Alonso Berruguete, El sacrificio de Isaac. Madera policromada, 1526

Julián González Gómez

 

Sacrificio_de_Isaac-1_(Alonso_Berruguete)Uno de los más importantes artistas de la pintura, escultura e imaginería castellanas durante el renacimiento, Alonso era además hijo de Pedro Berruguete, el pintor que introdujo en Castilla los principios del nuevo arte italiano, llamado después renacimiento. Este conjunto proviene del altar de San Benito y tenía un compañero: la talla de San Cristóbal. Alonso Berruguete impulsó la escuela vallisoletana con obras de gran calidad pero, a pesar de su formación italiana, antepuso la fuerte expresión a las maneras suaves del manierismo, el color de la policromía al blanco del mármol y muestra además una innegable influencia de la escultura del gótico, todavía presente en esa Castilla de principios del siglo XVI.

Era esa Castilla un reino en plena expansión después de la unión de las dos coronas; con sus ojos puestos en las nuevas tierras americanas y una incipiente incorporación al convulso mundo centroeuropeo y sus guerras de religión, pasaba por un período de profundos cambios. La nueva era trajo a Castilla las primeras riquezas que producían las indias, la terrible y sangrienta revuelta de los comuneros, las reformas del Cardenal Cisneros y un joven rey que creció en tierras extrañas y ni siquiera sabía hablar el castellano cuando tomó posesión del trono con el nombre de Carlos I. Su madre, a quien había correspondido el trono, fue depuesta después de una conspiración urdida por los señores feudales y declararla loca. Juana vivió el resto de sus días encerrada en una torre, cuyos muros guardaban sus pensamientos y su morbosa obsesión por la muerte prematura de su marido, separada de sus hijos y entregada a la melancolía. Valladolid era por entonces ciudad principal de Castilla, sede temporal de la corte al ser la elegida para este propósito por el nuevo monarca. Poseía una famosa universidad, Real Audiencia, Casa de Moneda y una notable iglesia que sería elevada al rango catedralicio a finales de ese siglo.

Nuestro artista nació en Paredes de Nava, Palencia en 1490, hijo de un padre ya famoso como pintor con quien estudió los principios del arte. Al igual que su padre lo hiciera antes, marchó a Italia alrededor de 1512 para perfeccionar su técnica y para aprender el arte toscano, entonces en primera línea. En Florencia se unió al grupo de artistas que frecuentaban a Andrea del Sarto y pudo así conocer de primera mano las obras de Leonardo y Miguel Ángel, quienes ejercieron una fuerte influencia en él. Así mismo, en Roma trabajó bajo las órdenes de Bramante y pudo estudiar los vestigios de la antigua civilización romana, los cuales eran venerados en esa época por los artistas. Sin embargo, con quien más se identificó fue con Donatello, el escultor del Quatroccento italiano, cuyas obras pudo conocer. La influencia de Donatello se puede apreciar en las líneas ondulantes de sus figuras, que emergen de varios puntos y se expanden en todas las direcciones, en una suerte de acumulación simultánea de trazos reguladores que establecen los parámetros de la composición. A su regreso a España, se estableció por un tiempo en Zaragoza y Huesca, para fijar después su residencia en Valladolid. Fue aquí donde realizó el retablo de San Benito, considerado uno de sus principales trabajos y paradigma del arte del retablo castellano del renacimiento, dejando una importante escuela de escultura en esa ciudad. Sin embargo, su obra maestra es la sillería del coro de la catedral de Toledo, que realizó en la última etapa de su vida.

La imaginería, una especialidad de la escultura en la que se da preferencia a las imágenes religiosas, se caracteriza por un realismo exacerbado a fin de ser utilizada más directamente en la prédica y en las procesiones. En España, esta tradición hunde sus raíces en el románico y el gótico y se prefirió la talla en madera para luego pintarla en vivos colores y en muchas ocasiones estofada en oro. Berruguete estaba consciente del fuerte papel que este realismo tenía en la imaginería y ya de regreso en España trabaja preferentemente esta temática, dejando relegada a un segundo plano la escultura de mármol y bronce, tan importantes para el renacimiento y manierismo italianos. Aun así, la influencia que recibió en Florencia y Roma se puede observar en la mayor parte de su obra, limitándose a la composición y dejando lo que llamaríamos, la “pose” naturalista y amanerada en un segundo término. Por ello, sus figuras suelen ser no sólo de un patético realismo, sino además están investidas de una fuerte personalidad que algunas veces raya en un expresionismo arcaizante, pero efectivo.

Por eso escogimos esta notable obra: El Sacrificio de Isaac para presentarla aquí. El tema, ya de por sí intenso y cargado de fuertes connotaciones trágicas, es afrontado por Berruguete de una manera tal que, superficialmente,  pareciese que los conocimientos del manierismo italiano no hubiesen pasado nunca por su carrera. La plástica es definidamente gótica, de ese último gótico presente en Castilla por esa época, que tiene su asiento preferencial en la devoción religiosa de las gentes comunes, no conocedoras del humanismo y la sofisticación de Rafael o Miguel Ángel.

La solución plástica no deja de recordarnos el concurso de la ejecución de las puertas del baptisterio de la catedral, efectuado en Florencia a principios del siglo XV, con el mismo tema y en el que quedaron finalistas Brunelleschi y Ghiberti. Aquí, Berruguete se muestra más afín al goticismo de Brunelleschi, cuya composición frontal prevalece y las figuras están tratadas antes con realismo, que con naturalismo. Abraham, que se ve obligado a sacrificar a su único y amado hijo, voltea su cara al cielo con una expresión que denota su total devastación interior por tener que realizar este sacrificio supremo. Sus palabras y sus lágrimas dejan ver la desesperación, la prerrogativa del simple mortal, que le provoca su papel de siervo de los designios de un Dios que se le antoja cruel y despiadado, del que es sólo un siervo. No hay ninguna resignación más que la que muestra la postura desganada de su cuerpo, como si estuviese a punto de desmayarse, y su mano derecha que sostiene el cuchillo (ahora perdido) que todavía no quiere efectuar el cruel holocausto. Su brazo y mano izquierda agarran el cabello de su hijo y lo empiezan a levantar para facilitar el corte del cuello. Todavía no ha aparecido el Ángel que detendrá este acto despiadado, por lo que no hay ninguna esperanza a la vista. Isaac se muestra desnudo, pero no es una desnudez heroica al modo renacentista, antes bien esa condición denota su fragilidad y su condición de criatura desvalida, que se enfatiza con sus manos atadas por la espalda, impotente para defenderse. En su rostro bañado de lágrimas se pueden apreciar varias expresiones simultáneas: terror, aflicción, desvalía y también rabia. Es un ser humano que no entiende la trascendencia de lo que está ocurriendo y se ve impotente para poder detener el sacrificio que acabará con su vida, el bien más preciado para toda criatura.

Esta obra maestra no alcanza esa categoría sólo por la enorme calidad de su talla y pintura, sino más bien porque Berruguete escogió un momento específico del sacrificio y lo retrató con todas las consideraciones trágicas que conlleva. No dejó pasar absolutamente nada que pudiese distraer la sensación de ese sentimiento extremadamente doloroso en el que están involucrados padre e hijo, porque Dios no aparece, ni para explicar el por qué de un sacrificio tan cruel, ni tampoco ha mandado al Ángel que lo detendrá. Son dos seres humanos enfrentados al destino más cruel al que se los puede someter. Por una parte está el padre, que ha sido obligado por el todopoderoso a sacrificar lo que más ama y aprecia y sabe que debe resignarse y hacerlo; y por otra el hijo, quien no puede concebir el sentido que tiene el que pierda su propia vida a manos de su padre, a quien ama y venera. En las escrituras encontraremos más adelante otro sacrificio similar, el del hijo del propio Dios que dará su vida por un fin trascendente en bien de la redención de los pecados; pero en este caso ambos, padre e hijo, estaban conscientes del sentido de este sacrificio. Abraham no lo está en este momento, ni mucho menos Isaac, lo cual los coloca al lado nuestro como seres mortales cuyo fin último es un misterio que no nos está dado conocer. Parafraseando a Nietzsche, el siempre inconforme, esta escena es una representación humana, demasiado humana.


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