta de cuero teñido de verde suave, el título al lomo veteado de doraduras. Recuerdo que siempre lo veía de pequeño con hambre de leerlo algún día, cuando tuviera la capacidad de devorarme tamaño volumen. Sin embargo, el tiempo pasó y su lectura fue quedando pospuesta hasta que finalmente el hermoso volumen desapareció de la biblioteca y nunca más supe de él. Así que con consciente necedad, me prometí no leerlo hasta volver a obtener un ejemplar de aquella colección, de la que aún hoy atesoro con especial cariño las obras completas de Shakespeare encuadernadas en hermoso cuero vino tinto y una desguajada Divina Comedia que de tanto ser leída ha ido perdiendo página y páginas, en cuero rojo.

-II-

Como el volumen verde, o alguno de sus hermanos nunca regresó a mis manos, su lectura quedó rezagada, hasta que un día de tantos decidí llenar ese vacío cultural que, aquí entre nos, me atormentaba de forma moderada la conciencia. Conseguí una buena edición de Penguin Clásicos, con introducción de Andrew Blanco y me zambullí entre sus páginas. La lectura tardía me costó algunas bromas. Cuando más de algún listillo se me acercó y me preguntó si no lo había leído ya en la secundaria o que él lo había leído a los quince años y algún otro comentario inútil por el estilo. Pero la experiencia valió la pena. Efecto igual al obtenido cuando hace un par de años releí La isla del tesoro, de Stevenson, que sí había leído en esa adolescencia llena de aventuras. Recuerdo con escalofríos aún, esa sensación de zozobra que se obtiene al leer las primeras páginas del relato de piratas, con ese hombre de pata de palo haciendo cloc, cloc, cloc, en el camino a la posada o los  piratas emergiendo de la niebla, cantando aquella terrible canción de los quince hombres sobre el cofre del muerto rebotando en las paredes del desfiladero.

De Melville se obtiene la sensación de haberse paseado por una mente portentosa. La misma estructura de la novela propicia esta impresión, pues se va armando en círculos concéntricos, con un amor por el detalle en las descripciones que, en verdad, con la debida atención y abandono en la lectura, podemos sentir que estamos caminando en las calles lodosas y ventosas de New Bedford, para entonces la capital de la caza de ballenas.

El tema para el lector de hoy, podrá ofender algunas sensibilidades. En esencia, es el relato de la vida y aventuras de esos hombres que durante al menos un par de siglos abandonaron la seguridad de la tierra firme y el calor de sus hogares para salir a buscar en los inmensos mares de nuestro planeta a una codiciada criatura a la cual arrebatarle su grasa. Podríamos decir que es profundamente antiecológico para el día de hoy. Pero también es un sólido documento histórico que recoge toda una época en la que el petróleo no se utilizaba con la intensidad de hoy en día, y la luz y el calor se obtenía de matar cetáceos. Sin embargo, su autor reconoce lo terrible de los hechos que narra, y esta contraposición, entre lo hermoso y lo terrible, es otro de los hilos narrativos de esta magnífica novela. Por ello en dado momento de su historia, afirma:

“A pesar de su vejez, de su única aleta y de sus ojos ciegos, debía morir asesinada para alumbrar las alegres bodas y otras fiestas de los hombres, y también para iluminar las solemnes iglesias donde se predica la incondicional prohibición de hacer daño a cualquier criatura viviente…”.

Esta es la historia y la belleza de Moby Dick, la reconstrucción de un mundo desaparecido gracias a los avances tecnológicos, pero retratado con tal detalle que nos mantiene al vilo de la historia. Es también en cierta limitada forma, la imagen de ese Estados Unidos previo a la Guerra Civil, pues al ser escrito en 1851, todavía no habían retumbado los cañones. Recordemos que el mismo Melville hizo al menos un viaje en un ballenero, y se pasó muchos años investigando y documentando cada uno de los párrafos de su monumental novela, que dicho sea de paso, al salir publicada originalmente, no causó mayor interés en los lectores.[1]

El mismo arranque de la novela es fantástico. Ese “Llamadme Ismael”, con que empieza el relato nos traslada de inmediato a una barra de una posada y al olor de la cerveza y el ron corriendo por raudales, tintineo de vasos y risas apagadas. Denota también una larga meditación previo a tomar la pluma y sentarse a escribir. Luego, al avanzar vemos que Ismael va creciendo como narrador, preocupándose por el más nimio detalle de su historia, como por ejemplo las páginas que, como un cuaderno de notas inserta dentro de su narración, describiendo los diferentes tipos de ballenas de las que, para entonces, se tenía conocimiento. O bien el capítulo LV en el que agota las interesantes referencias bibliográficas sobre la iconografía de las ballenas. Las descripciones de los barcos y de la propia faena de la cacería y el desguace de la ballena hacen de esta historia una “novela-río”, un esfuerzo total por meternos de lleno en el mundo ballenero norteamericano del siglo XIX.

“A través del Pacífico, y también en Nantucket, Nueva Bedford y Sag Harbor, pueden encontrarse animados dibujos de ballenas esculpidas por los propios cazadores en dientes de cachalotes, o en ballenas de corsé hechas con las barbas de la ballena, así como otros skrimshander, según llaman los marineros a los innumerables objetos ingeniosos que tallan laboriosamente, durante las horas de reposo, en el material bruto. Algunos de ellos tienen estuches con instrumentos que parecen de dentista y están concebidos para tallar esos skrimshander. Pero en general, se las arreglan con sus navajas: con ese instrumento, omnipotente para el marinero, hacen cuanto se nos antoje, guiándose por su fantasía marina…”[2]

La ventaja de leerlo fuera de tiempo por primera vez, aunque Borges insistentemente nos recomendara su lectura desde sus prólogos, ensayos y conferencias, es que uno puede escoger entre vivir la aventura de formación de ese joven Ismael o bien, que es la que más me interesa a mí, inclinarse por la lectura de la novela como espejo de su sociedad y su momento. Podría incluso arriesgar el término: como documento histórico. Porque por más que sean hechos de ficción, la propia circunstancia vital del autor y su vasta investigación nos permiten la excepcional oportunidad de viajar en el tiempo. El capítulo XLVIII. El primer descenso, es un relato magistral de este mundo de hombres, peleando en contra de animales de tamaño descomunal.

Es un mundo de hombres, eso sí. En la lista de la tripulación hay hombres venidos de todos los rincones del mundo (Dinamarca, Las Azores, Nueva Zelanda, Holanda, Francia, Islandia, Malta, China, etc.), pero a las mujeres apenas las entrevemos. Más que verlas, las escuchamos mencionar, como cuando habla un viejo marinero de la Isla de Man: “…Bailaré sobre tu tumba, sí, bailaré sobre ella: ésta es la peor amenaza de las mujeres que, de noche, hacen frente a los vientos en las esquinas…”, en clara alusión a las prostitutas que esperan a los marinos en cada sórdido puerto de sus escalas. Entonces el mundo es brutal.

“…se necesita un brazo fuerte y nervioso para hundir el primer hierro en el pez, porque a menudo, en lo que se llama un tiro largo, la pesada arma debe arrojarse a una distancia de veinte o treinta pies. Mas por prolongada y extenuadora que sea la caza, el arponero debe remar siempre con todas sus fuerzas; en verdad, debe suministrar un ejemplo de sobrehumana actividad a los demás hombres, no sólo mediante sus remadas extraordinarias, sino también con repetidas exclamaciones estentóreas e intrépidas: y nadie sabe –salvo quienes lo han experimentado- lo que significa aullar a pleno pulmón con todos los músculos en tensión y a punto de estallar…”.

 

El relato, por largo aliento parece propio del oficio de los marinos. Una historia armada exprofeso para matar el tiempo de las prolongadas esperas entre un avistamiento de ballenas y otro. En ese sentido nos transmite a ratos el mismo hastío que viven los soldados entre batalla y batalla. La terrible espera entre un disparo de adrenalina y otro. Ismael se la pasa leyendo, tomando notas, conversando con los marinos. Pero también como nos da visos de la intimidad del camarote, nos regala vistazos breves de esa intimidad del escritor, como cuando cuenta, a propósito de la piel de las ballenas: “…Tengo muchos pedazos secos, que uso como señalador para mis libros sobre ballenas. Es transparente, como ya he dicho, y poniéndola sobre la página impresa algunas veces me he divertido usándola como lupa. Sea como fuere, es agradable leer sobre las ballenas a través de sus propios anteojos, por así decirlo…”.

Leído así, con la óptica de quien escudriña un libro de historia, la aventura del capitán Ahab, obsesionado de mala manera con la ballena blanca viene a parecernos secundaria. Es ese el acto hermoso que acomete Michael Hoare cuando escribe su monumental Leviatán, ese relato moderno de la caza de las ballenas y de los entresijos de Moby Dick que nos regala este brillante escritor británico, en el que nos va desgranando la novela como quien desmonta un artefacto, y nos va regalando pedazos de su propia historia como aventurero del mar, a la par que nos presenta a Nataniel Hawthorne y otros contemporáneos de Melville. Así, con ese aliento puede gozarse de una mejor forma esta hermosa novela, para gozarse cada página, cada recuerdo, cada apunte de ese joven marinero llamado Ismael que maduró en el Herman que, a los 31 años, a mediados del siglo XIX, decidió sentarse a escribir este hermoso relato de los hombres que se hacían a la mar, sin la certeza de un pronto regreso, aislados del mundo, viviendo en el suyo propio: el de la cubierta de su barco.

“Cada ballenera lleva un buen número de cartas para varias naves: entregarlas a los destinatarios depende del mero azar de encontrarlos en los cuatro océanos. Así, muchas cartas nunca llegan a su destino, y otras sólo son recibidas cuando ya han cumplido dos o tres años…”.

 

[1] De acuerdo a una nota puesta con toda intención de documentar el proceso creativo, en el capítulo LXXXV, leemos que estaba entregado a la redacción de los últimos capítulos de su novela el 16 de diciembre de 1851, a las 13.15.45.

[2] Uno de los más grandes aficionados a coleccionar este tipo de objetos fue el asesinado presidente John F. Kennedy, quien presumía de tener una numerosa colección de dientes de ballena tallados con los más disímiles paisajes.


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